Había un problema. Para poder hablar con Chance primero me hacía falta encontrarlo y ella no sabía cómo llegar hasta él.
– No sé dónde vive -me dijo-. Nadie lo sabe.
– ¿Nadie?
– Ninguna de las niñas. Cuando dos de nosotras estamos juntas y él no está, ese suele ser nuestro principal tema de conversación. Intentamos adivinar donde vive. Me acuerdo que una noche, Sunny, una de sus niñas, y yo, nos juntamos sólo para cotillear. Nos imaginamos todo tipo de hipótesis, como que él vivía con su madre enferma en un asilo de Harlem, o que tenía una mansión en Sugar Hill, o que tenía una granja en las afueras a donde iba y venía todos los días. O que tenía un par de maletas en el coche con todas sus pertenecías y que dormía un par de horas en el apartamento de cualquiera de nosotras -pensó un momento-. Excepto que nunca duerme cuando está conmigo. Después de hacerlo se echa un momento, luego se levanta, se viste y se va. Un día me dijo que nunca puede dormir cuando hay otra persona en la habitación.
– Imagino que tendrán que verse de alguna manera.
– Tenemos un número de teléfono, pero se trata de un servicio de abonados ausentes. Se puede llamar las veinticuatro horas del día y siempre hay una operadora de servicio. El suele llamar regularmente. Cuando salimos, por ejemplo, llama cada media hora.
Ella me dio el número que anoté en mi agenda. Le pregunté donde guardaba el auto. No lo sabía. ¿Se acordaría de la matrícula?
Negó con la cabeza.
– Nunca presto atención a ese tipo de cosas. Tiene un Cadillac.
– Sorprendente. ¿Qué sitios frecuenta, habitualmente?
– No lo sé. Si quiero verlo le dejo un aviso. No voy por ahí buscándole. ¿Me pregunta si hay algún bar que frecuente? Va a muchísimos sitios, pero nunca asiduamente.
– ¿Qué tipo de actividades suele hacer?
– ¿Qué quiere decir?
– Si asiste a los partidos de béisbol, si apuesta. ¿Qué es lo que hace consigo mismo?
Hizo una pausa para estudiar la pregunta.
– Hace muchas cosas diferentes.
– ¿Como qué?
– Eso depende de la persona con la que está. A mí me gusta ir a los clubes de jazz, de manera que si está conmigo ahí es a donde vamos. Y es a mí a quien llama si quiere disfrutar de un espectáculo de ese tipo. Hay otra chica a la que ni siquiera conozco, pero sé que asisten a conciertos. Música clásica, Carnegie Hall y demás. A otra, a Sunny, le encantan los deportes y él la lleva a los partidos de béisbol.
– ¿Cuántas niñas tiene?
– Ni idea. Tiene a Sunny y a Nan, y ésa a la que le gusta la música clásica. Debe de haber otro par de ellas. Quizás más. Chance es muy reservado, sabe, no habla de sus asuntos.
– ¿Chance es el único nombre que conoce?
– Sí.
– Lleva con él, ¿cuánto? ¿tres años? Y lo único que sabe es la mitad de un nombre, sin dirección y el número de un servicio de abonados ausentes.
Bajó los ojos a las manos.
– ¿Cómo recoge el dinero?
– ¿En mi caso? De vez en cuando lo pasa a buscar.
– ¿Le avisa previamente?
– No necesariamente, algunas veces. O si no me llama y me pide que se lo lleve a un café o a un bar, o bien en una esquina donde me recoge con su auto.
– ¿Le entrega todo lo que gana?
Asintió con la cabeza.
– Él me puso el piso, paga la renta, el teléfono, la comunidad. Me lleva a las boutiques de moda y paga mis vestidos. Le gusta escoger mi ropa. Le doy todo lo que gano y él me devuelve un poco, ya sabe, dinero de bolsillo.
– ¿No sé queda con nada?
– Por supuesto que sí. ¿De dónde sino hubiera sacado los mil dólares? Sin embargo por gracioso que parezca no me quedo con mucho.
