CUATRO

No fue difícil distinguirlo. Llevaba un traje gris perlino con un chaleco rojo brillante sobre una corbata de punto negra y una camisa blanca. Llevaba gafas de sol con montura metálica. Danny Boy escurría el bulto cuando el sol salía -ni sus ojos ni su piel lo soportaban e incluso llevaba gafas de sol durante la noche, a menos de que se encontrara en un sitio con luz muy tenue como el Poogan's Pub o en el Tó Knot. Hace años me dijo que desearía que hubiera un interruptor en el mundo y que con sólo apretarlo cuando uno deseara todo pasara a tinieblas. En ese momento pensé que semejante comentario se podía aplicar a los efectos del güisqui: lo convierte todo en tinieblas, baja el volumen del sonido y redondea las esquinas.

Elogié las vestimentas de Danny Boy.

– ¿Te gusta el chaleco? -dijo-. Hace infinidad de tiempo que no me lo pongo. Quería estar visible.

Yo ya había sacado los billetes. El más cercano al cuadrilátero costaba quince dólares. Compré dos de cuatro dólares y medio que nos hubieran puesto más cerca de Dios que del ring. Franqueamos la entrada y mostré los billetes boca abajo a un acomodador, al mismo tiempo que deslizaba un billete doblado en su mano. Nos acomodó en un par de asientos en la tercera fila.

– Puede que me vea obligado a cambiarlos, caballeros -dijo excusándose-, pero lo más probable es que no y, de cualquier modo, les aseguro que se sentarán al lado del ring.

Cuando se alejó Danny Boy me dijo:

– Siempre existe una manera, ¿no? ¿Cuánto le has dado?

– Cinco pavos.

– Así las localidades te han costado catorce dólares en lugar de treinta. ¿Cuánto crees que hará en una tarde?

– No mucho en una tarde como hoy. Cuando juegan los Knicks o los Ranger debe multiplicar su salario por cinco o por seis en propinas. También es verdad que debe pagar a alguien más.

– Todo el mundo se aprovecha.

– Aparentemente.

– Todo el mundo sin excepción. Incluso yo.

Era un aviso. Le pasé un billete de diez y dos de veinte. Los metió en el bolsillo y echó el primer vistazo en serio al auditórium.

– Por el momento no lo veo -señaló-. Supongo que sólo vendrá al combate de Bascomb. Voy a dar una vueltecita. No te preocupes.

– Como no.

Abandonó su sito y se perdió por la sala. Yo observaba atentamente no sólo con el ánimo de reparar en Chance, sino también para tomar contacto con el público. Mucha de la gente que lo componía podían haber estado en los bares de Harlem la noche previa: chulos, trapicheristas, jugadores, y otras gentes poco recomendables que operaban al norte de Manhattan. Casi todos ellos iban acompañados de mujeres. Había también algunos mañosos blancos; estos llevaban trajes más deportivos, joyas de oro y no traían compañía. Las localidades más baratas estaban ocupadas por un público heterogéneo, el habitual a los eventos deportivos: negros, blancos, sudamericanos; solos, en parejas, en grupos, comían perritos calientes y bebían cerveza en vasos de papel; hablaban, bromeaban y, de vez en cuando echaban un vistazo a lo que ocurría en el cuadrilátero. Aquí y allá vi algún rostro sacado del hipódromo, rostros angulosos, prematuramente envejecidos que sólo los apostadores profesionales pueden llegar a tener. Sin embargo no había muchos. Hoy por hoy, ¿quién apuesta todavía en los combates de boxeo?

Me volvió hacia el ring. Dos muchachos sudamericano, de piel blanca uno y oscura el otro, ponían mucho cuidado en no hacerse daño. Debían de ser pesos ligeros y el blanco parecía tener temperamento y una buena pegada. El combate empezaba a interesarme. En el último asalto el más oscuro empezó a encontrar camino para llegar al mentón del otro. Estaba machacando el cuerpo del contrario cuando sonó la campana. Ganó a los puntos y un grupo de espectadores, agrupados en la misma esquina, protestaron la decisión. Los amigos y familiares del vencido, supuse.

