VEINTE

Danny Boy izó su vaso de vodka ruso para mirar el líquido a través de la luz.

– Pureza, claridad, precisión -dijo, haciendo rodar las palabras que pronunciaba con un sonido particular. El mejor vodka, Matthew, es una cuchilla de afeitar. Un escalpelo bien afeitado en las manos de un experto cirujano. No deja huellas visibles.

Inclinó ligeramente el vaso y bajó una buena parte de ese elixir de pureza y claridad. Nos hallábamos en el bar de Poogan's y Danny Boy vestía un traje azul marino con finas rayas rojas -tan finas que apenas se distinguían en la penumbra del bar-. Yo bebía un refresco de limón. Anteriormente estuvimos en otro bar en donde una camarera me dijo que esa bebida se llamaba Lime Rickey. Yo sabía que nunca me decidiría a pedirla por ese nombre.

Danny Boy me dijo:

– Recapitulemos un poco. Su nombre era Kim Dakkinen. Una rubia alta, en sus tempranos veinte, vivía en Murray Hill, murió hace quince días en el hotel Galaxy.

– Aún no hace quince días.

– De acuerdo. Ella era una de las chicas de Chance. Ella tenía también un amiguito y es a él a quien quieres, al amiguito.

– Exacto.

– Y estás dispuesto a pagar a quien quiera que te facilite la más mínima información sobre él. ¿Cuánto?

Me encogí de hombros.

– Un par de dólares.

– ¿Cien dólares? ¿Ciento cincuenta? ¿Cuánto?

– No lo sé, Danny. Depende de dónde y a dónde vaya la información. No tengo un millón entre las manos pero tampoco ando seco.

– Has dicho que se trataba de una de las chicas de Chance.

– Eso dije.

– Hace menos de dos semanas andabas detrás de Chance, Matthew. Luego me llevaste a un combate de boxeo nada más que para que yo te lo mostrara con el dedo.

– Así fue.

– Y un par de días después la fotografía de tu rubia aparece en todos los periódicos. Buscabas a su chulo y ahora ella está muerta, y ahora buscas a su novio.

– ¿Y?

Terminó el vodka.

– ¿Sabe Chance lo que haces?

– Lo sabe.

– ¿Has hablado con él?

– He hablado con él.

– Interesante.

Levantó su vaso vacío y entrecerró los ojos para ver a su través. Sin duda para asegurarse de la pureza, claridad y precisión. Me preguntó:

– ¿Quién es tu cliente?

– Eso es confidencial.

– Es gracioso como la gente que busca información nunca quieren pulirla. No te preocupes, preguntaré por ahí, haré correr la voz de que buscar cierta información por los barrios. ¿Eso es lo que quieres?

– Eso es.

– ¿Sabes algo de ese amiguito?

– ¿Cómo qué?

– ¿Es joven o viejo, inteligente o tonto, casado o soltero? ¿Va al trabajo a pie o se lleva la comida?

– El, al parecer, le hacía regalos.

– Eso estrecha mucho el campo de búsqueda.

– Lo sé.

– Bueno, lo intentaremos de todas formas.


Eso era todo lo que podía hacer. Después de la reunión volví al hotel donde me pasaron un aviso: Llamar a Sunny, y el número de ella. La llamé desde el vestíbulo pero no obtuve respuesta. ¿Por qué no tenía un contestador? Yo pensaba que hoy en día todo el mundo tenía uno de esos ingenios.

Subí a mi habitación pero no me podía estar quieto. No estaba cansado. La siesta había sido lo bastante larga como para disipar mi fatiga y todo el café que había bebido en la reunión me había vuelto nervioso y agitado. Repasé mis notas de la agenda y releí el poema de Donna y me dije que buscaba una respuesta que ya conocía.

Eso ocurre frecuentemente en las investigaciones oficiales. El medio más simple de enterarse de algo es preguntarlo a alguien que lo sepa. La parte difícil está en encontrar a la persona que tiene la respuesta.

¿En quién habría confiado Kim? Desde luego no en ninguna de las chicas que había visitado hasta entonces, ni en su vecina de la calle 37.

– ¿En quién entonces?

– ¿En Sunny? Quizá. Pero Sunny no respondía al teléfono. Lo intenté de nuevo llamándola a través de la centralita del hotel.

No hubo respuesta. Me alegré. No tenía ganas de pasar otra hora bebiendo limonada con jengibre en compañía de una fulana.

¿Qué es lo que habían hecho Kim y su amiguito sin rostro? Si se habían pasado todo el tiempo detrás de las puertas cerradas, rodando por un colchón y prometiéndose un amor eterno, sin jamás hablar con nadie, entonces no tendría muchas posibilidades de dar con algo sólido. Pero quizá salieran de vez en cuando, quizás él la llevara a determinados ambientes. Quizá él hablara con alguien y éste a su vez hablara con alguien más.

