La carretera de circunvalación de Central Park tiene aproximadamente nueve kilómetros de largo. Estábamos en nuestra cuarta vuelta en el sentido de las agujas del reloj. Chance hablaba casi todo el tiempo. Yo había sacado mi agenda y, de cuando en cuando, anotaba alguna cosa.
Primero me habló de Kim. Sus padres eran unos inmigrantes finlandeses que se habían instalado en una granja al oeste de Wisconsin. La ciudad más cercana se llamaba Eau Claire. Kim había sido bautizada Kirac y pasó buena parte de su niñez ordeñando vacas y cultivando el huerto. Cuanto tenía nueve años su hermano mayor comenzó a abusar de ella; iba todas las noches a su habitación y la obligaba a tener relaciones sexuales con él.
– Salvo que una vez, me contó la misma historia, y era su tío materno, y otra vez era su padre, de manera que quizá sea una historia fruto de su imaginación. O bien, ocurriera en verdad, pero ella la transformó para escapar de la realidad.
Durante su penúltimo año de bachillerato tuvo una aventura con un agente inmobiliario. Él le dijo que iba a abandonar a su mujer para marcharse con ella. Ella hizo las maletas y se fueron a Chicago, en donde se quedaron tres días en un hotel. Tomaban las comidas en la habitación. El segundo día el agente inmobiliario se emborrachó de los pies a la cabeza, y no dejó de decirle que él estaba arruinando la vida de ella. Al tercer día ya estaba repuesto pero la mañana siguiente, cuando ella despertó, él se había esfumado. Había dejado una nota en donde explicaba que volvía con su mujer que la habitación estaba pagada por cuatro días más y que nunca olvidaría a la pequeña Kim. Junto con la nota le había dejado seiscientos dólares en un sobre del hotel.
Ella se quedó hasta el final de la semana. Conoció Chicago y durmió con varios hombres. Dos de ellos le habían dado dinero sin que ella lo pidiera. Ella tuvo la intención de pedírselo a los otros, pero finalmente no tuvo el coraje. Pensó en volver a la granja. Sin embargo en la última noche, conoció a un hombre que se hospedaba en el mismo hotel, un delegado nigeriano que asistía a una especie de conferencia comercial.
– Eso acabó con ella -me dijo Chance-. Dormir con un negro significaba que nunca más podría volver a su granja. Lo primero que hizo a la mañana siguiente fue coger un autobús para Nueva York.
Ella se había equivocado toda la vida hasta que él la apartó de Duffy y le puso en un apartamento para ella sola. Tenía todo lo que le hacía falta para ser una call-girl: encanto, belleza. Además no tenía ningún problema en ejercer su trabajo.
El tenía a seis mujeres trabajando para él. Ahora, con Kim muerta, le quedaban cinco. Habló sobre ellas a grandes rasgos para pasar más adelante a detallar cada caso, dándome los nombres, direcciones e informaciones precisas.
Yo tomaba bastantes notas ahora. Cuando llegamos al final de nuestra cuarta vuelta al parque giró a la derecha y salió a la calle 72, condujo un par de manzanas y aparcó en la acera.
– Será un momento -dijo.
Yo me quedé donde estaba mientras él llamaba desde una cabina telefónica en la esquina. Había dejado el motor al ralentí. Yo miré las notas tratando de sacar una idea directriz clara de esos hilos de información que me había facilitado.
Chance retomó su lugar al volante, miró por el retrovisor y efectuó su giro habitual.
– He llamado a mi servicio para saber si tenía algún mensaje.
– Debería tener un teléfono en el coche.
– Demasiado complicado.
Nos dirigimos al sur de Manhattan y nos detuvimos junto a una boca de incendio enfrente de un edificio de ladrillos blancos en la calle 17, entre la Segunda y la Tercera Avenida.
– Es la hora de la colecta -dijo.
Otra vez más dejó el motor al ralentí, pero en esta ocasión transcurrieron quince minutos antes de que reapareciera, pasando delante del portero con un discreto trote para colarse ágilmente detrás del volante.
– Ahí es donde vive Donna -dijo-. ¿Le he hablado de Donna?
– La poetisa.
– Ella está muy contenta. Dos de sus poemas han sido aceptados por una revista de San Francisco. Recibirá seis ejemplares gratis del número en que aparezcan sus poemas. Eso es lo único que recibirá, ejemplares de la revista.
El disco cambió a rojo delante de nosotros. Chance aminoró la marcha, miró a derecha y a izquierda y se saltó tranquilamente el semáforo diciendo:
– Una o dos veces sus poemas han aparecido en revistas que le han pagado. En cierta ocasión la suma ascendió a veinticinco dólares. Es lo máximo que ha recibido hasta ahora.
