Esa noche, hacia las diez y media, entré en el Pub de Poogan's en la calle 72 Oeste y salí enseguida. Una llovizna persistente había comenzado a caer hacía una hora más o menos. La mayoría de la gente en la calle portaba paraguas. No era mi caso, sin embargo llevaba sombrero, y me detuve un momento en la acera para ajustar el ala.
Al otro lado de la calle, vi un Mercury detenido con el motor al ralentí.
Doblé a la izquierda y entré en el Top Knot. Me fijé de inmediato en Danny Boy que estaba sentado en una mesa del fondo, de cualquier manera me acerqué a la barra y pregunté si estaba allí. Debí hablar demasiado alto porque muchos de los clientes me miraron. El barman hizo un gesto señalando el fondo. Caminé hasta allí y me reuní con él.
No estaba solo. Compartía su mesa con una joven esbelta, con rostro de zorro y con los cabellos tan blancos como los suyos, salvo que en el caso de la joven la naturaleza no era la culpable de la coloración. Tenía las cejas depiladas y su frente relucía. Danny Boy me la presentó bajo el nombre de Bryna, añadiendo:
– Rima con angina, entre otras cosas.
La interesada sonrió, descubriendo unos pequeños y agudos colmillos.
Acerqué una silla y me dejé caer de golpe. Dije:
– Danny Boy, puedes hacer circular esto: sé quién es el novio de Kim Dakkinen. Sé quién la mató y por qué la mató.
– Matt, ¿estás bien?
– Perfectamente. ¿Sabes por qué me costó tanto seguirle los pasos al novio de Kim? Porque no era un tipo que se dejara ver. No la llevaba a clubs, no jugaba o apostaba, no pisaba los bares. No tenía contactos con nadie.
– ¿Has estado bebiendo, Matt?
– ¿Te crees que estás en los tiempos de la inquisición? ¿Qué te importa si he estado bebiendo o no?
– Me lo preguntaba. Estás hablando demasiado alto.
– Tan sólo estoy tratando de contarte lo de Kim -dije-, lo de su novio. Mira, él estaba en el negocio de las joyas. No era rico. No pasaba hambre. Se ganaba la vida, eso es todo.
– Bryna -terció-, ¿por qué no te vas a empolvar la nariz un ratito?
– Déjala que se quede. Creo que su nariz está perfecta.
– Matt…
– Lo que te estoy diciendo no es ningún secreto, Danny Boy.
– Como quieras.
– El joyero -proseguí-, parece ser que empezó a ver a Kim como cliente. Pero algo ocurrió. Se enamoró de ella; habría que saber por qué.
– Son cosas que ocurren.
– Desde luego. En cualquier caso, eso fue lo que ocurrió. Mientras, una gente se puso en contacto con él. Ellos tenían unas piedras preciosas que jamás vieron las aduanas y no tenían facturas para ellas. Esmeraldas. Esmeraldas colombianas de la mejor calidad.
– ¿Matt, te importaría decirme por qué coño me estás contando todo esto?
– Es una historia interesante, ¿no?
– No sólo me lo estás contando a mí, se lo estás contando a todo el local. ¿Sabes lo que estás haciendo?
Lo miré fijamente.
– Bueno, está bien -dijo al cabo de un momento-. Bryna escúchale bien, querida. Este loco quiere hablar de esmeraldas.
– El novio de Kim será un intermediario, vendiendo las esmeraldas que esa gente traía clandestinamente. El ya lo había hecho en otras ocasiones y se había ganado unos cuantos dólares. Sólo que en esta ocasión estaba enamorado de una dama muy cara. De un golpe quería sacar un buen pedazo, de manera que intentó una jugarreta.
– ¿Cómo?
– No lo sé. Puede que tratara de cambiar las piedras. Puede que se quedara con más dinero. Puede que se hiciese con todo el paquete y se largara con él. Debió decirle a Kim algo, porque a causa de eso, ella le dijo a Chance que quería largarse. No iba a seguir haciéndose clientes. En mi opinión creo que el joyero dio el cambiazo y se largó al extranjero a vender las piedras. Durante su ausencia Kim se desembarazó de Chance. Para Kim su regreso sería finalmente el Gran Amor Eterno. Pero él nunca volvió.
