– Mierda, necesito un afeitado -dijo Durkin. Acababa de dejar caer la colilla de su cigarrillo en el poso del café y se pasaba la mano por la barbilla-. Necesito un afeitado, necesito una ducha, necesito un trago. No necesariamente en ese orden. He lanzado una orden de búsqueda y captura de su amigo el colombiano, Octavio Calderón y La Barra. Es un nombre demasiado largo para un tipo tan pequeño. Miré en el depósito y no estaba en ninguno de esos cajones. Al menos, no todavía.
Abrió el primer cajón de su escritorio, extrajo un espejo de afeitar de marco metálico y una maquinilla a pilas. Apoyó el espejo en su taza de café vacío, colocó su rostro delante y comenzó a rasurarse. Sobre el ronroneo de la maquinilla me dijo:
– No encontré nada referente a un anillo en el expediente.
– Le importa que eche un vistazo.
– Es mi invitado.
Estudié el inventario, persuadido de que no encontraría el anillo. Luego repasé las fotografías de Kim tomadas en el lugar del crimen. Traté de mirar solamente las manos. Examiné todas las fotografías y no vi nada que hiciera pensar que llevara anillo.
Se lo dije a Durkin. El apagó la maquinilla, tomó las fotografías, las miró con detenimiento, metódicamente.
– Es difícil ver sus manos -dijo-. En esta mano de aquí no hay evidentemente ningún anillo. ¿Cuál es ésa? ¿La izquierda? En esta toma está muy claro que no hay anillo en esa mano. Un momento, mierda, esa es de nuevo la mano izquierda. En esta de aquí no está muy claro. Oh, ya, aquí hay una. Está seguro que es la derecha y tampoco hay ningún anillo en ella.
El reunió las fotos e hizo un paquete con ellas, como si fuera una baraja que fuera a repartir.
– No hay anillo -prosiguió-. ¿Y eso qué prueba?
– Ella tenía un anillo cuando la vi. Las dos veces que la vi.
– ¿Y?
– Y ha desaparecido. No está en su apartamento. Hay un anillo en su joyero, pero es el anillo del colegio, no el que yo recuerdo haber visto en su mano.
– Quizá le falle la memoria.
Negué con la cabeza.
– El anillo del colegio ni siquiera tiene piedra. Pasé por allí antes de venir aquí, tan sólo para refrescar la memoria. Es uno de esos anillos prehistóricos con demasiados garabatos encima. No es el que ella llevaba. No lo hubiera llevado con su visón y sus uñas marrones rojizas.
– Si lo dice usted.
No era el único que lo decía. Tras mi pequeña revelación con el pedacito de cristal roto, me fui directamente al apartamento de Kim, luego me serví de su teléfono para llamar a Donna Campion. Le dije:
– Soy Matt Scudder. Sé que es tarde, pero quería hacerle una pregunta en relación a un verso de su poema.
– ¿Qué verso? -dijo-. ¿Qué poema?
– Su poema sobre Kim. Usted me dio una copia.
– Oh, sí. Un momento. No estoy totalmente despierta.
– Siento mucho que tenga que molestarla.
– No tiene importancia. ¿Qué verso era?
– Despedazar/Botellas de vino a sus pies, y que el vidrio verde/centellee en su mano.
– Centellee está mal.
– Tengo el poema aquí y usted ha escrito…
– Ya sé lo que he escrito, pero está mal, tendría que buscar otra palabra. Yo creo. ¿Qué pasa con ese verso?
– ¿De dónde sacó lo del verde vidrio?
– De las botellas de vino despedazadas.
– ¿Por qué verde vidrio en su mano? ¿A qué hacía referencia?
– Oh, ya sé lo que quiere decir. A su anillo.
– Ella tenía un anillo con una piedra verde, ¿no es verdad?
– Efectivamente.
– ¿Cuánto hace que lo tenía?
– No lo sé -lo pensó un momento-. La primera vez que lo vi fue antes de escribir el poema.
– ¿Estás segura de eso?
– Por lo menos ésa fue la primera vez que reparé en él. De hecho, eso fue lo que me dio la idea del poema. El contraste del azul de sus ojos con el verde del anillo, pero perdí el azul mientras desarrollaba el poema.
Ella me había dicho algo parecido cuando me enseñó el poema. Pero en aquel momento no sabía de qué me hablaba.
