VEINTIUNO

No crucé la calle. El muchacho con la cara aplastada y las piernas rotas no era el único chorizo del barrio y me dije que no sería una buena idea cruzarme con otro de su calaña estando bebido.

No, tenía que retomar un terreno familiar. Sólo tomaría una copa, quizá dos, pero no podía garantizar. No podía decir con certeza qué efecto me haría una o dos copas.

Lo más razonable era volver a mi barrio, beber uno o dos vasos en un bar y luego subir un par de cervezas a mi habitación.

Salvo que no existía manera razonable de beber. No para mí, en cualquier caso. ¿No tenía ganas de probarme a mí mismo? ¿Cuántas más veces tenía que seguir probándome?

Entonces, ¿qué se suponía que debía hacer? ¿Temblar hasta no poder más? No sería capaz de conciliar el sueño sin haber echado un trago, por todos los demonios.

Bueno, mierda. Una copa era indispensable, medicinal. Cualquier médico me la recetaría sin dudarlo.

¿Cualquier médico? ¿Y el interno de Roosevelt? Me imaginaba su mano en mi hombro, ahí en el mismo sitio en donde el chorizo me había agarrado para meterme en el callejón. "Mire. Escúcheme. Usted es un alcohólico. Si sigue bebiendo morirá".

De todas maneras, de una de las ocho millones de maneras acabaría muriendo. Pero si podía escoger, escogería morir cerca de casa.

Caminé hasta el borde de la acera. Un taxi independiente -son los únicos que se aventuran en el Harlem- aminoró su marcha a medida que se acercaba. El conductor, una chicana de mediana edad que llevaba una gorra sobre sus cabellos pelirrojos, consideró que era un cliente aceptable y se detuvo. Yo me instalé en la parte trasera, cerré la puerta y le dije que me llevara a la intersección entre la 58 y la Novena.

Durante el trayecto las ideas no dejaron de girar en mi cabeza. Mis manos seguían temblando, si bien no con la misma intensidad que antes, pero los temblores interiores seguían igual de violentos. El trayecto se me hizo interminable. Cuando la mujer me preguntó a qué lado de la calle quería bajarme su pregunta me tomó por sorpresa. Le dije que se detuviera delante del bar de Armstrong. Cuando el semáforo cambió la mujer atravesó cautelosamente el cruce y se detuvo en el sitio que le había indicado. Como no me movía, ella se volvió para ver que ocurría.

Acababa de recordar que no podía beber en Armstrong. Quizás hubiera olvidado que Jimmy les había prohibido que me sirvieran alcohol, pero lo más seguro era que no. No estaba seguro y la idea de entrar y de que no me sirvieran me hacía entrar en cólera. De acuerdo, se pueden ir todos a la mierda, yo no iba a pasar esa maldita puerta.

¿A dónde entonces? Polly's Cage debía estar cerrado, nunca llegan hasta la hora del cierre. ¿Y Farell's?

Ahí fue donde tomé la primera copa después de la muerte de Kim. Llevaba ocho días sobrios hasta que levanté aquel vaso. Me acuerdo de aquella copa; Era un bourbon, un Early Times.

Es curioso como siempre recuerdo la marca del alcohol que bebo. Es siempre la misma basura, pero es uno de los detalles que nunca olvido.

Había oído esa observación en una reunión hace un tiempo.

¿Cuánto llevaba ya? ¿Cuatro días? Podía subir a mi habitación, encerrarme en ella, cuando despertase se cumpliría el quinto día.

Salvo que nunca llegaría a dormirme. Ni siquiera aguantaría en la habitación. Lo intentaría, pero me sería imposible encerrarme en ningún sitio; no con mi mente en semejante estado. Si no bebía ahora, bebería dentro de una hora.

– ¿Señor? ¿Está usted bien? Entrecerré los ojos y miré a la mujer, luego saqué la cartera de mi bolsillo y encontré un billete de veinte.

– Voy a hacer una llamada telefónica desde la cabina de la esquina. Tenga esto y espéreme. Gracias.

Quizás se largase con los veinte. Me era indiferente. Caminé hasta la cabina, coloqué la moneda en el aparato y esperé hasta oír el tono.

Era demasiado tarde para llamar. ¿Qué hora era? Las dos pasadas. No eran horas realmente de llamar a nadie para decir buenas noches.

