6

Yo estaba sentado en el sofá azul, oscilando entre el vértigo y la fuerte sensación de una violencia inminente, cuando se abrió de golpe la puerta. Entraron tres hombres uniformados; soldados: un capitán seguido de dos policías militares. Los policías llevaban unas pistoleras con pistolas del calibre 45. Eran blancas, enormes. El capitán en cambio era bajito, negro y, tras un momento de sorpresa, sonriente. No era una sonrisa amistosa, pero aun así parecía ser una expresión natural en aquel hombre.

Pensé en empuñar mi arma, pero no encontré excusa alguna para tal acto. Me sentí desesperado y confuso en lo más íntimo de mi corazón, pero decidí seguir a mi mente.

– Hola -dijo el capitán negro-. ¿Quién es usted?

– ¿Es ésta su casa, buen hombre? -le pregunté, y me puse en pie.

La mueca vacía del capitán se amplió.

– ¿Y la suya? -preguntó a su vez.

– Soy detective privado -dije. Siempre me estremezco un poco al decirlo; siento como si estuviese en un plató de cine y Humphrey Bogart estuviese a punto de hacer su aparición-. Me han contratado para encontrar a un hombre llamado Navidad Black.

Me preguntaba si alguna mujer se dejaría engañar por la sonrisa de aquel oficial. Era un hombre de piel oscura, como yo, y mortalmente guapo. Pero sus ojos brillantes, desde luego, nunca habían mirado dentro del corazón de otro ser humano. Detrás de aquellos ojos castaños profundos y oscuros se concentraba la frialdad de un predador natural.

– ¿Y lo ha encontrado?

– ¿Quién quiere saberlo?

Los policías militares se abrieron en abanico a ambos lados de su negro oficial en jefe. Allí no podría librarme por la fuerza de las armas.

– Perdone mi descortesía -dijo el sonriente predador-. Clarence Miles. Capitán Clarence Miles.

– ¿Y qué está haciendo aquí, capitán? -pregunté, pensando qué habrían hecho el Ratón o Navidad si se hubiesen encontrado en mi situación.

– Yo le he preguntado primero -dijo.

– Estoy en ello, capitán, pero mis años como militar han quedado muy atrás. No tengo que responderle y, desde luego, no tengo por qué contarle los asuntos de mi cliente.

– Quien es soldado una vez, lo es siempre -dijo él, mirando al hombre que tenía a su derecha.

Observé que aquel PM tenía tres medallas en la parte izquierda del pecho. Eran roja, roja y bronce. Era un hombre blanco joven, con unos ojos grises asombrosos.

– También dicen eso de los negros -dije, a ver si podía picarle.

Pero el capitán Miles sólo tenía sonrisas para mí.

– ¿Cómo se llama, detective?

– Easy Rawlins. Tengo un despacho en Central. Una mujer me contrató para que encontrase al señor Black. Me pagó trescientos dólares por una semana de trabajo.

– ¿Qué mujer?

Dudé entonces, pero no por incertidumbre. Sabía lo que quería del capitán y también tenía una idea de cómo conseguirlo.

– Ginny Tooms -contesté-. Me dijo que Black era el padre del hijo de su hermana, de diecisiete años. Quería que volviera con ella e hiciese lo que hay que hacer.

– Parece que quieren llevarle a prisión -especuló Miles.

Yo me encogí de hombros, diciendo sin palabras que no eran asunto mío los follones en los que se mete un tío con la polla traviesa. Yo sólo necesitaba los trescientos dólares, y por ese motivo estaba allí.

– ¿Qué aspecto tiene esa tal señorita Tooms? -me preguntó.

– ¿Por qué quiere saberlo? Usted ha dicho que está buscando a Black. -Mi acento se iba volviendo más espeso a medida que hablaba. Sabía por experiencia que los soldados de carrera negros miran por encima del hombro a sus hermanos poco educados. Y si me menospreciaba, era posible que se descuidara y me dijera algo que no pensaba que yo pudiese comprender.

– Sí, así es -aseguró Miles-. Pero cualquiera que sepa algo de él puede ayudarnos.

– ¿Qué quiere de él, capitán? -pregunté.

Los PM iban acercándose cada vez más. Bonnie volvió a mi mente durante un segundo. Supe que ninguna paliza me dolería más que el anuncio de su próximo matrimonio.

