El apartamento de Donna Campion estaba en la décima planta de un edificio de ladrillos blanco situado en la calle 17. La ventana del salón daba al oeste, y el sol hizo su efímera aparición cuando yo llegué. El cuarto estaba inundado de sol. Había plantas por todos lados, todas ellas de un verde intenso y floreciente. Las había en el suelo, en las repisas de las ventanas, colgando de las paredes, en las estanterías y encima de las mesas del salón. La luz se filtraba a través de esa cortina vegetal dibujando motivos entrelazados en el parquet del suelo.
Me senté en un sillón de mimbre y tomé un sorbo de café solo. Donna estaba tumbada en un banco de madera de metro y medio de largo. Ella me había explicado que era un viejo banco de iglesia de roble inglés, de la época jacobita o posiblemente isabelina. Estaba oscurecido por el paso de los años y admirablemente pulido por tres o cuatro siglos de beatos traseros. Un vicario en un rural pueblo de Devon decidió un día redecorar la iglesia, y es así como Donna lo consiguió en una subasta en la sala de exposiciones de la Universidad de Place.
Su rostro hacía juego con el banco, una cara larga, esbelta, con una frente despejada y una barbilla puntiaguda. Su piel era muy pálida, como si el único sol que tomara fuera aquél que se filtraba a través de las plantas. Vestía una blusa blanca con cuello alto, una falda de pliegues franela gris encima de unos leotardos negros y zapatillas de piel con las punteras levantadas.
La nariz estrecha y larga, la boca pequeña con labios finos. El pelo oscuro y largo estaba peinado hacia atrás dejando al descubierto toda la frente, mientras que por atrás la caían sobre los hombros. Ojeras, manchas de nicotina entre el índice y el corazón de la mano derecha. Nada de esmalte en las uñas, nada de joyas, nada de maquillaje aparente. No era hermosa, sin duda, pero tenía algo de medieval que la acercaba a bella.
No se parecía en nada a ninguna de las prostitutas con las que me había encontrado. Tampoco se parecía a una poetisa, o al menos a la idea que yo tenía de una poetisa.
Me dijo:
– Chance me pidió que le ayudara en la medida que me fuera posible. Parece que usted está tratando de descubrir quién mató a la Reina de la Vaquería.
– ¿La Reina de la Vaquería?
– Ella era una reina de la belleza, y luego me enteré que era originaria de Wisconsin, y pensé en toda esa inocencia robusta alimentada con leche. Ella era una especie de lechera regia -esbozó una pequeña sonrisa-. Estoy dejando hablar a mi imaginación, yo no la conocía realmente.
– ¿Conoció a su novio?
– No sabía que tuviera uno.
Tampoco sabía que Kim planeara dejar a Chance, y esta información le interesó mucho.
– Me pregunto -dijo- si ella era inmigrante o emigrante.
– ¿Qué quiere decir?
– ¿Ella iba de o a? Depende de cómo se mire. La primera vez que yo vine de Nueva York vine a, había dejado mi familia y la ciudad en que crecí, pero eso era secundario. Más tarde, cuando dejé a mi marido, huía de algo. La acción de partir era más importante que el destino.
– ¿Se casó usted?
– Estuve casada durante tres años. Bueno, juntos durante tres años. Un año de amancebamiento y dos años de casada.
– ¿Cuánto tiempo hace de eso?
– Unos cuatro años -calculó mentalmente-. Van a hacer cinco esta primavera. Aunque oficialmente sigo casada. Nunca me preocupé en pedir el divorcio. ¿Cree usted que debo?
– No lo sé.
– Quizás sí. Aunque sólo sea para poner las cosas en su sitio.
– ¿Cuánto tiempo lleva con Chance?
– Unos tres años, ¿por qué?
– Usted no es el tipo.
– ¿Es que hay un tipo? Sé que no me parezco a Kim. No soy una reina, ni tampoco una vaquera -dijo riendo-. Cuando dejé a mi marido me fui a vivir a la parte baja del este. ¿Conoce la calle Norfolk? ¿Entre Stanton y Rivington?
– No muy bien.
