El sábado era un buen día para ser un pesado e ir de casa en casa porque la gente está más tiempo en casa que durante la semana. Este sábado, el tiempo no era muy propicio para salir. Una lluvia fina caía de un cielo sombrío regando los rostros de los transeúntes debido al fuerte viento que soplaba.
El viento en Nueva York tiene a veces un comportamiento curioso. Los edificios altos lo rompen, dividiéndolo en vientecillos más pequeños que luego giran como una bola de billar inglés, con lo que rebota de forma imprevista y sopla de forma diferente de una manzana a otra. En la mañana y tarde de hoy siempre me lo encontraba de cara. Doblaba una esquina y él doblaba conmigo, siempre soplando frente a mí para airearme la lluvia mejor. Había momentos en que me parecía refrescante, en otros, con la cabeza entre los hombros y echado hacia adelante maldecía a los elementos y a mí mismo por ser tan estúpido de salir de casa en un día como hoy.
Mi primera parada fue en el apartamento de Kim donde saludé y pasé delante del portero llave en mano. El me era tan desconocido como yo lo debía ser para él; aún así, no puso en duda mi derecho a encontrarme ahí. Subí pues, y entré en el apartamento de Kim.
Quizá me quería asegurar de que el gato seguía sin aparecer. Nada me pareció haber cambiado y yo no vi ni gato ni litera. Mientras pensaba en ello registré la cocina. No encontré nada de alimentos para gatos, ni tierra para la litera, ni platillo para que el animal no desparrame la comida. No pude detectar olor alguno de gato y comenzaba a dudar de la existencia del animal.
Entonces en el frigorífico encontré un bote medio lleno de comida para mininos.
Victoria, pensé. El gran detective ha descubierto una pista.
No mucho después el gran detective encontró un gato. Recorrí todo el pasillo llamando a las puertas. No todos los vecinos estaban en sus casas a pesar de que era un sábado lluvioso, y las tres primeras personas que me abrieron ignoraban que Kim tuviera un gato y mucho menos cuál era su actual paradero.
La cuarta puerta que me abrió pertenecía a una tal Alice Simkins, una pequeña viejecita que se mostró muy reservada hasta que le hablé del gato de Kim.
– Oh, Panther -dijo-. Ha venido por Panther. No pensaba que nadie viniera a buscarlo. Pero, por favor, no se quede ahí fuera. Entre.
Ella me invitó a hundirme en una silla de respaldo alto, me trajo una taza de café y se disculpó por el exceso de mobiliario que llenaba la habitación. Era una viuda, según me dijo y se había trasladado de una casa de las afueras, y mientras se había librado de montones de cosas había cometido la equivocación de guardar demasiados muebles.
– Parece que esto es una carrera de obstáculos. Y no es que me haya mudado precisamente ayer; hace prácticamente dos años que vivo aquí. Pero como no es ninguna urgencia siempre lo voy demorando.
Se enteró de la muerte de Kim por un vecino. A la mañana siguiente, en la mesa de la oficina, pensó en el gato de la vecina. ¿Quién iba a alimentarle? ¿Quién iba a ocuparse de él?
– Tuve que esperar hasta la hora del almuerzo -dije-. No estaba tan loca como para dejar el trabajo con el pretexto de que un gatito iba a pasar hambre por una hora más. Cuando llegué aquí limpié la litera y le cambié el agua del tazón y luego, por la tarde, al volver de la oficina, me pasé otra vez por el apartamento y noté que nadie había venido a ocuparse de él. Durante la noche pensé en ese pobre animal y, a la mañana siguiente, cuando le llevé la comida, creía que sería mejor que me lo quedara en mi casa por el momento -en su cara se dibujó una sonrisa-. Parece haberse adaptado bastante bien. ¿Usted cree que la echa de menos?
– No lo sé.
