Hacia la mitad de la mañana volví a mi casa, me duché, me rasuré y me puse mi mejor traje. Tuve tiempo de asistir a una reunión al mediodía, luego me comí un perrito caliente en la calle y me reuní con Jan, como habíamos convenido, delante del puesto de un vendedor de papayas, en la esquina de la calle 72 y Broadway. Jan llevaba un vestido de punto gris tórtola, salpicado con unos toques de negro. Nunca la había visto tan elegante.
Doblamos la esquina y llegamos al local de Walter B. Cook donde un joven negro de oscuro, lleno de simpatía artificial, se preguntaba qué vínculo con la difunta podíamos tener y nos guió a través de un largo corredor hasta la Sala 3, donde un cartel fijado a la puerta abierta anunciaba: Hendryx. En la sala había cuatro filas de cuatro sillas, a izquierda y derecha del pasillo central. Al fondo, a la izquierda del altar, sobre un estrado, un ataúd abierto reposaba entre un exceso de ramos y coronas de flores. Había enviado flores por la mañana, pero no me preocupé mucho. Sunny tenía tantas que hasta un gánster de los de cuando la ley seca habría ascendido al cielo.
Chance estaba sentado en la primera fila, en el lado derecho, en una silla que daba al pasillo. Donna Campion estaba sentada a su lado y Fran Schecter y Mary Lou Barcker completaban la fila. Chance llevaba un traje negro, camisa blanca y una fina corbata negra de seda. Las mujeres iban todas de negro, y me pregunté si las había llevado de compras la tarde previa.
Cuando entramos, él giró la cabeza y se incorporó. Yo me acerqué acompañado de Jan y me las apañé para hacer las presentaciones. Luego hubo un silencio molesto que Chance rompió diciéndome:
– Usted querrá ver sus retos mortales.
Y señaló el ataúd con un gesto de la cabeza.
¿Cómo puede desear uno ver los restos mortales de una persona?
Caminé hasta allí con Jan detrás mío. Sunny yacía en un ataúd revestido de satín blanco y lucía con un vestido de colores vivos. Sus manos unidas en su pecho sostenían una sola rosa. Su rostro parecía esculpido en un bloque de cera, pero ciertamente ella no parecía más muerta que la última vez que la vi.
Chance estaba a mi lado. Me dijo:
– ¿Le puedo hablar un momento?
– Por supuesto.
Jan me apretó discretamente la mano y se alejó. Chance y yo nos quedamos lado a lado, la mirada baja en Sunny. Le dije:
– Pensaba que el cuerpo seguiría en el depósito.
– Me llamaron ayer para avisarme de que lo podía retirar. La gente de aquí trabajó hasta muy tarde para tenerla preparada. Hicieron un buen trabajo.
– Sí.
– No se parece mucho, pero tampoco se parecía mucho cuando la encontramos, ¿verdad?
– No.
– Van a incinerar el cuerpo luego. Es la manera más simple. Las niñas están bien, ¿no cree? Sus vestidos y demás.
– Están perfectas.
– La dignidad -hizo una pausa un instante, luego prosiguió-: Ruby no ha venido.
– Lo he notado.
– No cree en los funerales. Culturas diferentes, costumbres diferentes, sabe. Y además jamás tuvo contactos con las otras. Apenas conocía a Sunny.
No dije nada.
– Cuando esto termine, voy a llevar a las niñas a sus casas. Luego podríamos vernos.
– De acuerdo.
– ¿Conoce Parke Bennet? La galería que organiza las subastas. La más grande de Madison Avenue. Mañana hay una venta, y antes me gustaría mirar a un par de lotes que me interesan. ¿Le importaría si nos viéramos allí?
– ¿A qué hora?
– No lo sé. Esto no durará mucho. Pienso salir de aquí a las tres. De manera que pongamos las cuatro y cuarto, cuatro y media.
– Perfecto.
– Y Matt -me volví-, gracias por venir.
Había una decena de personas en la sala cuando el servicio comenzó. Un grupo de cuatro hombres negros se habían sentado hacia la fila del medio, en el lado izquierdo. Entre ellos me pareció reconocer a Kid Bascomb, el boxeador que había visto pelear en la una única vez que vi a Sunny. Dos ancianas estaban sentadas juntas en la última fila, y un hombre, también mayor, estaba sentado, solo, en una de las primeras filas. Hay gente solitaria para los que asistir a los funerales de extraños es una forma de pasar el tiempo, y tuve la impresión que esos tres viejos pertenecían a ese grupo.
Justo en el momento en el que el servicio comenzaba Joe Durkin y otro agente de civil se dejaron caer en un par de sillas de la última fila.