Sólo tenía que subir a mi habitación. Quedarme en ella durante una hora y ya no tendría problemas. A las tres, los bares ya estarían cerrados.

¿Y qué? había una tienda de comestibles en la que vendían cerveza, aunque fuera ilegal. Había un bar abierto toda la noche en la calle 51, entre la Undécima y la Duodécima Avenida. A menos que ese bar ya no existiese. Hacía mucho tiempo que no paraba por ahí Había una botella de Wild Turkey en el ropero del salón de Kim Dakkinen y tenía la llave del apartamento en el bolsillo.

Eso me asustaba. Tenía alcohol disponible a cualquier hora, y si iba a por él no me contentaría con uno o dos vasos. Acabaría la botella, y había muchas más a mi disposición.

Hice la llamada.


Ella estaba dormida. Lo noté en su voz cuando respondió.

Le dije:

– Soy Matt. Perdona que te moleste a estas horas.

– No te preocupes. ¿Qué hora es? ¡Jesús! Si son más de las dos.

– Lo siento.

– Es igual. ¿Estás bien, Matthew?

– No.

– ¿Has estado bebiendo?

– No.

– Entonces estas bien.

– Estoy a punto de romper. Te llamo porque eras la única persona que puede evitar que beba esta noche.

– Has hecho bien.

– ¿Puedo pasar a verte?

Hubo una pausa. Pensé: no pasa nada, olvídalo. Una copa rápida en Farell's antes de que cierren y luego me vuelvo a mi hotel. No tuve por qué haberla llamado.

– Matthew. No creo que sea una buena idea. Tienes que aguantar hora tras hora, minuto tras minuto si es necesario, y llámame todas las que veces que quieras. No me importa que me despiertes, pero…

La interrumpí:

– Casi me matan apenas hace una hora. Acabo de propinarle una paliza tremenda a un chiquillo y le he roto las dos piernas. Estoy temblando como nunca he temblado en mi vida. No sé cómo voy a sobreponerme sin echar un trago y tengo pánico de no poder evitarlo. Pensé que estando con alguien y hablando con alguien me ayudaría a llevarlo mejor, pero probablemente mi cabeza da demasiadas vueltas. Lo siento, no debería haberte llamado. Tú no eres responsable de mí. Lo siento muchísimo.

– ¡Espera!

– Sigo aquí.

– Hay un club en St. Marks Place en el que hay reuniones todas las noches de los fines de semana. Está en la lista. Puedo buscarte la dirección, si quieres.

– De acuerdo.

– Pero tú no irás, ¿verdad?

– Soy incapaz de hablar durante las reuniones. Pero no te preocupes, saldré adelante.

– ¿Dónde estás?

– En la esquina de la 58 con la Novena.

– ¿Cuánto tardarías en llegar hasta aquí?

Mire a la calle. Mi taxi seguía en su sitio. Respondí:

– Tengo un taxi esperando.

– ¿Recuerdas como llegar hasta aquí?

– Lo recuerdo.


El taxi se detuvo delante del edificio de cinco plantas de Lispenard. El taxímetro había devorado el billete de veinte dólares. Le di otros veinte para que se quedara con ellos. Sabía que aquello era demasiado, pero me sentía bien y podía permitirme mostrarme generoso.

Llamé al timbre de Jan -dos pitidos largos y tres cortos- y volví a la acera para que ella me lanzara la llave. Subí en el montacargas hasta la cuarta plata y entré en el apartamento de Jan.

– Has venido rápido -me dijo-. Era verdad que tenías un taxi esperando.

Tuvo tiempo para vestirse. Llevaba unos viejos vaqueros y una camisa de franela a cuadros rojos y negros. Era una bella mujer de talla media y bien proporcionada. Una cara en forma de corazón, cabellos, castaño oscuro con alguna que otra cana que le caían sobre la espalda. Sus ojos eran grandes y muy separados. No llevaba maquillaje.

– He hecho café -dijo-. Tú lo tomas sin nada, ¿verdad?

– Tan sólo con un poco de bourbon.

– No tengo ni una gota. Siéntate. Voy a buscar el café.

Cuando ella volvió yo me encontraba al lado de su Medusa, siguiendo con la yema del dedo una de las serpientes de su cabellera.

– Sus cabellos me hacen recordar a tu pequeña -le dije-. Ella tenía trenzas rubias, y las enrollaba de tal forma que me recordaba a tu medusa.