– Yo no creo que me vaya a echar de menos, sin embargo yo sí lo voy a extrañar. Nunca he tenido un gato. Hace tiempo tuvimos perros. No creo que me gustara la idea de tener un perro en la ciudad, pero un gato no supone ninguna molestia. A Panther le operaron las uñas así que no puede estropear los muebles, aunque hay veces que desearía que pudiera arañar y estropear algunos muebles, sería una solución para decidirme a librarme de ellos -dejó escapar una risita-. Espero que me disculpe por haber cogido toda la comida del animal del apartamento, pero se lo entregaré todo junto. Panther debe estar escondido en alguna parte, pero estoy segura de poder encontrarlo.
Yo le aseguré que no había venido a por el gato, que ella podía quedarse con el animal si quería. Eso pareció sorprenderla y aliviarla. Pero si no había venido a por el animal, ¿cuál era el motivo de su visita? Le resumí mi papel en pocas palabras. Mientras asimilaba esa información le pregunté cómo había conseguido el acceso al apartamento de Kim.
– Oh, yo tenía una llave. Yo le había dado una llave de mi apartamento hace unos meses. Me ausenté durante un largo período y le pedí que regara mis plantas, poco tiempo después de mi regreso ella me dio la suya, pero no recuerdo por qué. ¿Acaso quería que alimentara a Panther? Realmente no me puedo acordar. ¿Cree usted que puedo cambiar su nombre?
– ¿Qué dice?
– Es que no me gusta mucho su nombre, pero no sé si se puede cambiar el nombre a un gato. No creo que se dé cuenta. De lo único que se da cuenta es del ruido del abrelatas eléctrico anunciando que la comida está servida -sonrió-. T.S. Elliot escribió que cada gato tiene un nombre secreto que sólo él conoce. Así que no creo que importe mucho como le llame.
Llevé la conversación al tema de Kim. Le pregunté si la conocía bien.
– No sé si puedo decir que éramos amigas. Si, éramos vecinas, buenas vecinas. Yo guardaba una llave de su apartamento, pero no creo que fuéramos verdaderas amigas.
– ¿Sabía que ella era una prostituta?
– No lo quería creer. Al principio pensaba que era modelo. Tenía el físico y los atributos para ello.
– Lo sé.
– Pero poco a poco, acabé por descubrir cuál era su verdadero trabajo. Ella nunca me lo mencionó. Creo que ella, al rechazar hablarme de su trabajo, me llevó a adivinar cuál era éste… Y luego estaba ese negro que la visitaba frecuentemente. No sé por qué, pero deduje que era su chulo.
– ¿Tenía ella algún novio, Sra. Simkins?
– ¿A parte de ese negro? -lo pensó un momento. Momento que escogió una pequeña flecha negra para atravesar la moqueta, botar en el sofá, saltar a tierra y desaparecer-. ¿Lo ve? No tiene aspecto de pantera. No sé de que tiene aspecto, pero desde luego no de una pantera. Me preguntaba si tenía algún novio.
– Eso es.
– No lo sé en verdad. Ella debía tener algún plan secreto en su vida, fue algo que mencionó de pasada la última vez que hablamos. Me dijo que se iba a ir, que su vida iba a cambiar para mejor. En ese momento pensé que tenía demasiados pájaros en la cabeza.
– ¿Por qué?
– Porque pensé que se refería a que ella y su chulo iban a escaparse juntos para consumar una aventura romántica, para ello no precisó mucho ya que nunca me dijo que tuviera un chulo o que ella fuera una prostituta. Parece ser que los chulos dicen a una de sus mujeres que las otras son insignificantes y que, una vez que reúnan el suficiente dinero se escaparán juntos y comprarán un rancho de ovejas en Australia.
Pensé en Fran Schecter en Morton Street, la cual estaba convencida de que Chance y ella se habían conocido en una vida anterior y tenía en común un número infinito de vidas paralelas por delante.
– Ella tenía la intención de dejar a su chulo -dije.