El reverendo tenía cara de niño. Ignoraba si estaba al corriente de los acontecimientos, pero hablaba de la tragedia de las personas cuyas vidas eran cortadas en su primera juventud, de las misteriosas vías del Todopoderoso y de los sobrevivientes que son las verdaderas víctimas de estas tragedias aparentemente sin sentido. Leyó textos de Emerson, Teilhard de Chardin, Martin Buber y el libro del Eclesiastés. Luego pidió a los amigos de Sunny que lo desearan que avanzaran para pronunciar unas palabras.
Donna Campion leyó dos poemas que tomé por suyos. Pero me enteré que uno era de Sylvia Plath y el otro de Ane Sexton, dos poetas que se habían suicidado. Fran Schecter la siguió y declaró:
– Sunny, no sé si me puedes oír, pero de todas formas, quisiera decirte esto.
Prosiguió diciendo cuanto había apreciado el calor, amistad y el amor de su amiga. Tras comenzar con un tono lleno de entusiasmo, acabó en un pañuelo de lágrimas y el reverendo tuvo que ayudarla a descender del estrado. Mary Lou Barcker no pronunció más que dos o tres frases, con una voz baja y falta de entonación, diciendo que se lamentaba no haber conocido mejor a Sunny y esperaba que estuviera en paz ahora.
Nadie más se adelantó. Me imaginé por un momento a Joe Durkin haciendo una declaración conmovedora en nombre de la policía de Nueva York, sin embargo no se movió. El reverendo pronunció unas palabras más -que no escuché- y luego uno de los empleados puso una grabación de Judy Collins cantando "Gracia Milagrosa"
Fuera, Jan y yo caminamos en silencio durante dos o tres manzanas. Luego dije:
– Gracias por haber venido.
– Gracias por haberme invitado. Por todos los santos, que respuesta más idiota. Parece una conversación entre dos adolescentes después del baile de fin de curso. "Gracias por haberme invitado. Lo he pasado muy bien" -sacó un pañuelo de su bolso y se frotó los ojos y la nariz-. Estoy contenta de que no hayas venido solo.
– Yo también.
– Y estoy contenta de haber ido. Fue tan triste y tan bonito. ¿Quién era el hombre que habló contigo a la salida?
– Ese era Durkin.
– ¿Ah, sí? ¿Qué hacía allí?
– Esperaba un golpe de suerte. Nunca sabes quién se va a presentar en un funeral.
– No se presentó mucha gente en éste.
– No, no habían mucha.
– Estoy contenta de que hayamos venido.
– Sí.
La invite a una taza de café, luego la puse en un taxi. Ella insistió que podía tomar el metro, pero no la escuché y la obligué a aceptar diez dólares para pagar la carrera.
Un ordenanza de la galería de Parke Bennet me condujo al segundo piso donde estaban expuestos los objetos de arte africano y oceánico de la venta de los viernes. Encontré a Chance delante de una vitrina que contenía una veintena de figurines de oro. Algunos de ellos representaban animales, otros seres humanos y diversos utensilios. Recuerdo que una de ellos representaba a un hombre sentado sobre sus talones ordeñando una cabra. La figura más grande habría cabido en la mano de un niño, y las otras tenía un aspecto gracioso.
– Pesas Ashanti para pesar el oro -apuntó Chance-. Del país que los ingleses llamaron la Costa Dorada; hoy Ghana. Puede encontrar algunas reproducciones en las tiendas. Son falsas. Estas de aquí son auténticas.
– ¿Tiene la intención de comprarlas?
Negó con la cabeza.
– No, no me dicen nada. Trato de comprar cosas por las que siento algo. Déjeme enseñarle algo.
Atravesamos la habitación. Una cabeza de una mujer de bronce descansaba sobre un pedestal de un metro veinte de alto. Su nariz era ancha y chapada y sus mejillas prominentes. Su cuello estaba hasta tal punto repleto de collares de bronce que el conjunto de la cabeza tenía el aspecto de un cono.
– Una escultura de bronce del perdido reino de Benin. El busto de una reina. Se puede conocer su rango por el número de collares que lleva alrededor del cuello. ¿Le dice algo, Matt? A mí sí, muchas cosas.
Sentí la fuerza en los rasgos de bronce, una fuerza fría, una voluntad implacable.
– ¿Sabe lo qué me dice? Dice: "Negro, ¿por qué me estás mirando de esa forma? Sabes que no tienes bastante dinero como para llevarme a mi tierra" -se rió-. Su valor estimado se cifra entre cuarenta y cincuenta mil dólares.
