Me dijo:
– Usted aún tiene la presunción de que fui yo quien la mato, ¿no es verdad?
– ¿Qué importancia pueden tener mis presunciones?
– La tienen para mí.
Plagié a Durkin.
– Nadie me paga para hacer presunciones.
Nos encontrábamos en un reservado en el fondo de un café situado a unos pasos de la Octava Avenida. Mi café era negro, el suyo un poco más claro que el tono de su piel. También pedí un «bollo a la plancha pensando que debía comer algo, pero fui incapaz de tocarlo.
– No fui yo quien la mató -terció.
– ¿Ah, sí?
– Tengo lo que podríamos llamar una coartada en profundidad. Yo me hallaba esa noche en una sala llena de gente que podrían testimoniar. En ningún momento me encontré cerca del hotel.
– Es práctico.
– ¿Qué quiere decir?
– Pues eso que digo.
– Está diciendo que pude pagar a alguien para que lo hiciera.
Me encogí de hombros. Me sentía incómodo sentado delante de él, pero sobre todo me sentía cansado. No tenía miedo de él.
– Sí, hubiera podido, pero no lo he hecho.
– Si lo dice usted.
– ¡Maldita sea! -exclamó, y bebió un poco de café-. ¿Representaba ella algo más para usted de lo que pretendió la otra noche?
– No.
– Simplemente la amiga de una amiga, ¿verdad?
– Eso es.
Me miró. Su mirada me cegaba.
– Usted se ha acostado con ella.
Antes que pudiera responder, dijo:
– Claro, eso es lo que hicieron. ¿Cómo si no iba ella a darle las gracias? Esa mujer sólo hablaba una lengua. Espero que no sea la única compensación que obtuvo, Scudder. Espero que ella no haya pagado sus honorarios en moneda de puta.
– Mis honorarios son cosa mía. Lo que pudo pasar entre ella y yo es cosa mía.
El asintió con la cabeza.
– Sólo estoy tratando de entender de dónde sale usted.
– Yo no salgo de ninguna parte. Hice un trabajo por el que he sido pagado en su totalidad. El cliente está muerto y yo no tengo nada que ver con ello, ni ello tiene nada que ver conmigo. Usted afirma que no tiene nada que ver con la muerte. Puede ser verdad y puede que no. No lo sé y no tengo por qué saberlo y, sinceramente, me importa tres cominos. Eso es un asunto entre usted y la policía. Yo no soy policía.
– Pero lo ha sido.
– Y ya no lo soy más. No soy poli, ni el hermano de la víctima, ni un ángel justiciero con su flameante espada. ¿Cree que me importa quién mató a Kim Dakkinen? ¿Lo cree verdaderamente?
– Sí.
Lo miré. Me dijo:
– Sí, no creo que este asunto le resbale. Está interesado en saber quién la ha matado. Por eso estoy aquí -esbozó una sonrisa reconciliadora-. Por eso quiero contratar sus servicios, Sr. Matthew Scudder. Quiero que averigüe quién la mató.
Me llevó un tiempo tomar en serio lo que decía. Luego hice todo lo que pude para disuadirle. Si había alguna pista para llegar hasta el asesino la policía tenía mejor oportunidad de encontrarla y seguirla. Tenían la autoridad, los efectivos, la capacidad, los contactos y los medios. Yo no tenía nada de eso.
– Se olvida de algo -terció Chance.
– ¿Sí?
– La policía no va a indagar. Ellos saben quien la mató. Como no tienen ninguna prueba eso no les sirve de nada, pero eso les sirve de escusa para no cansarse buscando. Pensarán: "sabemos que Chance ha sido quien la ha matado, pero como no lo podemos probar ocupémonos de otra cosa". Y Dios sabe que tienen mucho más trabajo que hacer. Y si se pusieran a indagar lo único que buscarían sería la forma de hacerme cargar con el muerto. Ni siquiera buscarían si existe otra persona en la tierra que pudiera tener alguna razón para desear su muerte.
– ¿Cómo quién?
– Eso es lo que usted tratará de averiguar.
– ¿Por qué?
– Por dinero -dijo y sonrió de nuevo-. No le estaba pidiendo que trabajara gratis. Tengo bastante dinero en efectivo. Puedo pagarle bastante bien.
– No es eso lo que quiero decir. ¿Por qué quiere que yo me encargue de este caso? ¿Por qué quiere encontrar al asesino, asumiendo que yo tuviera alguna oportunidad de encontrarlo? No es para sacarle del lío porque no está metido en ningún lío. La policía no tiene motivo para inculparlo y no parece que vayan a dar con ninguno. ¿Por qué tanto interés en que este caso no pase a la historia como no resuelto?