No sería en mi cuarto del hotel en donde iba a encontrar las respuestas. Qué demonios, no era una noche tan mala. La lluvia había dejado de ser tan intensa durante la reunión. Era hora de levantar los cuartos traseros, hora de tomar algunos taxis y gastar un poco de dinero. Ya que no lo colocaba en el banco, ni forraba los cepillos con él, ni lo gastaba en vicios, no veía por qué no iba a derrochar un poco por ahí.


Eso fue exactamente lo que estuve haciendo. El Pub de Poogan's era el octavo o el noveno que visitaba y Danny Boy hacía la quincena de personas con la que hablaba esa noche. Algunos de los lugares eran los mismos que había visitado cuando andaba buscando a Chance, pero otros no. Traté toda clase de bares, más o menos relucientes, desde el Village hasta Turtle Bay, pasando por los antros de Murray Hill y los siempre singulares de la Quinta Avenida. Seguí haciendo lo mismo tras dejar Poogan's, gastando pequeñas pero numerosas sumas en taxis y consumiciones, y contando una y otra vez la misma historia.

Nadie sabía nada. Uno vive de la esperanza cuando se lanza a este tipo de peregrinaje desesperado. Como saber si la enésima persona a la que le cantas el estribillo va a volverse para decirte: "Es el de allí; ese es el amiguito que anda buscando; el alto de la esquina".

Pero nunca ocurre de esa manera. Lo que sí ocurre, si es que tienes suerte, es que la música se expande. Hay ocho millones de habitantes en esta maldita ciudad pero es increíble como la gente se cuenta las cosas. Si me sabía conducir no tardaría mucho en que una buena parte de esos ocho millones supieran que una prostituta asesinada tenía un amiguito y que un tal Scudder lo andaba buscando.

Dos taxis seguidos rechazaron ir al Harlem. El reglamento les impedía negarse. Si un cliente que se comportaba con normalidad les pide que le lleven a cualquiera de los cinco distritos de la villa de Nueva York están obligados a cumplir los deseos del cliente. No perdí el tiempo recordándoles este artículo del reglamento. Era más sencillo caminar hasta la siguiente boca del metro.

No había cola. La empleada estaba encerrada en una cabina blindada a prueba de balas. Me preguntaba si se sentiría segura. Los taxis neoyorkinos tienen una mampara de plexiglás que divide el interior protegiendo al conductor, pero dos taxistas se habían negado con o sin mampara a llevarme al Harlem.

No hace mucho un empleado tuvo un ataque de corazón en una de esas peceras. El equipo de reanimación no pudo entrar en la cabina ya que estaba cerrada por dentro. De manera que aquel pobre infeliz se murió en su sitio. De todas formas pienso que tales artefactos protegen más que matan.

Tampoco protegieron a las dos empleadas de la estación de Broad Channel. Dos muchachos pretendían a una de las mujeres que los había denunciado por colarse sin billete. Llenaron un extintor con gasolina, lo proyectaron dentro de la pecera y encendieron una cerilla. La cabina explotó incinerando a las dos mujeres. Otra manera de morir.

Esa noticia la había leído hace un año en la prensa. Por supuesto no había ninguna ley que me obligara a leer la prensa.


Compré el billete. Cuando llegó el metro me subí, luego me bajé en una estación de Harlem. Comencé por Kelvin Small's y algunos bares más de Lenox Avenue, me encontré con Royal Waldron y le solté el mismo discurso de siempre. Bebí una taza de café en un bar de la calle 125, luego caminé hasta St. Nicholas Avenue y pedí un refresco de jengibre en la barra del Club Cameron.

La estatua en el apartamento de Mary Lou era de Camerún. Una estatua ancestral con conchas de mar incrustadas.

No encontré a nadie en el bar al que conociera lo bastante como para entablar conversación. Miré el reloj. Se estaba haciendo tarde. En Nueva York los bares cierran una hora antes los sábados por la noche, o sea a las tres. Nunca entendí el por qué. Quizá fuera para que los bebedores empedernidos pudieran asistir a las misas matinales en un estado más o menos normal.

Le hice un gesto al barman y le pedí que me indicara que bares cerraban más tarde. El se contentó con mirarme con un rostro inexpresivo. Yo solté mi estribillo buscando información sobre el amiguito de Kim. Sabía que no me respondería, sabía que no me diría la hora aunque me pusiera de rodillas, pero esa era la manera de propagar el mensaje. El me escuchó al igual que los tipos que había en la barra, a mi lado. Ellos lo comentarían entre si más tarde y eso era lo que quería.

– No puedo ayudarle -dijo-. No sé lo que está buscando, pero ha venido muy lejos a buscarlo.