– Parece difícil ganarse la vida de esa manera.
– Un poeta no puede ganar dinero. Las fulanas son perezosas, pero ésta no es perezosa cuando se trata de sus poemas. Ella pude aguantar sentada hasta seis y ocho horas buscando las palabras precisas, y siempre tiene una docena de poemas en el correo. Se los devuelven de un sitio y ella los vuelve a enviar a otro diferente. Se gasta más en sellos que lo que le pagan por sus poemas.
Se calló un instante. Sonrió suavemente cuando dijo:
– ¿Sabe cuánto dinero me acaba de dar? Ochocientos dólares, y eso solamente en los dos últimos días. Por supuesto hay días en los que el teléfono se vuelve mudo.
– Pero el promedio sigue siendo bastante alto.
– Es mejor que la poesía -me miró-. ¿Le apetece dar una vuelta?
– ¿No es eso lo que hemos estado haciendo?
– Hemos estado haciendo círculos -terció-. Ahora voy a llevarle a otro mundo.
Bajamos por la Segunda Avenida y atravesamos la parte baja este de la ciudad para acabar cogiendo el puente de Williamsburg y salir a Brooklyn. Tras el puente giramos tantas veces que perdí el sentido de la orientación y las señales indicadoras de los nombres de las calles no me decían nada. De todas formas observando los barrios pasar de judío a italiano o a polaco tenía una ligera idea de donde nos hallábamos.
En una calle sombría y silenciosa, repleta de casas de dos portales, Chance se detuvo cuando llegamos delante de un edificio de ladrillo de dos plantas con el portón del garaje emplazado en medio de la fachada. Lo abrió por medio de un control remoto, luego, una vez que entramos, lo cerró. Yo le seguí por una escalera que conducía a una espaciosa habitación con un techo muy elevado.
– Me pregunto si sabrá dónde estamos.
– Quizá en Greespoint -respondí.
– Bravo. Parece conocer bastante bien Brooklyn.
– No esta parte de acá. El mercado de carne me dio una pista, leí un cartel anunciando Kielbasa.
– Ya veo. ¿Sabe de quién es esta casa? ¿Oyó alguna vez hablar del doctor Casimir Levandowski?
– No.
– No me sorprende. Es un abuelete ya retirado y reducido a una silla de ruedas. Es un tipo excéntrico, muy reservado. Esta casa fue en su día una estación de bomberos.
– Sí, ya me imaginé algo parecido.
– Hace unos años un par de arquitectos la compraron y la remodelaron. Sólo salvaron la pared exterior. Debían tener bastantes dólares porque no repararon en gastos. Mire el suelo, mire las molduras de las ventanas.
El señalaba los detalles a la vez que yo los alababa. Prosiguió diciendo:
– Pasó un tiempo y se cansaron del lugar, o el uno del otro, no lo sé. Fue entonces cuando vendieron la casa al doctor Levandowski.
– ¿Y él vive aquí?
– Él no existe. Los vecinos nunca ven al viejo matasanos. Tan sólo ven a su fiel criado negro que entra y sale con el auto. Es mi casa, Matthew. ¿Le puedo servir de guía?
Era una mansión extraordinaria. Había un gimnasio en la segunda planta perfectamente equipado con máquinas de pesas, sauna y un jacuzzi. Su habitación estaba en la misma planta, y la cama cubierta con una colcha de pieles, estaba situada debajo de una claraboya. Una biblioteca en el primer piso ocupaba toda una pared y al lado había una mesa de billar. Se veían máscaras africanas por todas partes y alguna escultura aquí y allá. Chance me señalaba alguna pieza indicándome el nombre de la tribu donde provenían. Yo le mencioné las máscaras que había visto en el apartamento de Kim.
– Máscaras de la sociedad Poro -dijo-. De la tribu de los Dan. Tengo un par de máscaras en todos los apartamentos de mis chicas. No son los objetos más preciosos, por supuesto, pero tampoco son ninguna basura. Yo no poseo ninguna basura.
El descolgó de la pared una máscara bastante rudimentaria y me la tendió para mi examen. La abertura de los ojos no era rectangular y todos los rasgos eran muy geométricos; el conjunto, en su aspecto primitivo, daba impresión de fuerza.
– Ésta es una máscara Dogan -dijo-. Cójala con las manos. Los ojos no bastan para apreciar la escultura. Las manos tienen que tomar parte. Venga cójala.
La cogí. Pesaba algo más de lo que había pensado. La madera en la que estaba esculpida debía ser muy densa.
Chance tomó el teléfono que había en una mesita y marcó un número.