Danny Boy estaba de vuelta cuando terminó el combate. Unos minutos después, Kid Bascomb saltó a las cuerdas y comenzó a boxear en el vacío. Un poco tarde lo hizo el contrario. Bascomb era muy oscuro, musculado, de espaldas anchas y mentón prominente. Su cuerpo parecía estar frotado con aceite por la manera en que brillaba. El muchacho contra el que se enfrentaba era un italiano del sur de Brooklyn llamado Vito Canelli, tenía exceso de grasa en la cintura y parecía tan blanco como el pan, pero yo ya le había visto boxear y sabía que no había que fiarse de las apariencias.

Danny Boy me dijo:

– Hele aquí. En el pasillo central Me volví y vi al acomodador que había aceptado mis cinco pavos acompañar a un hombre y a una mujer a sus localidades. Ella tenía cabellos cobrizos que le caían por la espalda, una piel de porcelana fina y debía medir un metro sesenta y cinco. Su acompañante andaría por el uno ochenta y cinco y noventa kilos de peso. Hombros anchos, cintura estrecha. Sus cabellos eran más cortos que largos y su piel era de un moreno atractivo. Vestía una chaqueta ligera de piel de camello y unos pantalones marrones de franela. Se asemejaba a un deportista profesional, o a un prospero abogado, o a un triunfante hombre de negocios negro.

– ¿Estás seguro? -pregunté a Danny.

Este respondió riendo.

– No es el típico chulo, ¿verdad? Sí, estoy seguro. Es Chance. Espero que tu amiguito no nos haya puesto en sus sitios.

No fue ese el caso. Chance y su acompañante estaban en la primera fila cerca del centro del ring. Se sentaron y obsequió al acomodador con una propina, respondió a los saludos de algunos espectadores y se acercó a la esquina de Kid Bascomb y cruzó algunas palabras con el boxeador y sus preparadores. Estuvieron un momento juntos, luego Chance retomó su asiento.

– Creo que te voy a dejar -terció Danny Boy-. No tengo deseo alguno de ver a esos dos locos destrozarse el uno al otro. No me necesitas para presentarte -yo negué con la cabeza-. De manera que voy a desaparecer antes de que comiencen las hostilidades. En el ring, me refiero. Espero que no tenga que saber que he sido yo quien le ha señalado, ¿de acuerdo, Matt?

– No lo sabrá de mí.

– No me podía esperar otra cosa. Si te puedo seguir siendo útil…

Se incorporó y se perdió por el pasillo. Debía de tener ganas de beber un vaso, sin embargo los bares de Madison Square Garden no disponían de botellas de Stolichanaya en el refrigerador.

El presentador introdujo a los dos adversarios gritando sus pesos, edades y procedencias. Bascomb tenía veintidós y ninguna derrota. Canelli no parecía que fuera a modificar su carrera aquella noche.

Había dos sitios libres al lado de Chance. Pensé en apoderarme de uno de ellos pero me quedé donde estaba. Sonó el pitido de calentamiento, poco después lo hizo la campana señalando el primer asalto. Fue un asalto lento, en donde los contrincantes se estudiaban y preferían no atacarse. Bascomb lanzó algunos golpes bien realizados pero Canelli se las apañó para mantenerse fuera de su alcance. Ninguno materializó nada concreto.

Al final del asalto los dos asientos al lado de Chance seguían vacíos. Me levanté y fui a sentarme a su lado. Miraba al ring con mucho interés. Debió percibir mi presencia pero no mostró ninguna señal de ello. Le dije:

– ¿Chance? Mi nombre es Scudder.

Volvió la cabeza hacia mí. Sus ojos marrones estaban rematados con una aureola dorada. Pensé en el azul irreal de los ojos de mi clienta. Sabía que había pasado por casa de ella, la tarde o la noche, para buscar el dinero sin aviso previo. Ella me lo había hecho saber cuándo me llamó a mi hotel al mediodía.

