Kim Dakkinen había muerto en una habitación de la sexta planta del hotel Galaxy, uno de los edificios de reciente construcción de la Sexta Avenida, entre la calle 50 y 60. La habitación estaba registrada a un tal Sr. Charles Owen Jones, de Fort Wayne, Indiana, que había pagado la noche por anticipado tras firmar en el libro de registro a las veintiuna quince del domingo y haber reservado la habitación media hora antes. Tras una primera investigación descubrieron que no existía ningún Sr. Jones en Fort Wayne, y tampoco existía la calle que figuraba en el libro del hotel, de esto se deducía que había dado un nombre falso.
El Sr. Jones no se había servido del teléfono de su habitación y no había añadido ningún gasto a la cuenta. Se había evaporado al cabo de un número de horas indeterminadas sin tomar la molestia de dejar la llave en recepción. De hecho, había colgado el letrerito de No molesten en la puerta de su habitación, y las limpiadoras lo habían respetado escrupulosamente hasta las once del lunes por la mañana; hora en la que la habitación debía ser abandonada. Fue en ese momento cuando una de las mujeres llamó a la habitación para prevenir al Sr. Jones. No habiendo respuesta abrió con su propia llave.
Ella se encontró con lo que el reportero del Post calificó como un "espectáculo de un horror indescriptible". Una mujer desnuda yaciendo sobre la alfombra a los pies de una cama deshecha. La cama y la carpeta estaban impregnadas de su sangre. La mujer había sucumbido a las múltiples heridas, siendo golpeada numerosas veces con una bayoneta o un machete según el examen del forense. El asesino había desfigurado su rostro hasta tal punto que era irreconocible. Un periodista había encontrado una fotografía suya en el "lujoso apartamento" de la señorita Dakkinen, donde se podía ver con qué material había trabajado el asesino. En la fotografía, Kim estaba peinada de otro modo: sus rubios cabellos le caían en cascada sobre los hombros y una sola trenza rodeaba su cabeza como una tiara. Estaba radiante, su mirada era clara y se asemejaba a una Heidi adulta.
El bolso de mano, hallado en el lugar del crimen, había permitido identificarla y el dinero que contenía llevó a los inspectores a descartar el robo como motivo del crimen.
No era broma.
Dejé el diario sobre la mesa. Me di cuenta con gran sorpresa que mis manos temblaban. Temblaba aún más mi interior. Le hice una seña a Evelyn y, cuando ella se acercó le pedí un bourbon doble.
Ella dijo:
– ¿Estás seguro, Matt?
– Claro que lo estoy.
– Bueno…, hace tiempo que no bebes. ¿De verdad quieres volver a empezar.
Pensé: ¿Y a ti que más te da, pequeña? Respiré hondo y respondí:
– Quizá tengas razón.
– ¿Otro café?
– Sí, eso.
De nuevo me concentré en el artículo. Un examen preliminar fijaba la muerte alrededor de las doce de la noche. Traté de recordar lo que estaba haciendo cuando la mataron. Me vine a Armstrong tras la reunión, ¿pero qué hora era cuando me marché? Me había acostado bastante pronto, de cualquier manera debió ser alrededor de las doce cuando me fui a la cama. Por supuesto la hora de la muerte era aproximativa, y quizás yo estaba durmiéndome cuando él empezó a descuartizarla.
Permanecí ahí, bebiendo café y leyendo una y otra vez el artículo.
De Armstrong me fui a la iglesia de St. Paul's. Me senté en un banco del fondo y traté de reflexionar. Las imágenes seguían bombardeando mi cabeza, ráfagas de mis dos encuentros con Kim se estrellaban con instantáneas de la conversación con Chance.
Deposité cincuenta dólares en el cepillo. Encendí una vela y lo observé como si esperara ver algo bailar dentro de la llama.
Volví a sentarme. Estaba en el mismo lugar cuando un joven sacerdote se me acercó y me dijo con voz suave que lo sentía pero que iban a cerrar la iglesia. Asentí y me incorporé.
– Parece usted un hombre muy preocupado -se ofreció-. ¿Le puedo servir de alguna ayuda?
– Me temo que no.
– Me parece haberlo visto alguna que otra vez por aquí. En ocasiones es bueno hablar con alguien.
De veras. Respondí:
– Ni siquiera soy católico, Padre.