– ¿No irá a ofertar?
– No sé lo que voy a hacer. Hay algunas piezas que no me importaría poseer. Pero hay veces que voy a las subastas como quienes van a las carreras y no apuestan. Tan sólo van a sentarse al sol y mirar los caballos. Me gusta el ambiente de una sala de apuestas. Me gusta oír el ruido del mazo. ¿Ha visto bastante? Entonces salgamos de aquí.
Su auto estaba aparcado en un garaje de la calle 78. Atravesamos el puente de la 59 y Long Island City. Aquí y allí las prostitutas, solas o en parejas, cubrían la calle.
– No había muchas la pasada noche -dijo Chance-. Se sienten más seguras a la luz del día.
– ¿Vino aquí anoche?
– Pasé por aquí. El recogió a Cookie por esta zona, luego cogió Queens Boulevard. ¿O tomó la autopista? Supongo que no tiene importancia.
– No, ninguna.
Nos adentramos en Queens Boulevard.
– Quiero darle las gracias por haber ido al funeral -dijo.
– No tiene por qué.
– Muy bonita la mujer que le acompañaba.
– Gracias.
– Jan, ¿no?
– Sí, Jan.
– Salen juntos, o…
– No, somos amigos.
– Ya veo -se detuvo delante de un disco rojo-. Ruby no vino.
– Lo sé.
– Lo que le dije eran tonterías. No quise contradecirme delante de las otras. Ruby se ha largado. Recogió sus bultos y se esfumó.
– ¿Cuándo?
– Ayer, creo, durante el día. Anoche llamé a mí servicio. Ella había dejado un mensaje. Estuve todo el día ocupado organizando lo del funeral. Salió bastante bien, ¿no cree?
– Sí, fue muy bonito.
– Eso es lo que pienso. De cualquier forma el mensaje me decía que llamara a Ruby a un número con el prefijo 415. Eso es San Francisco, pensé. La llamé y me explicó que había decidido mudarse. Imaginé que era una broma, de manera que fui hasta su apartamento. Pues bien, todas sus pertenencias habían desaparecido. Había dejado los muebles. Eso significa que tengo tres apartamentos vacíos, tío… La gente se mata por encontrar un sitio donde malvivir, y a mí me sobran los pisos. Eso es bastante fuerte, ¿no le parece?
– ¿Está seguro de que era ella quien le habló?
– Totalmente.
– ¿Y que estaba en San Francisco?
– Forzosamente. O en Berkeley, o en Oakland, en alguno de esos sitios. Marqué el número con ese prefijo delante. Ella tenía que estar allí para responder a ese número, ¿no?
– ¿Dijo por qué se fue?
– Dijo que era hora de cambiar de escenario. Me montó el numerito de la oriental indescifrable.
– ¿Cree que tuvo miedo de ser asesinada?
– El motel Powhattan -dijo señalando con el dedo-. Ese es el sitio, ¿verdad?
– Sí, ese es.
– ¿Y usted estaba allí y descubrió el cadáver?
– Ya lo habían descubierto. Pero estaba allí antes de que lo movieran.
– Todo un espectáculo.
– No era muy agradable de ver.
– Podía tener un chulo sin que los polis lo supieran. Pero he hablado con bastante gente. Trabajaba sola, y si alguna vez conoció a Duffy Green, nadie está enterado -giró a la derecha al llegar a una esquina-. Vayamos a mi casa. ¿Le parece?
– De acuerdo.
– Le prepararé café. El mismo que la última vez. Creo que le gustó.
– Era muy bueno.
– Bueno, lo probaremos de nuevo.
Su manzana en el barrio de Greenpoint era tan tranquila durante el día como me lo había parecido durante la noche. La puerta de la cochera se abrió cuando apretó un mando a distancia. La cerró de la misma manera. Salimos del auto y entramos en la casa.
– Quisiera hacer un poco de ejercicio -me dijo-. Hacer un poco de pesas. ¿Usted hace pesas?
– No he hecho en años.
– ¿Le apetece sufrir un poco?
– Prefiero mirar.
Mi nombre es Matt y prefiero escuchar.
– No estaré mucho.
Entró en una habitación y salió vestido con unos pantalones rojos cortos y con un albornoz con capucha debajo del brazo. Nos dirigimos a la habitación que había preparado como gimnasio, y durante un cuarto de hora o veinte minutos, trabajó con las pesas y en la máquina universal. Bajo su piel brillante, cubierta de sudor, los músculos se tensaban y destensaban.
– Ahora diez minutos en la sauna. Usted no se merece una, pero podemos hacer una excepción en su caso.