– ¿Por otro hombre?
– Eso es lo que estoy intentando averiguar.
La Sra. Simkins nunca había visto a Kim con nadie en particular, nunca había prestado mucha atención a los hombres que venían a visitar a Kim. De todas formas, me explicó, que aquellos visitantes no eran muy numerosos durante la noche que era la hora en la que ella se encontraba en casa.
– Yo creía que ella se había comprado la chaqueta de piel -dijo-. Estaba muy orgullosa de ella, como si alguien se la hubiera regalado, pero pensaba que no quería hacer ver que se la había comprado ella misma. Entonces, sí creía que tuviera un novio. Ella la lucía como presumiendo de ella, como si un hombre se la hubiera comprado, pero nunca me lo dijo explícitamente.
– Porque la existencia de un hombre y su relación con él era un secreto.
– Sí. Ella estaba orgullosa de la chaqueta, orgullosa de las joyas. ¿Usted dijo que tenía la intención de dejar a su chulo? ¿Ha sido él quién la ha matado?
– No lo sé.
– Trato de no pensar en su muerte, en la forma en que lo hicieron. ¿Ha leído el libro titulado Watership Down? -no lo había leído-. Trata de una colonia de conejos, de conejos semidomésticos. La reserva de comida es abundante ya que los humanos les facilitan todo lo que les hace falta. Es una especie de paraíso de los conejos, salvo que los hombres encargados de proveer la comida aprovechan para tender trampas y pegarse una buena cena de vez en cuando. Los conejos que sobreviven nunca hablan de las trampas, nunca mencionan a sus compañeros desaparecidos. Tienen una especie de acuerdo tácito ya que actúan como si las trampas no existieran y sus compañeros muertos no hubieran jamás existido -hasta ahí, mientras hablaba, había estado mirando a un lado. Su mirada se clavó en la mía cuando prosiguió-: Sabe, creo que los neoyorkinos somos como esos conejos. Vivimos aquí porque nos beneficiamos de lo que la ciudad nos ofrece: cultura, trabajo… lo que sea. Y bajamos la vista cuando la ciudad asesina a uno de nuestros vecinos o a un amigo. Oh, por supuesto, lo leemos en los periódicos, hablamos de ellos durante uno o dos días, pero luego nos damos prisa por olvidarlo. Porque de otro modo estaríamos obligados a encontrar una solución, solución que no existe. Lo único que podemos hacer es mudarnos y somos demasiado perezosos para ello. Somos como esos conejos, ¿no cree usted?
Le dejé mi número y le dije que me llamara si se le ocurría algo. Me prometió que lo haría. Cogí el ascensor y bajé al vestíbulo. Cuando llegué allí no salí de la cabina y subí de nuevo a la duodécima planta. Había encontrado el mínimo, pero eso no me impedía seguir siendo un pesado y llamar a unas cuantas puertas más.
Eso fue por tanto lo que hice. Hablé con media docena de personas y no aprendí nada nuevo, salvo que Kim y ellos había evitado discretamente cualquier contacto. Había incluso un sujeto resuelto a ignorar que una vecina suya había sido asesinada. Los otros lo sabían pero sus conocimientos no iban mucho más allá.
Cuando ya no quedaban más puertas a las que llamar me di cuenta de que estaba irresistiblemente atraído por la de Kim. De hecho me encontré aproximándome a ella llave en mano. ¿Por qué? ¿A causa de la botella de Wild Turkey que había en el ropero de la salita? Volví a poner la llave en el bolsillo y me marché.
El libro de las reuniones me hizo caminar un par de manzanas más arriba del portal de Kim. La sala estaba repleta y la reunión se hallaba en su ecuador cuando yo entré. La conferenciante me pareció Jan en un primer vistazo, pero cuando la examiné más a fondo vi que no tenía ningún parecido. Me serví una taza de café y me senté al fondo.