– ¿Quién?

– Una mujer que fue asesinada. No sé por dónde comenzar.

– Da igual por donde empieces -dijo ella.


Hablé durante largo tiempo, saltando de un tema a otro, de lo que me había ocurrido aquella noche a los hechos de hace dos semanas. De vez en cuando, Jan se levantaba e iba a buscar más café. Cuando ella volvía yo retomaba la conversación donde la había dejado o un poco más adelante. Eso era lo de menos.

Le dije:

– No sabía qué demonios hacer con él. Tras haberle propinado aquella paliza y dejarle K.O., no podía hacerlo arrestar y no soportaba la idea de dejarle marchar. Iba a dispararle pero no pude. No sé por qué. Si hubiera machacado su cabeza contra la pared un par de veces más quizá lo hubiera matado, y si lo quieres saber, eso me hubiera satisfecho. Pero no podía dispararle mientras que estaba tendido inconsciente.

– Claro que no.

– Pero no podía dejarle ahí, no quería que siguiera suelto por la calle. El se encontraría otro revólver y seguiría haciendo lo mismo, así que le rompí las piernas. Sé que con el tiempo los huesos acaban soldando, entonces podrá continuar con su carrera de chorizo, pero mientras, no podrá pasearse por la calle -me encogí de hombros-. No tiene mucho sentido, pero no pude pensar en otra cosa.

– Lo importante es que no has bebido.

– ¿Eso es lo importante?

– Al menos eso es lo que creo.

– Estuve a punto de beber. Si hubiera estado en mi barrio o si no te hubiera localizado. Dios sabe cuánto deseaba un trago, y aún tengo ganas.

– Pero tú no vas a beber.

– No.

– ¿Tienes un padrino, Matthew?

– No.

– Deberías tener uno. Es de gran ayuda.

– ¿Explícate?

– Bueno, un padrino es alguien al que puedes llamar a cualquier hora, alguien al que le puedes contar todo.

– ¿Tú tienes uno?

Ella asintió.

– La llamé tras hablar contigo.

– ¿Por qué?

– Porque estaba nerviosa. Me tranquilizaba hablar con ella. Quería saber lo que pensaba.

– ¿Y qué pensaba?

– Que no debí haberte dicho que vinieras -rió-. Afortunadamente tú ya estabas en camino.

– ¿Qué más te dijo?

Sus grandes ojos grises evitaron el encuentro con los míos.

– Que no debía dormir contigo.

– ¿Por qué te dijo eso?

– Porque no es bueno mantener relaciones durante el primer año. Y porque es muy negativo estar liado con alguien que apenas ha dejado de beber.

– ¡Por Dios! He venido a verte porque tenía los nervios a flor de piel, no porque estuviera cachondo.

– Lo sé.

– Haces todo lo que te dice.

– Lo intento.

– ¿Quién es esa mujer? ¿La voz de Dios en la tierra?

– Una mujer, así de sencillo. Ella tiene mi edad, o para ser exactos, un año y medio menos que yo. Hace casi seis años que no prueba una gota.

– Es demasiado tiempo.

– Lo es para mí -levantó su taza. Vio que estaba vacía y la posó-. ¿No hay nadie a quien puedas pedirle que sea tu padrino?

– ¿Es así como funciona? ¿Tienes que preguntarle a alguien?

– Así es.

– ¿Y si te lo pido a ti?

Ella negó con la cabeza.

– Primer requisito: tiene que ser alguien de tu mismo sexo. Segundo: yo no hace lo bastante que he dejado la bebida. Y tercero: somos amigos.

– ¿Un padrino no debe ser un amigo?

– No ese tipo de amigo. Un amigo de los de la doble A. Cuarto: debe ser alguien que asista a las reuniones de tu barrio, para que los contactos sean frecuentes.

A pesar mío no tuve más remedio que pensar en Jim.

– Hay un tipo con el que hablo a veces.

– Es importante escoger a alguien en el que confíes.

– No sé si podría confiar en él. Supongo que sí.

– ¿Le tienes respeto?

– No sé lo que le quieres decir.

– Bueno si tú…

– Esta tarde le dije lo mucho que me afectaban las noticias que leía en los periódicos. Los crímenes de la calle, todo el mal que se hacen los unos a los otros. Poco a poco eso me va corroyendo por dentro, Jan.