– Si nunca volvió, ¿quien la mató?
– La gente a la que hizo la jugarreta. Le pusieron una trampa en esa habitación del Galaxy. Ella debió pensar que se iba a encontrar con él allí. Ella había dejado la prostitución, de manera que no fue al hotel a ver a un cliente. De hecho, ella siempre evitó las citas en los hoteles. Debió recibir una llamada telefónica de alguien que pretendía ser un amigo de su novio y que le dijo que éste último tenía miedo de ir hasta su casa porque tenía la impresión de que lo seguían, de manera que era mejor que se vieran en el hotel.
– Y ella fue.
– Por supuesto. Ella se puso guapa, se atavió con los regalos que él le había hecho: la chaqueta de visón y el anillo de la esmeralda. La chaqueta no valía una fortuna porque el tipo no era rico, no tenía dinero para fundir, pero le pudo ofrecer una esmeralda sensacional porque no le había costado nada. Estaba metido en el negocio, y pudo coger una de esas piedras preciosas importadas clandestinamente y montar un anillo con ella.
– Entonces, ella fue allí y se la cargaron.
– Exacto.
Danny Boy bebió parte de su vodka.
– ¿Por qué? ¿Crees acaso que se la cargaron para recuperar el anillo?
– No. Se la cargaron por cargársela.
– ¿Por qué?
– Porque eran colombianos y ese es su método. Cuando van a por alguien, empiezan eliminando a la familia.
– Joder…
– Quizá piensen que esa es una forma de persuadir a aquellos que quisieran engañarlos. Es bastante frecuente leer casos así en los periódicos, sobre todo en Miami. Toda una familia liquidada porque un tipo ha engañado a otro en un asunto de cocaína. Colombia es un pequeño y rico país. Tienen el mejor café, la mejor marihuana, la mejor cocaína.
– Y las mejores esmeraldas.
– Exacto. El joyero de Kim no estaba casado. Yo, en un principio, creí que lo estaba, y que por eso era difícil seguirle los pasos, pero nunca se casó; puede que nunca haya amado a una mujer hasta enamorarse de Kim, y puede que fuera por ella por lo que estaba dispuesto a cambiar su vida. De cualquier manera era soltero. No tenía esposa, no tenía niños; sus padres habían muerto. ¿Si uno quiere eliminar a la familia de un tipo así, qué hay que hacer? Cargarse a su novia.
La cara de Bryna se había vuelto tan blanca como sus cabellos. No le gustaban las historias donde mataban a las novias.
– El asesinato fue perfecto -proseguí-. El asesino se aseguró de no dejar ninguna prueba. Pero hubo algo que lo empujó a hacer una carnicería en vez de proceder rápidamente con una pistola con silenciador. Puede ser que no le gustaran las prostitutas, o bien que se tratara de un misógino. Fuera lo que fuera, él se descargó sobre Kim.
Luego se limpio, se llevó las toallas sucias, el machete, y se fue. Dejó la chaqueta de visón, el dinero del bolso, pero no olvidó el anillo.
– ¿Porque era demasiado valioso?
– Es posible. No tenemos ninguna prueba del valor del anillo, y por lo que sé lo único que puedo asegurar es que era un cristal tallado y que ella se lo había comprado a sí misma. Pero puede que fuera una esmeralda, y aunque no lo fuera, el asesino debió pensar que lo era. Una cosa es que dejes unos pocos cientos de dólares en el lugar del crimen para dejar constancia de que no has matado a la víctima para robarle, y otra cosa es que dejes una esmeralda que podía llegar a valer cincuenta mil dólares; y encima cuando se trata de tu esmeralda.
– Entiendo.
