8

Camino de la questura, Brunetti llamó a Paola para avisar de que no almorzaría en casa, entró en una trattoria y tomó un plato de pasta que no saboreó y unos trozos de pollo. Simple carburante para propulsarlo durante la tarde. Cuando llegó al trabajo, encontró en su escritorio una nota que decía que el vicequestore Patta deseaba verlo en su despacho a las cuatro.

Llamó al hospital y dejó un mensaje a la secretaria del dottor Rizzardi, el médico forense, para que le preguntara si podría encargarse personalmente de la autopsia de Francesco Rossi. Después hizo otra llamada que inició el proceso burocrático para proceder a la autopsia y bajó a la sala de agentes, para ver si había llegado el sargento Vianello, su ayudante. Lo vio sentado a su mesa, con una gruesa carpeta abierta ante sí. Vianello, aunque no mucho más alto que su superior, daba la impresión de ocupar mucho más espacio.

Al entrar Brunetti, el sargento alzó la mirada e inició el movimiento de ponerse en pie, pero el comisario lo atajó con un ademán. Entonces, al darse cuenta de que en la sala había otros tres agentes, cambió de idea e indicó la puerta con un rápido gesto del mentón. El sargento cerró la carpeta y siguió a Brunetti a su despacho.

Cuando estuvieron sentados frente a frente, Brunetti preguntó:

– ¿Ha leído la noticia del hombre que se cayó del andamio en Santa Croce?

– ¿El del Ufficio Catasto? -preguntó Vianello, aunque en realidad no era una pregunta. Brunetti asintió y el sargento, ahora sí, preguntó-: ¿Por qué lo pregunta, comisario?

– Ese hombre me llamó el viernes. -Brunetti hizo una pausa, para dar lugar a que Vianello preguntara, pero como el otro no decía nada, prosiguió-: Dijo que quería hablarme de algo que ocurría en su oficina, pero me llamaba por el telefonino y, cuando le dije que no era seguro, quedó en volver a llamar.

– ¿Y no llamó? -interrumpió Vianello.

– No. -Brunetti negó con la cabeza-. Estuve esperando hasta más de las siete y al marchar dejé el número de mi casa por si llamaba, pero no llamó. Y esta mañana he visto su foto en el periódico. He ido al hospital pero ya era tarde. -Nuevamente, hizo una pausa, esperando el comentario de Vianello.

– ¿Por qué ha ido al hospital, comisario?

– Ese hombre sufría de vértigo.

– ¿Cómo dice?

– Cuando estuvo en mi casa… -empezó Brunetti, pero Vianello lo interrumpió:

– ¿Estuvo en su casa? ¿Cuándo?

– Hace meses. Vino a hablarme de los planos o del expediente de mi apartamento que tienen ellos. O que no tienen. En realidad, eso no hace al caso. Lo cierto es que quería ver unos papeles. Me habían enviado una carta. Pero ya no importa por qué vino sino lo que ocurrió mientras estaba en mi casa.

Vianello no dijo nada, pero su ancha cara reflejaba curiosidad.

– Mientras hablábamos, le pedí que saliera a la terraza a mirar las ventanas del piso de abajo. Creí que demostrarían que las dos plantas habían sido agregadas al mismo tiempo, lo cual podía influir en la decisión que tomara la oficina acerca del apartamento. -Al decirlo, Brunetti advirtió que no tenía la menor idea de cuál era esa decisión, si algo había decidido el Ufficio Catasto.

»Yo me había asomado a mirar las ventanas del piso de abajo y, cuando me volví hacia él, fue como si le hubiera enseñado una víbora. Estaba paralizado. -Al ver el escepticismo con que Vianello acogía su explicación, matizó-: Por lo menos, eso me pareció. Pero lo cierto es que estaba asustado. -Calló y miró a Vianello.

Vianello no dijo nada.

– Si usted lo hubiera visto, sabría lo que quiero decir -dijo Brunetti-. La idea de asomarse a la terraza lo aterraba.

– ¿Y entonces?

– Entonces ese hombre nunca se hubiera atrevido a pasearse por un andamio y, menos, solo.

– ¿Le dijo algo?

– ¿De qué?

– De si sufría de vértigo.

