DIECINUEVE

Justo en el mismo momento en que salía del edificio de Mary Lou, un taxi se detuvo delante para dejar a un cliente. Subí y le di la dirección de mi hotel.

El limpiaparabrisas no funcionaba en el lado del conductor. Este era blanco, pero la fotografía de la licencia del salpicadero era la de un negro. Un cartel anunciaba: Prohibido fumar, conductor alérgico. El interior del taxi apestaba a marihuana.

– No veo una mierda -dijo el conductor.

Yo me eché para atrás y disfruté de la conducción.


Telefoneé a Chance desde el vestíbulo, luego subí a mi habitación. Quince minutos después recibí su llamada.

– Pecaca -me dijo-. Me gusta esa palabra. ¿Fue a muchas casas hoy?

– Unas pocas.

– ¿Y?

– Ella tenía un amiguito. Le hacía regalos que ella no dudaba en mostrar.

– ¿A quién? ¿A mis chicas?

– No, es por eso que estoy convencido de que ella quería guardar el secreto. Fue una vecina quien me habló de los regalos.

– ¿La vecina que tenía el mínimo?

– Exacto.

– Pecaca. Verdaderamente funciona. Empezó con un gato extraviado y acabó encontrando una pista. ¿Cuáles eran esos regalos?

– Una chaqueta de pieles y unas joyas.

– ¿Pieles? ¿Está hablando de la chaqueta de conejo?

– Ella dijo que era visón.

– Conejo. Fui yo quien le compró esa chaqueta, la llevé de compras y pagué al contado. Creo que se la regalé este último invierno. La vecina dijo que era visón ¿no?, una mierda visón. Me gustaría venderle unos cuantos abrigos de visón como ese. Incluso le haría un precio especial.

– Kim dijo que era visón.

– ¿Eso fue lo que le dijo a la vecina?

– Me lo dijo a mí.

Cerré los ojos y me la imaginé sentada en la mesa junto a mí, en el bar de Armstrong. Proseguí:

– Ella dijo que vino a la ciudad con una cazadora vaquera, que ahora llevaba un abrigo de visón y que no dudaría en cambiarlo por la cazadora vaquera si eso pudiera ayudarla a recuperar los años.

Su risa recorrió la línea…

– Conejo -aseguró-. Esa chaqueta costó un poco más que la cazadora que llevaba cuando se bajó del autobús. Pero no fue tanto como supone. Y no fue un amiguito quien le hizo ese regalo, porque yo se lo compré.

– Entonces…

– A menos que yo sea el amiguito del que hablaba.

– Es posible.

– Habló también de joyas. Ella sólo tenía cosas de bisutería. ¿Vio su joyero? No había nada de valor.

– Lo sé.

– Perlas falsas, un anillo de colegio. Lo único bonito que tenía era algo que yo le había comprado. Quizá lo haya visto, se trata de un brazalete.

– De marfil, ¿verdad?

– Marfil de colmillo de elefante. Marfil viejo y la montura es de oro. La cerradura también es de oro. No tiene mucho metal, pero por eso el oro no deja de ser oro.

– ¿Usted se lo compró?

– Lo conseguí por cien dólares. A usted no se lo venderían por menos de trescientos en una tienda, si es que quisiese uno de la misma calidad.

– ¿Era robado?

– Digamos que no me dieron recibo de venta. El tipo que me lo vendió nunca dijo que era robado. Todo lo que dijo fue que quería cien dólares por él. Debería habérmelo llevado el mismo día que me llevé la foto. Compre el brazalete porque me gustaba y se lo di porque yo no me quería comprometer llevándolo y porque luciría mejor en su muñeca. Como así fue. ¿Sigue pensando que tenía un amiguito?

– Creo que sí.

– No parece tan seguro. Quizá sea que está cansado.

– No lo sabe bien.

– Ha visitado demasiadas casas. ¿Qué más hacía este amiguito aparte de hacerle regalos?

– Cuidar de ella.

– Bueno, mierda, si eso es lo que yo hacía; ¿Qué hacía yo más que cuidar de ella?


Me eché sobre la cama y me dormí vestido. Había llamado a demasiadas puertas y hablado con demasiada gente. Debiera haber ido a ver a Sunny Hendryx. La había llamado para anunciarle que iba a pasar por su nido, pero en vez de eso eché una cabezadita. Soñé con sangre y con una mujer gritando. Desperté bañado en sudor y con un sabor metálico en el fondo de mi garganta.

Me duché y me cambié de ropa. Miré el número de Sunny en mi agenda. La llamé desde el vestíbulo. No hubo respuesta.

Yo me sentí aliviado. Miré el reloj y tomé el camino de St. Paul's.


El conferenciante era un tipo con voz tranquila, cabellos castaños y rostro de niño. En un principio pensé que se trataba de un clérigo.

Resultó ser un asesino. Era homosexual y una noche, durante un período de pérdida de memoria, había agarrado un cuchillo y apuñalado a su amante treinta o cuarenta veces. Explicó con claridad que recordaba muy vagamente el incidente, ya que la conciencia le iba y venía durante el incidente. Se encontró de repente con el cuchillo entre las manos y dándose cuenta de su acto se perdió en la oscuridad. Había pasado siete años en la prisión de Attica y desde que salió no haba probado gota de alcohol, y ya hacía tres años de eso.

Yo lo escuché y no sabía muy bien que pensar. No sabía si alegrarme o lamentar que siguiera con vida y fuera de la prisión.

En el descanso, me puse a hablar con Jim. No sabía si hablaba como reacción contra aquel testimonio, o porque tenía aún muy presente la muerte de Kim. Lo cierto fue que comencé a hablar de la violencia, de los crímenes, de los muertos.

– Me siento muy afectado -dije-. Abro el periódico y me encuentro con crímenes y más crímenes, y cada día me afectan más y más.

– ¿Sabes lo que es el placer ordinario? "Doctor me duele cuando hago esto". "Bueno, pues no lo haga".

– ¿Y?

– Pues no tienes por qué abrir el periódico -lo miré como si se estuviera mofando de mí-. Esas noticias tampoco me agradan. Al igual que las noticias acerca de la situación del mundo. Y aunque no las lea siempre me acabo enterando por aquí o por allá, pero no hay una ley que me diga que tengo que leer esas porquerías.

– Simplemente las ignoras.

– ¿Y por qué no?

– Es la política del avestruz, ¿no? ¿Lo que no miro, me puede dañar?

– Quizá, pero yo lo veo de otro modo. Supongo que no tengo que volverme loco a causa de problemas que no puedo resolver.

– Pues yo no me veo a mi mismo cerrando los ojos respecto a esos asuntos.

– ¿Por qué no?

Pensé en Donna.

– Quizá porque esté vinculado a la humanidad.

– Yo también. Vengo aquí, escucho, hablo. No bebo. Así es como estoy vinculado a la humanidad.

Tomé otro café y un par de galletas. Durante el coloquio todo el mundo felicitó al conferenciante por su franqueza.

Pensé: en cualquier caso, yo nunca hice nada parecido. Mis ojos se fijaron en la pared. Siempre colocan eso eslóganes en las paredes, perlas de la sabiduría como: "Una copa es mucho, mil copas no son bastantes". Mi mirada fue atraída por aquella que decía: "Nada más que por la gracia de Dios".

Pensé: No, bórralo. Yo no soy un asesino en mis periodos de pérdida de memoria. Que no me hablen de la gracia de Dios.

Cuando fue mi turno dije lo de costumbre.

Загрузка...