La línea del metro LL sale de la Octava Avenida, craza Manhattan por la calle 14 y se pierde hasta llegar a Canarsie. Después del río, su primera parada en Brooklyn se halla en cruce de Bedford Avenue con la calle 7 Norte. Fue ahí donde me bajé; luego di un par de vueltas hasta que encontré su casa. Me llevó un rato y me equivoqué de calle un par de veces, pero era un buen día para pasear: el sol brillaba, en el cielo no se veía una nube y por cambiar hacía bueno.
A la derecha de la cochera, había una pesada puerta sin cristales. Llamé al timbre pero no hubo respuesta, y no oí ninguna campana o timbre sonar dentro. ¿No me había dicho que no había timbres? Llamé de nuevo pero seguí sin oír nada.
Había una aldaba de bronce en medio de la puerta. Me serví de ella. Utilicé mis manos para amplificar el sonido y grité:
– ¡Chance! ¡Soy Scudder! ¡Abra!
Llamé de nuevo a la puerta con la aldaba y con mis puños.
La puerta era de lo más maciza, a primera vista. Retrocedí unos pasos y me lancé sobre ella utilizando el hombro como ariete pero era inútil.
Podía romper una ventana y entrar por ahí, pero en Greenpoint era más que probable que algún vecino llamara a la policía o que cogiera un arma resuelto a arreglar el asunto él mismo.
Seguí golpeando la puerta. Un motor se puso a funcionar y un sistema de contrapesos comenzó a levantar el portón de la cochera.
– Por aquí -dijo Chance-. Antes de que eche abajo mi maldita puerta.
Entré por el portón y el presionó un botón para hacerlo bajar.
– Mi puerta de entrada no se abre -dijo-. Creía que se lo había enseñado. Está completamente bloqueada por barras y demás inventos.
– Práctico, si tiene un incendio.
– Si tengo un incendio saldría por una ventana. ¿Pero cuándo vio que una estación de bomberos se quemara?
Estaba vestido con las mismas ropas que llevaba la última vez que le vi: los tejanos desteñidos y el jersey azul de la marina.
– Se olvidó el café. O yo me olvidé de dárselo. Antes de ayer, ¿no se acuerda? Se iba a llevar un par de libras a su casa.
– Tiene razón, me lo olvidé.
– Para su amiga. Una mujer muy guapa. Tengo hecho un poco de café. Querrá una taza, ¿no?
– Gracias.
Entré en la cocina con él. Le dije:
– No es fácil de ponerse en contacto con usted.
– Sí, he perdido un poco mi relación con mi servicio.
– Lo sé. ¿Ha escuchado las noticias? ¿Ha leído el periódico?
– No últimamente. Usted lo toma solo, ¿verdad?
– Sí. Todo ha terminado, Chance -me miró-. Hemos atrapado al hombre.
– ¿Al hombre? ¿Al asesino?
– Así es. He pensado que sería mejor que viniera y le contara lo que ocurrió.
– Sí -dijo-. Me gustaría oírlo.
Le conté la historia con todo lujo de detalles. Comenzaba a saberla de carretilla. Estábamos en mitad de la tarde y no había cesado de decirla a una persona y a otra desde que había metido aquellas cuatro balas en el pecho de Pedro Antonio Márquez, un poco después de las dos de la madrugada.
– De manera que lo ha matado -me dijo Chance-. ¿Qué sintió cuando lo hizo?
– No lo sé. Supongo que tendré que esperar un poco para creérmelo.
Sabía lo que sentía Durkin. Jamás le había visto tan feliz. Me había dicho:
– Cuando están muertos, al menos sabes que no van a volver a estar en la calle en tres años, haciéndolo de nuevo. Y éste era un monstruo. Había probado la sangre y le gustaba.
– ¿Era el mismo sujeto? -preguntó Chance-. ¿No hay ninguna duda?