No sabía cuándo empezó a escribirlo. ¿Un mes antes de la muerte de Kim? ¿Dos meses?
– No lo sé. Me resulta difícil poner fechas a los hechos. No guardo sentido del tiempo.
– Pero era un anillo con una piedra verde.
– Sí. Aún lo puedo ver.
– ¿Sabe de dónde lo sacó? ¿Quién se lo dio?
– No sé nada de él. Quizá…
– ¿Sí?
– Quizá despedazara una botella de vino.
Le dije a Durkin:
– Una amiga de Kim escribió un poema en el que hacía alusión al anillo. Y además está la nota que dejó Sunny Hendryx -saqué mi agenda y la abrí en la página donde había copiado la nota de Sunny. La leí-: "No hay parada en un tiovivo. Ella agarró el anillo de cobre y le tiñó el dedo de verde. Nadie va a comprarme esmeraldas".
El me quitó la agenda de las manos.
– Ella se refiere a Dakkinen, supongo -terció-. Pero aún hay más: "Nadie va a darme niños. Nadie va a salvar mi vida". Dakkinen no estaba embarazada y tampoco lo estaba Hendryx, ¿entonces, qué es esa tontería de los niños? Y nadie salvó sus vidas -cerró la agenda de golpe y me la tendió-. No sé a dónde quiere ir con esto. No es nada convincente. ¿Quién sabe cuándo Hendryx escribió eso? Puede que después de que el alcohol y las píldoras hicieran su efecto, y en ese momento su cabeza debía estar llena de alucinaciones.
Detrás de nosotros, dos policías en ropas de paisano estaban metiendo a un joven muchacho blanco entre rejas. Dos escritorios más allá del nuestro una taciturna negra estaba siendo interrogada. Cogí la primera fotografía de la baraja y contemplé el cuerpo masacrado de Kim. Durkin encendió la maquinilla y terminó de afeitarse.
– Lo que no entiendo -dijo-, es que cree haber encontrado. Usted cree que ella tiene un novio y que el novio le regaló un anillo. Está bien. También cree que tenía un novio que le regaló la chaqueta de visón y ha investigado en esa dirección y parece ser que tiene razón, pero la chaqueta no nos lleva hasta el novio porque él no figura en el registro de ventas. Si no puede llegar hasta él por medio de una chaqueta que tenemos, ¿cómo piensa encontrarlo por medio de un anillo, del que lo único que sabemos es que está perdido? ¿Entiende lo que quiero decir?
– Sí, entiendo.
– Esa historia de Sherlock Holmes, el perro que no ladra, pues bien, usted tiene un anillo que no está, ¿y eso qué prueba?
– Que ha desaparecido.
– De acuerdo.
– ¿A dónde ha ido a parar?
– Los anillos suelen perderse por la taza del retrete. ¿Cómo coño voy a saber a dónde ha ido a parar?
– Pero el hecho es que ha desaparecido.
– ¿Y qué ¿O se fue solo o alguien se lo llevó.
– ¿Quién?
– ¿Cómo voy a saber quién?
– Digamos que ella lo llevaba encima en el hotel donde murió.
– De acuerdo, pero sólo es una suposición.
– ¿Quién se lo llevó? ¿Sería capaz un policía de arrancárselo del dedo?
– No. Nadie haría eso. Hay gente que se lleva dinero suelto, ambos lo sabemos ¿pero llevarse un anillo del dedo de la víctima en un asesinato? -negó con la cabeza-. Además nadie estuvo solo con ella. Eso es algo que nadie haría delante de testigos.
– ¿Y la limpiadora? ¿La que descubrió el cadáver?
– No, hombre, no. Yo interrogué a esa pobre mujer. Nada más ver el fiambre su puso a gritar y aún debe de estar gritando si es que tiene aliento. No creo que ni con la fregona se atreviese a tocar el cuerpo de Dakkinen.
– ¿Quién se llevó el anillo?
– Asumiendo que lo llevase.
– Exacto.
– El asesino se lo llevó.
– ¿Por qué?
– Puede que tuviese una debilidad por las joyas. Puede que el verde fuese su color favorito.
– Continúe.
– Quizá tuviera valor. Tenemos a un tipo que anda por ahí matando gente, sus principios le importan un bledo. No creo que le molestase robar lo que fuera.