El muchacho debió seguirme cuando salí del bar. No reparé en ello y fue un error. Uno debe prestar atención a ese tipo de cosas.

Caminaba por la calle, la cabeza llena de ideas que iba de un lado a otro. Desde el misterioso amiguito al conferenciante que había apuñalado a su amante. Cuando sentí un movimiento a mi lado. Era ya demasiado tarde para reaccionar. Apenas comencé a girarme cuando su mano me agarró por el hombro y me introdujo en un callejón.

El se precipitó detrás de mí. Era unos dos centímetros más bajo que yo pero con su peinado rizado levantaba por encima de mí. Tenía unos veinte años, un bigote incipiente y una cicatriz de una quemadura en una mejilla. Llevaba una cazadora de piloto con bolsillos de cremallera, unos vaqueros negros y, en la mano, un pequeño revolver que apuntaba directamente sobre mí. Me dijo:

– Hijoputa. Grandísimo hijo de puta. Dame la pasta, asqueroso. Dámela toda, dámela toda o te mato, grandísimo hijo de puta.

Pensé: ¿Por qué no había puesto el dinero en el banco? ¿Por qué no dejé parte en el hotel? Pensé, oh, mierda, adiós al aparato dental de Michey. St. Paul's se podía olvidar del diez por ciento.

Y tenía que pensar en el mañana.

– Hijoputa, pedazo de mierda, cabrón.

Porque iba a matarme. Eché la mano al bolsillo para coger la cartera, miré a sus ojos y a su dedo que abrazaba el gatillo y lo entendí perfectamente. Estaba a punto de estallar, y fuera lo que fuera lo que llevara encima no le iba a parecer suficiente. El iba a llevarse un premio grande, más de dos mil dólares, pero eso no quitaba de que yo fuera hombre muerto.

Estábamos en un callejón de apenas metro y medio de ancho. Era un pasillo formado por dos edificios. La luz de las farolas de calle se colaba por el callejón iluminado diez o doce metros todavía por detrás del lugar donde nos encontrábamos. El suelo estaba cubierto por basura, papeles, latas de bebida y botellas.

Bonito lugar para morir. Bonita manera de morir, ni siquiera era original. Abatido por un chorizo, asesinado en las calles, unas pocas líneas en una página escondida.

Saqué el monedero del bolsillo diciendo:

– Aquí lo tiene, todo lo que tengo. Se lo puede quedar todo.

Sabía que eso no bastaba, sabía que estaba resuelto a disparar ya fuera cinco o cinco mil. Le tendí el monedero con una mano temblorosa y lo dejé caer al suelo.

– Lo siento -dije-. Lo siento mucho. Yo lo recojo.

Me incliné esperando que él se inclinara también en un movimiento automático. Doblé las rodillas y junté los pies y pensé ¡Ahora! y me incorporé tan rígidamente y con tanta fuerza como pude, golpeando el revólver en mi ascensión y hundiendo mi cabeza con todo mi poder en su mentón.

El arma se disparó, resonando con estrépito en un sitio tan pequeño. Pensé que la bala me había tocado, pero no sentí nada. Le agarré con las dos manos y le golpeé de nuevo con la cabeza, luego lo lancé con todas mis fuerzas y se estrelló contra la pared. Sus ojos estaban vidriosos, la mano apenas aguantaba el revólver. Solté una patada a su muñeca y el arma salió despedida por los aires.

El se apartó de la pared, una mirada asesina brillaba en sus ojos. Le engañé con la izquierda y le clavé la derecha en la boca del estómago. Lanzó un gemido que venía desde dentro y se dobló en dos, agarré al hijo de puta, una mano en la cazadora, la otra en sus greñas y corrí hasta encontrar la pared -tres pasos rápidos y cortos que acabaron cuando su rostro se estrelló contra los ladrillos. Tres o cuatro veces tiré de su cabeza hacia atrás para luego machacarla contra la pared. Cuando lo solté se cayó como si fuera una marioneta con los hilos rotos quedando tendido en el suelo de la callejuela.

Mi corazón palpitaba como si acabara de subir diez pisos a grandes zancadas. No podía retomar el aliento. Me apoyé en la pared de ladrillos sin respiración y esperé a que llegara la policía.

Nadie llegó. Había habido una disputa escandalosa, con disparos incluidos, pero nadie iba a venir. Miré al joven que me habría matado si hubiera podido. Yacía con la boca abierta, mostrando los dientes rotos al nivel de las encías. Su nariz estaba completamente aplastada contra el rostro y la sangre corría a raudales por él.

Me aseguré de que no estaba herido. Algunas veces, según tengo entendido, uno puede recibir un disparo y no sentirlo. El choque y la adrenalina pueden funcionar como anestesiantes. Pero no, él había fallado. Examiné la pared detrás del sitio donde la bala había hecho soltar un fragmento antes de rebotar. Calculé el sitio donde había transcurrido la pelea y vi que el disparo no había errado por mucho.