La sala estaba llena de gente y el humo espesaba el aire. El coloquio parecía orientarse totalmente a un aspecto espiritual del programa. No sabía muy bien en qué consistía ese aspecto y nada de lo que oí me lo aclaró.
Sin embargo hubo un tipo que dijo algo que me gustó. Un tipo grande con voz grave. Dijo:
– Yo vine aquí para salvar mi culo y ahora me entero de que está ligado a mi alma.
Si el sábado era un buen día para llamar a las puertas, también lo era para hacer visitas a las prostitutas. El cliente del sábado por la tarde es una especie inexistente, pero siempre hay la excepción.
Tras comer, tomé el metro en dirección al norte de Manhattan. No había muchos pasajeros en mi vagón y, enfrente de mí, un muchacho negro con una cazadora verde oliva y botas de militar fumaba un cigarrillo. Recordé la conversación con Durkin y estuve a punto de decirle al muchacho que apagara el cigarrillo.
Por Dios, Matt, ocúpate de tus asuntos. Déjalo en paz.
Me bajé en la calle 63 y caminé una manzana hacia el norte y dos hacia el este. Ruby Lee y Mary Lou Bercker vivían casi enfrente la una de la otra. Entre primero en el edificio de Ruby porque era el que más cerca me quedaba. El portero me anunció por el interfono y compartí el ascensor con un repartidor de una floristería. Sus brazos estaban repletos de flores que cubrían la cabina con su aroma.
Ruby me abrió la puerta, me dirigió una fría sonrisa de bienvenida y me invitó a pasar. El apartamento estaba decorado con gusto pero sin abusos. El mobiliario era neutro, pero había otros elementos que daban una nota oriental: una alfombra china, un grupo de estampas japonesas con marcos de ébano barnizado, un biombo de bambú. Eso no era suficiente para convertir el apartamento en exótico si no fuera por la presencia de Ruby.
Ruby era alta, no tanto como Kim; su cuerpo era esbelto y ágil. Sus atributos estaban envueltos por un traje negro donde una falda abierta descubría un buen pedazo de pierna al caminar. Me hizo sentarme en un sillón y me ofreció tomar algo. Me sorprendí al oírme pedir una taza de café. Ella sonrió y volvió con dos tazas, una para ella y otra para mí. Era té Lipton, lo noté. Dios no sabe ya que puede esperar de mí.
Su padre era mitad francés y mitad senegalés, su madre china. Ella había nacido en Hong Kong, vivió durante un tiempo en Macao, luego pasó a América tras pasar una temporada en París y Londres. No me dijo su edad y yo tampoco se la pregunté, hubiera sido incapaz de calcularla. Ella podía tener perfectamente veinte o cuarenta y cinco años, o cualquier cifra entre esas dos.
Había visto a Kim una vez. No sabía verdaderamente mucho acerca de ella ni de las otras. Llevaba un cierto tiempo con Chance y su relación con él la beneficiaba.
Si Kim tenía un novio o no ella no lo sabía. No veía por qué una mujer iba a desear a dos hombres en su vida. Entonces tendría que dar el dinero a ambos.
Le sugerí que quizá Kim tuviera una relación especial con esa persona. El quizás le hiciera regalos. Esta idea la desconcertó.
– ¿Usted quiere decir un cliente? -me preguntó.
Respondí que era posible. Me dijo que un cliente nunca podría llegar a ser un novio o un amiguito. Un cliente era simplemente otro hombre en una larga lista de hombres. ¿Cómo poder sentir algo por un cliente?
Al otro lado de la calle. Mary Lou Bercker me sirvió una Coca-Cola y un plato con canapés de queso.
– ¿Así que conoce a la mujer Dragón? -me dijo-. Penetrante, ¿verdad?
– Eso es hablar suave.
– Tres razas mezcladas en una mujer absolutamente sensacional. Luego viene el choque. Abres la puerta y la casa está vacía. Venga un momento.