– Él se olvidó de unos cuantos cientos que ella llevaba en el bolso, Joe.
– Quizá no tuviera tiempo para mirar en su bolso.
– Bromea. Tuvo tiempo para ducharse. Claro que tuvo tiempo para mirar en el bolso. De hecho, no sabemos que no lo haya hecho. Sólo sabemos que no se llevó el dinero.
– ¿Y?
– Pero se llevó el anillo. Tuvo tiempo de agarrar la mano sangrante y arrancar el anillo.
– No tuvo por qué haberlo arrancado. Quizá le quedara grande.
– ¿Por qué se lo llevó?
– Lo quería para su hermana.
– ¿No tiene nada mejor que decir?
– No -dijo-. No tengo nada mejor, maldita sea. ¿A dónde quiere ir a parar? El se lo llevó porque nos hubiera permitido dar con él.
– Es posible, ¿verdad?
– ¿Entonces por qué no se llevó el visón? Demonios, sabemos que el novio le compró el visón. De acuerdo, el no dijo su nombre, ¿pero cómo puede estar seguro de que no dejó escapar alguna cosa, o de lo que el vendedor recuerda? Hasta se llevó las toallas para no dejar ningún pelo, pero no, el visón no se lo llevó. Y ahora usted dice que se llevó el anillo. Mierda, ¿por qué tengo que oír de ese anillo esta noche cuando ya han pasado casi tres semanas de la muerte de Dakkinen?
No dije nada. Levantó su cajetilla de tabaco, me ofreció uno. Negué con la cabeza. El se sirvió uno y lo encendió. Echó una calada, expulsó una columna de humo, pasó una mano por su cabellera para alisar sus cabellos que ya estaba bastante planchado.
Dijo:
– Puede que hubiera algo grabado. No es extraño que un anillo tenga algo grabado en su interior. A Kim, de Freddie, o alguna tontería como esa. ¿Cree que sea eso?
– No lo sé.
– ¿Tiene alguna hipótesis?
Recordé lo que había dicho Danny Boy. Si el novio era un tipo tan poderoso que usaba ese tipo de mensajeros, ¿por qué no salía con Kim? Y si el tipo poderoso, con esos mensajeros y demás, no era el novio, ¿qué relación tenía con él? ¿Quién era esa especie de contable que había pagado el visón y por qué nada más que había oído hablar de él al vendedor?
¿Y por qué el asesino se había llevado el anillo?
Eché la mano al bolsillo. Mis dedos tocaron el revólver, sintiendo el frío metal, pase la mano por detrás y encontré el pequeño cubo de cristal verde que había originado todo esto. Lo saqué del bolsillo, lo miré. Durkin me preguntó que era.
– Cristal verde -dije.
– Como el anillo.
Asentí. Me quitó el trocito de cristal, lo sostuvo debajo de la luz y me lo devolvió.
– No sabemos si llevaba el anillo en el hotel -me recordó-. No era más que una suposición.
– Lo sé.
– Puede que lo dejara en el apartamento. Puede que alguien se lo llevara de ahí.
– ¿Quién?
– El novio. Supongamos que él no la mató. Supongamos que fue un P.S.P. como dije desde el principio.
– ¿Utilizan verdaderamente esa expresión?
– Te acostumbras a todo lo que te imponen. Supongamos que el demente la mató y que el novio no quería verse mezclado en el asunto. De manera que va al apartamento, él tiene la llave, y se lleva el anillo. Quizá le comprara otros regalos que también se llevó. Se hubiera llevado el visón también, pero estaba en el hotel. ¿Por qué no es esta teoría tan buena como la del asesino arrancando el anillo?
Porque no fue un demente, pensé. Porque un demente no manda a un sujeto con una chaqueta escocesa advirtiéndome, no me haría llegar aviso por medio de Danny Boy Bell. Porque un demente no se preocupa de su caligrafía ni de huellas en toallas.
A menos de que fuera una especie de Jack el Destripador, un demente que prepara sus golpes y toma precauciones. Pero no era ese el caso, era impensable y el anillo sería un elemento insignificante. Dejé caer el cristal de nuevo en mi bolsillo. Tenía un significado, estaba seguro.
El teléfono de Durkin sonó. Contestó y dijo:
– Joe Durkin… Sí, de acuerdo, de acuerdo.