– A eso iba, Vianello. No tuvo que decir nada porque lo tenía escrito en la cara. Estaba aterrado. Cuando una persona tiene tanto miedo a algo, no puede vencerlo. Es imposible.

Vianello probó otro enfoque.

– Lo cierto es que él no le dijo nada, comisario. Es lo que trato de hacerle entender. Es decir, de hacerle considerar. Usted no sabe si lo que lo asustó era la idea de asomarse a la terraza. Pudo ser otra cosa.

– Claro que pudo ser otra cosa -admitió Brunetti con impaciencia e incredulidad-. Pero no fue otra cosa. Yo lo vi. Yo estaba con él.

Vianello, complaciente, preguntó:

– ¿Y eso significa?

– Eso significa que él no se subió al andamiaje por su voluntad, que no cayó por accidente.

– ¿Piensa que lo mataron?

– No lo sé -reconoció Brunetti-. Pero no creo que él fuera allí por su voluntad o, si fue a la casa, no salió al andamio de buen grado.

– ¿Usted lo ha visto?

– ¿El andamiaje?

Vianello asintió.

– No ha habido tiempo.

Vianello se subió la bocamanga y miró el reloj.

– Ahora habría tiempo, comisario.

– El vicequestore me espera a las cuatro en su despacho -dijo Brunetti mirando su propio reloj. Faltaban veinte minutos-. Sí -convino-. Vamos.

Entraron en la oficina de los agentes y se llevaron el ejemplar de Vianello de Il Gazzettino de aquel día, que daba la dirección del edificio de Santa Croce. También se llevaron a Bonsuan, el piloto en jefe, diciendo que querían ir a Santa Croce. Por el camino, de pie en la cubierta de la lancha de la policía, los dos hombres estudiaban una guía de la ciudad, en la que localizaron la dirección, en una calle adyacente a campo Angelo Raffaele. La lancha los llevó al extremo del Zattera, a unas aguas en las que un barco enorme, amarrado al muelle, empequeñecía todo el entorno.

– Santo Dios, ¿y qué es eso? -preguntó Vianello cuando la lancha se acercaba.

– Es el crucero que construyeron aquí. Dicen que es el mayor del mundo.

– Es horrible -dijo Vianello levantando la mirada para contemplar las cubiertas superiores, que planeaban a casi veinte metros por encima de sus cabezas-. ¿Y qué hace aquí?

– Traer dinero a la ciudad, sargento -respondió Brunetti ásperamente.

Vianello bajó la mirada al agua y luego la levantó a los tejados de la ciudad.

– Qué putas somos -dijo. Brunetti no creyó oportuno disentir.

Bonsuan saltó de la lancha a poca distancia del enorme barco y la ató al amarre metálico en forma de hongo del muelle, tan grueso que debía de estar destinado a embarcaciones mayores. Al desembarcar, Brunetti dijo al piloto:

– No nos espere, Bonsuan. No sé cuánto tardaremos.

– Si no le importa, comisario, esperaré -dijo el hombre-. Prefiero estar aquí que allá. -A Bonsuan le faltaban sólo unos años para jubilarse, y ahora que la fecha, aunque todavía lejana, ya asomaba por el horizonte, el hombre había empezado a decir lo que pensaba.

La simpatía de los otros dos con los sentimientos de Bonsuan no por callada fue menos sincera. Juntos se alejaron de la lancha para dirigirse hacia el campo, una zona de la ciudad que Brunetti raramente visitaba. Antes solía comer con Paola en un pequeño restaurante de pescado, pero cuando el establecimiento cambió de dueño y la calidad de la comida se deterioró, dejaron de ir. Brunetti había tenido una novia que vivía por allí, pero fue en sus tiempos de estudiante, y ella había muerto hacía años.

Una vez dejaron atrás el puente, cruzaron campo San Sebastiano en dirección a la amplia zona de campo Angelo Raffaele. Vianello, que iba delante, torció inmediatamente por una calle de la izquierda y frente a ellos vieron el andamiaje levantado frente a la fachada del último edificio, una casa de cuatro pisos que parecía llevar años deshabitada. Contemplaron las señales de abandono: las persianas verde oscuro descascarilladas, los boquetes de los canalones de mármol, por los que el agua de la lluvia debía de caer a la calle y, probablemente, también dentro de la casa; el trozo de antena oxidada que colgaba un metro del alero. Aquella casa -por lo menos, para un auténtico veneciano, es decir, una persona dotada de innato interés en la compraventa de inmuebles-, tenía un aire de soledad que saltaba a la vista, incluso de un transeúnte casual.