– Yo lo he conocido muy bien. Vivía ahí y realizaba trabajos pequeños en el barrio. Trabajé en una lavandería, fui camarera, dependienta. Cuando no era yo la que dejaba mi trabajo, era el trabajo el que me dejaba a mí y nunca tenía dinero. Comencé a odiar el sitio en el que vivía y la vida que llevaba. Estuve a punto de llamar a mi marido y pedirle que me dejara volver. Llegó a ser una obsesión. Hubo un día en que incluso llegué a marcar su número pero comunicaba.
Y así ella, casi accidentalmente, pasó a venderse a sí misma. Había en la calle un comerciante que no dejaba de hacerle proposiciones. Un día sin pensarlo dos veces, se oyó a sí misma decir:
– Mire, si de verdad quiere follarme, ¿por qué no me da veinte pavos?
El se quedó de piedra, nunca se imaginó que ella fuera una puta.
– No lo soy, pero me hace falta el dinero -le había respondido-, y más de uno pagaría por hacérselo conmigo.
Ella tenía unos pocos clientes cada semana. Se mudó de Norfolk a una calle más agradable del mismo barrio, más tarde se instaló en la calle 9, cerca de Tompkins Square. Ella ya no tenía necesidad de trabajar, pero se enfrentó con otros problemas. Una vez recibió una paliza, otras veces fue robada. De nuevo pensó en llamar a su marido.
Luego conoció a una chica del barrio que trabajaba en una casa de masajes. Donna probó allí. Le gustó la seguridad que éste ofrecía. En la puerta había un hombre que se encargaba de solucionar los posibles jaleos, y el trabajo era mecánico, impersonal, casi clínico. Ella no trabajaba al principio más que con su boca y sus manos. Su cuerpo no era tocado, y no había ninguna ilusión de intimidad aparte de la intimidad que creaba el contacto físico.
Al principio esto le agradaba. Se veía a sí misma como una especialista sexual, una especie de sicoterapeuta. Pero no tardó en cambiar de opinión.
– Aquel sitio estaba controlado por la Mafia. Un olor a muerte impregnaba las paredes. Era un trabajo, es decir, tenía que seguir un horario, coger el metro para ir y venir a mi casa. Todo eso me extraía hasta la última gota de mi sensibilidad.
Entonces ella lo dejó y retomó su trabajo como independiente y luego, un buen día, Chance la encontró y todo se arregló. El la colocó en este apartamento, que era el primer lugar decente que tuvo en Nueva York e hizo circular su número de teléfono, y solucionó todos sus problemas. Sus facturas eran pagadas, le hacían la limpieza, ella no tenía que ocuparse de nada, tan sólo de escribir sus poemas, enviarlos a las revistas y mostrarse cariñosa cuando sonaba el teléfono.
– Chance se lleva todo el dinero que gana -le dije-. ¿Eso no la molesta?
– ¿Debería molestarme?
– No lo sé.
– De todas maneras, no es dinero auténtico. El dinero ganado rápidamente no dura. Si no, Wall Street pertenecería a los traficantes. Pero ese tipo de dinero se va tan rápido como llega -ella pasó sus piernas al otro lado del banco y se encontró sentada frente a mí-. De todas formas tengo todo lo que quiero. Todo lo que siempre quise fue que me dejaran en paz, un lugar decente para vivir y tiempo para mi trabajo. Me refiero al de la poesía.
– Entiendo.
– ¿Sabe cómo se las apañan la mayoría de los poetas? Enseñan, o tienen un empleo estable o participan en el juego de la poesía haciendo recitales y conferencias, escribiendo peticiones de ayuda a fundaciones, conociendo a gente bien colocada y besando muchos traseros. Yo nunca quise hacer nada de eso. Sólo quería escribir mis poemas.
– ¿Qué es lo que quería hacer Kim?
– Sólo Dios lo sabe.
– Creo que estaba liada con alguien, creo que por la mataron.
– Entonces yo estoy a salvo -dijo ella-. Yo no estoy liada con nadie. Por supuesto puedo decir que tengo un vínculo con la humanidad. ¿Cree que eso me llevará a la tumba?