Miles fingió vacilar entonces. Éramos tal para cual, él y yo, como las figuritas del Tyrannosaurus Rex y el Triceratops con las que tanto le gustaba jugar a Jesus cuando era niño.

– ¿Ha dado usted con el nombre del general Thaddeus King en su investigación, señor detective privado?

Yo fingí que sopesaba aquella pregunta y luego sacudí la cabeza negativamente.

– Es nuestro jefe -me dijo Miles-, Y el de Black también. Hace poco envió a Navidad a una misión muy delicada. Fue hace tres semanas, y nadie ha oído hablar de él desde entonces.

– ¿Qué tipo de misión?

– No lo sé.

Yo hice una mueca que indicaba que no le creía. Él hizo una mueca que me contestaba: «pero es cierto».

– Señor Rawlins.

– Capitán.

– Cuénteme más cosas de Ginny Tooms. -La sonrisa había desaparecido y los PM estaban en posición. Podía haber dicho: «o habla ahora o después de que le hayamos dado una buena paliza».

Yo podía resistir el castigo, pero la verdad es que no veía motivo alguno para tener que hacerlo.

– Una mujer blanca -dije-. Veintitantos años, quizá treinta. Guapa, me parece.

– ¿Cómo que le parece?

– Llevaba gafas de sol y un pañuelo azul atado en la cabeza. Por lo que yo vi, podía estar llena de cicatrices.

– ¿Rubia?

– Pues la verdad es que no lo sé. Quizá fuera calva, pero tenía buen tipo: eso no se puede esconder.

La sonrisa volvió. Clarence estaba empezando a disfrutar de nuestra conversación.

– ¿Y su dirección?

Yo negué con la cabeza.

– Me pagó con quince billetes de veinte dólares y me prometió que me llamaría cada dos días. La mujer perfecta, por lo que a mí concierne.

Quedamos empatados. Yo había dicho mis mentiras, él las suyas. Sus hombres seguían en posición, pero no había ningún motivo para castigarme. Todo lo que había dicho era bastante plausible.

Miré a mi alrededor y vi lo que parecía un abejorro en la esquina, encima de la cabeza del soldado condecorado.

– ¿Puedo ver su identificación, señor Rawlins? -me preguntó el capitán Miles.

Yo llevaba mi licencia de detective privado en el bolsillo de la camisa para tener el acceso fácil. La saqué y se la tendí como un buen soldado. El oficial la examinó. La foto en blanco y negro de mi rostro sonriente y la firma del subinspector de policía, mi archienemigo, Gerald Jordan, bastaban para probar todo lo que yo decía.

– No hay demasiados detectives negros en Los Angeles -dijo él, mirando la tarjeta. Luego me miró y sonrió.

– ¿Es todo, capitán?

– No. Todavía no.

– ¿Qué más quiere? Tengo trabajo, ¿sabe?

El abejorro estaba en la misma posición. Deseé que el animalito cobrara vida y asustara a los soldados. Sólo necesitaba un momento para sacar la pistola que llevaba alojada en el cinturón, en la parte de atrás de los pantalones. Notaba la necesidad de igualar posiciones.

– El general King estaba a cargo de unas operaciones muy delicadas, tanto en este país como en el extranjero. Él responde ante el Pentágono. Más de una vez he atendido a su llamada y el presidente estaba al otro lado de la línea.

– ¿Y qué tiene que ver eso con un negro como yo o como Navidad Black, a ver?

– Tenemos que encontrar a Black -dijo Miles con rostro serio, a su pesar-. Tenemos que encontrarlo.

– Pero yo no me interpongo en su camino, hermano.

– ¿Cómo localizó este apartamento?

– Tooms había estado aquí -dije.

– ¿Y por qué no vino ella misma?

– Me dijo que sólo había estado en este lugar una vez, de noche. Lo único que recordaba era que había un edificio enfrente con un neumático enorme en el tejado. En cuanto lo dije, yo supe cuál era la dirección.

– ¿Y por qué no se lo dijo, sin más? -preguntó Miles.

– Bueno, hombre… -repliqué con displicencia-, es usted un negro como yo, pero lleva demasiado tiempo en el ejército… Ellos le compran la ropa, la comida, le dan cama, coche y armas. Piensa que todo es igual, porque está en la banda más grande del mundo, así que no entiende que un hombre vaya detrás de un dólar. Si le hubiese dicho a Ginny que sabía la dirección, ella me habría dado veinte dólares, y no trescientos. Hay que ordeñar bien a los clientes como si fueran vacas. No hay economatos donde conseguir botellas de leche o crema por aquí, sólo negros trabajando, eso es todo.

