Ella estaba muerta. Yacía sobre su espalda, desnuda, un brazo por debajo de la cabeza, el otro recogido por encima de la mano descansando en la caja torácica, justo debajo de su pecho. Su cuerpo, en el suelo, se encontraba a un par de pasos de la cama sin hacer, sus cabellos cobrizos estaban desparramados por encima y por detrás de su cabeza. Por la comisura de sus labios pintados un hilo de vómito se dejaba caer hasta la moqueta como espuma en el mar. Entre sus fornidas entrepiernas blanquecinas, una mancha de orina oscurecía la moqueta.
Había moratones en su rostro y frente, y otro en uno de los hombros. Palpé su muñeca buscando el pulso, pero sus carnes estaban demasiado frías para que hubiera la más mínima vida en ellas.
Sus ojos abiertos miraban hacia arriba. Quise cerrar sus párpados. No hice nada. Pregunté:
– ¿La ha movido?
– Por supuesto que no. No he tocado nada.
– No me mienta. Usted removió el apartamento de Kim después de su muerte. Seguro que echo un vistazo por aquí.
– Abrí un par de cajones. No me llevé nada.
– ¿Qué era lo que buscaba?
– No lo sé, tío. Cualquier cosa que me interesase. Encontré dinero: doscientos dólares. Lo dejé donde estaba. Encontré una cartera con cheques y también la dejé.
– ¿Cuánto tenía en el banco?
– Menos de mil. Ninguna fortuna. Lo que sí encontré fue un montón de píldoras. Ellas contribuyeron a lo que aquí ve.
Señaló a un tocador al otro lado de la habitación. Allí, en medio de innumerables botes y botellas de productos de belleza y perfumes, había dos frascos vacíos a los que había pegado una receta médica. El nombre del paciente en ambos era S. Hendryx, si bien las recetas habían sido prescritas por diferentes médicos y vendidas en diferentes farmacias, ambas del barrio. Uno de los frascos había contenido Valium, el otro Seconal.
– Yo siempre echaba un vistazo en su armario de medicinas -dijo-. Como si se tratara de un acto reflejo, sabe. Y lo único que siempre tuvo fue un no sé qué antiasmático para la fiebre. Cuando abrí aquel cajón anoche me encontré una farmacia entera. Y todo con recetas.
– ¿Qué fue lo que encontró?
– No leí todas las etiquetas. No quise dejar mis dedos donde no debía. Por lo que vi era casi todo sedantes. Muchos tranquilizantes: Valium, Libriun, Elavil. Somníferos como el Seconal de allí. Un par de excitantes, como ese como se llame, Ritalin. Pero mayormente tranquilizantes -movió la cabeza-. Hay algunas mierdas de las que jamás he oído hablar. Nos haría falta un médico para que nos dijese qué es cada una de ellas.
– ¿Usted no sabía que ella tomaba píldoras?
– No tenía ni idea. Venga y mire esto.
Abrió un cajón con mucho cuidado de no dejar huellas y dijo señalando con el dedo:
– Mire.
En uno de los lados del cajón, junto a un montón de jerseys, había dos docenas de frascos de píldoras.
– Esto es de alguien que está muy metido en este mundo -dijo-. Alguien que tiene miedo de que se le acaben las existencias. Y yo no sabía nada de ello. Eso me duele, Matt. ¿Ha leído la nota?
La nota estaba en el tocador. Un frasquito de colonia hacía de pisapapeles. Aparté el frasquito con el dorso de mi mano y llevé la nota junto a la ventana. Sunny la había escrito con tinta marrón en un papel beige y me hacía falta una luz buena para leerla.
Leí:
Kim, has tenido suerte. Encontraste a alguien que lo hiciera por ti. Yo tuve que hacerlo yo misma. Si hubiera tenido el coraje habría usado la ventana. Podría cambiar de idea a mitad de camino y reírme el resto de la caída. Pero no tuve el coraje y la cuchilla no me sirvió.
Espero haber tomado bastantes esta vez.