Su mirada era tranquila y firme cuando respondió:
– A lo mejor es que me preocupa mi reputación.
– ¿Cómo? Yo pensaba que su reputación sólo podría ganar. Para los de la calle ha sido usted quien la ha matado y la bofia no lo ha pescado. La próxima niña que quiera dejar su protección tendrá que pensárselo un poco más. Incluso si usted no tiene nada que ver con la muerte de Kim Dakkinen. No creo que desprecie semejantes atribuciones.
Golpeó dos veces la taza con el índice.
– Alguien ha matado a una de mis mujeres. No quiero que el asesino se salga con la suya.
– Ella no era suya cuando la mataron.
– ¿Y quién lo sabe? Usted lo sabía, yo lo sabía. ¿Lo sabía alguna de las otras? ¿Lo sabía la gente de los bares y de la calle? ¿Lo saben ahora? Para todo el mundo una de mis mujeres ha sido asesinada y el asesino se va a salir con la suya.
– ¿Y eso no es positivo para su reputación?
– En absoluto. Hay más cosas. Mis chicas tienen miedo. Kim ha sido asesinada y el tío que lo hizo aún anda por ahí, suelto. ¿Y si lo vuelve a hacer?
– ¿Asesinar a otra prostituta?
– A otra de mis chicas -dijo con el mismo tono-. Scudder, ese tío es un revólver cargado, y no sé a qué está apuntando. Quizá matando a Kim sea una forma de llegar hasta mí. ¿Cómo saber si otra de mis chicas no figura en la lista de las próximas víctimas? Sé una cosa, que mis negocios se están resistiendo. Para empezar les he dicho que no acepten citas en hoteles, eso es para novatas, y que rechacen a los clientes nuevos sino tienen un aspecto del todo normal. También podría haberles dicho que dejaran el teléfono descolgado.
El camarero se acercó con una jarra de café y rellenó nuestras tazas. Yo aún no había tocado el bollo a la plancha y la mantequilla fundida comenzaba a endurecerse. Le pedí que se lo llevara. Chance añadió un poco de leche a su café, lo que me hizo pensar en el día en que estaba sentado con Kim y ella bebía café con leche muy azucarado.
Dije:
– ¿Por qué yo, Chance?
– Ya se lo he dicho. La policía no se va a cansar. Yo sólo tengo un medio para que alguien se parta los cuernos resolviendo este asunto: pagando.
– Hay más gente que ejercen como detectives. Usted podría contratar toda una agencia y hacerles trabajar las veinticuatro horas del día.
– Nunca me gustaron los deportes de equipo. Prefiero ver a dos tipos cara a cara. Además usted está más o menos implicado en el asunto. Conocía a la mujer.
– No creo que sea una ventaja.
– Y yo lo conozco.
– ¿Porque me ha visto una vez?
– Y me gusta su estilo. Eso tiene su importancia.
– ¿De veras? La única cosa que sabe sobre mí es que sé como mirar un combate de boxeo. Eso no es mucho.
– Pero cuenta. Además sé bastante más que eso. He estado preguntando por ahí. Sé cómo trabaja, mucha gente lo conoce y la gran mayoría hablan bien de usted.
Me quedé en silencio un momento, luego dije:
– El tipo que la ha matado quizás sea un psicópata. Esa fue la impresión que dejó.
– El viernes me enteré que quería dejarme. El sábado le comuniqué que no veía objeciones. El domingo un loco vuela desde Indiana y la corta en pedazos. ¿Le parece una simple coincidencia?
– Hay coincidencias muy a menudo -tercié-, pero no, no me parece que sea una coincidencia -ya no podía seguir más, dije-: No tengo muchos deseos de ocuparme de este caso.
– ¿Por qué no?
Pensé: porque no deseo hacer nada. Quiero sentarme en una esquina oscura y desconectar con el mundo. Me apetece un trago, maldita sea.
– Ese dinero le puede ser útil.
Eso era verdad. No me quedaba mucho de mis últimos honorarios y mi hijo Mickey necesitaba una ortodoncia, y tras eso sería otra cosa.
– Tengo que pensarlo.
De acuerdo.
– Soy incapaz de concentrarme ahora. Necesito tiempo para situarme.
– ¿Cuánto tiempo?
Pensé: meses, pero respondí:
– Un par de horas. Lo llamaré esta noche. ¿Hay algún número a donde pueda llamarlo o llamo a su servicio?