– No gracias.
– ¿Entonces le importaría espérame abajo? Allí estará más a gusto.
Esperé mientras que él estaba en la sauna y se duchaba. Estudié alguna de sus esculturas africanas y ojeé un par de revistas. Finalmente llegó, vestido con unos tejanos desteñidos, un jersey de la marina y unas alpargatas de esparto. Me preguntó si me apetecía café. Le dije que desde hacia media hora no esperaba otra cosa.
– No tardará mucho en hacerse.
Se fue a prepararlo, luego al volverse se sentó en un canapé de cuero. Me dijo:
– ¿Quiere saber una cosa? Yo no valgo un centavo como chulo.
– Creía que hacía el numerito de gran señor. Reservado. Digno y todo eso.
– Tenía seis niñas y ahora sólo tengo tres. Y Mary Lou no tardará en marcharse.
– ¿Lo cree?
– Estoy seguro. Ella está de paso. ¿Le conté alguna vez como la conocí?
– Ella me lo dijo.
– Cuando se hacía sus primeros clientes, se decía a si misma que era un reportaje, un trabajo de periodista, de investigador. Luego se dio cuenta que estaba metida hasta el cuello. Y ahora ha descubierto un par de cosas.
– ¿Cómo qué?
– Como que te pueden asesinar. O acabar suicidándote. Como que cuando te toca el turno sólo vas a tener una decena de personas en tu funeral. No estaba muy concurrido el local precisamente, ¿verdad?
– Era un acto restringido.
– Eso es lo menos que se puede decir. Pero usted sabe, si hubiera querido habría podido llenar tres salas como esa.
– Probablemente.
– No probablemente. Estoy seguro de ello -se levantó, cruzó las manos en la espalda y empezó a recorrer la habitación-. Pensé en eso. Pude haber alquilado la sala más grande y llenarla con gente del barrio bajo: macarras, fulanas y el mundo del cuadrilátero. Lo pude haber anunciado en su edificio. Quizá algunos de sus vecinos quisieran venir. Pero ya ve, no quería mucha gente.
– Entiendo.
– De hecho, era para las niñas. Para las cuatro. No sabía que sólo habría tres cuando organicé el funeral. Luego pensé: mierda, va a ser demasiado siniestro, tan sólo yo y las cuatro. De manera que llamé a dos o tres personas. Estuvo bien que Kid Bascomb viniera, ¿no le parece?
– Sí.
– Voy a por el café.
Volvió con dos tazas. Bebí un poco y asentí con la cabeza para mostrar mi aprobación.
– Le voy a dar un par de libras para que se las lleve.
– Ya se lo dije la otra vez; no me serviría de nada en la habitación de un hotel.
– Bueno, pues déselo a su amiga. Ella le podrá hacer el mejor de los cafés.
– Gracias.
– Usted sólo bebe café, ¿no es así? El alcohol ni lo prueba.
– No hoy por hoy.
– Antes, ¿sí?
Y después también, pensé. Pero no hoy.
– Igual que yo -dijo-. No bebo, no fumo hierba, esos son estupideces. Pero hace tiempo, sí.
– ¿Por qué lo dejó?
– No iba con la imagen.
– ¿Con qué imagen? ¿Con la de chulo?
– La de entendido -respondió-. La de coleccionista de arte.
– ¿Cómo aprendió tanto sobre el arte africano?
– Autodidacta. Leo todo lo que encuentro, voy a ver a los vendedores y hablo con ellos. Y es algo que siento -esbozó un amplia sonrisa-. Hace muchos años fui a la universidad.
– ¿A dónde?
– A Hofstra. Yo crecí en Hempstead. Nací en Bedford-Stuyvesant, pero mis padres compraron una casa cuando tenía dos o tres años. Apenas me acuerdo de Bed-Stuy -había vuelto a sentarse en el canapé y se inclinaba hacia atrás, agarrándose las manos por delante de las rodillas para lograr el equilibrio-. Casa de pequeños burgueses, con un jardín que segar, hojas que barrer y una entrada a la que quitar la nieve. Puedo poner y quitar el acento del ghetto, pero no es auténtico. No éramos ricos pero no vivíamos mal. Y había el dinero suficiente para mandarme a Hofstra.
– ¿Qué fue lo que estudió?
– Historia del arte. Y no aprendí una palabra de arte africano. Tan sólo el hecho de que tíos como Barque y Picasso se inspiraron en las máscaras africanas, al igual que los impresionistas se volvían locos por las estampas japonesas. Pero no posé los ojos sobre una escultura africana hasta que no volví del Vietnam.