No tiene sentido. Los buenos tiempos ya no tienen sentido. Chance, lo siento. Tú me enseñaste los tiempos felices, pero se han acabado. La multitud se fue a sus casas al descanso, ya no se escuchan cantos y ni siquiera hay nadie que guarde el tanteo.
No hay paradas en un tiovivo. Ella agarró el anillo de cobre y le tiñó el dedo de verde.
Nadie va a comprarme esmeraldas. Nadie va a darme niños. Nadie va a salvar mi vida.
Estoy harta de sonreír. Estoy cansada de cazar y de ser cazada. Los tiempos felices se han acabado.
Por la ventana pude ver el Hudson en Nueva Jersey en el horizonte. Sunny había vivido y muerto en el trigésimo segundo piso de un complejo rascacielos de apartamentos llamado Lincoln View Gardens. No había visto ningún tipo de jardín a no ser por las macetas con las palmeras que decoraban la entrada.
– Ahí debajo esta el Lincoln Center -me dijo Chance.
Asentí.
– Hubiera sido mejor haber instalado a Mary Lou aquí. A ella le gustan los conciertos, de manera que le quedarían al lado de casa. Lo que ocurre es que ella vivía en el lado oeste. Así que preferí instalarla en el este. Así era mejor. Un cambio radical.
No me interesaba lo más mínimo la filosofía del proxenetismo. Le pregunté:
– ¿No es la primera vez?
– ¿Que ella se suicida?
– Que lo intenta. Ella escribió "Espero haber tomado bastantes esta vez". ¿Sabe si hubo una vez que no tomó bastantes?
– No, desde que la conozco. Y de eso hace un par de años.
– ¿Qué quiere decir cuando dice que la cuchilla no le sirvió?
– No lo sé.
Me acerqué a ella, examiné su muñeca en el brazo que había extendido por encima de la cabeza. Se distinguía claramente una cicatriz horizontal. Encontré una cicatriz idéntica en la otra muñeca. Me incorporé. De nuevo leí la nota.
– ¿Qué hacemos ahora, tío?
Saqué mi agenda y copié lo que había escrito palabra por palabra. Usé un Kleneex para borrar las huellas que podía haber dejado en la hoja y la coloqué donde la había cogido, utilizando nuevamente el frasquito de colonia como pisapapeles.
Le dije a Chance:
– Dígame lo que hizo la pasada noche.
– Exactamente lo que le he dicho. La llamé y, no sé por qué, tuve un presentimiento y vine aquí.
– ¿A qué hora?
– Después de las dos. No sé la hora exacta.
– ¿Subió directamente?
– Así fue.
– ¿Lo vio el portero?
– Nos saludamos con la cabeza. El me conoce. Piensa que vivo aquí.
– ¿Cree que se acordará de usted anoche?
– Tío, yo no sé lo que recuerda y lo que no.
– ¿Trabaja los fines de semana, viernes incluidos?
– No lo sé, ¿qué importancia tiene?
– Si está todas las noches, quizá se acuerde de haberlo visto, pero no sabrá qué día fue. Pero si sólo trabaja los sábados…
– Ya lo entiendo.
En la diminuta cocina una botella de vodka Georgi, posada en el fregadero, apenas contenía un par de dedos de licor. Al lado había un cartón de litro de zumo de naranja. En el mármol había un vaso y, en el vaso, los residuos de lo que parecía ser una mezcla de los dos. Yo había notado un olor ácido a naranja en su vómito. No había que ser un gran detective para poner esas piezas juntas. Las píldoras bajadas con los cubalibres habían multiplicado sus efectos.
Espero haber tomado bastantes esta vez.
Tuve que resistirme al impulso de vaciar lo que quedaba del vodka en el fregadero.
– ¿Cuánto tiempo ha estado aquí, Chance?
– No lo sé. No presté ninguna atención a la hora.
– ¿Habló con el portero cuando salió?
Negó con la cabeza.
– Bajé al sótano y salí por el garaje.
– De manera que no pudo verlo.
– Nadie me vio.
– Y mientras estuvo aquí…
– Como le dije, miré en los armarios y en los cajones. No toqué muchas cosas y no moví nada.
– ¿Leyó la nota?
– Sí, pero no la levanté para hacerlo.
