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Seguí por Pico y bajé hacia el océano, di una serie de vueltas y seguí viajando hacia el norte por la autopista de la costa del Pacífico. Iba en mi coche con las ventanillas abiertas y un cigarrillo entre los dedos. No sabía qué hora era exactamente, pero la medianoche se encontraba detrás de mí, y la mañana estaba lejos, muy lejos todavía. Había abierto la botella de coñac de medio litro y la llevaba entre las piernas. De vez en cuando daba un sorbo, brindando por los hombres y mujeres muertos a quienes había conocido y perdido a lo largo de las décadas.

No había demasiado tráfico y por lo tanto me sentía libre. Al principio respetaba el límite establecido de las cincuenta millas por hora, pero el velocímetro fue avanzando a medida que yo fui dejando el dolor cada vez más y más atrás.

Tenía treinta y siete dólares y un billete de cien en mi bolsillo, no llevaba zapatos ni camisa, y en la radio sonaban canciones que parecían felices, aunque hablaban de un corazón roto.

No sabía qué hora era, ni adónde me dirigía. Necesitaba unos zapatos y una chaqueta o algo parecido. Necesitaría más cigarrillos y otra botella pronto. Pero justo entonces, cuando llevaba ya bebida media botella y todavía me quedaban ocho cigarrillos, me encontraba en estado de gracia, dirigiéndome hacia la costa, rodando hacia el mañana.

Se me ocurrió que el único motivo de saber que el océano estaba allí fuera, a mi izquierda, era la oscuridad, la oscuridad primordial que había hecho que los de mi estirpe se detuvieran y reflexionaran durante millones de años. Reí ante aquel inmenso vacío.

Veinte millas después de Malibú una camioneta iba subiendo por la empinada cuesta poco a poco. Pasé al lado del vehículo con un control absoluto. Eso me hizo reír, me hizo sentir fuerte.

Bunting y Sansoam estaban muertos, pero yo no sentía remordimiento alguno por su fallecimiento. No me sentía culpable. Los policías estaban equivocados, pero yo no. Aquellos hombres habían traído una racha asesina desde Vietnam a California, y no se habrían detenido con Faith Laneer. Habrían ido a por mí muy pronto, sin saber lo que yo podía tener contra ellos.

Yo tenía que recuperar mucho tiempo de vida después de un año de depresión por Bonnie.

Las estrellas esparcidas sobre el océano oscuro me llamaban hacia la elevación que había del lado de la costa, en la montaña.

Bonnie había tenido que rechazarme. Aunque me quisiera, yo la había echado sin explicación alguna. Por supuesto, tenía que casarse con Joguye. África y el Caribe estaban más cerca de lo que América podía estar jamás de ninguna de las dos. Él era un rey, y yo un vagabundo. Y aquella noche me iría en mi coche tan lejos que nadie podría encontrarme para contarme si algo había cambiado.

Mis hijos estaban a salvo, viviendo en una mansión. Yo no estaría allí para vigilarlos, pero tenían a Jesus. Jesus… el niño que siempre había sido el mejor de los hombres.

Encendí un cigarrillo, di un sorbo a mi botella de coñac y decidí llamar a mi pequeña tribu cuando se hiciese de día. Merecían saber dónde estaba.

No les daría ningún número adonde llamarme, porque si conocían aquel número cada vez que sonase el teléfono me preguntaría si se lo habrían dado a Bonnie.

Un camión de dieciséis ruedas tenía ciertos problemas con la subida. Me desplacé un poco para asegurarme de que no venía nadie y pisé el acelerador. Acababa de empezar a adelantar al camión cuando vi los faros de otro coche que venía de frente.

No había problema. A la izquierda había un repecho. Amplié el arco de mi giro y apreté el freno para aminorar. No tenía ni idea de que el repecho iba menguando y luego desaparecía. Pisé el freno, pero por entonces las ruedas ya no se encontraban en terreno sólido. El motor se caló y el viento a través de las ventanillas era una mujer que pedía un auxilio que no llegaría nunca.

– No -dije, recordando todas las veces que casi muero a manos de otros: soldados alemanes, soldados americanos, borrachos, pillos, mujeres que me querían ver en la tumba…

La parte trasera de mi coche golpeó algo con fuerza, sin duda un peñasco. Algo agarró mi pie izquierdo y el dolor subió por la pierna. Lo ignoré, aunque me di cuenta de que al cabo de unos pocos segundos estaría muerto.

Rápidamente intenté buscar la imagen que necesitaba ver antes de morir. Mi mente se alzó hacia la parte superior del acantilado. Busqué a Bonnie, Faith, a mi madre. Pero ninguna de ellas apareció a mi lado en mis últimos segundos.

La parte delantera del coche golpeó algo con un fuerte estrépito y el ruido de metal que se desgarra. Entonces apareció Chevette Johnson en mi mente. Dormía en mi sofá nuevo, a salvo de un mundo malvado.

Creo que sonreí, y luego el mundo se volvió negro.

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