La seguí hasta la ventana, miré hacia donde señalaba.
– Esa es su ventana -dijo-. Puedo ver su apartamento desde el mío. Quizá piense que somos grandes amigas. Que estamos todo el día haciéndonos visitas para pedir una taza de azúcar o para comentar nuestros problemas con la menstruación. Algo normal, ¿no?
– Y no es así.
– Ella es muy amable. Pero no está en su sitio. No se relaciona.
Conozco un montón de clientes que han pasado por ahí. Yo le facilito el negocio. Por ejemplo, un tipo me cuenta que tiene una especial atracción por las orientales. O le cuento al tipo que hay una chica que le va a gustar. Pues bien, ¿a que no se lo imagina. No pierdo nunca un cliente. Quedan satisfechos, porque es verdad que es bella y exótica, y seguramente ella sabe como desenvolverse con ellos, pero no vuelven nunca. Van una vez y están contentos de haber ido. Dejan el número a sus amigos en vez de llamar ellos mismos. Estoy seguro de que tiene trabajo pero apostaría a que no sabe lo que es un cliente regular. Estoy convencido de que nunca ha tenido uno.
Era esbelta, morena, un poco alta. Sus rasgos eran precisos, sus dientes pequeños. Sus cabellos estaban peinados hacia atrás y recogidos en un moño. Llevaba gafas de piloto con los vidrios tintados de un ligero ámbar. El cabello y las gafas le daban un aspecto bastante severo del cual, ella, era perfectamente consciente. En un momento concreto me dijo:
– Normalmente, cuando me quito las gafas y me suelto el pelo, no tengo este aire de mujer fatal. Pero a mis clientes les gusta que las mujeres sean amenazadoras y agresivas.
A propósito de Kim me dijo:
– Apenas la conocía. No conozco a ninguna de ellas muy bien. Menudo equipo formamos. Sunny es la típica tía marchosa a quien le gusta pasárselo bien. Cree que ha dado un gran paso en la escala social convirtiéndose en prostituta. Ruby es una especie de adulta autista, virgen de todo contacto con la mente humana. Estoy seguro de que se queda con bastante dinero y de que uno de estos días va a volver a Macao o a Port Said a abrir un fumadero de opio. Chance sabe sin duda que ella chupa bastante, pero tiene suficiente frente como para dejarla.
Ella me tendió un canapé de queso, se sirvió uno a si misma, sorbió un poco de su vaso de vino tinto.
– Fran es una pequeña ingenua. Yo la llamo La Tonta de Village. En su casa la ilusión es una forma de arte. Tiene que fumar un tren entero de hierba para que esa ilusión que se ha creado no se destruya. ¿Un poco más de Coca-Cola?
– No gracias.
– ¿Está seguro de que no quiere tomar un poco de vino, o algo más fuerte?
Negué con la cabeza, una radio sonaba discretamente al fondo de la habitación, el dial estaba centrado en una cadena de música clásica. Mary Lou se quitó las gafas, las empaño con su aliento y las limpió con una servilleta de papel.
– Y luego está Donna -dijo-. La prostitución al servicio de la poesía. Pienso que los poemas son para ella lo mismo que la hierba para Fran. Sin embargo sus poemas no son nada malos.
Yo llevaba encima el poema de Donna. Se lo enseñé a Mary Lou. Lo leyó y su frente se arrugó. Le dije:
– No está acabado. Tiene que terminarlo.
– Yo me pregunto cómo saben los poetas que un poema está terminado. Ó los pintores, ¿cómo saben cuando parar? Me intriga simplemente, sabe. ¿El poema éste, es acerca de Kim?
– Sí.
– No sé lo que significa, pero siento que hay algo dentro.
Pensó un momento, inclinó la cabeza hacia un lado igual que un pajarito, luego prosiguió.