¿Y ahora qué?

Encontré mi cartera y la volví a colocar en el bolsillo. Busqué hasta encontrar el revólver, un 32 con un cartucho usado en una de las recámaras y con las otras cinco cargadas y listas para ser disparadas. ¿Habría matado a alguien ese revólver? Parecía muy nervioso, como si yo fuera la primera persona que tratara de abatir. De todas formas hay asesinos que se ponen nerviosos antes de apretar el gatillo, al igual que ciertos actores se excitan más de la cuenta antes de salir a escena.

Me arrodillé y le registré. Tenía una navaja automática en un bolsillo y la otra escondida en un calcetín. No llevaba ningún tipo de identificación, pero encontré un fajo de billetes en un bolsillo de la cazadora. Le quité la goma elástica y conté los billetes rápidamente. El cabrón tenía más de trescientos pavos. Era obvio que no había atacado para pagar el alquiler o para comprarse una dosis.

– ¿Y qué demonios iba a hacer con él?

– ¿Llamar a la policía? ¿Y qué harían? No había pruebas, no tenía testigos, y el presunto agresor parecía la víctima en este caso.

No había motivos para un juicio, ni siquiera para un arresto preventivo. Se lo llevarían a un hospital, allí lo remendarían, incluso, le devolverían el dinero. Sería imposible comprobar que se trataba de dinero robado, que ese dinero no era de su legítima propiedad.

No le devolverían el arma. Pero no podrían acusarle de tenencia ilegítima porque yo no podía probar que era él quien la llevaba.

Puse los billetes en mi bolsillo y saqué el arma que había depositado ahí antes. Giraba y giraba el arma en mi mano, tratando de recordar la última vez que tuve una entre las manos. De eso hacía ya bastante tiempo.

Yo lo miré tendido en el suelo. Su respiración burbujeaba a través de la sangre acumulada en la boca y la garganta. Me agaché a su lado. Al cabo de un momento, introduje el cañón del revólver en su boca destrozada y dejé que mi dedo acariciara el gatillo.

¿Por qué no?

No sé qué fue lo que me detuvo, y no fue el miedo a un castigo en este mundo o en el próximo. No sé lo que fue, pero tras un período de tiempo que me pareció interminable, suspiré y saqué el cañón de su boca. Había restos de sangre en el tambor, brillando como bronce bajo la pálida luz del callejón. La limpié en su cazadora y la volví a colocar en mi bolsillo.

Pensé: mierda, maldito imbécil, ¿qué voy a hacer contigo?

No podía matarlo y no podía entregarlo a los policías. Así que, ¿qué hacer? ¿Dejarlo donde estaba?

¿Qué más?

Me incorporé. Me entró un mareo, titubeé, busqué la pared con las manos para apoyarme. Al cabo de un momento la cabeza dejó de darme vueltas y me recuperé.

Suspiré profundamente. Me agaché nuevamente y lo agarré por los pies, le arrastre unos metros por el callejón hasta llegar a un altillo de medio metro de alto que era la parte superior de un respiradero protegido por barrotes que pertenecía a un sótano. Atravesé su cuerpo en la calle, posé sus pies en el borde del respiradero y apoyé su cabeza contra la pared de enfrente.

Presioné con todo mi peso y mis fuerzas un pie contra su rodilla, pero eso no bastó. Tenía que saltar en el aire y caer con los pies juntos. Su pierna izquierda se astilló como una cerilla al primer intento, pero me hicieron falta cuatro saltos para romper la derecha. Durante toda la operación se mantuvo en un estado semiinconsciencia, gimiendo ligeramente pero lanzó un grito desgarrador cuando su pierna derecha se rompió.

Tropecé, me caí, aterricé sobre mi rodilla y me incorporé. De nuevo volvieron los mareos, esta vez acompañados de nauseas, pero no conseguía recuperar el aliento y temblaba como una hoja. Levanté una mano delante de mí y vi mis dedos temblar. Nunca había visto nada semejante. Había fingido los temblores cuando dejé caer la cartera, pero estos eran reales y yo no podía controlarlos a mi voluntad. Mis dedos tenían su propia voluntad y querían temblar.

Los temblores eran aún mucho peores en el interior.

Me volví, le eché un último vistazo. Luego giré los talones y me dirigí por encima de las basuras hacia la calle. Seguía temblando y no parecía que fuera a mejorar.

Bueno, había un remedio para los temblores, los del exterior y también los del interior. Había un remedio específico para combatir semejante mal.

En la acera de enfrente un neón rojo hacía parpadear su invitación. Una invitación de tres letras: Bar.

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