Cuando salí de casa de Elaine, el cielo se estaba oscureciendo y la hora punta hacía la circulación difícil. De nuevo estaba lloviendo, una llovizna titubeante que hacía gatear a los conductores. Miré a ese mar de coches y me pregunté si el abogado de Elaine no estaría en uno de ellos. Pensando en él, traté de imaginarme cómo reaccionaría al descubrir que el número de teléfono que ella le dio era falso.
Si quería, podía encontrarla. Sabía su nombre. La compañía telefónica no le daría un número que no figurase en la guía, pero tenía los contactos suficientes para encontrar a alguien que lo pudiera obtener. En caso de que eso fallase, la podría localizar sin grandes problemas a través de su hotel. Ahí le podían facilitar el nombre de su agencia de viajes y seguramente acabaría por dar con su dirección. Por supuesto, yo había sido policía y pensaba automáticamente semejante tipo de cosas, pero me parece que cualquiera podía llegar a sacar semejantes conclusiones, no creo que fuera excesivamente complicado.
Quizá su amor propio fuera herido cuando se enteró de que el número era falso. Quizá saber que ella no lo quería ver le quitara a él las ganas de verla. ¿Pero no sería la idea de que ella se había confundido lo primero que vendría a su mente? Entonces se dirigiría a información y presumiría que el número que no figuraba en la lista no difería en más de dos cifras. ¿Entonces por qué no proseguir?
Quizá para empezar él nunca la llamó y no se enteró de que el número no era falso. Quizá había arrojado el número en los servicios del avión que le llevaba de regreso con su mujer e hijos.
Quizá tuviera un sentimiento de culpa de vez en cuando, pensando en la restauradora de cuadros que esperaba, sentada junto al teléfono, su llamada. Quizá acabaría por rechazar su gesto irreflexivo. No tenía, después de todo, necesidad de arrojar el número.
El podía tener una cita con ella de cuando en cuando. No había motivo alguno para hablar con ella de su mujer y sus hijos. Qué demonios, sin duda ella estaría agradecida de que alguien la sacara de sus pinceles y su trementina.
En el camino de mi hotel me detuve en un snack y tomé un caldo, un sándwich y un café. El Post traía una curiosa historia: Dos vecinos de Queens habían estado discutiendo durante meses a causa de un perro que ladraba durante la ausencia de su dueño. La noche previa a la tragedia, el dueño estaba paseando el perro cuando justo en un árbol delante de la casa del vecino el perro se detuvo a levantar la pata. Casualmente el vecino lo vio y armándose de un arco y una flecha atravesó al animal desde una ventana del primer piso. El dueño del perro corrió a su domicilio volvió con una Walther P-38, recuerdo de la Primera Guerra Mundial. También el vecino salió a la calle con su arco y sus flechas, y el dueño del perro le dejó seco de un disparo. El vecino tenía ochenta y un años, el dueño del perro sesenta y dos, y ambos habitaban en casas contiguas desde hacía más de veinte años. La edad del perro no estaba precisada pero el periódico traía una fotografía del can tirando del collar que sostenía un uniformado agente de la policía.
La comisaría de Midtown North no estaba muy lejos de mi hotel. La lluvia seguía cayendo sin demasiada convicción cuando cerca de las nueve llegué ahí. Me detuve delante de la mesa de un joven policía que me indicó la escalera con un gesto de mano. Subí un piso y me encontré con la habitación de inspección de guardia. Cuatro policías de paisano estaban sentados delante de sendos escritorios, y otros dos más miraban la televisión al fondo de la sala. Tres jóvenes negros esposados se fijaron en mí cuando entré, luego perdieron el interés al ver que yo no era su abogado.
Me acerqué a la mesa más próxima. Un policía un poco calvo levantó la vista del informe que pasaba a máquina. Le dije que tenía una cita con el inspector Durkin.
Un policía sentado en otra mesa giró la cabeza hacia mí.
– ¿Usted es Scudder? Yo soy Durkin.
El ceño de su mano era excesivamente firme, casi una prueba de masculinidad. Me señaló una silla, se sentó, apagó su cigarrillo en un cenicero rebosante de colillas, encendió otro, se acomodó en un sillón y me miró. Sus ojos eran de un gris pálido que no deja traspasar nada.
Dijo:
– ¿Sigue lloviendo?
– A ratos.
– Qué mierda de tiempo. ¿Quiere un poco de café?
– No gracias.
– ¿En qué puedo servirle?
Le dije que me gustaría ver todo lo que me pudiera enseñar del caso de Kim Dakkinen.
– ¿Por qué?
– Le he prometido a alguien que indagaría en el asunto.
– ¿Le ha prometido a alguien que indagaría en el asunto? ¿Quiere decir que tiene un cliente?