Escuchó, articulando sonidos guturales, mirando en mi dirección y tomando notas en una libreta.
Me acerqué a la cafetera y llené dos tazas de café. No recordaba como Durkin tomaba el suyo, luego me acordé de lo infecto que era el café en este lugar y añadí leche y azúcar a ambos.
Seguía al teléfono cuando volví a la mesa. Tomó la taza agradeciéndome con un gesto de la cabeza, lo sorbió, encendió un cigarrillo para acompañar al café. Yo bebí el mío y examiné de nuevo el informe sobre Kim con la esperanza de encontrar alguna clave. Pensé en mi charla con Donna. ¿Qué estaba mal con la palabra centellear? ¿Acaso no centelleaba el anillo en el dedo de Kim? Recordé el efecto de la luz cuando se reflejaba en la piedra. ¿Me inventaba yo este recuerdo para reforzar mi teoría? ¿Es que acaso tenía una teoría? Tenía un anillo que había desaparecido pese a no tener evidencia alguna de que ese anillo existía. Un poema, una nota de adiós de una suicida y mi propia reflexión a propósito de ocho millones de historias en la Ciudad Esmeralda. ¿Había hecho el anillo nacer esta idea en mi subconsciente?
Durkin dijo por el teléfono:
– Sí, menuda faena, de acuerdo. No te vayas. Voy enseguida.
Colgó, me miró. Su expresión era curiosa: una mezcla de autosatisfacción y de algo que podía ser lástima. Me dijo:
– El motel Powhattan, ¿conoce el cruce de la avenida de Queens con el paso a nivel de Long Island? Un poco más allá de la encrucijada. No sé exactamente dónde, si en Elmhurst o en Rego Park. Pero siempre cerca de la encrucijada.
– ¿Y?
– Es uno de esos moteles especiales, con camas de agua en algunas habitaciones, películas porno en la televisión. Aceptan parejas ilegales, dos horas máximo. Llegan a alquilar una habitación hasta cinco o seis veces por noche. Vamos, un negocio de lo más rentable.
– ¿Y bien?
– Un tipo va hasta allí en coche, alquila una habitación hace un par de horas. De acuerdo, todo lo que sea negocio pasa, una vez que el cliente se va vuelves a hacer la habitación. El gerente se da cuenta de que el coche ya no está y va hasta la habitación. El cartelito de No Molesten cuelga de la puerta, llama, no hay respuesta, llama de nuevo, sigue sin haber respuesta. Abre la puerta y, ¿adivine lo que encuentra?
Esperé.
– Un agente llamado Lennie Garfein es el primero en llegar, y lo primero que le llama la atención es la similitud con el caso del Galaxy. Es con él con quien acabo de hablar. Tendremos que esperar al informe del forense para conocer cosas como el origen de las heridas, tipo de hoja usada etc., pero todo parece coincidir. El asesino incluso se duchó y se llevó las toallas cuando se fue.
– ¿Es…?
– ¿Es quién?
No podía ser Donna. Acababa de hablar con ella. Fran, Ruby, Mary Lou…
– ¿Es alguna de las mujeres de Chance?
– ¿Cómo demonios voy a conocer quién son las mujeres de Chance? ¿Cree acaso que lo único que me interesa son las vidas de los proxenetas?
– ¿Quién es?
– No es la mujer de nadie -dijo. Apagó el cigarrillo y se dispuso a encender otro. Cambió de idea y lo colocó de nuevo en el paquete-. No es una mujer.
– Es…
– ¿Es quién?
– Es Calderón. Octavio Calderón. El tipo de la recepción.
Soltó una carcajada.
– Joder, que mente la suya. Usted pretende que todo tenga su lógica. No, no es una mujer, y tampoco es su Calderón. Esta vez le toco a un transexual que se prostituía por las calles de Long Island City. Sin operar, según lo que ha dicho Garfein. Lo que es decir que tiene las tetas están ahí, la silicona, vamos; pero ella aún tiene sus genitales masculinos. Mierda, que ciudad. Puede que esta noche se hiciera la operación. Una operación con un machete.
No pude reaccionar. Me qué ahí sentado mudo. Durkin se incorporó, puso una mano sobre mi hombro diciéndome:
– Tengo un coche abajo. Voy a dar una vuelta, hasta allí, haber lo que veo. ¿Me acompaña?