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– … Y éste es el jardín de atrás -dijo Feather, con afectada despreocupación.

Ya habíamos visto lo que Pascua había apodado «la sala grande», con su mesa larguísima y sus pesadas sillas de roble tallado. Habíamos visto la biblioteca con sus miles de libros, la cocina que tenía cuatro fogones y un horno de madera independiente, el invernadero, ocho de los doce dormitorios, incluyendo el principal, y cinco o seis habitaciones más cuya finalidad no resultaba aparente a simple vista.

Me sentía asombrado, igual que mis amigos, pero en mi corazón se estaba entablando una auténtica batalla. Yo pensaba en Bonnie, en pasear con ella y salir de la casa al bosquecillo y el jardín. El dolor de tal imposibilidad me devolvía a la mente mi nombre escrito treinta veces por una mujer que fue asesinada al mismo tiempo que se enamoraba.

– Maldita sea -exclamó el Ratón-. ¿Te has fijado en esa piscina? ¡Es como un puto lago!

Para recalcar las palabras del Ratón, Jesus echó a correr y saltó al agua, seguido por Feather, aunque ella iba vestida con unos pantalones cortos y una camiseta.

La piscina tenía al lado una pradera, y ese prado acababa en un acantilado que se alzaba sobre un valle. En la distancia se veía el océano Pacífico.

Me pregunté qué tipo de trato habría hecho Jewelle para acabar poseyendo un lugar como aquel. Ella siempre estaba mirando a su alrededor, comprando terrenos baratos, con la esperanza de futuras urbanizaciones. Un terreno que impedía la construcción de uno de los rascacielos del centro quizá hubiese valido por aquella mansión oculta.

Pascua llevó a Navidad a su habitación para enseñarle cómo era. Benita se fue al otro lado de la piscina a contemplar a su amante y su hermanita mientras al mismo tiempo evitaba el contacto con Raymond.

– Ella me odia, ¿eh, Easy?

– Pues claro.

– Bueno… supongo que tiene motivos.

Estábamos sentados en un banco de mármol rosa y gris anclado en el cemento. El llevaba una camisa hawaiana azul y morada y unos pantalones blancos.

– Deberías quedarte un tiempo con Lynne Hua, Ray.

– A la mierda. Esos policías que me buscan deben prepararse para perder a unos cuantos de los suyos.

– Sólo un par de días, hombre.

– Pensaba que querías que te ayudara a matar a ese tipo, Sammy.

– Así es, lo harás.

Ray sonrió con su sonrisa más amistosa y mortal.

– ¿Me lo estás pidiendo por favor? -dijo.

– Sí.

– ¿Has ido a ver a Lynne?

La pregunta me inquietó, pero no lo demostré.

– Sí. Buscándote.

– ¿Y eso es todo?

– Ray, ¿cuánto tiempo hace que me conoces, tío?

El resopló y luego sacó un cigarrillo.

Yo me levanté y fui a la casa de ensueño californiana a buscar un teléfono.


– ¿Diga? -dijo ella rápidamente, como si estuviera esperando, al primer timbrazo.

Yo me quedé helado. La parálisis empezaba en la garganta, pero se comunicó con rapidez a mis dedos y mi lengua. Tenía intención de hablar, de decir «hola», como haría cualquier persona normal. Quería decir «hola», pero no podía ni respirar.

– ¿Diga? -repitió Bonnie Shay-. ¿Quién es?

Uno de los motivos de que no pudiese hablar era que mi mente iba muy por delante de mis cuerdas vocales. Yo estaba contándole ya lo de Sammy Sansoam y la pobre Faith Laneer, pero todavía no había abierto la boca siquiera.

Mi corazón daba saltos, más que latir. Parecía hasta emitir un ruido, un castañeteo muy agudo que me recordaba a un día de invierno en Louisiana cinco semanas después de que muriese mi madre.