– Sí, lo puede llamar así.
– ¿Quién?
– No puedo decírselo.
Un músculo se tensó en su mejilla. Durkin tenía unos treinta y cinco años y algunos kilos de más, los suficientes para hacerle parecer mayor. Todavía tenía todos los cabellos de un castaño casi negro.
– No puede guardarse eso -me dijo-. Usted no tiene licencia y, aunque la tuviera, la información no sería secreto profesional.
– No sabía que estábamos en una sala de audiencia.
– No lo estamos. Pero usted vino a pedirme un favor.
Yo me encogí de hombros.
– No puedo decirle el nombre de mi cliente. Es alguien que tiene un especial interés en que el asesino sea detenido, eso es todo.
– Y él cree que eso sucederá más rápidamente si alquila sus servicios.
– Evidentemente.
– ¿Usted también piensa lo mismo?
– Yo lo único que pienso es que tengo que ganarme la vida.
– No es el único.
Respondí lo que correspondía. Yo no era un competidor. Era simplemente un tipo que enredaba un poco para ganarse unos dólares. El suspiró, golpeó la mesa con la mano, se incorporó y atravesó la habitación hasta llegar a un archivador. Era un hombre rechoncho con las piernas arqueadas, mangas recogidas, cuello desabotonado y un andar oscilante de marinero. Volvió con su archivo, se sentó, lo abrió y extrajo una fotografía que arrojó sobre la mesa.
– Tenga -dijo-. Disfrútelo.
Era una foto en blanco y negro, 13 x 18 de Kim, pero si no lo hubiera sabido no hubiera podido nunca reconocerla. Miré la fotografía, tuve que sobreponerme a un sentimiento de vómito y me obligué a mirarla de nuevo.
– Verdaderamente ha hecho un buen trabajo.
– El la golpeó con lo que, según el forense, parecía ser un machete o algo parecido. ¿Le hubiera gustado ser quien contó los golpes? No entiendo cómo se puede llegar a hacer semejante trabajo. Le aseguro que el trabajo del médico es aún peor que el mío.
– ¡Toda esa sangre!
– No se queje, lo está viendo en blanco y negro. Imagíneselo en color.
– Que horror.
– Le seccionó las arterias. Cuando eso sucedió la sangre emanó a borbotones cubriendo toda la habitación.
– Incluso él se debió cubrir de sangre.
– Algo inevitable.
– ¿Entonces, cómo salió sin que nadie se enterara?
– Aquella noche hacía mucho frío. El debía tener un abrigo que se puso para esconder lo que llevaba puesto -arrojó su cigarrillo-. O quizá no llevaba ninguna ropa cuando la descuartizó. Ella misma estaba desnuda, no creo que él deseara tener mucha ropa en ese momento. De manera que lo único que tuvo que hacer a continuación fue darse una ducha. Había un magnifico cuarto de baño y tenía todo el tiempo del mundo así que, ¿por qué no usarlo?
– ¿Estaban las toallas usadas?
Me miró. Sus ojos grises seguían impenetrables, pero me pareció a través de su gesto que me tomaba un poco más en consideración.
– No recuerdo haber visto ninguna toalla usada -respondió. Uno no repara en ese tipo de cosas cuando se encuentra con un espectáculo semejante.
– De cualquier manera debería figurar en el inventario -pasó rápidamente las hojas del informe-. Usted debe saber que se toman fotografías de todo lo visible y todo objeto susceptible de constituir una prueba se clasifica y se guarda en bolsas. A continuación es enviado al depósito, y cuando hay que preparar el caso nadie adivina donde puede estar -cerró el informe un momento, se inclinó hacia mí-. Le voy a contar algo. Hace dos o tres semanas recibí una llamada telefónica de mi hermana. Ella y su marido viven en Brooklyn. En el barrio de Midwood. ¿Lo conoce?
– Hace unos años lo conocía muy bien.
– Ya. Probablemente era mucho más agradable cuando usted lo conocía. Pero no está mal, si miramos que la ciudad entera es una cloaca. Pues bien, ella me llamó porque cuando volvían a su casa se encontraron con que había sido desvalijada. Alguien forzó la puerta y se marchó con una televisión portátil, una máquina de escribir y algunas joyas. Ella quería enterarse de como tenía que hacer la denuncia, a quién llamar y que trámites seguir. Lo primero que le pregunté es si tenía algún tipo de seguro. Me respondió que no, no pensaba que valiera la pena. Entonces le dije que lo olvidara, que no lo denunciara, que iba a perder el tiempo.