– ¿Sí, querida? ¿Algún mensaje? -Escucho un momento y luego colgó-. Paz y tranquilidad. ¿Le puedo ofrecer una taza de café?
– Si no es una molestia.
Me aseguró que no. Mientras el café se hacía me dijo que los artesanos africanos no consideraban sus obras como piezas de arte.
– Todo lo que hacen tienen una función específica -explicó-. Proteger la casa, espantar los espíritus o ser utilizado en un rito específico de la tribu. Si la máscara ha perdido su poder la arrojan y esculpen una nueva. La vieja es ya basura, la queman o la desarman porque no sirve más.
Se echó a reír.
– Luego llegaron los europeos y descubrieron el arte africano. Algunos pintores franceses se inspiraron en estas máscaras. Ahora se ha llegado a la situación en donde, en África, los artesanos se pasan el día haciendo máscaras para exportarlas a Europa y a América. Ellos reproducen las viejas formas porque son las que los clientes quieren, pero es gracioso, las obras no valen nada. No están habitadas. No son verdaderas, Usted la mira, la toma en sus manos, luego toma una auténtica y notará enseguida la diferencia -si es que verdaderamente ama el objeto-. Tiene gracia ¿verdad?
– Interesante.
– Si tuviera algunas de esas basuras por aquí, se la enseñaría, pero no la tengo. Compré algunas al principio. Uno debe cometer equivocaciones para llegar a lo auténtico. Pero me libré de ello, lo quemé en esa chimenea de ahí -sonrió-. La primera pieza que compré aún la conservo. Está colgada en el dormitorio. Una máscara Dan, Sociedad Poro. No sabía un carajo de arte africano pero la vi en una tienda de antigüedades y me atrajo su integridad artística -se detuvo, negó con la cabeza-. ¡Qué digo! Lo que pasó fue que miré a la pieza de madera negra lisa y creí ver un espejo. Yo me vi, vi a mi padre, vi el pasado. ¿Sabe lo que quiero decir?
– No estoy seguro.
– Demonios, quizá yo tampoco lo esté. ¿Sabe lo que pensaría uno de esos artesanos de esto? Pensaría: "Mierda. ¿Qué coño quiere este negro con todas esas viejas máscaras? ¿Por qué coño las cuelga de la pared?". El café está listo. Quiere el suyo solo, ¿verdad?
Prosiguió diciendo:
– ¿Cómo se las apaña un detective para detectar? ¿Por qué empieza usted?
– Moviéndome por ahí hablando con la gente. A menos que Kim haya sido muerta por azar, por un loco. Hay muchas cosas que desconoce de su vida.
– Sin duda.
– Iré a ver a la gente a ver que me pueden decir. Quizá todo encaje y nos lleve a algún sitio, quizá no.
– Mis niñas saben que le pueden hablar con total confianza.
– Eso me ayudará.
– Ellas no tiene que saber necesariamente algo, pero si lo saben…
– Algunas veces la gente sabe cosas sin saber que las saben.
– Y algunas veces las dicen sin saber que las han dicho.
– También es verdad.
Se levantó, puso las manos en las caderas.
– Es curioso. Yo no tenía la intención de traerlo aquí. No pensé que usted necesitara saber nada acerca de esta casa. Y lo he traído sin que usted me lo pidiera.
– Es una casa estupenda.
– Gracias.
– ¿Era Kim de mi misma opinión?
– Ella nunca la ha visto. Ninguna de mis chicas la ha visto. Hay una vieja señora alemana que viene por aquí una vez a la semana para limpiar. Consigue que todo esté reluciente. Ella es la única mujer que ha estado dentro de esta casa. Desde que es mía, se entiende, y los arquitectos que vivían aquí no tenían mucho que ver con mujeres. Aquí está lo que queda del café.
Su café era delicioso. Y yo había bebido bastante, pero era demasiado bueno para rechazarlo. Cuando un poco antes le había mencionado esto, me respondió que era una mezcla de colombiano y jamaicano. Me había ofrecido una libra de ello, pero le comenté que no me serviría de mucho en la habitación de un hotel.
Bebí mi café mientras que él volvía a llamar a su servicio. Cuando colgó el aparato le dije:
– ¿Le importaría darme el número de aquí? ¿O es algún secreto que quiere guardar?
El soltó una carcajada.
– No estoy mucho tiempo aquí. Le será más sencillo si llama a mi servicio.
– De acuerdo.
– Y el número de aquí no le serviría de mucho. Ni siquiera yo lo sé. Tengo que mirar a una vieja letra para estar seguro de no equivocarme. Además si lo marca, no pasa nada.