– Creo que en mi mente, Kim era el arquetipo de puta. La exótica rubia escandinava oriunda del norte del midwest, nacida para cruzar la vida en los brazos de un chulo negro. Pero déjeme decirle esto: no me sorprendí cuando me enteré que había sido asesinada.
– ¿Por qué no?
– No lo sé muy bien. Bueno, tengo que admitir que me chocó, pero no me sorprendió. Creo que esperaba un final de ese tipo para ella, un final brutal. No que fuera forzosamente víctima de un asesinato, pero víctima de la prostitución de una forma u otra. Suicidio, por ejemplo. O una de esas mortales combinaciones entre las píldoras y el alcohol. Eso no significa que tomara drogas o alcohol, al menos que yo supiera. Yo me esperaba un suicidio, pero un asesinato también entra dentro de los pronósticos para poner fin a su vida de puta. Porque, verdaderamente, yo no la veía seguir así por mucho tiempo. Una vez perdida esa inocencia aldeana no podía seguir así mucho tiempo más. Y no veía, tampoco, como pudiera haber salido de otra manera.
– Tenía la intención de dejarlo. Le había dicho a Chance que se quería descolgar.
– ¿Está seguro?
– Sí.
– ¿Y qué hizo él?
– Le dijo que era su decisión.
– ¿Así de simple?
– Eso es lo que parece.
– Y ella aparece muerta. ¿Cree que hay alguna relación?
– Creo que sí, que hay una relación. Creo que ella tenía un amiguito o un novio, y en ese amiguito está la relación. Creo que él fue la causa de que ella quisiera dejar a Chance y la causa de que fuera muerta.
– ¿Pero no sabe quién es?
– No.
– ¿Hay alguien que tenga una idea.
– No hasta el momento.
– Bien, no creo que le pueda ayudar a desvelar el misterio. No me acuerdo de cuándo fue la última vez que la vi, pero no recuerdo haber visto en sus ojos el brillo de un gran amor. De cualquier manera me parece lógico. Un hombre la metió en este tipo de vida. Ella tenía necesidad de otro hombre que la sacara.
A continuación me contó cómo se introdujo en el mundo de la prostitución. Así respondió a una pregunta que yo le pensaba formular.
Alguien le había señalado a Chance en una sala de exposiciones de Broadway. El estaba acompañado de Donna y la persona que se lo había señalado le había dicho a Mary Lou que era un chulo. Animada por un par de vasos de vino barato ofrecidos por los encargados de la sala se acercó a él, se presentó y le dijo que le gustaría hacerle una entrevista.
Ella no era en realidad una periodista. En aquella época vivía al lado de la calle 90 Oeste, con un hombre que trabajaba en algo incomprensible en Wall Street. El hombre en cuestión estaba divorciado, aunque aún perduraba una pequeña llama de amor hacia su ex mujer, además sus horrorosos niños venían a pasar los fines de semana con ellos. Las cosas no iban del todo bien. Mary Lou trabajaba como correctora en varias editoriales y había publicado un par de artículos en una revista feminista.
Chance acordó una cita, la llevó a cenar y ella acabó siendo la entrevistada. Estaban tomando unas copas cuando se dio cuenta de que le gustaría acostarse con él, más por curiosidad que por deseo. Antes de terminar de cenar, él le sugirió que renunciara a un artículo superficial y que escribiera algo real, una historia del mundo de la prostitución visto desde dentro. Él le había dicho que era fascinante. ¿Por qué no usar esa fascinación, sacar partido de ello, vivir plenamente esa vida para ver lo que le aportaba?
Ella se rio ante la sugerencia. Tras la cena, él la llevó a casa sin pretender nada más. El no pareció darse cuenta de que ella le estaba invitando a algo más. Durante toda la semana no pudo quitarse de la cabeza la proposición de Chance. Todo le desagradaba en la vida que llevaba. Había dejado de mantener contactos con su amante y, a veces, tenía la impresión de que estaba con él para poder mantener su apartamento. Su trabajo le había dejado de interesar y no la llevaba a ninguna parte. El dinero que ganaba no era el suficiente para poder vivir.