– ¿Hizo alguna llamada?
– A mi servicio, para ver si tenía algún mensaje. Y lo llamé a usted. Pero no estaba.
No, no estaba. Estaba ocupado rompiendo las piernas a un crío un poco más al norte. Pregunté:
– ¿Alguna llamada fuera de la ciudad?
– Sólo esas dos llamadas. Y fueron dentro de la ciudad. Su hotel está a tiro de piedra desde aquí.
Y yo puedo haber caminado hasta aquí ayer por la tarde, después de la reunión, cuando no obtuve respuesta de su número. ¿Estaría viva para entonces? Me la imaginé, yaciendo sobre la cama, esperando que las píldoras y el vodka surtieran efecto, dejando el teléfono sonar, sonar, sonar… ¿Hubiera actuado de igual manera con el timbre de la puerta?
Quizá. O quizá, para entonces, ya estuviese inconsciente. Pero habría presentido que algo andaba mal, podría haber hecho subir al portero o echar abajo la puerta, podría haber llegado a tiempo.
Seguro que sí. También podría haber salvado a Cleopatra de la mordedura de la víbora, si no hubiera nacido demasiado tarde.
– ¿Usted tiene la llave de este apartamento? -pregunté.
– Tengo las llaves de todos los apartamentos.
– Entonces entró sin problemas.
Negó con la cabeza.
– Ella tenía la cadena puesta. Ahí fue cuando supe que algo andaba mal. Me serví de mi llave. La puerta se abrió unos centímetros para luego detenerse a causa de la cadena; la prueba de que algo no marchaba. Hice saltar la cadena y entré. Sabía que me iba a encontrar con algo que no quería ver.
– Pudo haberse ido. Dejar la cadena y volver a su casa.
– Lo pensé -me miró directamente a los ojos. Era la primera vez que veía esa expresión desarmada en él-. Sabe, cuando vi que ella había echado la cadena, pensé inmediatamente que se había suicidado. Fue la primera y la única cosa en la que pensé. Fue por eso que hice saltar la cadena. Pensé que aún podía estar viva, que quizá podría salvarla. Pero era demasiado tarde.
Me dirigí a la puerta, y la examiné. La cadena no estaba rota, pero la fijación había sido arrancada de sus tornillos y colgaba al final de la cadena que aún estaba unida a la puerta. No había reparado en ello cuando entramos en el apartamento.
– ¿Hizo saltar esto cuando entró?
– Como acabo de decirle.
– La cadena pudo no estar echada cuando usted entró. Luego la pudo haber puesto y haberla roto desde dentro.
– ¿Por qué iba a hacer semejante cosa?
– Para dar la impresión de que el apartamento estaba cerrado desde el interior cuando usted entró.
– Pues claro que lo estaba. Yo no tuve necesidad de hacer eso. No sé a dónde quiere ir, tío.
– Simplemente quiero asegurarme de que estaba cerrada desde el interior cuando usted llegó.
– ¿Pero no se lo acabo de decir?
– ¿Y usted revisó todo el apartamento? ¿No había nadie más?
– No, a menos que se haya escondido en el horno.
Era un claro suicidio. El único problema era su primera visita. El sabía que ella estaba muerta desde hacía doce horas y aún no había avisado a la policía.
Pensé un momento. Estábamos al norte de la calle 60, lo que nos sacaba del territorio de Durkin y nos hacía depender de la comisaría del distrito 20. Ellos cerrarían el caso como suicidio, a menos que los exámenes del forense probaran lo contrario, en ese caso su primera visita acabaría por venir a la luz.
Le dije:
– Podemos proceder de diversas maneras. Podemos decir que usted trató de localizarla durante toda la noche y que acabó preocupándose demasiado, habló conmigo esta tarde y que vinimos aquí juntos. Usted tiene una llave con la que abrió la puerta, la encontramos y llamamos a la policía.
– De acuerdo.
– Pero la cadena se pone por medio. Si usted no estuvo aquí antes, ¿cómo se rompió? Si alguien más entró aquí, ¿quién era y cómo entró aquí?
– ¿Por qué no les decimos que la rompimos cuando entramos ahora?
