39

Veyrenc concedió dos horas de sueño al comisario, antes de entrar en su habitación, abrir las cortinas, acercar dos sillas a la chimenea en que Danica había hecho un gran fuego. El calor en la estancia era asfixiante, como para hacer sudar a un muerto, que era el objetivo de Danica.

– ¿Cómo va tu pezuña? ¿Te vas a convertir en centauro, o seguirás siendo hombre?

Adamsberg agitó el pie, probó el movimiento de los dedos.

– Hombre -dijo.

– Asciende hacia los cielos, lentamente se eleva,

pero sólo era un hombre, y tan sólo era un sueño,

era un simple mortal, que había de caer.

Olvidémonos pues de sueños ilusorios.

– Querías perder esta costumbre.

– Mas ay, señor…

me esforcé largo tiempo, rayando en la esperanza,

pero antiguos diablos lograron la victoria.

– Siempre pasa. Danglard ha decidido dejar el vino blanco.

– Imposible.

– Se pasa al tinto.

Hubo un silencio. Veyrenc sabía que la ligereza de tono no iba a durar, y Adamsberg lo presentía. Era simplemente un apretón de manos antes de un difícil ascenso.

– Haz preguntas -dijo Veyrenc-. Y si no quiero tus preguntas, te lo digo.

– Bien. ¿Por qué bajaste de la montaña? ¿Para reengancharte?

– Una sola pregunta a la vez.

– ¿Para reengancharte?

– No.

– ¿Por qué bajaste de la montaña?

– Porque leí el periódico. El artículo sobre el asesinato de Garches.

– ¿Te interesó el caso?

– Sí. Por eso seguí tu trabajo.

– ¿Por qué no viniste a la Brigada?

– Tenía más intención de vigilarte que de saludarte.

– Siempre has hecho las cosas a la chita callando, Veyrenc. ¿Qué vigilabas?

– Tu investigación, tus actos, tus encuentros, el camino que tomabas.

– ¿Por qué?

Veyrenc hizo un gesto aéreo con los dedos indicando que pasara a la pregunta siguiente.

– ¿Me has seguido de verdad?

– Cuando llegaste a Belgrado con el joven cubierto de pelo, yo estaba aquí desde el día anterior.

– Vladislav, el traductor. No es pelo, es vello. Lo ha heredado de su madre.

– Eso dijo, en efecto. Una de mis amigas, en el tren, estaba encargada de escucharos.

– Elegante, rica, bonito cuerpo, mala cara. Fue lo que dijo Vlad.

– No es rica en absoluto. Interpretaba un papel.

– Pues dile que trabaje mejor. La localicé desde París. En Belgrado, ¿cómo supiste adónde iba? Ella no estaba en el autobús.

– Había llamado a un colega del servicio de misiones, que me avisaba de tus desplazamientos. Una hora después de que hubieras reservado, yo ya conocía tu destino final, Kiseljevo.

– No se puede uno fiar de los maderos.

– No, eso ya lo sabes tú.

Adamsberg cruzó los brazos, bajó la cabeza. La camisa blanca que le había prestado Danica estaba bordada en el cuello y las mangas, y examinaba los brillantes arabescos de hilos rojos y amarillos en sus puños. Quizá como los zapatos del tío Slavko.

– ¿No será más bien Mordent quien te dio esa información y quien te pidió que me siguieras?

– ¿Mordent? ¿Por qué Mordent?

– ¿No lo sabes? Está en su casa con depresión.

– ¿Qué tiene eso que ver?

– Tiene que ver con su hija, que va a juicio. Tiene que ver con la gente de allá arriba que no quiere que se detenga al asesino. Que ha echado las redes sobre la Brigada. Consiguieron a Mordent, todo hombre tiene un precio.

– ¿Cuánto me valoras?

– Mucho.

– Gracias.

– En cambio, Mordent hace su curro de traidor como un pringado.

– Será que no tiene vocación.

– Pero acaba dando sus resultados. Un casquillito colocado debajo de una nevera, unas virutillas de lápiz dejadas en una alfombra.

– No sé de qué me hablas. No conozco el expediente. ¿Por eso dejaste ir al sospechoso? ¿Porque te obligaron?

– ¿Hablas de Émile?

– No, del otro.

– No dejé que Zerk se fuera -dijo Adamsberg con firmeza.

– ¿Quién es Zerk?

– El aplastador, el Zerquetscher. El asesino de Vaudel y de Plögener.

– ¿Quién es Plögener?

– Un austriaco que sufrió el mismo trato cinco meses antes. Al final resulta que no sabes nada. Pero eres tú el que abre el panteón de Kisilova.

Veyrenc sonrió.

– Nunca confiarás realmente en mí, ¿verdad?

– Si te entiendo, lo conseguiré.