– Ninguna. Tuvieron la confirmación del gerente del motel Powhattan. También encontraron huellas idénticas a las halladas en el motel y en el Galaxy, de manera que eso le implica en ambos crímenes. En ambos, el machete fue el arma del crimen. Han encontrado incluso minúsculos restos de sangre en la junta de la hoja con el mango, y la sangre es del mismo tipo que la de Kim o la de Cookie, no recuerdo cuál.
– ¿Cómo entró en su hotel?
– Atravesó el vestíbulo y tomó el ascensor.
– Creí que estaba bajo vigilancia.
– Y lo estaba. Pasó delante de ellos, recogió su llave y fue a su habitación.
– ¿Cómo pudo hacer eso?
– Lo más fácil del mundo. Había alquilado la habitación el día antes, por si acaso. Lo había previsto todo. Cuando recibió el aviso de que lo estaba buscando, volvió a mi hotel, subió a su habitación, luego fue hasta la mía y entró. Las cerraduras de mi hotel no son difíciles de abrir. El se desvistió, afiló su machete y esperó a que yo llegara.
– Y estuvo a punto de funcionar.
– Tendría que haber funcionado. Hubiera podido esperarme detrás de la puerta y haberme matado antes de que yo me enterara de qué estaba pasando. O hubiera podido haber esperado en el cuarto de baño unos minutos más, mientras yo me metía en la cama. Pero le gustaba demasiado matar, eso fue lo que lo perdió. Quería que estuviéramos los dos desnudos cuando él saltara por detrás de manera que me esperó en el cuarto de baño, pero no aguardó a que me metiera en la cama porque estaba demasiado excitado. Por supuesto que si no fuera por el arma que llevaba en la mano no estaría aquí ahora.
– Él no podía estar completamente solo.
– Estaba solo en lo que a las muertes concierne. Sin duda estaba asociado con otra gente en lo del tráfico de esmeraldas. Puede que la policía consiga dar con ellos, pero no es fácil. Incluso si dan con ellos será difícil sentarlos delante de un tribunal.
Chance asintió con la cabeza.
– ¿Qué pasó con el hermano? El novio de Kim. El que montó todo el follón.
– No ha aparecido todavía. Probablemente esté muerto. O puede que siga corriendo y vivirá hasta que sus amigos colombianos den con él.
– ¿Usted cree?
– Probablemente. Se supone que son muy vengativos.
– ¿Y el recepcionista? ¿Cómo se llamaba… Calderón?
– Eso es. Bueno, si está escondido en algún lugar de Queens es probable que lea lo sucedido en la prensa y que vuelva a pedir su viejo empleo.
Empezó a decir algo, pero cambió de opinión, cogió las tazas vacías y fue a rellenarlas. Volvió con ellas y me tendió la mía.
– Usted se ha acostado tarde -me dijo.
– He pasado la noche despierto.
– ¿No ha dormido nada?
Todavía no.
– Yo eché una cabezadita en el sillón. Pero cuando me metí en la cama no pude dormir, ni siquiera pude permanecer tumbado. Hice un poco de ejercicio, me metí en la sauna, tomé una ducha, bebí un poco de café y de nuevo al sillón. Y así continuamente.
– Dejó de llamar a su servicio.
– Dejé de llamar a mi servicio, dejé de salir de casa. Supongo que habré comido algo. Cogí algo del refrigerador y lo comí sin darme cuenta. Kim está muerta y Sunny está muerta y Cookie está muerta y quizá su hermano esté muerto, el novio, y luego ese fulano está muerto. Ese que mató. No recuerdo su nombre.
– Márquez.
– Márquez está muerto y Calderón ha desaparecido, y Ruby está en San Francisco. Y la pregunta es dónde está Chance, y la respuesta es no lo sé. Lo que sí es que los negocios se han acabado.
– Las niñas están bien.
– Sí, usted me lo ha dicho.
– Mary Lou va a dejar el oficio. No se arrepiente de haber sido una call-girl, ha sacado mucho partido de la experiencia pero ella está lista para comenzar una nueva etapa en su vida.