– Eso no es indispensable. Si hay algo que lo atormenta…
– Tan sólo una mala noticia, Padre. La muerte inesperada de alguien a quien amaba.
– Eso es siempre una prueba difícil.
Tenía miedo de que me largara lo de los caminos inescrutables del Señor, pero parecía esperar que le dijera algo más. Finalmente salí de la iglesia y me detuve en la acera preguntándome a dónde ir.
Eran las seis y media. La reunión no empezaba hasta dentro de dos horas. Podía llegar antes, sentarme, beber café, hablar con la gente, pero no lo hice nunca. Tenía pues dos horas para matar y no sabía qué hacer.
Te dicen que nunca esperes a tener mucha hambre. No había comido nada después del perrito del parque. La idea de comer me daba náuseas.
Volví a pie a mi hotel. Tuve la impresión de que sólo pasaba delante de bares y de tiendas de licores. Subí a mi habitación y descansé.
Llegué a la reunión con dos minutos de antelación. Media docena de personas me saludaron por mi nombre. Tomé una taza de café y me senté.
El conferenciante hizo un resumen de su pasado como bebedor y dedicó el resto del tiempo contando todas las cosas que le habían pasado desde que se volvió abstemio hace cuatro años. Su matrimonio se había roto, su hijo menor había sido atropellado por un loco, había conocido una larga etapa de parado y varias crisis depresivas.
– Pero aguanté sin beber -dijo-. La primera vez que vine aquí me dijisteis que no había nada lo bastante terrible como para que un trago no lo pudiera empeorar. Me dijisteis que la forma de seguir este programa era no bebiendo, incluso si siento que voy a explotar. Dejarme deciros algo, a veces creo que si no bebo es únicamente porque soy tan cabezota como una mula. Pero está bien así. Creo que mientras funcione no importa el método que use.
Deseaba marcharme en el descanso. Pero cuando me levanté fue para tomar una taza de café y un par de galletas. Podía oír a Kim diciéndome que tenía una pasión por los dulces. "Pero no engordo ni un gramo. Tengo suerte, ¿no?”
Comí las pastas. Tenía la impresión de masticar paja, pero las pasé con la ayuda del café.
Durante el coloquio una mujer hizo un soliloquio sobre su vida íntima. Era un auténtico coñazo, repetía lo mismo todas las noches. Apagué la recepción.
Me dije: me llamo Matt, soy alcohólico. Una mujer que conocía ha sido asesinada anoche. Ella me había contratado para prevenir que la mataran y yo acabé por convencerla de que no corría ningún peligro. Ella me creyó. Su asesino me ha tomado el pelo y encima lo he creído, y ahora ella está muerta, y yo no puedo hacer nada, es demasiado tarde. Y eso me duele y no sé lo que hacer, hay un bar en cada esquina de la calle y una tienda de licores en cada manzana, y beber no la traerá al mundo pero tampoco el estar sobrio, y, ¿por qué demonios me tiene que pasar a mí? ¿Por qué?”
Me dije: me llamo Matt, soy alcohólico. Nosotros nos sentamos aquí como tontos y decimos siempre las mismas tonterías, y mientras, fuera, los animales se matan los unos a los otros. No bebemos y asistimos a las reuniones y nos decimos que lo importante es estar sobrio, ir poco a poco, evitar la botella día tras día. Y mientras que soltamos la lengua como zombis sin cerebro, el fin del mundo es inminente.
Me dije: Me llamo Matt, soy alcohólico y necesito ayuda.
Cuando fue mi turno de hablar dije:
– Me llamo Matt. Gracias por su testimonio. Ha sido muy interesante. Esta noche, prefiero escuchar.
Me fui inmediatamente tras acabar el rezo. No fui ni al Cob's Corner ni al bar de Armstrong. Me encaminé a mi hotel. Lo pasé de largo y di media vuelta a la manzana hasta llegar al bar de Joy Farell en la calle 58.
No había mucha gente. Había un disco de Tony Bennett en la juke-box. El barman no era nadie que conociera.
Miré a las botellas dispuestas detrás de la barra. La primera botella de bourbon que vi era una Early Times. Pedí una copa acompañada de un vaso de agua. El barman lo sirvió y lo colocó delante de mí.
Levanté la copa y la miré. No sabía qué esperaba ver.
La bebí de un viaje.