– Sí, lo sé.

– Me dijo que dejara de leer los periódicos. ¿Por qué te ríes?

– Esa es la política del programa.

– La gente dice lo que sea. "He perdido mi trabajo y mi madre se está muriendo de cáncer y a mí me van a amputar la nariz, pero hoy no he bebido y eso me convierte en un triunfador".

– Sí, verdaderamente dan esa impresión.

– Algunas veces. ¿Qué te hace gracia?

– "A mí me van a amputar la nariz". ¿De veras amputan narices?

– No te rías. Eso es algo muy serio.

Un poco más tarde ella me habló de un miembro de su grupo que tenía un hijo que había sido atropellado por un conductor que se había dado a la fuga. El hombre había ido a la reunión, había hablado de ello y había transmitido una sensación de solidaridad a todo el grupo. Todo el mundo salió enriquecido con la experiencia. El no trató de olvidar bebiendo, y su aguante le permitió levantar la moral a los miembros de su familia mientras que él sufría interiormente su congoja.

Me preguntaba que había sido maravilloso en sufrir uno su propia congoja. Luego acabé preguntándome que habría pasado hace unos cuantos años si hubiera aguantado sin coger aquella botella cuando mi bala perdida acabó con la vida de una niña de seis años llamada Estrellita Rivera. Aquello me pareció, en aquella época, una excelente idea.

Quizá me equivoqué. Quizá no había atajos ni rodeos. Quizá la mejor solución fuera afrontar las consecuencias tal como son, sin tapujos.

Dije:

– Uno se preocupa, en Nueva York, de que un coche le pase por encima. Pero ocurre, aquí como en cualquier otro sitio. ¿Encontró al conductor?

– No.

– Debía estar bebido. Casi siempre ocurre así.

– Quizá tuviese un blackout. Es posible que a la mañana siguiente se despertara sin saber lo que había hecho.

– Cielos -pensé en el conferenciante que había apuñalado a su amada-. Ocho millones de historias en la Ciudad Esmeralda. Ocho millones de maneras distintas de morir.

– La ciudad desnuda.

– ¿No es eso lo que acabo de decir?

– Tú has dicho la Ciudad Esmeralda.

– ¿Sí? ¿De dónde sacaría eso?

– De El Mago de Oz, ¿recuerdas? ¿Dorothy y Toto en Kansas? ¿Judy Garland y el arco iris?

– Sí, sí me acuerdo.

– "Sigue el camino de adoquines amarillos". Conducía a la Ciudad Esmeralda, donde el mago sorprendente vivía.

– Sí, me acuerdo. El Hombre de Paja, el León Cobarde y todo eso. ¿Pero de dónde saqué lo de la esmeralda?

– Eres un alcohólico, no lo olvides. Tu cerebro está dañado, eso es todo.

– Debe ser eso -dije, asistiendo con la cabeza.


El cielo comenzaba a aclararse cuando nos fuimos a dormir. Yo me acosté en el sofá, envuelto en un par de mantas. En un principio creí que no iba a ser capaz de dormir, pero el cansancio se me echó encima como una ola gigante a la que no pude resistirme.

No sé a dónde me llevó porque dormí como un tronco. Si soñé algo no lo recuerdo. Cuando desperté, fui recibido por los aromas del café haciéndose y del bacón en la sartén. Me duché y me afeité con una cuchilla de usar y tirar, luego me vestí y me uní a ella en una mesa de pino en la cocina. Bebí zumo de naranja y café y comí huevos revueltos, bacón y bollos de pan integral con pasas. Me preguntaba cuándo fue la última vez que tuve semejante apetito.

Ella me informó de que había un grupo que se reunía los domingos al mediodía a unas pocas manzanas de su casa. Era una de las reuniones a las que ella asistía regularmente. Me preguntó si quería acompañarla.

– Tengo que trabajar.

– ¿Un domingo?

– ¿Qué es lo que cambia que sea domingo?

– Crees que serás capaz de llegar a algo un domingo al mediodía.

No había llegado a nada desde que empecé. ¿Había algo que pudiera hacer hoy?

Saqué mi agenda y marqué el número de Sunny. No hubo respuesta. Llamé a mi hotel. Nada de Sunny. Nada de Danny Boy Bell ni de ninguno de los que había visto el día de ayer. Bueno, de cualquier forma Danny Boy aún debía estar dormido a esta hora, al igual que los otros.

