Llamé a Durkin desde una cafetería en Woodside Avenue. No había cabina, tan sólo un teléfono de pago instalado en la pared. A unos pocos pasos de mí, dos muchachos jugaban con uno de esos juegos eléctricos. Alguien más escuchaba en una radio del tamaño de una cartera de colegio música disco. Protegí el micro con la mano y le dije a Durkin lo que había descubierto.
– Puedo lanzar una orden de búsqueda. Octavio Calderón, hombre, unos veinte años. ¿Cuánto medirá? ¿Un metro setenta?
– Yo jamás lo he visto.
– Ah sí, es verdad. Puedo pedir a la gente del hotel que nos hagan una descripción. ¿Está seguro de que se ha ido, Scudder? Hace un par de días que yo hablé con él.
– El sábado por la noche.
– Sí, el sábado por la noche. Antes del suicidio de Hendryx.
– ¿Sigue siendo un suicidio?
– ¿Por qué no habría de serlo?
– No lo sé. Usted habló con Calderón el sábado por la noche y ésa es la última vez que fue visto.
– Sí, suele hacer ese efecto en mucha gente.
– Algo le espantó. ¿Cree que fue usted?
El dijo algo pero no lo pude escuchar claramente. Le pedí que lo repitiese.
– Dije que no pareció prestar mucha atención. Pensé que estaba colocado.
– Según sus vecinos era una persona muy correcta.
– Sí un muchacho excelente. El típico que tiene una rabieta y se carga a toda la familia. ¿Desde dónde está llamando? Menudo gallinero.
– Una cafetería en Woodside Avenue.
– ¿No pudo encontrar una apacible bolera? ¿Cree usted que Calderón está muerto?
– Él hizo el equipaje antes de dejar la habitación. Y alguien está llamando por él diciendo que está enfermo. Si le han matado no creo que se tomasen todas esas molestias.
– Sí, las llamadas hacen pensar que quiso ganar tiempo… Sacar unos kilómetros de ventaja antes de que suelten los perros.
– Eso es lo que estaba pensando.
– Quizá haya vuelto a su casa, Durkin. Ellos se van a sus países cada poco, sabe. El mundo ha cambiado. Mis abuelos vinieron a instalarse aquí y nunca volvieron a Irlanda, a no ser en el calendario que les regalaba una compañía de licores. Ahora, estos malditos vuelan todos los meses a sus islas y vuelven con un par de gallinas bajo el brazo y otro jodido familiar. Por supuesto, mis abuelos trabajaban, quizá esté ahí la diferencia. Ellos no se pegaban la vuelta al mundo a costa del subsidio y de la ayuda social.
– Calderón trabajaba.
– Bueno, mejor para ese pequeño estúpido. Quizá compruebe las salidas de los Kennedy de los últimos tres días. ¿De dónde es?
– Alguien dijo que era de Cartagena.
– ¿Qué es eso? ¿Una ciudad? ¿O una de esas islas?
– Creo que es una ciudad. Y está en Panamá o en Colombia o en Ecuador. De otro modo no hubiera vivido donde vivía. Yo creo que está en Colombia.
– La joya del océano. Si volvió a su país es normal que pidiera a alguien que llamara por él, para estar seguro de conservar el empleo a la vuelta. El no podría llamar todos los días desde Cartagena.
– ¿Por qué habrá dejado la habitación?
– Quizá no le gustase más. Quizá debiera varias semanas del alquiler.
– La patrona dijo que no. Había pagado toda la semana.
No dijo nada durante un momento. Luego, a pesar suyo, dijo:
– Alguien le espantó y huyó.
– Parece que fue eso, ¿no?
– Me temo que sí. No creo tampoco que haya dejado la ciudad. Creo que debió irse a una manzana más allá en Woodside, se cambió el nombre y encontró otra habitación amueblada. Debe haber como medio millón de inmigrantes clandestinos en los cinco distritos. No tiene que ser un faquir para desaparecer completamente. Jamás le encontraremos.
– Puede que tenga suerte.
– Con suerte sí, quizá. Empezaré por los depósitos de cadáveres, luego las líneas aéreas. Será más fácil de encontrar si está muerto que si salió de los Estados Unidos.
Rió. Yo le pregunté lo que le hacía gracia.
– Si ha muerto o si se ha ido, no nos servirá de mucho, ¿verdad?
El metro que me llevó de vuelta a Manhattan era uno de los peores. Los vándalos habían arrasado. Me senté en una esquina y traté de librarme de una ola de desesperación. Mi vida era un iceberg despedazado por las corrientes, si bien los pedazos se alejaban en direcciones opuestas. Las cosas no iban jamás a agruparse, en este caso ni fuera de él. Todo era inútil, insensato y sin solución.
Nadie va a comprarme esmeraldas. Nadie va a darme un niño. Nadie va a salvar mi vida.
Los tiempos felices se han acabado.
Ocho millones de maneras de morir y entre ellas una amplia variedad para llevarlas uno mismo a la práctica. Podíamos reprochar muchos defectos al metro, pero cumplía su trabajo cuando alguien se arrojaba delante de él. Y luego la ciudad rebosaba de puentes; de ventanas en edificios elevados; de farmacias abiertas las veinticuatro horas donde vendían cuchillas de afeitar, hilo de nylon o píldoras.