Cuando ella se marchaba el lugar se estaba llenando de empleados de oficinas. Ella consideró que había bebido bastante café y se había pasado al vino blanco. Tomó un vaso del que bebió la mitad de un viaje. Yo me conformé con mi café solo. Anoté su teléfono y dirección en mi agenda junto al número del servicio de abonados ausentes de Chace. Eso era todo lo que tenía. Más tarde o más temprano acabaría por echarle el guante y entonces tendríamos una pequeña charla, y si hiciera falta le daría un susto mayor del que pudiera dar a Kim, y si no, pues bueno en cualquier caso tendría quinientos dólares más de los que tenía esta mañana.
Cuando ella se marchó, terminé mi café y escurrí uno de los billetes de cien para pagar la cuenta. Armstrong se encuentra en la Novena Avenida entre la calle 57 y la 58, y mi hotel queda detrás de la esquina de la 57. Me encaminé hacía allí. En recepción pregunté si tenía algún mensaje o correo y llamé a Chance desde el teléfono de pago del hall. Una mujer respondió al tercer timbre, repitiendo las últimas cuatro cifras del número y preguntando si podía servirme en algo.
– Desearía hablar con el Sr. Chance.
– Espero hablar con él de un momento a otro -tenía una voz ronca y vieja de fumadora empedernida-. ¿Quiere dejar algún mensaje?
Le dejé ni nombre y el número de teléfono del hotel. Me preguntó la razón de la llamada. Le dije que se trataba de un asunto personal.
Cuando colgué sentí temblores que achaqué a la cantidad de cafés que había tomado durante la mañana. Me apetecía un trago. Podía hacer una parada en Polly's Cage, al otro lado de la calle, o pasarme por la tienda de licores unos pasos más abajo de Polly's y coger una botella de bourbon. Pensé: bueno, viejo, ahí fuera está lloviendo y tú no te quieres empapar. Dejé la cabina y me subí a mi habitación. Eché la llave, coloqué la silla junto a la ventana y me senté a contemplar la lluvia. La necesidad de beber desapareció al cabo de unos minutos. Luego volvió y de nuevo se fue otra vez. Durante una hora estuve yendo y viniendo, parpadeando como si se tratara de una luz de neón. Me quedé donde estaba, observando cómo caía la lluvia.
Serían las siete cuando tomé el teléfono de mi habitación y llamé a Elaine Mardell. Me encontré con su contestador automático y tras el pitido inicial dije:
– Hola, soy Matt. He visto a tu amigo y quiero agradecerte que me hayas recomendado. Espero que algún día te pueda devolver el favor.
Colgué y esperé otra media hora. Chance no se acordó de mí.
No tenía un hambre terrible pero me obligué a bajar en busca de algo para comer. Me acerqué hasta la hamburguesería de al lado y pedí una hamburguesa con patatas. Un tipo un par de mesas más allá, comía un sándwich acompañado de una cerveza y pensé pedir uno cuando la camarera me trajera la hamburguesa, pero para cuando llegó ya había cambiado de idea. Comí casi toda la hamburguesa, la mitad de las patatas y bebí un par de tazas de café. Luego pedí una tarta de ciruelas que devoré al instante.
Eran casi las ocho y media cuando salí del restaurante. Me detuve en el hotel -ningún mensaje- y luego seguí caminando hasta llegar a la Novena Avenida. Tiempo atrás había una taberna en la esquina, Antares and Spiro's, que ha pasado a ser hoy un mercado de verduras y frutas.
Me dirigí al centro, pasé delante de Armstrong, atravesé la calle 55 y, cuando el disco cambió, crucé la avenida y alcancé St. Paul's tras haber dejado atrás el hospital. Caminé paralelo a uno de sus lados y bajé por las pequeñas escaleras que dan al sótano. Un letrero colgaba de la puerta, aunque hacía falta buscarlo para darse cuenta de su presencia.
Dos letras: A.A. por Alcohólicos Anónimos.
Apenas habían empezado cuando entré.
Me encontré con tres mesas dispuestas en forma de U, con gente sentada alrededor de ellas y una docena de sillas alineadas al fondo de la sala. A un lado, las bebidas refrescantes estaban colocadas en otra mesa. Tomé una taza de plástico que llené de café. A continuación me senté en una de las sillas del fondo. Un par de personas me saludaron con un gesto de cabeza que devolví.