– Tengo miedo -me había dicho-. Pensé que me haría alguna pregunta sobre usted. Pero no, todo fue bien.

Chance me respondió diciendo:

– Matthew Scudder. Usted dejó algunos avisos en mi servicio.

– Y usted no los contestó.

– No le conozco. No llamo a la gente que no conozco. Y usted ha estado buscándome por ahí -su voz era profunda y sonora. Parecía haberla trabajado como en un curso de dicción-. Quiero ver esta pelea.

– Todo lo que quiero son unos pocos minutos de conversación.

– No durante la pelea, ni entre asaltos -dijo severamente y frunció el ceño un instante-. Quiero concentrarme. He comprado el sitio en el que usted está sentado, ¿ve?, no quiero que me molesten.

La campana anunció la continuación del combate. Chance centró la mirada en el cuadrilátero. Kid Bascomb estaba ya de pie y sus preparadores escondían el taburete del ring.

– Vuelva a su sitio, le hablaré después de la pelea.

– ¿Es una pelea a diez asaltos? -No llegará muy lejos.


Y no se equivocó. En el tercer y cuarto asalto, Kid Bascomb empezó a castigar a Canelli con unos ganchos seguidos al mentón. Canelli se defendía bien, pero el Kid era joven, rápido y poderoso. El juego de sus piernas me recordaba al de Sugar Ray. En el quinto asalto hizo que Canelli diera un traspiés con un golpe corto y seco al corazón. Si yo estuviera en ese momento en la piel del italiano comprendería que no valía la pena esperar.

Al terminar el asalto, Canelli parecía estar totalmente recuperado, pero ya había visto su expresión cuando encajó el directo y no me sorprendió que en el siguiente asalto Kid Bascomb le enviara a la lona con un gancho de izquierda. Se incorporó a los tres segundos, pero esperó a que el árbitro contara hasta ocho. Luego Kid se echó encima suyo golpeándole contra todo menos contra los postes del cuadrilátero. Canelli cayó otra vez y de nuevo se incorporó pero el árbitro se interpuso entre los dos, miró los ojos de Canelli y detuvo el combate.

Hubo algunos abucheos por parte del público más violento a los que nunca les gustaba que detuvieran ningún combate, y uno de los preparadores de Canelli insistía en que su boxeador podía continuar, pero el mismo Canelli parecía contento con que el espectáculo hubiera terminado. Kid Bascomb hizo algunos pasos de baile, saludó, luego saltó las cuerdas y se fue.

En el camino se detuvo para hablar con Chance. La muchacha de los cabellos cobrizos se echó hacia delante y posó su mano en el brazo negro y resplandeciente del boxeador. Chance y Kid se hablaron un rato más y luego Kid tomó el pasillo de los vestuarios.

Abandoné mi sitio y me acerqué a Chance y a la chica. Ya estaban de pie cuando los alcancé. El dijo:

– No nos quedamos para la pelea principal, si es que usted tenía intención de verla.

La pelea de la que hablaba oponía a dos pesos medios: un panameño y un joven negro del sur de Filadelfia con fama de duro. Con toda seguridad sería un buen espectáculo, pero no era eso a lo que había venido. Le dije que estaba dispuesto a salir.

– Entonces por qué no viene con nosotros -sugirió-. Mi coche está aquí al lado.

Se introdujo en el pasillo con la muchacha siempre a su lado.

Alguna gente lo saludo y a la vez le comentaron que el Kid había hecho una buena pelea. Las respuestas de Chance fueron breves. Yo seguí a la pareja. Al llegar a la calle me di cuenta de hasta qué punto la sala estaba cargada y llena de humo.

En la calle dijo:

– Sonya, este es Matthew Scudder. Sr. Scudder, Sonya Hendryx.

– Encantada de conocerlo -dijo ella.