No sabía qué responder. Ella prosiguió, cerrando los ojos:
– Un poeta dijo una vez que la muerte de un ser humano le disminuía, puesto que estaba vinculado con la humanidad. ¿Sabe cómo estaba vinculado, o con quién?
– No.
– ¿Cree que su muerte me disminuye? Me pregunto si estaba vinculado con ella. No la conocía realmente, pero le escribí un poema.
– ¿Puedo verlo?
– Sí, cómo no. Pero no creo que le diga nada. Escribí una vez algo acerca de la Osa Mayor, pero si usted quiere saber algo sobre esa constelación tendrá que ir a un astrónomo, no a mí. Los poemas no tratan nunca de los temas que los inspiran, sabe, tratan del yo del poeta.
– De todas formas me gustaría verlo.
Esto pareció satisfacerla. Fue a su escritorio -una versión moderna de un modelo cilíndrico- y encontró casi instantáneamente lo que buscaba. El poema estaba escrito a mano, con itálicas, en papel blanco de carta y con una pluma especial.
– Los paso a máquina cuando los envío a las revistas -dijo-, pero los prefiero así. Yo misma aprendí caligrafía de un libro. Es más fácil de lo que parece. Leí:
Bañadla en leche, que corra el blanquecino goteo,
Puro, en el bovino bautismo
Curad el cisma mínimo
Bajo el sol más tempranero. Su mano tomad,
Decidle que no tiene importancia,
Leche no es algo por lo que llorar.
El grano de un fusil plateado sembrad.
Triturad sus huesos en un mortero, despedazad
Botellas de vino a sus pies, y que el verde vidrio
Centellee en su mano. Que así sea.
Dejad que la leche gotee.
Que corra, hasta la hierba del pasado.
Le pregunté si lo podía copiar en mi agenda. Ella sonrió.
– ¿Por qué? ¿Acaso le dice quién la ha matado?
– No sé lo que me dice. Pero si lo guardo quizá llegue a decirme algo.
– Si llega a comprender lo que quiere decir, espero que me lo diga. No, bueno, exagero, yo sé, más o menos, lo que quiere decir. Pero no pierda el tiempo copiándolo. Puede quedarse con esa copia.
– No sea tonta. Es suya.
– El poema no está acabado. Necesita más trabajo. Desearía introducir sus ojos. Si usted ha visto a Kim tuvo que haber reparado en sus ojos.
– Sí.
– En un principio quise comparar el azul de sus ojos y el verde del vidrio. Así es como me vino su imagen en un principio, pero sus ojos desaparecieron cuando lo escribí. Creo que estaban en uno de mis borradores pero debí haberlo perdido por alguna parte, y así, en un parpadear desaparecieron. Me quedé con el verde, el blanco, el plateado, pero no con el azul de sus ojos -su mano se posó en mi espalda mientras miraba el poema-. ¿Cuántos versos tiene? ¿Doce? Debería tener catorce, la longitud de un soneto, si bien los versos son irregulares. Además no estoy contenta con la rima. Quizá otro tipo de rima fuera mejor con el poema.
Continuó hablando, más para ella que para mí, discutiendo posibles retoques al poema.
– Le ruego que se lo quede. Aún falta mucho para que esté terminado, a pesar de que lo haya pasado a limpio. Lo suelo hacer en bocetos, así saco ideas más claras. Habría seguido trabajando en él si Kim no hubiera muerto.
– ¿Qué le detuvo? ¿El choque quizá?
– ¿Si me afectó el choque? Sí, supongo que sí. Me puede ocurrir a mí. Salvo que yo no lo creo. Es como el cáncer de pulmón. Sólo le pasa a los demás. "La muerte de un ser humano me disminuye". ¿Me disminuye la muerte de Kim? No, no lo creo.
– Entonces, ¿por qué dejó el poema de lado?
– Yo no lo dejé de lado. Simplemente no lo volví a mirar. Le estoy liando demasiado -pensó un momento-. Su muerte cambia cada vez que la recuerdo. Ya tenía bastantes colores. No tenía necesidad de la sangre.