Si llego a apretar más, al final alguien habría acabado estrangulado con aquella mentira. El único problema que tenía era procurar que no se me notara en la cara la expresión de suficiencia y satisfacción, de modo que Clarence no supiera lo buena que yo pensaba que era.

– Descansen -dijo Miles a sus hombres.

Los PM se relajaron y dieron un paso atrás.

– ¿Y qué ha encontrado aquí, señor Rawlins?

– Una casa más limpia de lo que podía imaginar y un retrato enmarcado y roto.

– ¿Y qué se veía en el retrato?

– Nada.

Yo no habría mirado a los ojos de una mujer con más profundidad de lo que Miles miraba en los míos, no sin que de ellos surgiera la, pasión.

– Tenemos que encontrar a Navidad Black -dijo, con una sonrisita.

– Usted lo ha dicho.

Durante un minuto los cuatro hombres que estábamos en aquella habitación podíamos haber sido maniquíes, de tan quietos como nos quedamos.

– ¿Está usted comprometido con esa mujer?

– No le he dado ningún anillo ni nada.

– ¿Se ocupará usted del trabajo de encontrar a Navidad Black para el gobierno de Estados Unidos? -preguntó.

La vida no transcurre en línea recta como creemos. Yo estaba convencido de que aquellos hombres eran el motivo de que Navidad hubiese dejado a su hija adoptiva conmigo, y mi intención era engatusarlos con la esperanza de averiguar qué le había ocurrido a mi amigo. Pero mi mente aceptó aquella información e imaginó que volvía a casa un año antes y le contaba mi aventura a Bonnie. Ella había sido la primera persona con la que podía compartir mis pensamientos.

El dolor que llegó con aquella ensoñación casi me destroza. No podía hablar, porque sabía que el sollozo que tenía contenido en el pecho se escaparía con las palabras que pronunciase.

– Señor Rawlins -me pinchó Miles.

Guardé silencio diez segundos más y luego dije:

– ¿Le parece bien que la señorita Tooms se entere de dónde está?

– ¿Le importa?

– Me gusta que la gente le diga a sus amigos que yo he hecho el trabajo que me pagan por hacer, sí.

– No hay problema -dijo el capitán negro-. De hecho, me gustaría conocer a esa Ginny Tooms.

– ¿Y eso?

– Quizá sepa qué ha estado haciendo Black.

– Meterle la polla negra a su hermanita blanca y menor de edad, eso es lo que ha hecho -dije, y Miles se echó a reír de buena gana.

– Yo le daré setenta y cinco dólares como cuota -dijo.

– Me dará trescientos dólares por una semana de trabajo de búsqueda -dije yo-. Ésa es mi tarifa. Y eso es lo que me paga todo el mundo. El Tío Sam no es una excepción.

– Ya le han pagado por esto.

– Trescientos del ala o usted y el general King se pueden ir a freír espárragos.

Yo estaba absolutamente seguro de que Clarence Miles había asesinado a algún hombre con esa mueca torcida en la cara. Se llevó la mano al bolsillo de atrás y sacó una cartera grande, como de secretaria. Contó tres billetes de cien nuevecitos y me los tendió. Entonces supe que andaba en algo ilegal.

Los hombres del gobierno honrados que se ocupan de asuntos oficiales no le dan a la gente billetes de cien dólares. Desde el día en que se fundó, el ejército no ha entregado una cantidad tan elevada sin que fuera acompañada de un montón de papeleo.

Cogí el dinero, sin embargo, y me lo metí en el mismo bolsillo donde llevaba la foto de la mujer a la que había bautizado como Ginny Tooms.

– ¿Cómo nos pondremos en contacto? -pregunté a mi corrupto empleador.

– ¿Cuál es su número de teléfono?

Se lo dije. Lo apuntó en un trocito de papel y se lo metió en la enorme cartera.

– Le llamaremos mañana por la mañana a las nueve horas -dijo. Luego dio media vuelta y se alejó entre sus centinelas. Estos ejecutaron unos giros menos precisos y luego le siguieron afuera.

Les costó menos de diez segundos abandonar el lugar. Quizá fuesen criminales, pero también habían sido soldados, al menos en algún momento de su viaje.

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