No la creí. Sus ojos me dijeron que ella se reservaba su juicio hasta que Chance le indicara de una forma o de otra lo que tenía que pensar de mí. Me pregunté si ella sería la Sunny que Kim me había mencionado; aquella a la que le gustaban los deportes y a la que Chance llevaba a los partidos de béisbol. Si me hubiera encontrado con ella en otras circunstancias no la hubiera tomado por una prostituta. No tenía apariencia alguna, y no había nada de extraño viéndola colgada del brazo de su chulo.

Recorrimos un centenar de metros para llegar al aparcamiento donde Chance recuperó su vehículo y obsequió al guardia con una propina digna de ser recibida con un entusiasmo particularmente vivo. El coche me sorprendió, al igual que las vestimentas y las maneras me habían sorprendido anteriormente. Me esperaba un coche llamativo, con colores chillones por dentro y por fuera, y lo que vi llegar fue un Seville, el pequeño Cadillac metalizado con tapicería negra de cuero. La chica se subió en la parte posterior. Chance se sentó al volante y yo a su lado.

La conducción fue tranquila, silenciosa. El interior desprendía un aroma a cuero y a madera barnizada. Chance me preguntó:

– Hay una fiesta para celebrar la victoria de Kid Bascomb. Voy a dejar a Sonya allí y me uniré a ella cuando hayamos terminado nuestros negocios. ¿Qué le ha parecido el combate?

– Es difícil hacer un juicio.

– ¿Dígame por qué?

– Diría que la pelea estaba apañada, sin embargo el K.O. me pareció auténtico.

– ¿Qué le lleva a pensar así?

– En el cuarto asalto Kid bajó la guardia en dos ocasiones pero Canelli no se aprovechó de ello. No es normal que un profesional como él deje pasar ese tipo de cosas. Por contra en el sexto, la intentó romper y no pudo. Al menos esa fue la impresión que tuve desde el sitio donde estaba.

– ¿Ha hecho alguna vez puños, Scudder?

– Dos combates en un club parroquial cuando tenía doce o trece años: guantes enormes, casco de protección, asaltos de dos minutos. Era demasiado flacucho y torpe para dedicarme a ello. Nunca fui capaz de tener buena pegada.

– Tiene buen ojo para el deporte.

– Digamos que he visto muchas peleas.

Se quedó callado durante un momento. Un taxi nos cortó el paso. Frenó suavemente evitando la colisión. No lanzó ningún juramento ni hizo sonar el claxon. Dijo:

– Canelli debía tirarse en el octavo. Se suponía que debía dar batalla hasta entonces, aunque sin maltratar al Kid, sino el K.O. no hubiera parecido real. Es por eso que se contuvo en el cuarto asalto.

– Pero Kid no sabía que el combate estaba apañado.

– Por supuesto que no. Casi todas las peleas han sido legales esta noche; solamente un boxeador como Canelli podía ser peligroso para él. Y, ¿para qué arriesgarse a un fracaso a estas alturas de su carrera? Kid habrá ganado experiencia y confianza al pelear y batir a Canelli.

Circulábamos en ese momento en Central Park Oeste en dirección al norte de Manhattan. Siguió diciendo:

– El K.O. no estaba trucado. Canelli debía besar la lona en el octavo asalto, sin embargo esperábamos que el muchacho nos llevara a casa primero, y usted lo ha visto hacerlo. ¿Qué piensa de él?

– Promete.

– Eso es lo que yo pienso.

– En ocasiones su derecha parece un telégrafo. En el cuarto asalto…

– Sí. Ha mejorado mucho en ese aspecto. No es esa su parte débil.

– Lo hubiera sido esta noche si Canelli hubiera buscado la victoria.

– Sí. Es una suerte que no la buscara.


Hablamos de boxeo hasta la calle 104, en donde Chance hizo un giro tan perfecto como prohibido de ciento ochenta grados y aparcó el coche junto a una boca de incendio. Cortó el contacto sin quitar las llaves.

– Bajo en seguida -dijo-. Voy a acompañar a Sonya.

Ella no había articulado palabra desde que me dijo que era un placer conocerme. Descendió, caminó alrededor del auto y abrió la puerta a la muchacha. Ambos de dirigieron tranquilamente a uno de los dos enormes edificios de apartamentos que ocupaban la manzana. Anoté la dirección en mi agenda. En menos de cinco minutos retomó su lugar al volante y en un momento estábamos de nuevo dirigiéndonos al centro.