Chance no había dejado ningún recado. Comencé a marcar su número pero me detuve. Si Jan iba a una reunión, yo no tenía ningún deseo de esperar en un apartamento hasta que él me llamara. La madrina de Jan probablemente no lo aprobaría.


La reunión tuvo lugar en el primer piso de una sinagoga de Forsythe Street. No se podía fumar dentro. No estaba acostumbrado a asistir a una reunión de los de la doble A sin que la sala no estuviera cubierta por una espesa capa de humo de tabaco.

Había unas cincuenta personas y ella parecía conocer a casi todos. Se encargó de presentarme a unas cuantas, de las que me apresuré a olvidar sus nombres. Me sentía incómodo, molesto por tanta atención como recibía. Mi aspecto tampoco ayudaba mucho. No había dormido vestido, pero mis ropas reflejaban la pelea de la pasada noche.

Además ahora sentía las secuelas de aquello. Jan y yo salíamos del edificio cuando me di cuenta de las magulladuras que tenía en el cuerpo. Mi cabeza se resentía, particularmente ahí donde se había estrellado contra el mentón del muchacho. Tenía un moratón en el antebrazo y un hombro estaba pasando por toda la gama de colores existentes sin dejar de dolerse. Había otros músculos que se resentían cuando movía. No había sentido nada después del incidente, pero no es de extrañar que los dolores no aparezcan hasta un tiempo después.

Fui a buscar una taza de café y unas galletas y me quedé sentado durante toda la reunión. Todo fue bastante bien. El conferenciante hizo un testimonio bastante breve, dejando el resto del tiempo para el coloquio. Había que levantar la mano para hablar.

A quince minutos del final, Jan levantó la mano y manifestó lo feliz que estaba de haber dejado la bebida, el gran papel que jugaba en su vida la madrina, aportando una ayuda eficaz cada vez que había algo que la preocupara o cuando se enfrentaba a un problema y no sabía qué hacer. Ella no entró en más detalles. Tuve el presentimiento de que su intervención era una forma de enviarme un mensaje. No le di mucha importancia.

Yo no levanté la mano.

Tras la reunión, ella pensaba ir a tomar un café con un grupo de conocidos. Me preguntó si los quería acompañar. No me apetecía más café y tampoco deseaba compañía, de manera que encontré una excusa.

Afuera, antes de tomar caminos diferentes, me preguntó cómo me encontraba. Le respondía que me encontraba bien.

– ¿Sigues teniendo ganas de beber?

– No.

– Me alegra que me hayas llamado anoche.

– Yo también me alegro.

– Llámame cuando quieras, Matthew. Incluso en mitad de la noche si no tienes otra solución.

– Espero que no lo tenga que hacer de nuevo.

– Pero si hace falta, no lo dudes. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

– ¿Matthew, me prometes una cosa?

– ¿Qué?

– No bebas sin antes haberme llamado.

– Hoy no voy a beber.

– Lo sé. Pero si alguna vez tienes ganas de echar un trago, no levantes la copa si haberme llamado primero. ¿Prometido?

– Prometido.

En el metro, camino del centro, pensé en la conversación y en lo estúpido que era aquella promesa. En fin, eso la había hecho feliz.

Tenía otro recado de Chance. Llamé desde el vestíbulo, le dije a su servicio que estaría en el hotel. Compré un periódico y lo llevé a mi habitación para matar el tiempo mientras esperaba su llamada.

La noticia del día era bastante sorprendente. Una familia de Queens -padre, madre y dos niños de menos de cinco años- habían ido a dar una vuelta con su flamante Mercedes nuevo. Otro auto se colocó a su lado y descargó los dos cartuchos de un fusil de doble cañón en el Mercedes, matando a los cuatro miembros de la familia. La policía había registrado su apartamento y habían encontrado una suma importante de dinero en efectivo y una nada despreciable cantidad de cocaína sin cortar. La policía extrajo la conclusión de que el crimen estaba relacionado con el tráfico de narcóticos.

La gente no se anda con bromas.

No venía nada del muchacho que había dejado tirado en el callejón. No era de extrañar. Los periódicos del domingo estaban ya a la venta cuando tuvimos nuestro encuentro. Había pocas posibilidades de que viniera algo en el de mañana o en el de pasado. Si lo hubiera matado se habría ganado unas pocas líneas en alguna esquina, ¿pero qué interés periodístico tenía un joven negro con las piernas rotas?