– De repente -dijo-, sentí una irresistible necesidad de escribir un libro sobre la prostitución. Maupassant se había dirigido a un depósito de cadáveres para procurarse la carne humana que comía con el fin de describir su sabor. ¿Por qué no pasarme por una call-girl durante un mes para escribir el mejor libro nunca escrito del tema?
Una vez que ella aceptó su prostitución Chance se ocupó de todo. La sacó del apartamento de la calle 90 Oeste y la instaló donde estaba ahora. La sacaba, la arreglaba, la llevaba a la cama. En la cama, le explicaba lo que había que hacer. Ella lo encontraba todo muy excitante. Otros hombres con los que había tenido relaciones anteriormente siempre se habían mostrado reticentes, como si esperaran que tú adivinaras sus deseos más íntimos. Incluso los clientes lo pasan mal a la hora de decirte lo que quieren.
Durante los primeros meses ella seguía pensando que estaba buscando información para escribir un libro. Cuando el cliente se iba ella tomaba notas, escribiendo sus impresiones. Llevaba un diario. Se distanciaba de lo que estaba haciendo y de lo que era. Se servía de su objetividad de periodista, como Donna se servía de la poesía o Fran de la marihuana.
Cuando se dio cuenta de que la prostitución era un fin en si mismo, tuvo una crisis de conciencia. Nunca había pensado en el suicidio pero durante semana no estuvo muy lejos de consumarlo. Luego las cosas se arreglaron. El hecho de que se prostituyese no significaba que era una prostituta. Era una actividad que había escogido temporalmente. El libro al principio fue una excusa para conocer esta vida, quizá algún día tuviese verdaderas ganas de escribirlo. Sin embargo ese tema no tenía la más mínima importancia. La vida de cada día la reconfortaba. No era tan recomendable cuando se veía a si misma viviendo de esa manera para siempre. Pero eso no pasaría. Cuando se sintiera preparada, se saldría de esa vida tan fácilmente como había entrado.
– Es así que me planteo todo este asunto, Matt. No soy una fulana. La prostitución es para mí algo temporal. Hay formas mucho peores de pasar dos años de tu vida.
– Lo sé.
– Tengo todo el tiempo del mundo, todas las comodidades. Leo bastante, voy al cine, visito los museos y a Chance le gusta llevarme a los conciertos. ¿Conoce la historia de los dos ciegos y el elefante? Uno de ellos le agarró por el rabo y piensa que es una serpiente, el otro le palpa un costado y piensa que es una pared.
– ¿Y bien?
– Creo que Chance es el elefante, y que sus chicas somos los ciegos. Cada una de nosotras vemos una persona diferente.
– Y todas ustedes tienen esculturas africanas en sus apartamentos.
La suya era una estatua de unos ochenta centímetros de altura -un hombrecillo sosteniendo un manojo de palos en una mano-. Su rostro y sus manos estaban hechos de perlas rojas y azules, mientras que el resto de su rostro estaba recubierto por pequeñas conchas de mar.
– Mi Dios del Hogar -terció-. Es una figura ancestral de los bamunes del Camerún. Esas son conchas de porcelana. Las sociedades primitivas en todo el mundo siempre han utilizado las conchas de este molusco como moneda de cambio. Viene a ser el franco suizo de las sociedades tribuales. ¿Ha reparado en la forma?
Me acerqué para observarlas más de cerca.
– Se parecen a los órganos genitales femeninos. Es por eso que los hombres las utilizan para comprar y vender. ¿Quiere que le traiga más canapés?
– No, gracias.
– ¿Y otra Coca?
– No, está bien.
– De acuerdo. Si desea algo más no tiene más que pedírmelo.