Fue después de una de esas raras tormentas de nieve en Louisiana, a primera hora de la mañana. Cubría el suelo una capa de nieve en polvo de unos pocos milímetros. Un insecto segador cojeaba arriba y abajo por una superficie blanca y plana. Como era niño, me imaginé que probablemente buscaba el verano de nuevo, porque pensaba que se había perdido y que habría tierra firme y caliente en algún lugar… si era capaz de encontrarla.

Entonces y al teléfono, mi corazón era aquella araña.

– ¿Easy? -dijo Bonnie, bajito.

Colgué.


Jesus me esperaba junto a la biblioteca. Intuía muy bien mis sentimientos y creía que era el único que podía salvarme de mí mismo.

– Jewelle me ha pedido que te diga que podemos quedarnos aquí todo el tiempo que queramos, papá.

– Muy bien -dije-. Necesito que os quedéis aquí un tiempo.

– ¿Has hablado con Bonnie?

Miré a mi hijo, orgulloso de su talento y sus amables modales.

– No -respondí-. Uf. Iba a llamar a la policía por un asunto, pero luego he pensado que no era buena idea.


Cuando Navidad le dijo a Amanecer de Pascua que era el momento de irse, ella se echó a llorar. No quería dejar su nueva habitación ni a su hermana Feather. Le dije al soldado desacreditado que teníamos la casa todo el tiempo que quisiéramos y que me gustaría que se quedara por allí para asegurarse de que mi familia y la suya estaban a salvo.

– Ahora no tienes casa, ¿no? -le pregunté.

– No -respondió él, bajando la cabeza.

– Entonces quédate, hombre. He inscrito a Pascua en el colegio. Ella necesita a otros niños. Necesita una vida.

La amarga mueca de los labios de Black era un regusto a bilis y a sangre, de eso estoy seguro. Pensó en romperme el cuello; lo supe por mis propias impresiones y también porque el Ratón levantó la cabeza para mirarnos.

Amanecer de Pascua era lo único que le quedaba a Navidad. Él quería llevársela y agazaparse en un agujero en alguna parte para curarse. Y yo era el principal obstáculo entre él y su hija. Mi vida, mi hogar, mis hijos la reclamaban. Navidad quería silenciar aquella canción.

Pero también era un buen hombre, a pesar de toda su locura. Quería a su hija, y quería lo mejor para ella. En el coche me había despreciado como si fuera un subordinado suyo, pero aquello ya había terminado. Yo era un igual en un mundo injusto.


Al cabo de unos pocos y largos adioses conduje a Ray al apartamento de Lynne Hua. El me dio unas palmadas en el hombro y me hizo un guiño antes de salir.

– Tómatelo con calma, Easy -me dijo-. Sólo conseguirás hacerte mala sangre. Hay gente por ahí que me quiere matar y yo no estoy tan agobiado como tú.

– Lo tengo todo cubierto, Ray. Sólo unos cuantos pasos más y estaré libre.


Me detuve en La Brea a primera hora de la tarde, entré en una cabina telefónica y eché dos monedas. Marqué un número que me sabía de memoria y envolví el auricular con un pañuelo.

– Comisaría del distrito 76 -me dijo una mujer.

– Con el capitán Rauchford -dije, con una voz profunda y gruñona.

Sin más dilación ella me pasó. Sonó un solo timbre y contestó una voz masculina:

– Rauchford.

– He oído que buscan a Ray Alexander.

– ¿Quién es?

– No se preocupe por eso y escúcheme atentamente -dije con una voz que a veces oía mentalmente-. El Ratón se ha ido de la ciudad, pero volverá con sus chicos dentro de un día o dos.

– ¿Adónde?

– Aún no sé dónde, pero lo sé porque ese hijoputa se está tirando a mi mujer -dije, con auténtico sentimiento, demasiado y todo-. Ella correrá a verle en el momento en que vuelva a la ciudad.

– Dígame su nombre -me ordenó el hombre blanco.

– Mi nombre no tiene nada que ver.

– Estamos localizando esta llamada. Sé dónde vive usted.

Justo entonces una ambulancia pasó a toda carrera con la sirena sonando.

– Le llamaré mañana a última hora de la mañana o al mediodía, y le contaré lo que sé.

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