Estaba pensando en eso cuando llamaron a mi puerta.

Era extraño. Las mujeres de la limpieza tenían los domingos libres y las pocas personas que me venían a visitar se hacían anunciar en la conserjería. Cogí mi chaqueta de la silla y saqué el 32 del bolsillo. Aún no me había librado de ella ni de las dos navajas que había confiscado a mi amigo el mutilado. Revólver en mano me acerqué a la puerta y pregunté quién era.

– Soy Chance.

Dejé caer el arma en el bolsillo y abrí la puerta.

– La mayoría de la gente se hace anunciar.

– El amigo de abajo estaba leyendo y no quería interrumpirle.

– Eso es ser atento.

– Es así como suelo firmar las cosas -me observó como si me estuviera juzgando. Luego su mirada me dejó para estudiar la habitación-. Un sitio acogedor.

Las palabras eran pura ironía, pero no el tono de su voz. Cerré la puerta, señalé a una silla. El permaneció de pie.

– Estoy mejor así.

– Sí, ya veo. A veces a uno le gusta sentirse espartano.

Vestía una chaqueta fina azul marino y un pantalón de franela gris. No llevaba abrigo. Evidentemente hoy el día estaba más agradable y además tenía coche.

Se acercó hasta la ventana, miró afuera. Dijo:

– Traté de localizarte anoche.

– Lo sé.

– Usted no contestó a mi llamada.

– No recibí el mensaje hasta hace un rato y anoche no estaba localizable.

– ¿No durmió aquí anoche?

– No.

Asintió con la cabeza. Se había vuelto hacia mí y su expresión era reservada, casi indescifrable. Jamás lo había visto así.

– ¿Ha hablado con todas mis chicas?

– Con todas menos con Sunny.

– Ya. ¿Aún no la ha visto?

– No. La he llamado varias veces ayer por la tarde, e incluso la llamé hoy al mediodía, pero no contesta.

– ¿No contesta?

– No. Ella me dejó un aviso anoche, pero cuando llamé ella ya no estaba.

– ¿Ella lo llamó anoche?

– Así es.

– ¿A qué hora?

Traté de recordar.

– Salí del hotel sobre las ocho y volví un poco después de las diez. Me encontré el aviso cuando volví. No sé a qué hora lo dejó. La gente de conserjería casi nunca anotan la hora, aunque se supone que deben hacerlo. De cualquier manera me deshice del papel.

– No había ningún motivo para guardarlo.

– No. ¿Qué importancia puede tener la hora a la que llamara?

Me miró largamente. Puede ver una aureola dorada dentro de sus profundos ojos marrones. Luego dijo:

– Mierda, no sé lo que hacer. No estoy acostumbrado a este tipo de cosas. Por lo general sé lo que tengo que hacer.

No dije nada.

– Usted es mi hombre, ya que trabaja para mí. Pero no estoy seguro de lo que eso significa.

– No sé adónde quiere ir, Chance.

– Mierda. El problema es que no sé hasta qué punto puedo confiar en usted. Es ahí a donde quiero ir. De hecho tengo que confiar en usted. La prueba es que lo llevé a mi casa. Nunca había llevado a nadie más a mi casa. ¿Por qué hice eso?

– No lo sé.

– Quiero decir que si fuera para presumir. Algo así como decir: "Vea la clase que tiene este negro". ¿O es que lo invité para que usted viera mi espíritu? Qué más da. Mierda, sea lo que sea tengo que confiar en usted. ¿Pero tengo razón para ello?

– Yo no puedo pensar por usted.

– No, no puede -clavó su barbilla entre el pulgar y el índice-. La llamé anoche, a Sunny, dos veces, no hubo respuesta, al igual que usted. Bueno no es nada serio. No había contestador pero eso tampoco es grave porque a veces se olvida de conectarlo. Luego llamé otra vez, una hora y media o dos horas más tarde, y de nuevo no hubo respuesta. ¿De manera que qué hice? Me fui a su casa en el auto. Por supuesto tengo una llave. Es mi apartamento. ¿Por qué no habría de tener una llave?

Ahora ya sabía a donde quería ir, pero dejé que lo dijera el mismo.

– Pues bien, estaba ahí. Aún está ahí. Lo ve, sigue ahí, pero muerta.

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