El conferenciante sería de mi edad aproximadamente. Vestía un traje de tweed encima de una camisa de franela a cuadros. Contó la historia de su vida desde sus primeros tragos adolescentes hasta que conoció el programa y no volvió a probar gota de alcohol. De eso hace cuatro años. Se había casado varias veces, destrozado algunos vehículos, perdido unos cuantos empleos, y reparado en diversos hospitales. Luego había dejado la bebida y comenzó a asistir a las reuniones y su vida mejoró.
– Mi vida no mejoró -corrigió-. Yo mejoré mi vida.
Muy a menudo repetían lo mismo. Hablaban mucho, decían muchas de esas cosas y uno acababa por entender siempre lo mismo. A pesar de todo las historias eran interesantes. Ellos se sentaban enfrente de Dios y de todo el mundo y te hablaban de sus malditos asuntos.
Habló durante media hora. Luego hubo una pausa de diez minutos durante la que pasaron el platillo para cubrir los gastos. Dejé un dólar. A continuación me serví otra taza de café y unas pastas. Un individuo con una vieja chaqueta de militar me saludó por mi nombre. Recordé que se llamaba Jim y le devolví el saludo. Me preguntó que tal me iban las cosas y le contesté que todo iba muy bien.
– Tú estás aquí y estas sobrio -terció-. Eso es lo importante.
– Sin duda.
– Cualquier día que acabas sin un trago es un buen día. Los días se suceden sin beber. Lo más difícil del mundo del alcohólico es no beber y tú lo estás haciendo.
Salvo que se equivocaba. Hacía diez días que había salido del hospital. Estuve sin beber durante dos o tres días, luego tomé el primer trago. La mayor parte del tiempo bebía uno, dos, o tres vasos y me mantenía bajo control, pero el domingo por la noche, había agarrado una buena ingestión con bourbon en un bar de la Sexta Avenida donde esperaba no encontrar a nadie conocido. No me pude acordar de cómo salí del bar y de cómo volví a casa, pero el lunes por la mañana, temblaba como una hoja, tenía la boca pastosa y me sentía como un resucitado.
Esto no se lo dije.
Transcurridos los diez minutos empezaron el coloquio. Las personas decían sus nombres, se reconocían alcohólicos y agradecían al conferenciante por su testimonio. Proseguían explicando en qué manera se identificaban con el hablante o recordaban algunas imágenes de su tiempos de borrachos o exponían alguna dificultad con la que debían enfrentarse en su lucha por llegar a ser un sobrio total. Una joven, no mucho mayor que Kim Dakkinen habló de los problemas con su novio, y un homosexual entrado en los treinta narró una pelea que sostuvo con un cliente de su agencia de viajes. La historia era divertida y fue recibida con un torrente de risas.
Una mujer comentó:
– No hay nada más sencillo que renunciar al alcohol. Sólo basta con no beber, asistir a las reuniones y cambiar de una vez la asquerosa vida que lleváis.
Cuando me tocó el turno de hablar dije, simplemente:
– Mi nombre es Matt. No tengo nada que decir.
La reunión acabó a las diez. Me detuve en el bar de Armstrong y me senté en la barra. Dicen que no debe entrar en un bar si quieres dejar la bebida, pero me sentía bien en Armstrong y el café era bueno. Si tenía que beber, bebería y me daba igual el sitio que fuera.
Cuando salí, la primera edición del News ya estaba a la venta. Lo compré y subí a mi habitación. Seguía sin haber ningún mensaje del protector de Kim Dakkinen. Telefoneé de nuevo a su servicio donde me aseguraron que mi mensaje había sido transmitido. Dejé otro mensaje diciendo que era importante que se pusiera lo más rápidamente posible en contacto conmigo.
Me duché, cogí el albornoz y leí el periódico. Siempre leo las noticias nacionales e internacionales pero nunca me puedo concentrar en ellas. Es necesario que los asuntos sean de pequeña escala y que sucedan cerca de casa para que me sienta interesado.