Negué con la cabeza.
– No nos sirve. Suponga que dan con una evidencia sólida de que usted estuvo aquí la pasada noche. Entonces me acusarían de falso testimonio. Yo puedo mentir por usted omitiendo y no divulgando algo que usted me haya dicho, pero no quiero arriesgarme a ser encausado por una mentira que evidentemente contradiga los hechos. No, tengo que decirles que la cadena estaba rota cuando llegamos aquí.
– Bien, hace varias semanas que lleva rota.
– No, la rotura es reciente. Se puede ver donde los tornillos salen de la madera. Si hay algo que no quiero hacer, es ser cazado en ese tipo de mentira, una mentira donde su historia y las pruebas miran en direcciones opuestas. Le voy a decir lo que vamos a hacer.
– ¿Qué pues?
– Decir la verdad. Usted vino aquí, echó abajo la puerta, ella estaba muerta y usted se esfumó. Subió a su vehículo y condujo durante un rato tratando de aclarar las ideas en su cabeza. Quería localizarme a mí antes de hacer nada, y yo no estaba localizable. Luego me llamó, vinimos aquí y llamamos a la policía.
– ¿Cree que es lo mejor?
– Lo es para mí.
– ¿Por culpa de esa historia de la cadena?
– Sí, sobre todo por eso. Pero incluso sin la cadena le interesa más decir la verdad. Mire, Chance, usted no la mató. Ella se mató a sí misma.
– ¿Y qué?
– Si usted no la mató, lo mejor que puede hacer es decir la verdad. Si es culpable, lo mejor es no decir nada, ni una palabra. Llame a un abogado y mantenga la boca cerrada. Pero siempre que sea inocente, diga la verdad. Es lo más fácil, lo más simple, y le evita tener que recordar lo que dijo antes. Porque, usted sabe, los criminales mienten todo el tiempo y los polis lo saben y lo odian. Una vez que dan con una mentira, tiran de ella hasta que llegan a algo que no encaja. Usted quiere mentir para evitarse complicaciones, y quizá funcione, es un suicidio evidente y tiene muchas oportunidades de salirse con la suya, pero si algo sale mal, va a tener diez veces más las complicaciones que trataba de evitar en un principio.
El reflexionó, suspiró y dijo:
– Van a preguntarme por qué no los llamé inmediatamente.
– ¿Por qué no lo hizo?
– Porque estaba pasmado, tío. No sabía si cagarme o llorar.
– Dígales eso.
– Sí, supongo que sí.
– ¿Qué hizo tras salir de aquí?
– ¿Anoche? Lo que acaba de decir. Conduje por ahí. Di unas cuantas vueltas alrededor del parque. Atravesé el puente de George Washington y subí por Palisades Parkway. Como un paseo dominical, sólo que un poco primero -movió la cabeza recordando el paseo-. Volví y me fui a ver a Mary Lou. Entré con mi llave, no tuve necesidad de hacer saltar la cadena. Ella dormía. Me acosté a su lado, la desperté y me quedé un momento allí. Luego volví a mi casa.
– ¿A su casa?
– Sí, a mi casa. Pero no quiero hablarles de mi casa.
– No es necesario. Usted durmió un rato en casa de Mary Lou.
– Yo jamás duermo si hay alguien a mi lado. Pero eso no tienen por qué saberlo.
– No.
– Me quedé en mi casa un rato. Luego volví a la ciudad a buscarlo.
– ¿Qué hizo en su casa?
– Dormir un poco. Un par de horas. No necesito mucho sueño.
– ¿Eso fue todo?
– No hice nada en particular.
Se acercó a la pared y descolgó una de las máscaras de su clavo. Se puso a explicarme de que tribu venía, del lugar donde vivía la tribu, la madera en la que estaba esculpida la máscara. Yo escuchaba a medias. Luego me dijo:
– Ahora he dejado mis huellas en ella. Bueno, no importa. Les puedo decir que mientras esperábamos a que vinieran yo la descolgué y le conté su historia. Lo que es decir la verdad. No quiero que me cojan en una mentirijilla -la frase le hizo sonreír-. ¿Por qué no hace esa llamada?