Durante un buen rato ninguno de los dos nos hablamos. Luego dijo:

– ¿Usted quería hablar conmigo? No tiene nada que ver con Kid Bascomb, ¿verdad?

– No.

– Me lo imaginaba. ¿Entonces con qué tiene que ver?

– Con Kim Dakkinem.

Sus ojos estaban fijos en el hueco de la calzada y no pude ver ningún cambio en su expresión. Dijo:

– ¿Qué pasa con ella?

– Quiere dejarlo.

– ¿Dejarlo? ¿Dejar qué?

– La vida que lleva. Quiere poner fin a la relación que mantiene con usted. Espera que esté de acuerdo para…, para dejarla ir.

Nos detuvimos ante un semáforo cerrado. Cuando se abrió anduvimos algunas manzanas en silencio, luego preguntó:

– ¿Que es ella para usted?

– Una amiga.

– ¿Qué quiere decir? ¿Se acuesta con ella? ¿Se van a casar? Amiga es una palabra muy amplia que acepta muchos significados distintos.

– En este caso es una palabra muy simple. Es una amiga que me pidió que le hiciera un favor.

– ¿Hablando conmigo?

– Así es.

– ¿No podía hablarme ella misma? La suelo ver frecuentemente, sabe. Ella no hubiera tenido que andar dando vueltas por la ciudad preguntando por mí. Anoche mismo estuve con ella.

– Lo sé.

– ¿Sí? ¿Por qué no me dijo nada cuando me vio?

– Tenía miedo.

– ¿Miedo de mí?

– Miedo de que usted no deje que se largue.

– Y que le dé una paliza, que la desfigure, que la queme las tetas con una colilla.

– Algo así.

De nuevo se calló. El coche circulaba con una suavidad hipnótica.

– Ella se puede ir.

– ¿Así de fácil?

– ¿Qué quiere? Yo no hago trato de blancas -acompañó la frase con un tono irónico-. Mis mujeres están conmigo por su propio deseo. Ellas no están sometidas a presión alguna. ¿Ha leído a Nietzsche? "Las mujeres son como perros, cuanto más las pegas más te aman". Pero yo no las maltrato, Scudder. Nunca he tenido necesidad de ello. ¿Cómo conoció a Kim?

– Tenemos una relación en común.

El me observó.

– Usted ha sido policía. Detective, pienso. Dejó el cuerpo hace algunos años. Mató a un niño y lo dejó por remordimiento.

Era lo bastante cierto como para dejar de pensar en ello. Una bala perdida más había acabado con la vida de una muchachita llamada Estrellita Rivera, pero no sé si fue por eso por lo que tuve los remordimientos que me llevaron a abandonar el cuerpo. De hecho, ese incidente cambió mi visión del mundo y dejé de desear ser policía. Dejé de ser un marido, un padre o vivir en Long Island, si bien, un poco después, me encontré sin empleo, sin hogar, viviendo en la calle 57 y pasando largas horas en el bar de Armstrong. No hay ninguna duda de que aquella bala perdida había originado todo esto. De todos modos pienso que estaba predestinado a estar donde estoy y que hubiera llegado más tarde o más temprano.

– Ahora es una especie de detective gilipollas -prosiguió-. ¿Ella te ha contratado?

– Más o menos.

– ¿Qué quiere decir? -no esperó una aclaración-. No tengo nada contra usted, pero ella ha arrojado el dinero. O mejor, dicho mi dinero, depende de qué lado lo mire. Si ella quiere acabar con nuestro trato lo único que tiene que hacer es decírmelo. ¿Qué planea hacer? Espero que no tenga la intención de volver a su casa.

No respondí.