– Sí, la he llamado. ¿No se lo he dicho después del entierro?
Asentí.
– Donna espera conseguir una beca, y ella podrá ganar dinero haciendo antologías y organizando recitales poéticos. Piensa que ha llegado a un punto en el que vender su cuerpo comienza a deteriorar su poesía.
– Esa chica tiene talento. Sería bueno que pudiera vivir de la poesía. ¿Me ha dicho que le van a dar una beca?
– Ella cree que tiene posibilidades.
Sonrió:
– Venga, cuénteme el resto. La pequeña Fran acaba de firmar un contrato con Hollywood y se va a convertir en la próxima Goldie Hawn.
– Puede que en el futuro -dije-. Pero ahora quiere seguir viviendo en el Village, estar colocada permanentemente y entretener a los amables señores de Wall Street.
– De manera que me queda Fran.
– Así es.
Paseaba de un lado a otro de la habitación. De pronto se dejó caer en el taburete de cuero.
– Podría conseguir cinco o seis nuevas. No se puede imaginar lo fácil que es. Es cosa chupada.
– Me lo dijo ya una vez.
– Es la verdad, tío. Hay un montón de mujeres esperando a que les digas lo que tienen que hacer con sus malditas vidas. Yo podría salir de aquí y volver con una tropa de ellas en menos de una semana -negó rotundamente con la cabeza-. Sólo que hay un problema.
– ¿Cuál?
– Que no creo que lo pueda hacer más -se levantó de nuevo-. ¡Mierda, yo era un buen chulo! Y me gustaba. Me creé una imagen a mi medida y me encajaba como propia piel. ¿Pero sabe lo que me ha sucedido?
– ¿Qué?
– Que he crecido demasiado y ahora el traje me queda pequeño.
– Suele pasar.
– Un majara se descarga con su machete y yo, yo me quedo sin trabajo. ¿Pero sabe una cosa? Hubiera pasado de todas maneras, más tarde o más temprano, ¿no cree?
– Más tarde o más temprano -al igual que yo hubiera acabado dejando el cuerpo, incluso si una de mis balas no hubiera matado a Estrellita Rivera-. La vida cambia y no sirve de nada enfrentarse a ella.
– ¿Qué es lo que voy a hacer?
– Lo que quiera.
– ¿Por ejemplo?
– Puede volver a la universidad.
Se echó a reír.
– ¿Y estudiar historia del arte? Mierda. Yo no tengo ganas de hacer eso. ¿Sentarme delante de un pupitre de nuevo? En aquel tiempo lo odiaba y por eso me alisté como un idiota para escapar de eso. ¿Sabe lo que pensé la otra noche?
– ¿Qué?
– Pensé en hacer una hoguera. Apilar todas esas máscaras en medio del suelo, rociarlas con un poco de gasolina y encender una cerilla. Irme de este mundo como uno de esos vikingos y llevar todos los tesoros conmigo. No puedo decir que lo pensé por mucho tiempo. Pero lo que sí puedo hacer es vender toda esa mierda. La casa, las obras de arte, el coche. Supongo que el dinero me duraría bastante.
– Es probable.
– ¿Y después, qué haría?
– ¿Por qué no se convierte en vendedor?
– ¿Está loco? ¿Yo vendiendo droga? Ni siquiera puedo ser más un chulo, y eso que el proxenetismo es más limpio que las drogas.
– No estoy hablando de drogas.
– ¿De qué entonces?
– De las obras africanas. Aparentemente usted tiene bastantes piezas y la calidad es bastante alta.
– Yo no poseo ninguna basura.
– Sí, ya me lo dijo. ¿No podrá utilizar esas piezas suyas como fondo para empezar. ¿Sabe lo bastante sobre el tema como para meterse en una aventura de ese tipo?
El pensó un momento y frunció el ceño.
– Lo estuve pensando hace un tiempo.