– El recepcionista en el Galaxy era un colombiano, un muchacho llamado Octavio Calderón. Puede que fuera una coincidencia. Hoy en día la ciudad está llena de colombianos. Quizá el asesino escogió el Galaxy porque conocía a alguien que trabajaba allí. Pero eso no tiene importancia. Calderón tuvo que reconocer al asesino, o por lo menos había oído hablar de él lo bastante como para tener la boca bien cerrada. Después de que un poli volviera por allí para interrogar a Calderón de nuevo, éste desapareció. Los amigos del asesino le aconsejaron que se esfumara, o bien él se dio cuenta de que no estaba seguro allí. De manera que volvió a Cartagena, o se instaló en otra pensión de Queens.
O puede que estuviera muerto, pensé. Era posible, pero no lo creía. Cuando esa gente mata, les gusta dejar los cadáveres bien a la vista.
– También apareció muerta otra prostituta.
– Sunny Hendryx -dije-. Pero eso fue un suicidio. Puede que la muerte de Kim le afectara demasiado, con lo que el asesino de Kim es moralmente responsable de la muerte de Sunny. Pero de todas formas ella se suicidó.
– Estoy hablando de la que hacía la calle. El travestí.
– Cookie Blue.
– Esa. ¿Por qué la mataron? ¿Para ponerte sobre una pista falsa? Pero tú ni siquiera tenía una pista en ese momento.
– No.
– ¿Entonces por qué? ¿Crees que la primera muerte hizo perder la cabeza al asesino? ¿Que eso desencadenó algo en él y quiso hacerlo de nuevo?
– Creo que forma parte de eso -dije-. Nadie haría una segunda carnicería como esa a menos de que no disfrutara con la primera. No sé si mantuvo relaciones sexuales con su víctima, pero el placer que tuvo al matarlas tiene que tener un origen sexual.
– ¿Entonces escogió a Cookie para pasarlo bien?
Bryna palideció de nuevo. Ya era bastante penoso oír como alguien se hacía asesinar por ser la novia de alguien, pero aún peor oír que uno podía ser asesinado al azar.
– No -dije-, Cookie fue muerta por una razón concreta. El asesino la fue a buscar; pasó delante de otras fulanas hasta que la encontró. Cookie era de la familia.
– ¿De la familia? ¿De qué familia?
– De la familia del novio.
– ¿Entonces el joyero tenía dos novias? ¿Una call-girl y un travestí callejero?
– Cookie no era su novia. Era su hermano.
– Cookie…
– Al principio, Cookie Blue se llamaba Mark Blaustein. Mark tenía un hermano mayor llamado Adrian que se metió en el negocio de las joyas. Adrian Blaustein tenía una novia llamada Kim, y unos socios colombianos.
– Entonces había una relación entre Kim y Cookie.
– La tenía que haber. Estoy seguro de que nunca se conocieron. Dudo de que Mark y Adrian tuvieran contactos en estos últimos años. Eso explicaría por qué le llevó tanto tiempo al asesino encontrar a Cookie. Pero yo sabía que tenía que haber un vínculo por algún sitio. Es gracioso, no hace mucho que le dije a alguien que eran hermanas en el alma. Y era casi verdad. Eran casi hermanas políticas.
Reflexionó un momento sobre lo que le había dicho, le dijo a Bryna que nos dejara solos un momento. Esta vez no me interpuse. Ella abandonó la mesa y Danny Boy hizo un gesto a la camarera. Pidió vodka para él y me preguntó qué quería.
– Nada por ahora -dije.
Cuando le trajeron el vodka tomó un sorbo y posó el vaso en la mesa.
– Has avisado a los polis.
– No.
– ¿Por qué no?
– No he tenido tiempo.
– Has preferido venir aquí.
– Así es.
– Yo, puedo tener la boca callada, Matt, pero Bryna la Vagina no sabe cómo. Piensa que lo que almacenamos en el cerebro se va acumulando y el cerebro acaba por explotar. Y no va a correr ese riesgo. De todas maneras, hablaste lo bastante alto como para que la mitad del local oyera lo que has dicho.
– Lo sé.
– Me lo figuraba. ¿Qué quieres?
– Quiero que el asesino sepa lo que yo sé.
– No creo que tarde mucho.
– Quiero que lo pases, que lo hagas circular, Danny. Me voy a ir, voy a volver a pie a mi barrio, luego pasaré un par de horas en Armstrong, tras lo que subiré a mi habitación.