– Imagino que se quedará en Nueva York. Pero, ¿seguirá vendiéndose? Temo que ese sea el único oficio que conozca. ¿Qué va a hacer sino? ¿Dónde va a vivir? Yo le puse el apartamento, sabe. Pago sus letras y la visto. En fin, supongo que nadie ha preguntado a Ibsen dónde Nora iba a encontrar un apartamento. Si no estoy equivocado creo que es aquí donde usted vive.

Miré por el cristal. Estábamos delante de mi hotel. No había prestado atención.

– Supongo que se pondrá en contacto con Kim -continuó-. Si quiere le puede contar que usted me intimidó y que salí disparado en la noche.

– ¿Por qué habría de hacerlo?

– Para que ella tenga la impresión de que ha empleado bien su dinero.

– Ella ha empleado bien su dinero. Que ella se dé cuenta o no, me trae totalmente sin cuidado. Y le diré todo lo que usted me ha dicho.

– ¿De verdad? De paso dígale que pasaré a verla. Simplemente para asegurarme que todo esto surgió de ella.

– Lo mencionaré.

– Y dígale que no tiene razón alguna para tenerme miedo -lanzó un suspiro-. Ellas creen que son irremplazables. Si ella tuviera idea de lo fácil que es encontrar una sustituía sin duda se lo pensaría dos veces. Vienen en los autocares, Scudder. A todas las horas del día. Llegan por oleadas a la terminal de autobuses dispuestas a vender sus carnes. Y a todas las horas del día hay una porción que deciden que hay una mejor forma de ganarse la vida que sirviendo en un restaurante o apretando una máquina registradora. Yo podría abrir una agencia, Scudder, y la cola de candidatas daría la vuelta a la manzana.

Abrí la puerta.

– He pasado un buen rato. Sobre todo antes. Usted tiene un buen ojo para el boxeo. Ah…, y dígale a esa rubia estúpida que nadie va a matarla.

– Lo haré.

– Y si tiene que hablar conmigo sólo tiene que llamar a mi servicio. Le devolveré las llamadas ahora que le conozco.

Descendí y cerré la puerta. El dejó pasar vehículos, hizo su giro en la Octava Avenida y se dirigió al norte de Manhattan. Pasó un semáforo en rojo cuando giró a la izquierda, pero eso no parecía preocuparle lo más mínimo. No recuerdo la última vez que vi a un policía poner una multa por una infracción en la marcha. Hay días que ves pasar hasta cinco vehículos pisando una luz roja. Incluso los autobuses lo hacen últimamente.

Una vez que Chance se alejó, saqué mi agenda e hice una anotación. En la acera de enfrente, junto a Polly's Cage, un hombre y una mujer discutían.

– ¿Te crees un hombre? -gritaba ella.

El la abofeteó. Ella le injurió y le devolvió la bofetada.

Quizá la golpeara hasta no poder más. Quizá se tratase de un juego que representaba cinco de cada siete noches. Tratas de acabar con la disputa y ambos se vuelven contra ti. Cuando empecé en el cuerpo, mi primer compañero hacía cualquier cosa por evitar entrometerse en una discusión casera. En cierta ocasión tratando de doblegar a un marido borracho que había roto cuatro dientes a su mujer, ésta le saltó por detrás rompiendo una botella en la cabeza de su salvador. El resultado fueron quince puntos de sutura y conmoción cerebral. Cuando me contó esta historia se recorría la cicatriz en el dedo. La cicatriz no se veía ya que estaba cubierta por los cabellos, pero su dedo recordaba perfectamente el lugar.

– Deja que se maten -decía-. Incluso si es ella la que llama a la policía, eso no la va a frenar volverse contra ti. Que se destrocen. Yo paso.

En la acera de enfrente, la mujer dijo algo que no entendí y el hombre lanzó un directo al estómago. Ella articuló lo que pareció un gemido de dolor. Metí mi agenda en el bolso y entré en mi hotel.


Llamé a Kim desde el hall. Su contestador respondió. Comenzaba a dejar un mensaje cuando ella tomó el aparato y me interrumpió.

– Dejo el contestador puesto algunas veces cuando estoy en casa -explicó-, así puedo saber quién es antes de contestar. No he sabido de Chance desde la última vez que hablé con usted.