– ¿Y eso?
– Porque los timbres no suenan. Los teléfonos son para hacer llamadas al exterior. Cuando me establecí en este lugar, me aboné a mi servicio y coloqué extensiones por todos sitios, de manera que nunca estuviera muy lejos de un aparato, pero jamás di el número a nadie, ni siquiera a mi servicio. A nadie.
– ¿Y?
– Y una vez que me encontraba aquí; creo recordar que estaba jugando al billar, el teléfono sonó, lo que me sobresaltó. Era alguien que quería que me subscribiera al New York Times. Luego, dos días más tarde, recibí otra llamada de alguien que se había equivocado. Entonces me di cuenta de que las únicas llamadas que iba a recibir iban a ser números equivocados y gente vendiendo cualquier cosa. Cogí un destornillador y abrí todos los aparatos. Hay un pequeño martillo que golpea la campana cuando la corriente pasa por la bobina, de manera que simplemente quité todos los martillos de las extensiones. Marcas el número desde otro teléfono y crees que suena porque no sabes que no hay martillo, pero en la casa no se oye nada.
– Astuto.
– Tampoco hay timbre en la puerta. Hay un botón para llamar junto a la puerta, pero no tiene uso puesto que no está conectado a ningún sitio. Esa puerta nunca ha sido abierta desde que me mudé aquí. Desde fuera no se ve nada a través de las ventanas, y hay alarmas antirrobo por todos lados. No hay muchos asaltos en Greenpoint, este barrio polaco es muy tranquilo, pero el viejo Dr. Levandowski ama su seguridad y su intimidad.
– Sí, eso es lo que parece.
– Yo no estoy muy a menudo, Matthew. Cuando el portón del garaje se cierra tras de mí me aparto del mundo. Nada me puede tocar aquí. Nada.
– Me sorprende que me haya traído aquí.
– A mí también.
Dejamos el dinero para el final. Me preguntó cuánto quería y le respondí que dos mil quinientos dólares.
Me preguntó que cubría el precio.
– No lo sé -dije-. No cobro por horas y no llevo una cuenta de los gastos. Si me doy cuenta que estoy poniendo mucho dinero, o que el asunto se alarga más de la cuenta, entonces le pediría más. Pero no le pasaré factura o le mandaré a juicio si no paga.
– Lo hace todo muy informalmente.
– Así es.
– Me gusta. Dinero en mano y no recibos. No me importa pagar un cierto precio. Mis mujeres me traen mucho dinero, pero también hay una gran parte que se pierde: alquileres, gastos de explotación, primas. Cuando tienes una fulana instalada en un edificio tienes que pagar a la mitad de éste. No puedes simplemente dar veinte dólares al portero en Navidades, como lo hacen los otros inquilinos. Es más bien del orden de veinte al mes y cien en Navidades, y lo mismo con todos los empleados. Y eso suma.
– Supongo que sí.
– Pero aún queda bastante. Y no lo gasto en Coca-Colas o en el juego. ¿Cuánto ha dicho? ¿Dos mil quinientos? He pagado más del doble por la máscara Dogo que usted tuvo entre sus manos. Pagué seis mil doscientos dólares, más una comisión del diez por ciento que hubo que pagar a los organizadores de la exposición. ¿Eso hace cuánto? Seis mil ochocientos veinte. Y todavía hay que añadir los impuestos.
Me callé, él añadió:
– Mierda, no sé qué quiero probar. Que soy un negro rico, sin duda. Dispénseme un momento.
Volvió con un fajo de billetes de cien. Contó veinticinco billetes usados en circulación. Me pregunté cuánto dinero tendría en efectivo en la casa, cuánto solía llevar consigo. Hace años conocí un usurero que tenía por regla no salir nunca de casa sin tener al menos diez mil dólares en el bolsillo. No hacía de ello un secreto y todos los que conocían estaban al corriente del paquete que cargaba.
Si bien, nunca nadie trató de quitárselo.
Me llevó a casa. Tomamos un camino de vuelta diferente: el puente de Pulaski, Queens y luego a través del túnel de Manhattan. Ninguno de los dos hablamos mucho y en algún momento del camino me caí dormido porque tuvo que ponerme una mano en el hombro para despertarme.
Pestañeé, me enderecé en el asiento. Estábamos aparcados delante de mi hotel.
– Servicio de reparto a domicilio -dijo.
Me bajé y me quedé en la acera. El dejó pasar dos taxis para realizar su giro. Miré el Cadillac alejarse hasta que se perdió de vista.
Las ideas me bullían en mi cabeza como nadadores exhaustos. Estaba muy fatigado para pensar. Me fui a la cama.