– Diga una hora que le convenga. Me encontrará delante de su hotel.
– No tiene por qué hacer eso.
– Es demasiado fácil decir no por teléfono. Prefiero una respuesta con la persona delante. Y, además, si responde que sí, tendremos que hablar un rato. Sin contar con el hecho de que pedirá un anticipo.
Me encogí de hombros.
– Su hora será la mía.
– ¿A las diez?
– Delante de su hotel.
– De acuerdo. Pero si tuviera que responder ahora sería no.
– Entonces es una suerte que tenga hasta las diez.
Pagó los cafés, yo no discutí.
Volví al hotel y subí a la habitación. Traté de pensar con lucidez, cosa que no pude. No me encontraba a gusto. Iba y venía del sillón a la cama, preguntándome por qué no le había dicho que no de mano. Ahora me encontraba con el problema de encontrar algo en lo que ocupar mi tiempo hasta las diez, para entonces, armarme de coraje y rechazar lo que me proponía.
Sin pensar mucho lo que estaba haciendo me coloqué el sombrero y el abrigo y me fui hasta Armstrong. Atravesé la puerta sin saber lo que iba a pedir. Me acerqué a la barra y Billie comenzó a negar con la cabeza cuando me vio llegar. Dijo:
– Lo siento muchísimo, Matt. No puedo servirte.
Sentí mi rostro teñirse de rojo. Estaba avergonzado y enfadado.
– ¿De qué estás hablando? ¿Crees que estoy borracho?
– No.
– ¿Entonces por qué demonios no me vas a poder servir?
Su mirada evitó la mía.
– Yo no hago el reglamento. No dije que no fueras bienvenido en este establecimiento. Café o Coca-Cola, o cualquier cosa de comer. Después de tanto tiempo eres de la clientela y aquí te tenemos cariño. Pero tengo orden de no servirte alcohol.
– ¿Quién lo dice?
– El jefe. Cuando estuviste aquí la otra noche…
– Oh, Dios mío. Le dije:
– Siento mucho lo de la otra noche, Billie. Déjame decirte la verdad, tuve un par de noches malas. Ni siquiera sé por qué vine aquí.
– No te preocupes.
Mierda. En ese momento hubiera querido encontrarme bajo tierra.
– ¿Estaba muy mal, Billie? ¿Causé algún problema?
– Bueno, hombre. Estabas borracho. Eso pasa, ¿verdad? Hace tiempo, la dueña de la pensión en la que vivía, una irlandesa, me dijo un día tras llegar la noche anterior con una borrachera que no veía: "Pero hijo, eso le puede pasar a un obispo". No Matt, no armaste ningún jaleo.
– Entonces…
– Escucha -dijo, inclinándose hacia delante-, te voy a repetir lo que me dijo el jefe. Dijo: "si ese tipo quiere beber hasta morir no puedo detenerlo, y si quiere entrar aquí será bien recibido, pero no seré yo quien le venda alcohol".
– Entiendo.
– Si fuera por mí…
– De todas formas no vine a tomar una copa, sino a por un café.
– En ese caso…
– En ese caso a la mierda el café -dije-. En ese caso me apetece un trago y no creo que sea difícil encontrar a alguien que me lo sirva.
– No te lo tomes así.
– No me digas cómo me lo tengo que tomar. Déjame en paz, coño.
Había algo gratificante en esa muestra de cólera. Salí a grandes pasos y me quedé un momento parado en la acera, preguntándome a dónde iría a tomar una copa.
Oí que alguien me llamaba por mi nombre. Me volví. Un tipo vestido de militar me sonreía amablemente. No lo reconocía en un primer momento. Me dijo que estaba contento de verme y me preguntó que tal estaba. En ese momento caí. Respondí:
– Hola Jim. No me va del todo mal.
– ¿Vas a la reunión? Te acompaño.
– Oh -balbuceé-. Lo siento pero no creo que pueda ir esta noche. Tengo una cita.
No dijo nada pero sonrió. Yo sentí un chasquido; le pregunté si su apellido era Faber.
– Así es.
– ¿Me llamaste al hotel?
– Sólo quería saludarte. Nada importante.
– El nombre no me dijo nada, de otro modo te habría devuelto la llamada.
– Por supuesto. ¿Estás seguro de que no quieres ir a la reunión?
– De veras que me gustaría ir, pero…
Esperó.
– He tenido bastantes problemas estos últimos días, Jim.
– Eso no es extraño, sabes.