Tenía una 32 en el cajón de mi cómoda, y la ventana de mi hotel estaba lo suficientemente alta como para garantizar una muerte certera. Pero nunca había tentado algo de ese estilo y sabía que nuca lo tentaría. Era demasiado miedoso o demasiado cabezudo, o quizá mi desesperación no era tan categórica como yo la creía. Siempre había algo que me empujaba a continuar.
Evidentemente si bebía eso podía cambiar. En el curso de una reunión oí a un hombre decir que salió de un período de amnesia en el puente de Brooklyn. Estaba sobre la barandilla y tenía un pie en el vacío cuando recuperó la conciencia. Recogió el pie, se bajó de la barandilla y salió lo más rápido que pudo de aquel lugar.
¿Y si hubiese recuperado la conciencia dos segundos después, cuando sus dos pies estaban en el vacío?
Si bebía me sentiría mejor.
No podía sacar esa idea de mi cabeza. Lo peor de todo era que sabía que era verdad. Me sentía horriblemente mal, y una copita me ayudaría a librarme de esa sensación. Sabía que a la larga no me habría parecido tan buena idea, ¿pero y qué? A la larga todos acabamos muertos.
Recordé algo que oí una vez en una reunión. Mary, una de las habituales de St. Paul lo había dicho. Era una pequeña mujer con una voz muy aguda, siempre iba bien vestida y era de muy buen trato. Había oído su testimonio sólo una vez y entendí que había sido una vagabunda antes de tocar fondo.
Una noche, en su turno en el coloquio había dicho: "Sabéis, tuve una revelación el día que comprendí que no estaba obligada a sentirme bien. No está escrito en ningún sitio que yo deba sentirme bien. Siempre creí que si me sentía nerviosa, inquieta o preocupada tenía que hacer algo para remediarlo. Pero aprendí que eso no es verdad. Sentirme mal no va a matarme. El alcohol me matará, pero no mis sentimientos".
El metro se introdujo en un túnel. Cuando se sumergió bajo tierra las luces se apagaron un momento. Al rato volvieron. Podía oír a Mary, pronunciando cada palabra claramente y tuve la impresión de verla, con sus manos delicadas, posadas una sobre la otra en sus rodillas mientras hablaba.
El conferenciante era un robusto irlandés de Bay Ridge. Se parecía a un policía, y lo había sido durante veinte años hasta que lo jubilaron. Ahora trabajaba como vigilante para complementar su pensión y vivir dignamente. El alcohol nunca había sido un problema en su carrera o en su matrimonio pero, al cabo de un cierto número de años su condición física comenzó a resentirse. Su resistencia era menor, las resacas se hacían insoportables y su médico le dijo que su hígado se había dilatado.
– El me previno de que el alcohol iba a hacer peligrar mi vida -prosiguió-. Yo no era un acabado. No era un borracho degenerado, no era un tipo que se sintiera obligado a beber para librarse de la infelicidad. No, yo era simplemente un tipo normal, un "cantamañanas" al que le gustaba un par de cacharros después del trabajo y un paquete de cerveza a mano delante de la televisión. De manera que si eso me iba a matar, habría que dejarlo, ¿no? Salí de la consulta del médico resuelto a dejarlo. Y ocho años después eso es lo que sigo haciendo.
Un borracho no dejaba de interrumpir el testimonio. Era un tipo bien vestido y no parecía querer dar un escándalo. Daba la impresión, simplemente, de que no era capaz de escuchar tranquilamente. A su quinta o sexta interrupción, dos miembros de la reunión se levantaron y lo hicieron salir. La reunión prosiguió.
Recordé que yo mismo había asistido a una reunión durante un período de amnesia. ¿Dios mío, me habría comportado igual que ese hombre?
No me era fácil concentrarme en lo que estaban diciendo. Pensaba en Octavio Calderón y pensaba en Sunny Hendryx, y también pensaba en los pésimos resultados que hasta ahora había obtenido. No había llegado muy lejos, no había cohesión en lo que hacía. Hubiera podido ver a Sunny antes de que se suicidara. Eso, probablemente, no hubiera evitado su muerte y yo no pensaba echarme la culpa de que ella se matara a sí misma, pero, antes, me hubiera podido decir alguna cosa.
También hubiera podido hablar con Calderón antes de que desapareciese. Había preguntado por él en mi primera visita al hotel, luego me olvidé de él porque estaba ausente en aquel momento. Hubiera podido notar que escondía algo. Pero no tuve la idea de buscarle hasta que no desapareció en la oscuridad del bosque.
Mi puntualidad era terrible. Siempre llevaba un día de retraso y un dólar de menos en el bolsillo, y esto no concernía solamente a este caso. Esa era la historia de mi vida.
Sírveme, sírveme, sírveme una copa.
Durante el coloquio, una mujer llamada Grace fue muy aplaudida cuando dijo que era su segundo aniversario. Yo la aplaudí, y cuando los aplausos cesaron, calculé y me di cuenta de que era mi séptimo día. Si iba a la cama sobrio serían siete días.
¿Cuántos llevaba la última vez? ¿Ocho?
Puede que consiguiese batir ese récord. Y puede que no, quizás bebiese mañana.
No esta noche, pensé. Esta noche podía aguantar. No me sentía mejor que antes de la reunión. Mi opinión de mi mismo no era mejor. El tanteo era el mismo, pero antes sumaba y daba una copa y ahora no.
No sé lo que era pero sabía que estaba a salvo.