– Ella me preguntó que cómo iba a coger al delincuente sino hacía la denuncia. Yo le expliqué que la policía ya no le quedaba tiempo para investigar los asaltos. Uno cubre informes y los pasa a un archivo, pero no te pones a mirar por todos lados a ver quién lo hizo. Apresar a un delincuente in situ es una cosa, pero abrir una investigación, eso es un tema muy complicado y nadie tiene tiempo para ello. Ella me dijo que lo entendía, pero qué pasaba si los objetos robados eran recuperados, si ella nunca había formulado la denuncia, ¿cómo le iban a devolver sus pertenencias? Entonces le tuve que explicar hasta qué punto está podrido el sistema. Tenemos almacenes de depósitos repletos de objetos robados que hemos recuperado poco a poco, y tenemos ficheros repletos de denuncias cubiertas, conteniendo listas de objetos robados, pero somos incapaces de devolver esas porquerías a sus legítimos propietarios. Continué así durante una hora. No quiero aburrirle con los detalles, pero después de todo, tengo la impresión de que ella no me creyó, porque uno no quiere creer que todo funciona tan mal.
Abrió el informe, sacó un folio y lo ojeó frunciendo el ceño. Leyó en voz alta:
– Una toalla de baño blanca. Una toalla de mano blanca. Dos guantes de baño blancos. Aquí no dice si estaban sucios o limpios.
Sacó seguidamente un paquete de fotografías y las examinó rápidamente. Yo miraba por encima de su hombro las fotos de la habitación donde Kim Dakkinen había muerto. Kim no estaba en todas las fotos. El fotógrafo fue cuidadoso de no omitir detalle del escenario del crimen. Había fotografiado prácticamente cada centímetro de la habitación del hotel.
– Una fotografía del cuarto de baño mostraba un juego de toallas sin usar.
– No hay toallas sucias -dijo.
– Él se las llevó consigo.
– ¿Qué?
– Él tuvo que haberse limpiado, aunque hubiera cubierto sus ropas sangrientas con un abrigo. Y en la foto no se ven bastantes toallas. Debería haber al menos dos juegos. Una habitación doble en un hotel de lujo, no tienen normalmente una sola toalla de baño y una sola toalla de mano.
– ¿Por qué se las habría de llevar?
– Quizá para envolver el machete.
– En principio tuvo que tener alguna bolsa o maleta par introducirlo en el hotel. ¿Por qué no sacarlo de la misma forma?
Convine en que pudo haberlo hecho así.
– ¿Y por qué envolverlo en toallas sucias? Suponga que usted se ducha y se seca y quiere envolver el machete antes de ponerlo en la maleta. Tiene toallas limpias ahí. ¿No lo envolvería en una limpia antes que en una mojada para guardarlo en su maleta?
– Tiene usted razón.
– Es perder el tiempo, Scudder -dijo, golpeando el borde de la mesa con la fotografía-. Pero fue un despiste no notar la falta de toallas.
Recorrimos el informe juntos. La parte médica contenía pocas sorpresas. La muerte se debió a causa de las hemorragias masivas causadas por las múltiples heridas.
Leí las declaraciones de los testigos y pasé los demás formularios y papeleos que venían a engrosar el archivo de víctimas de homicidio. Tenía problemas para concentrarme. Empezaba a tener dolor de cabeza y mi cerebro se vaciaba por momentos. Al cabo de un momento, Durkin me dejó continuar a mí solo. El encendió otro cigarrillo y volvió a su trabajo de tecleo.
Finalmente, no pudiendo seguir más, cerré el informe y se lo entregué. Él lo devolvió al archivador, haciendo una parada a la vuelta en la cafetera.
– Los dos tienen leche y azúcar -terció, colocando mi taza a mi lado-. No sé si es así como le gusta.
– Así me vale.
– Ahora sabe tanto como nosotros.
– Le expresé mi gratitud.
El me dijo:
– Mire, usted nos ha ahorrado mucho tiempo con el soplo de lo de ese chulo. Le debemos una. Si usted se puede ganar unos pavos, ¿por qué no?
– ¿A dónde quiere ir a parar?
– Nosotros vamos a seguir con nuestra investigación. Intentar atar cabos, seguir pistas, hasta que podamos hacer un informe presentable al juez del distrito.
– Suena como una cinta grabada.
– ¿De veras?
– ¿Y entonces, Joe?
– Oh, Dios mío -exclamó-, este café está asqueroso.
– No está mal.
– Siempre creí que eran las tazas. Pero un día me traje mi propia taza. Bebía en porcelana en vez de en plástico. No era porcelana fina, no, era una taza normal, como la de los restaurantes, ¿sabe?
– Ya, ya.
– Pues bien, el café seguía sabiendo mal, y al segundo día de haberme traído mi taza estaba escribiendo un informe sobre el arresto de un miserable y sin darme cuenta la puñetera taza se cayó de la mesa y se rompió. ¿Tiene alguna prisa?
– No.
– Entonces vayamos abajo. Hay un bar en la esquina.