– Tomé el avión a Belgrado, te precedí en taxi hasta Kiseljevo.

– Se habrían fijado en ti en el pueblo.

– Dormí en la cabaña del claro. Te vi pasar el primer día.

– Cuando encontré a Peter Plogojowitz.

– ¿Quién es?

Y la ignorancia de Veyrenc parecía auténtica.

– Veyrenc -dijo Adamsberg levantándose-, si no conoces a Peter Plogojowitz, no tienes nada que hacer aquí realmente. A menos que pensaras, y dime por qué, que yo estaba en peligro.

– No vine con la idea de sacarte de ese panteón. No vine con la idea de ayudarte. Al contrario.

– Bien -dijo Adamsberg-. Cuando hablas así te entiendo mejor.

– Pero no te habría dejado morir en la tumba. ¿Me crees?

– Sí.

– Pensaba que el peligro eras tú. Te seguí cuando fuiste hacia el molino, vi el coche de alquiler en la carretera, matrícula de Belgrado. El tuyo, pensé. No sabía adónde pensabas ir, me metí en el portaequipajes. La cosa fue de otra manera. Llegué contigo a ese maldito cementerio. El tipo tenía un arma, y yo nada. Esperé, vigilé. Ya te lo he dicho, volvía cada dos por tres a comprobar lo que había hecho. Sólo pude intervenir tarde. Casi demasiado tarde. Dos horas más y te conviertes en centauro.

Adamsberg se sentó de nuevo a examinar sus bordados. No mirar la sonrisa de Veyrenc, no dejarse liar por ese tipo como por las tiras de cinta adhesiva.

– O sea que viste a Zerk.

– Sí y no. Salí del maletero un rato después que vosotros, me escondí bastante lejos. Divisaba vuestras siluetas, sin más. Su cazadora de cuero, sus botas.

– Sí -dijo Adamsberg crispando los labios-. Zerk.

– Si por «Zerk» entiendes el asesino de Garches, sí, era Zerk. Si por «Zerk» entiendes el tipo que fue a tu casa el miércoles por la mañana, no era Zerk.

– ¿También estabas allí esa mañana?

– Sí.

– ¿Y no interviniste? Era el mismo hombre, Veyrenc. Zerk es Zerk.

– Que no necesariamente es Zerk.

– Sigues siendo igual de poco claro.

– ¿Tanto cambiaste pues que quieres nitidez?

Adamsberg se levantó, cogió el paquete de Morava del manto de la chimenea, encendió un cigarrillo con los tizones del fuego.

– ¿Fumas?

– Por culpa de Zerk. Se dejó un paquete en mi casa. Fumaré hasta que le eche el guante.

– Entonces ¿por qué lo dejaste ir?

– No me jodas, Veyrenc. Tenía armas, no pude hacer nada.

– ¿No? ¿Ni siquiera pedir refuerzos después de que se fuera? ¿Ni siquiera rodear el barrio? ¿Por qué?

– No es asunto tuyo.

– Lo dejaste ir porque no estabas seguro de que fuera el asesino de Garches.

– Estoy completamente seguro. No conoces nada del caso. Has de saber que Zerk dejó su ADN en Garches, en un pañuelo. Has de saber que es el mismo ADN que entró en mi casa con dos patas el miércoles pasado, con clara intención de matarme esa misma mañana u otra. Has de saber que el chico gasta muy malas pulgas. Has de saber que no ha negado una sola vez el asesinato.

– ¿No?

– Al contrario, estaba orgulloso. Has de saber que volvió a mi casa a aplastar a una gatita con la bota. Has de saber que lleva una camiseta con costillas, vértebras y gotas de sangre.

– Lo sé. Lo vi salir.

Veyrenc sacó un cigarrillo del paquete, lo encendió, caminó por la habitación. Adamsberg seguía sus idas y venidas, observaba su expresión de jabato terco que borraba toda dulzura de sus rasgos. Veyrenc protegía a Zerk. O sea que Veyrenc iba de la mano de Emma Carnot. Veyrenc empujaba con los demás para hacerlo caer al hoyo. En ese caso, ¿por qué haberlo sacado del panteón? ¿Para enviarlo al hoyo legalmente?

– Has de saber, Adamsberg, que hace treinta años, una tal Gisèle Louvois se quedó preñada junto al puente chico del Jaussène. Conoces el sitio. Has de saber que ocultó su embarazo y que dio a luz, en Pau, un hijo: Armel Louvois.

– Zerk. Lo sé, Veyrenc.

– Porque te lo dijo.

– No.

– Claro que sí. Se le ha metido en la cabeza que tú habías preñado a su madre. Seguro que te habló de ello. No piensa en otra cosa desde hace meses.