– ¿Cuánto estuvo allí?
– Después de mi tercer año de carrera. Mi padre murió, ¿entiende? Hubiera podido terminar, pero no sé, se me metió esa idea en la cabeza y me alisté -su cabeza colgaba hacia atrás y sus ojos permanecían cerrados-. Probé montones de drogas allí. Teníamos de todo: marihuana, hachís, ácido. Pero lo que más me gustaba era el caballo. Allí lo preparaban de otro modo. Lo fumábamos.
– Es la primera vez que lo oigo.
– Sí, es porque de esa manera es un derroche. Pero allí estaba tirado. En eso países cultivan opio y es muy barato. Te pasabas todo el día colocado fumando canutos de caballo. Yo estaba colocado el día en que me llegó la noticia de la muerte de mi madre. Ella siempre tuvo la tensión muy alta, sabe, sufrió un ataque y se murió. Cuando me enteré estaba bajo los efectos de la heroína y no me afectó lo más mínimo. Y cuando los efectos pasaron y volví a mi estado habitual tampoco sentí nada. La primera vez que sentí algo fue esta tarde, al escuchar al reverendo los textos de Ralph Waldo Emerson a propósito de una prostituta muerta -se levantó y me miró-. Allí sentado me entraron ganas de llorar por mi mamá. Pero no lo hice. Y no creo que lo haga jamás.
Para cambiar de humor fue a por más café. A la vuelta dijo:
– Me pregunto por qué lo escogí a usted para contarle mi vida. Usted me sirve de siquiatra. Aceptó mi dinero y ahora está obligado a escucharme.
– Eso forma parte de mis servicios. ¿Por qué se decidió a ser un proxeneta?
– ¿Por qué un chico bueno como yo entró en un negocio como éste? -soltó una carcajada, luego reflexionó un momento-. Tenía un amigo, un muchacho blanco de Oak Park, Illinois. Eso está cerca de Chicago.
– Sé dónde queda.
– Yo siempre le montaba una comedia. Yo era para él el tipejo del Ghetto que lo había hecho y probado todo, sabe. Luego se mató. Fue una muerte estúpida, ni siquiera estábamos en la zona de combate. Estaba bebido y un Jeep le pasó por encima. Entonces lo entendí: él estaba muerto y ya nadie iba a escuchar mis historias, mi mamá estaba muerta y yo no iba a volver a la universidad.
Se acercó a la ventana.
– Además tenía una nena allí -dijo, dándome la espalda-. Era una cosita adorable, y yo iba a su casa, fumábamos caballo y me entretenía un poco. Le daba dinero, y más tarde, sabe, me di cuenta de que lo tomaba para dárselo a su amiguito. Yo hasta había pensado en casarme en traerla a los Estados Unidos. No lo hubiera hecho, pero lo pensé, y luego descubrí que no era más que una puta. No sé lo que me hizo creer que era otra cosa, pero los hombres a veces tenemos ideas así, sabe.
– Pensé en matarla -prosiguió-, pero qué coño, no quería hacer eso. Ni siquiera estaba enfadado. De manera que lo que hice, fue dejar de fumar, dejar de beber, dejar de andar colgado.
– ¿Así, de pronto?
– Sí, así de pronto. Y me pregunté: bueno, ¿qué quieres hacer? Y el cuadro acabó terminándose, unas pocas líneas aquí, un trazo allá. Fui un buen soldado hasta el final de mi contrato. Luego me metí en el negocio.
– ¿Lo aprendió solo?
– Mierda, yo me inventé solo. Me puse un nombre: Chance. Empecé en la vida con un nombre y un apellido. Ninguno de ellos era Chance. Me puse un nombre y cree un estilo y el resto se montó alrededor de eso. El proxenetismo no es difícil de aprender. Lo único que importa es el poder. Actúa como si lo tuvieras y las mujeres te vienen solas.
– ¿No tiene que llevar un sombrero hortera?
– Probablemente es más fácil si tienes la apariencia y las vestimentas propias. Pero si vas en contra del estereotipo creen que eres alguien especial.
– ¿Y usted, lo es?
– Escuche, yo siempre he sido justo con las niñas. Jamás les he pegado ni amenazado. Kim quiso dejarme, y ¿qué hice yo? Le dije: vete. Que Dios te bendiga.
– El macarra con el corazón de oro.
– Le hace gracia. Sin embargo las quería. Y tenía un ideal en la vida, tío. Eso es verdad.
– Lo sigue teniendo.
Negó con la cabeza.
– No. Se está evaporando. Todo mi sistema se está evaporando y no puedo hacer nada para retenerlo.