– Te van a matar, Matt.
– Este cabrón solo mata mujeres.
– Cookie no era sino media mujer. Puede que esté subiendo a un eslabón superior.
– Puede.
– Quieres que se te eche encima.
– Parece que es eso, ¿no?
– Lo que me parece es que estás loco, Matt. Traté de hacerte entender lo que estabas haciendo nada más llegar. Traté de calmarte un poco.
– Lo sé.
– Puede que ya sea demasiado tarde, lo pase o no.
– Lo es. Antes de venir aquí me di una vueltecita por el Harlem. ¿Conoces a Royal Waldron?
– Por supuesto que conozco a Royal.
– Hemos estado hablando un poco los dos. Royal suele tratar bastante con unos colombianos.
– No me extraña con el tipo de negocios en los que está metido.
– Entonces es probable que ya estén al corriente. Pero tú puedes pasarlo también. Como seguro.
– ¿Seguro? ¿Qué es lo contrario de seguro de vida?
– No lo sé.
– Un seguro de muerte. Es posible que estén ahí fuera esperándote.
– Sí, es posible.
– ¿Por qué no te acercas hasta el teléfono y llamas a los bofias? Ellos te recogerían en un coche y te llevarían a algún sitio a hacer una declaración. Para algo pagamos a esos cabrones, ¿no?
– Quiero el asesino. Lo quiero cara a cara.
– Tú no tienes sangre latina. ¿Por qué te haces ahora el macho?
– Tú sólo pasa el mensaje, Danny.
– Siéntate un momento -se inclinó hacia delante, bajó el tono de voz-. Supongo que no irás a salir de aquí sin una pieza de artillería. Estate un minuto sentadito y te traeré algo.
– No necesito un arma.
– No, claro que no. ¿Quién la necesita? Le puedes arrancar el machete de las manos y hacérselo comer. Luego le rompes las piernas y lo abandonas en un callejón.
– Eso es lo que pensaba hacer.
– ¿Me vas a dejar que te consiga un arma? -me preguntó penetrándome con la mirada-. Ya tienes una. La llevas encima, ¿no es así?
– No necesito un arma.
Y era verdad. Cuando estaba saliendo del Top Knot eché la mano al bolsillo y sentí la culata y el gatillo del pequeño 32 ¿Quién lo necesitaba? De todas formas un arma tan pequeña como esa no tenía mucho efecto disuasorio.
Sobre todo cuando no eres capaz de apretar el gatillo.
Afuera seguía lloviendo, pero no con más intensidad que antes. Agarré el ala de mi sombrero y oteé el panorama alrededor de mí.
El Mercury estaba aparcado al otro lado de la calle. Lo reconocí por los abollones en los parachoques. Mientras estaba ahí parado, el conductor puso en marcha el motor.
Me encaminé hacia Columbus Avenue. Mientras esperaba a que abriera el semáforo vi que el Mercury hacía un giro de ciento ochenta grados y se aproximaba hacia mí. El semáforo se abrió y crucé la calle.
Tenía el arma en mi mano y mi mano en el bolsillo. El índice sobre el gatillo. Recordé como había temblado el gatillo bajo mi dedo no hace mucho tiempo.
Me hallaba en la misma calle.
Seguí caminando hacia el sur. Una o dos veces, miré por encima de mi hombro. El Mercury no dejaba de seguirme, a una manzana de distancia.
No estuve en ningún momento tranquilo, pero me puse particularmente tenso cuando llegué a la manzana donde había sacado el revólver la otra vez. No podía dejar de mirar hacia atrás, esperando a que en cualquier momento el Mercury se me echara encima. Hubo un momento en que me giré, fue un acto reflejo al oír el ruido de unos frenos, pero me di cuenta de que el ruido de la frenada venía de mucho más abajo.
Tenía los nervios a flor de piel.
Pasé delante del lugar donde me había tirado y rodado por el suelo. Miré el sitio donde la botella se había roto. Todavía había algunos vidrios en la acera, pero eso no significaba que vinieran de la misma botella. Todos los días se rompen infinidad de cristales.