– Acabo de dejarle hace unos minutos.

– ¿Lo ha visto?

– Hemos dado una vuelta en su coche.

– ¿Y qué piensa?

– Que conduce bien.

– Me refiero a…

– Sé a lo que se refiere. No pareció enfadarse al oír que usted quería dejarlo. Según él usted no tiene ninguna falta de hacerse representar por mí. Todo lo que tiene que hacer es decírselo.

– Sí, desde luego, es normal que diga eso.

– ¿Usted cree que no es verdad?

– Quizá sí.

– Dice que quiere oírselo decir, y creí entender que tenía que aclarar algunos detalles a propósito del apartamento que va a dejar. No sé si tendrá miedo de verse con él a solas.

– Yo tampoco lo sé.

– Puede no abrirle y hablarle a través de la puerta.

– Tiene las llaves.

– ¿No tiene cadena de seguridad?

– Sí.

– ¿Puede utilizarla?

– Sí, claro.

– ¿Quiere que vaya por ahí?

– No, no tiene que hacerlo. Oh, imagino que querrá el resto del dinero, ¿no?

– No hasta que usted no haya hablado con él y todo se haya arreglado. Pero iré si prefiere no estar sola cuando él aparezca.

– ¿Va a pasar esta noche?

– No sé cuándo va a pasar. Quizá lo haga todo a través del teléfono.

– Quizá no venga hasta mañana.

– Si quiere puedo dormir en el sofá.

– ¿Lo cree necesario?

– Lo es si usted lo cree así, Kim. Si no está tranquila…

– ¿Cree que hay algo por lo que tenga que tener miedo?

– No -respondí-. No lo creo. Pero yo no conozco a la persona.

– Tampoco yo.

– Si está nerviosa…

– No, es estúpido. De todas formas es tarde. Estoy viendo una película en la televisión por cable y, cuando haya acabado, me iré a dormir. Creo que es lo mejor que puedo hacer.

– Tiene mi número.

– Sí.

– Llámeme si pasa algo, o simplemente si tiene ganas de llamarme, no lo dude.

– De acuerdo.

– Si esto le puede tranquilizar le diré que creo que se gastó un dinero que no tuvo por qué haberse gastado, de todas formas no tiene importancia ya que es dinero que usted lo habría dado.

– Tiene razón.

– En cualquier caso, creo que no tendrá problemas. El no la hará ningún daño.

– Usted tiene razón. Le llamaré mañana y, muchas gracias, Matt.

– Que duerma bien.

Subí a mi habitación y traté de aconsejarme a mí mismo, pero era un paquete de nervios. Renuncié, me vestí y me fui al bar de Armstrong. Hubiera tomado cualquier cosa para comer pero la cocina estaba cerrada. Trina me dijo que podía conseguirme un pedazo de tarta si quería. No me apetecía un pedazo de tarta.

Lo que quería eran quince centilitros de bourbon seco y otros quince en mi café y no pude pensar en ninguna maldita razón para no tomarlos, me iban a emborrachar. Aquello había sido el resultado de veinticuatro horas de bebida ininterrumpida y había aprendido la lección. No podía beber de aquella manera nunca más, no sin peligro, y tampoco era mi intención. Pero había una sustancial diferencia entre un vasito antes de dormir y ponerse hasta el culo, ¿o no?

Te dicen que no bebas en noventa días. Se supone que debes asistir a noventa reuniones en ese plazo y alejarte del primer trago todos los días y, después de los noventa, entonces ya puedes decidir lo próximo que quieres hacer.

Tuve mi último trago el domingo por la noche. Había asistido a cuatro reuniones desde entonces y si me iba a la cama sin beber haría cinco.

¿Y qué?

Tomé una taza de café, y en el camino de vuelta a mi hotel me detuve en el restaurante griego y compré un bocadillo de queso y un paquete de leche. Comí el bocadillo y bebí parte de la leche en mi habitación.

Apagué la luz en la cama. Bien ya eran cinco días. ¿Y qué?

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