Ese día había algo que me interesaba. En el Bronx, dos muchachos habían arrojado a una joven mujer a los raíles de un tren del metropolitano que llegaba en ese momento. La mujer había permanecido tendida completamente y, a pesar de que seis vagones pasaron por encima de ella hasta que el tren se detuvo, logró salir sin un rasguño.
En West Street, cerca de los muelles de Hudson, una prostituta había sido asesinada a navajazos.
En Corona, un alto cargo policial seguía en estado grave. Hace dos días había sido atacado por dos hombres que le golpearon con barras de hierro y le robaron su arma. Tenía mujer y cuatro hijos menores de diez años.
El teléfono seguía sin sonar. No esperaba que lo hiciera. No encontraba ninguna razón por la que Chance tuviera que responder a mis mensajes a no ser la curiosidad y quizás se acordase de a dónde la curiosidad había llevado al gato. También pude haberme hecho pasar por poli -Sr. Scudder era más fácil de olvidar que inspector Scudder- pero prefería no jugar a ese juego sino tenía necesidad de ello. Sabía que las personas lanzaban conclusiones fáciles, pero no quería ayudarles a ello.
De manera que la única solución que me quedaba era buscarle. Lo que tampoco me desagradaba. Al menos estaría haciendo algo. Mientras tanto los mensajes que le dejé le grabarían mi nombre en su mente.
El inaccesible señor Chance. Casi pensaba que tenía un teléfono instalado en su coche de chuloputas, en su bar, en su trastienda de pieles y en su sombrilla de color rosa. Lo que hace la clase.
Leí las páginas deportivas y volví de nuevo a la crónica de la fulana asesinada en el Village. La noticia era muy escueta. No figuraba ni el nombre ni descripción alguna de la víctima. Sólo decían que tenía veinticinco años.
Llamé al News para preguntar si conocían el nombre de la víctima. Me respondieron que esa información era confidencial. Sin duda la familia no había sido avisada. Llamé al sexto comisariado, pero Eddie Koehler no estaba de servicio y él era mi único contacto allí. Saqué mi agenda, pero pensé que sería muy tarde para llamarla; debía estar dormida y, de todas maneras, como la mayor parte de las mujeres de esta ciudad eran fulanas, no había ningún motivo para pensar que había sido ella la que habían asesinado junto a la autopista de West Side. Me guardé la agenda, la volví a sacar diez minutos después y marqué su número.
Le dije:
– Kim, soy Matt Scudder. Me preguntaba si ha tenido la oportunidad de hablar con su amigo después de nuestra charla.
– No. ¿Por qué?
– Esperaba encontrarle a través de la operadora de su servicio. Pero no creo que se acordara de mí, de manera que mañana tendré que salir a buscarle. ¿Usted nunca le comentó que se iba a largar?
– Ni una palabra
– Ya veo. Si lo ve antes que yo, actúe como si no estuviera pasando nada. Si la llama o se citan en algún sitio llámeme inmediatamente.
– ¿Al número que me ha dado?
– Exacto. Si me avisa con tiempo quizás pueda asistir a la cita en su lugar. Si no, haga lo de costumbre, compórtese con normalidad.
Seguí hablando un poco para calmar sus nervios tras asustarla con la llamada. Al menos sabía que no había muerto en West Street. Ahora podía dormir tranquilo.
Desde luego que sí. Apagué la luz, me tumbé en la cama durante un rato largo, luego me incorporé y me puse a leer el periódico. Me vino a la mente la idea de que un par de copas me calmarían y me ayudarían a encontrar el sueño. No podía hacer nada para evitar esa idea, sin embargo me quedé donde estaba y cuando fueron las cuatro dije que era estúpido pensarlo ya que los bares estaban cerrados. Si bien es verdad que había uno abierto en la Undécima Avenida pero me abstuve oportunamente de recordármelo.
De nuevo, apagué la luz y me eché en el catre. Pensaba en la prostituta asesinada, el policía moribundo, en la mujer que había salido ilesa de debajo del tren y me preguntaba por qué en esta ciudad se consideraba que era mejor no beber. Cavilando sobre estos temas me quedé dormido.