– ¿Y?
– Hay muchas cosas pero no sé. Pero también es verdad que sé bastante, pero lo más importante es que lo siento y eso es algo que no aprendes sentado en un pupitre o en un libro. Pero necesito algo más que eso para ser un vendedor de arte africano. Necesitas una imagen, una personalidad que vaya a juego con lo que haces.
– Usted creó Chance.
– ¿Y qué? Oh, ya entiendo. Yo podría crear a un vendedor negro de la misma manera que creé a un chulo.
– ¿No lo cree posible?
– Por supuesto que lo creo posible -lo pensó un momento-. Puede que funcione. Tendré que estudiarlo.
– Tiene tiempo.
– Sí, todo el tiempo del mundo -me miró con atención y vi sus flecos dorados brillar en sus ojos marrones-. No sé lo que me llevó a contratarle. Juro por Dios que no lo sé. No sé si quería jugar a los justicieros, el superchulo tratando de vengar a una puta muerta. Si hubiera sabido dónde iba a acabar…
Si le puede consolar, el que usted me contratara ha evitado algunas muertes.
– No evitó la de Kim, ni la de Sunny, ni la de Cookie.
– Kim ya estaba muerta. Y Sunny se suicidó y eso fue lo que quiso, y Cookie iba a ser asesinada tan pronto como Márquez diera con ella. Pero hubiera seguido matando si yo no lo hubiera detenido. La policía hubiera acabado dando con él, pero él habría tenido siempre tiempo de cargarse a otras cuantas mujeres. Era algo que le excitaba demasiado. Sabe que cuando salió del cuarto blandiendo el machete tenía una erección.
– ¿Es eso cierto?
– Lo es.
– ¿El se abalanzó sobre usted empalmado?
– Sí, pero yo tuve más miedo al machete.
– Ya -dijo-. Me lo puedo imaginar.
El quería darme una gratificación. Le dije que no era necesario, que mis horas de trabajo habían sido justamente retribuidas, pero él insistió, y cuando la gente insiste en darme dinero no suelo discutir. Le dije que me había llevado el brazalete de marfil del apartamento de Kim. El rió y me dijo que lo había olvidado completamente, que me lo podía quedar y que esperaba que mi amiga lo encontrara de su gusto. Eso sería parte de mi gratificación, dijo, junto con el dinero y dos libras de su café.
– Y si le gusta el café -dijo-. Le diré dónde puede conseguir más.
Me llevó hasta mi casa. Yo hubiera tomado el metro pero él me dijo que de todas formas tenía que ir a Manhattan a ver a Mary Lou, a Donna y a Fran, y solucionarlo todo.
– Puede que venda el Seville -dijo-. Puede que lo venda para tener un poco de dinero con el que comenzar el negocio. Puede que acaba vendiendo la casa -negó con la cabeza-. Pero sabe, vivir así me gusta.
– Pida un préstamo al Estado para empezar el negocio.
– ¿Bromea?
– Usted es un miembro de una comunidad minoritaria. Hay servicios oficiales que están esperando por usted para hacerle un préstamo.
– Buena idea.
Delante de mi hotel, me dijo:
– Ese imbécil colombiano, sigo sin recordar su nombre.
– Pedro Márquez.
– Ése es. ¿Cuándo rellenó la ficha, fue ese el nombre que utilizó?
– No, ése es el nombre que figura en su documento de identidad.
– Eso es lo que pensaba. Porque una vez utilizó C.O. Jones y la otra M.A. Ricone; entonces me pregunto qué blasfemia escogió para usted.
– Escogió Sr. Starudo. Thomas Edward Starudo.
– ¿T.E. Starudo? ¿Testarudo? ¿Eso es un taco en español?
– No es ningún taco. Es una palabra normal.
– ¿Qué significa?
– Cabezota -apunté.
– Bueno -dijo riéndose-. Bien, eso no se lo podrá reprochar, ¿verdad?