Ni siquiera podía mirarle. Le dije:
– He empezado a beber. Estuve, no sé, siete u ocho días. Luego empecé de nuevo. Todo iba bien, ya sabes, controlando, pero una noche tuve problemas.
– Tus problemas comenzaron cuando tomaste aquel primer trago.
– Quizá, no lo sé.
– Por eso te llamé -dijo con voz reposada-. Pensé que igual necesitabas ayuda.
– ¿Cómo lo sabías?
– Bueno, no estabas muy fresco el lunes por noche en la reunión.
– ¿Estuve en la reunión?
– ¿No te acuerdas? Tenía el presentimiento de que pasabas por un lapsus.
– ¡Oh, Dios mío!
– ¿Qué ocurre?
– ¿Fui allí borracho? ¿Entré borracho en la reunión de la A.A.?
El rió.
– Según lo dices parece un pecado mortal. ¿Acaso piensas que eres el primero?
Me entraron ganas de morirme.
– Pero eso es terrible -dije.
– ¿Qué es terrible?
– Nunca podré volver. Nunca seré capaz de volver a entrar por esa puerta.
– Sientes vergüenza de ti mismo, ¿verdad?
– Claro que sí.
El asintió:
– Yo también sentía vergüenza de mis períodos de amnesia. No quería que me hablaran de ello y siempre tenía miedo de lo que pudiera hacer. Si te puede ayudar te diré que no hiciste nada terrible. No montaste ningún escándalo. No cortaste la palabra de los otros. Vertiste una taza de café, eso fue todo.
– ¡Oh, Dios mío!
– Pero no la vertiste sobre nadie. Estabas ebrio, simplemente. Si lo quieres saber no tenía un aire festivo. De hecho tenías un aspecto bastante miserable.
Encontré el coraje para decirle:
– Acabé en el hospital.
– ¿Y ya has salido?
– Firmé mi salida esta tarde. Sufrí un ataque, por eso me llevaron allí.
– Lo entiendo.
Caminamos un momento en silencio, luego le dije:
– No creo que me pueda quedar toda la reunión. Tengo que ver a una persona a las diez.
– Te dará tiempo de quedarte casi hasta el final.
– Sí, supongo que sí.
Me pareció que todo el mundo me miraba. Algunos me saludaron y yo veía ironía en sus saludos. Otros no me decían nada y yo pensé que me estaban evitando porque mi borrachera les había ofendido. Estaba tan molesto que hubiera deseado convertirme en el hombre invisible.
Durante el testimonio no me podía aguantar en el sitio. No dejaba de hacer viajes a la cafetera. Estaba convencido de que mis idas y venidas no eran bien recibidas, pero me sentía terriblemente atraído por la cafetera.
Mi mente se perdía constantemente. El conferenciante era un bombero de Brooklyn y contó una historia muy interesante pero no pude concentrarme en ella. Contó como todo el mundo en su departamento de bomberos habían sido bebedores empedernidos y que los que no bebían eran traspasados a otros departamentos.
– El capitán era un alcohólico y quería verse rodeado de alcohólicos -explicó-. Solía decir: "Denme hombres borrachos suficientes y apagaré cualquier incendio en no importa dónde". Y tenía razón. Estábamos dispuestos a todo, ir a cualquier sitio, correr los más insensatos peligros. Porque estábamos tan borrachos que no nos dábamos cuenta.
No entendía nada: había controlado mi consumo de alcohol y todo iba perfectamente. Excepto cuando no fue tan perfectamente.
En el descanso dejé caer un pavo en el platillo y volví a rellenar la taza. Esta vez conseguí comer una galleta. Estaba de nuevo en mi sitio cuando empezó el coloquio.
Perdía constantemente el hilo de la cuestión, pero no parecía tener importancia. Escuché lo mejor que pude y aguanté todo lo que pude. A las diez menos cuarto me levanté y me escurrí por la puerta discretamente. Tenía la sensación que todo el mundo me miraba y deseaba decirle que no iba a beber más, que tenía que ver a una persona, que tenía una cita de negocios.
Me di cuenta más tarde de que me hubiera podido quedar hasta el final. St. Paul's, no estaba ni a cinco minutos de mi hotel. Chance podía haber esperado.
Quizás buscaba un pretexto para irme antes de que fuera mi turno de hablar.
Llegué al hall a las diez en punto. Vi llegar el vehículo de Chance, salí a la calle y la crucé. Abrí la puerta, subí y la cerré. El me miró.
– ¿El puesto sigue vacante?
Asintió con la cabeza.
– Si lo quiere…
– Lo quiero.
Asintió de nuevo, arrancó y nos pusimos en marcha.