Seguí caminando hasta llegar a Armstrong. Una vez allí entré y pedí un pedazo de tarta y un café. Guardé mi mano derecha en el bolsillo mientras inspeccionaba con la vista el lugar. Tras acabar la tarta, volví a poner la mano en el bolsillo y bebí el café con la izquierda.
Cuando lo terminé pedí una segunda taza.
El teléfono sonó. Trina contestó, luego se acercó a la barra e intercambio unas palabras con un tipo alto de cabellos rubios. El tipo se acercó al teléfono. Estuvo hablando unos minutos. Cuando colgó, echó un vistazo alrededor y se dirigió a mi mesa. Sus manos estaban bien a la vista. Me dijo:
– ¿Scudder? Soy George Lightner. No creo que nos conozcamos -acercó una silla y se sentó a mi lado-. Acabo de hablar con Joe. Afuera no ocurre nada, ningún movimiento extraño. Hay un par de los nuestros escondidos en el Mercury, además Joe ha puesto a un par de tiradores en las ventanas del segundo piso de la casa de enfrente.
– Perfecto.
– Yo y esos dos de la mesa de allá somos los que estamos aquí. Supongo que nos habrá reconocido cuando entramos.
– Reconocí a esos dos. Pero no sabía si usted era un policía o el asesino.
– Hombre, gracias. Este es un sitio agradable. Usted lo frecuenta bastante, ¿no?
– Solía.
– Es tranquilo. Me gustaría volver en otra ocasión cuando pueda tomar otra cosa que no sea café. Están vendiendo un montón de café esta noche; entre usted y yo y los otros dos de enfrente.
– El café de aquí es bueno.
– Sí, no está mal. Sin duda es mejor que la porquería que bebemos en la comisaría -encendió un cigarrillo-. Joe también me dijo que no hay novedades en los otros sitios. Tenemos a dos hombres con su amiga en su casa, y hay otros dos con las tres fulanas en East Side -sonrió-. Ese es el puesto que me tenía que haber tocado. Pero uno no puede tenerlo todo, ¿eh?
– No, supongo que no.
– ¿Cuánto tiempo piensa quedarse aquí? Joe cree que si el tipo no ha dado el paso, ya no lo dará esta noche. Lo podemos cubrir todo el camino hasta su hotel. Por supuesto no le podemos asegurar contra la posibilidad de que esté apostado en una azotea o en una ventana en el último piso de un edificio. Hemos hecho una inspección de los tejados antes, pero eso no es una garantía.
– No creo que lo haga desde lejos.
– Entonces tenemos mucha ventaja. A propósito, ¿lleva el chaleco antibalas?
– Sí.
– Vale más. Hombre tampoco es muy eficaz, no le servirá de nada contra un corte, pero nadie se le va a acercar tanto. Pensamos que si está ahí afuera, se le echará encima entre aquí y la puerta de su hotel.
– Yo también pienso lo mismo.
– ¿Cuándo quiere enfrentarse con el diablo?
– Dentro de un momento, cuando acabe con el café.
– De acuerdo -dijo incorporándose-. Disfrútelo.
Volvió a su lugar en el bar. Acabé mi café, me levanté, fui al servicio y comprobé que el 32 estaba bien cargado. Un cartucho bajo el percutor, tres más en la recámara. Le pude haber pedido a Durkin un par de cartuchos más para rellenar el barril. Incluso me pudo haber dejado un arma y más potente. Pero ni siquiera sabía que llevaba el 32 y yo no quise decírselo. De la manera que estaba previsto que sucediese no estaba previsto que yo tuviese que disparar sobre nadie. Se suponía que el asesino caería en nuestra red.
Salvo que no iba a suceder de ese modo.
Pagué la cuenta y dejé una propina. No iba a funcionar. Lo sentía. Ese hijo de puta no estaba ahí fuera.
Atravesé la puerta y salí a la calle. La lluvia era prácticamente inexistente. Miré al Mercury y eché un vistazo a los edificios de enfrente, preguntándome dónde estaban escondidos los tiradores. No tenía importancia. Ellos no iban a tener que trabajar esta noche. Nuestro hombre no había mordido el anzuelo.