– Muy bien. Me habló de ello. De acuerdo, se le ha metido eso en la cabeza. O más bien su madre le metió eso en la cabeza.

– Con razón.

Veyrenc volvió hacia la chimenea, tiró su cigarrillo en el fuego, se arrodilló para atizar. La bola de gratitud hacia su antiguo adjunto se había esfumado en Adamsberg. Sí, le había arrancado la cinta adhesiva, pero ahora estaba tratando de atraparlo en la nasa.

– Desembucha, Veyrenc.

– Zerk tiene razón. Su madre tiene razón. El joven del puente del Jaussène era Jean-Baptiste Adamsberg. Indiscutiblemente.

Veyrenc se levantó, con un poco de sudor en la frente.

– Eso te convierte en padre de Zerk, o de Armel, como prefieras.

Adamsberg apretó los dientes.

– ¿Cómo podrías saber, Veyrenc, lo que no sé ni yo?

– Es algo que ocurre a menudo en la vida.

– Sólo una vez actué sin recordarlo, y eso fue en Québec y había bebido como un odre [6]. Hace treinta años no bebía ni gota. ¿Qué sugieres? ¿Que, preso de amnesia, dotado de ubicuidad, hice el amor con una chica a quien nunca conocí? En mi vida me he acostado, ni hablado siquiera, con una sola Gisèle.

– Te creo.

– Lo prefiero.

– Odiaba ese nombre y daba otro a los chavales. No te acostaste con una Gisèle, te acostaste con una Marie-Ange. Junto al puente chico del Jaussène.

Adamsberg se sintió caer por una pendiente demasiado empinada. La piel le ardía, la cabeza le martilleaba. Veyrenc salió de la habitación, Adamsberg se hundió los dedos en el pelo. Por supuesto que se había acostado con Marie-Ange, con su melena corta, sus dientes un poco hacia delante, el puente chico del Jaussène, la lluvia ligera y la hierba húmeda que casi lo fastidian todo. Por supuesto que la carta recibida más tarde, alambicada e incomprensible, la firmaba ella. Por supuesto que Zerk se le parecía. Entonces el infierno era eso. Cargar de golpe con un hijo de veintinueve años a la espalda, y esa espalda rompiéndose bajo el peso de un yunque. Ser padre de un tipo que había cortado a láminas a Vaudel, que lo había encerrado en un panteón. «¿Sabes dónde estás, capullo?» No, ya no sabía en absoluto dónde estaba, capullo, salvo en esa piel que le sudaba y le ardía, con la cabeza que le caía sobre las rodillas como una piedra, las lágrimas que le picaban los ojos.

Veyrenc había vuelto sin decir nada con una bandeja cargada de una botella, queso y pan. La dejó en el suelo, volvió a su sitio sin mirar a Adamsberg, llenó los vasos, untó el queso en el pan, era kajmak, reconoció Adamsberg. Él lo miraba hacer, con la cabeza hundida entre los hombros. Hacer rebanadas de pan con kajmak, ¿por qué no, llegados a ese punto?

– Lo siento -dijo Veyrenc ofreciéndole un vaso.

Empujó varias veces la mano de Adamsberg con el vaso, como se fuerza a un niño a desapretar los dedos, a salir de su ira o de su desesperación. Adamsberg movió un brazo, cogió el vaso.

– Pero es un chico guapo -dijo Veyrenc bastante vanamente, como para poner en valor una gota de esperanza en un océano de calamidad.

Adamsberg vació el vaso de un trago, un lingotazo matinal que lo hizo toser, lo cual lo reconfortó. Mientras uno siente el cuerpo, aún puede hacer algo. Cosa que no ocurría la noche anterior.

– ¿Cómo sabes que me acosté con Marie-Ange?

– Porque es mi hermana.

Hostia puta. Mudo, Adamsberg tendió el vaso hacia Veyrenc, que se lo llenó.

– Come pan.

– No puedo comer.

– Come igualmente, oblígate. Tampoco yo he comido casi desde que vi su foto en el periódico. Puede que seas el padre de Zerk, pero yo soy su tío. No es mucho mejor.

– ¿Por qué tu hermana se llama Louvois y no Veyrenc?

– Es mi hermanastra, hija del primer matrimonio de mi madre. ¿Recuerdas a Louvois? ¿El carbonero que se largó con una americana?

– No. ¿Por qué no me lo dijiste cuando estabas en la Brigada?

– Mi hermana y el niño no querían oír hablar de ti. No te queríamos.

– ¿Y por qué no has comido nada desde que viste el periódico? Dices que Zerk no mató al viejo. ¿No estás seguro en realidad?

– No, en absoluto.

Veyrenc puso una rebanada en la mano de Adamsberg, y ambos, concienzuda y tristemente, comieron lentamente su pan mientras el fuego iba cayendo.

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