Hasta el andamiaje parecía abandonado: todas las persianas estaban cerradas. No había señales de que allí se trabajara, ni tampoco de que alguien hubiera sufrido un fatal accidente, aunque Brunetti no estaba seguro de qué hubiera podido indicarlo.

Brunetti retrocedió hasta apoyarse en la pared del edificio de enfrente. Contempló toda la fachada sin ver señales de vida. Cruzó la calle, se volvió y miró el edificio situado frente al andamiaje. También éste parecía deshabitado. Miró entonces a su izquierda: la calle terminaba en un canal y, al otro lado, se veía un jardín.

Vianello, a su propio ritmo, había duplicado los movimientos de Brunetti y dedicado la misma atención a ambos edificios y al jardín. Se acercó a Brunetti.

– Parece posible, ¿verdad?

Brunetti asintió, reconocido.

– Nadie vería nada. En la casa de enfrente no vive nadie, y hasta el jardín parece abandonado. Así que nadie lo vería caer.

– Si es que se cayó -agregó Vianello.

Después de una pausa larga, Brunetti preguntó:

– ¿Tenemos algo sobre el caso?

– Que yo sepa, nada. Creo que en el parte consta como accidente. Vendrían los Vigili Urbani de San Polo a echar un vistazo. Y, si ellos decidieron que había sido un accidente, asunto concluido.

– Vamos a hablar con ellos. -Brunetti se separó de la pared en la que estaba apoyado y se volvió hacia la puerta de la casa. La cerraba una cadena con candado pasada por un aro de hierro clavado en el mármol del dintel.

– ¿Cómo se las arregló para entrar y subirse al andamio? -preguntó Brunetti.

– Quizá eso puedan aclararlo los Vigili -dijo Vianello.


No pudieron. Bonsuan los llevó en la lancha por Rio di San Agostino arriba hasta la comisaría próxima a campo San Stin. El policía de la entrada reconoció al comisario y a su sargento e inmediatamente los condujo al despacho del teniente Turcati, el oficial de guardia, un hombre de pelo negro que vestía un uniforme que parecía hecho a la medida, lo que bastó para que Brunetti se dirigiera a él con formalidad, mencionando su graduación.

Cuando estuvieron sentados y Turcati hubo escuchado lo que Brunetti tenía que decir, pidió el expediente de Rossi. El hombre que llamó para avisar del hallazgo de Rossi también pidió por teléfono una ambulancia después de hablar con la policía. Como el Giustiniani, que era el hospital más próximo, no tenía ambulancias disponibles, Rossi fue llevado al Ospedale Civile.

– ¿Está el agente Franchi? -preguntó Brunetti al leer el nombre que figuraba al pie del informe.

– ¿Por qué? -preguntó el teniente.

– Me gustaría que me explicara algunas cosas.

– ¿Por ejemplo?

– Por qué creyó que se trataba de un accidente. Si Rossi tenía en el bolsillo las llaves del edificio. Si había sangre en el andamio.

– Comprendo -dijo el teniente alargando la mano hacia el teléfono.

Mientras esperaban a Franchi, Turcati preguntó si querían tomar café, pero ellos rehusaron.

Al cabo de unos minutos, pasados en charla trivial, entró un agente. Tenía el pelo rubio, tan corto que apenas se veía y un aspecto tan juvenil que casi parecía que aún no se afeitaba. Saludó al teniente y se quedó en posición de firmes, sin mirar a Brunetti ni a Vianello. «Conque así es como el teniente Turcati dirige su negocio», pensó Brunetti.

– Estos señores quieren hacerle unas preguntas, Franchi -dijo Turcati.

El policía modificó ligeramente la postura, pero a Brunetti no le pareció que se relajara.

– Sí, señor -dijo, todavía sin mirarlos.

– Agente Franchi -dijo Brunetti-, su informe sobre el hallazgo del hombre que sufrió una caída cerca de Angelo Raffaele está muy claro, pero me gustaría hacerle varias preguntas.