Caminé hasta la calle 57, sin separarme de la acera, por si acaso se las hubiera resuelto para esconderse en la sombra de un portal. Caminé lentamente, esperando que tuviera razón y que él no lo intentara hacer desde lejos, porque los chalecos no siempre paran las balas y no sirven de nada en el caso de que una bala te dé en la cabeza.
Pero qué más daba. Mierda, sabía que no estaba ahí.
Respiré aliviado cuando llegué al hotel. Sin embargo no dejaba de ser una decepción.
Había tres agentes de civil en el vestíbulo. Se identificaron al momento. Permanecí con ellos durante unos minutos, luego Durkin llegó solo. Estuvo charlando con uno de sus hombres, luego vino hasta mí.
– Menuda chapuza.
– Eso parece.
– Mierda. Lo teníamos todo cubierto. Puede que oliera algo, pero no veo cómo. O tal vez volara a su maldito Bogotá y estamos tendiendo una trampa a alguien que está en otro continente.
– Es posible.
– En cualquier caso, es mejor que vaya a dormir. Si es que no está demasiado nervioso para conciliar el sueño. Tómese un par de copas y olvídese de todo durante siete u ocho horas.
– Buena idea.
– Los chicos han estado vigilando el vestíbulo durante todo el día. No ha habido visitantes ni nuevos clientes. Voy a dejar a alguien de guardia durante la noche.
– ¿Lo cree necesario?
– No creo que le venga mal.
– Lo que diga.
– Hemos hecho todo lo posible, Matt. Tenemos que conseguir echarle el guante a ese cabrón porque sólo Dios sabe el mal que hacen a la ciudad esos malditos contrabandistas. Pero… unas veces tienes suerte y otras no.
– Lo sé.
– Cogeremos a ese cerdo tarde o temprano, lo sabe.
– Por supuesto.
– Bien -dijo y pasó su peso a la otra pierna con dificultad-. Venga, vaya a descansar, ¿eh?
– De acuerdo.
Subí en el ascensor. No estaba en Sudamérica, pensé. Estaba seguro de que no estaba en Sudamérica. Estaba aquí en Nueva York dispuesto a matar de nuevo porque le gustaba.
Puede que ya lo hubiera hecho. Puede que matando a Kim se diera cuenta que le gustaba. Le había gustado tanto que lo había hecho otra vez y de la misma manera. La próxima vez no necesitaba una excusa. Tan sólo una víctima, un cuarto en un hotel y su fiel machete.
Durkin me había sugerido que me tomara un par de copas.
Ni siquiera tenía ganas de beber.
Diez días, pensé. Si te acuestas sin beber serán diez días.
Saqué el arma de mi bolsillo y la posé sobre la cómoda. Aún tenía el brazalete de marfil envuelto en servilletas en el otro bolsillo. Lo saqué, y lo puse junto al revólver. Me quité los pantalones y la chaqueta, colgué las prendas en el armario. Desabroché la camisa. El chaleco era lo más difícil de quitar y lo más incómodo de llevar. La mayoría de los policías que conocía odiaban tener que cargar con él. Por otra parte a nadie le gustaba recibir un balazo en el pecho.
Cuando por fin me lo quité, lo doblé y lo posé en la cómoda al lado del revólver y del brazalete. No sólo son prendas incómodas sino que también son sofocantes. Este me había hecho transpirar y tenía la camiseta cubierta de sudor. Me la quité junto con los calzoncillos y los calcetines, y de repente, sentí un clic; una pequeña alarma se puso en funcionamiento en mi cerebro y me giré hacia el cuarto de baño cuando la puerta se abrió de golpe.
Se abalanzó en la habitación, un hombre grande, de piel oliva, mirada salvaje. Estaba tan desnudo como yo, pero en sus manos había un machete con una hoja resplandeciente de más de treinta centímetros.
Le arrojé el chaleco. Con un movimiento del machete lo apartó. Agarré el revólver de la cómoda y salté a un lado para esquivar el machete en su caída. El levantó el brazo y yo le metí cuatro tiros en el pecho.