Aún de cara al teniente, Franchi dijo:

– ¿Sí, señor?

– ¿Le registró los bolsillos?

– No, señor. Llegué casi al mismo tiempo que los hombres de la ambulancia. Lo habían puesto en una camilla y lo llevaban al barco. -Brunetti no preguntó al policía por qué había tardado en recorrer la corta distancia entre la comisaría y el lugar de los hechos lo mismo que la ambulancia en cruzar toda la ciudad.

– Escribió usted en su informe que el hombre se había caído del andamio. Me gustaría saber si examinó el andamiaje para ver si encontraba algún indicio. Quizá un tablón roto o un trozo de la tela del traje. O quizá una mancha de sangre.

– No, señor.

Brunetti esperaba una explicación y, como no llegaba, preguntó:

– ¿Por qué no, agente?

– Vi al hombre en el suelo, al lado del andamiaje. La puerta de la casa estaba abierta y, cuando miré en su cartera, vi que trabajaba en el Ufficio Catasto, por lo que supuse que estaba haciendo una inspección. -Hizo una pausa y, ante el silencio de Brunetti, agregó-: ¿Comprende a lo que me refiero, señor?

– Dice que cuando usted llegó lo llevaban a la ambulancia.

– Sí, señor.

– Entonces, ¿cómo tenía usted la cartera?

– Estaba en el suelo, medio escondida debajo de un saco de cemento vacío.

– ¿Y dónde estaba el cuerpo?

– En el suelo, señor.

Con voz átona y tono paciente, Brunetti preguntó:

– ¿Dónde estaba el cuerpo en relación con el andamiaje?

Franchi reflexionó y dijo:

– A la izquierda de la puerta, a un metro de la pared.

– ¿Y la cartera?

– Debajo del saco de cemento, como ya le he dicho.

– ¿Y cuándo la encontró?

– Después de que se lo llevaran al hospital. Me pareció que debía echar un vistazo, y entré en la casa. La puerta estaba abierta cuando llegué, tal como escribí en el informe. Y ya había visto que las persianas situadas encima del lugar en el que él había caído estaban abiertas, de modo que no me pareció necesario subir. Fue al salir cuando vi la cartera en el suelo y la recogí. Había una credencial del Ufficio Catasto y pensé que el hombre habría ido a inspeccionar el edificio o algo así.

– ¿Había algo más en la cartera?

– Dinero y tarjetas. Lo traje aquí y lo puse en una bolsa de pruebas. Creo que en el informe hay una lista.

Brunetti volvió la hoja del informe y vio que se mencionaba la cartera.

Levantó la mirada y preguntó a Franchi:

– ¿Observó usted algo más en aquel lugar?

– ¿Qué había de observar, señor?

– Algo que le pareciera extraño o fuera de lugar.

– No, señor. Nada.

– Ya -dijo Brunetti-. Muchas gracias, agente Franchi. -Y agregó, antes de que alguien más pudiera hablar-: ¿Podría traerme esa cartera?

Franchi miró al teniente, que asintió.

– Sí, señor -dijo Franchi, que dio una rápida media vuelta y salió del despacho.

– Parece un joven capaz -dijo Brunetti.

– Sí -respondió el teniente-, es uno de mis mejores hombres. -Hizo un breve resumen del excelente rendimiento de Franchi durante el período de instrucción pero, antes de que pudiera terminar, el joven agente había vuelto con la bolsa de plástico. Dentro había una cartera de piel marrón.

Franchi se paró en la puerta, indeciso, sin saber a quién entregar la bolsa.

– Désela al comisario -dijo el teniente Turcati, y Franchi no pudo disimular la sorpresa al enterarse del rango del hombre que le había interrogado. Fue hacia Brunetti, le entregó la bolsa y saludó.

– Gracias, agente -dijo Brunetti tomando la bolsa de una punta. Sacó el pañuelo y envolvió en él la bolsa cuidadosamente. Luego se volvió hacia el teniente:

– Si lo desea, le firmaré un recibo.

El teniente le acercó una hoja de papel y Brunetti escribió la fecha, su nombre y una descripción de la cartera. Puso su firma al pie, devolvió la hoja a Turcati y abandonó el despacho con Vianello.

Cuando salieron a la calle, había empezado a llover.

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