Con Vianello y los técnicos del laboratorio, Brunetti volvió a la questura en la lancha de la policía, confiando en que el viento disipara el olor que traían consigo del apartamento. Nadie decía nada, pero Brunetti sabía que no se sentiría completamente limpio hasta que se quitara todo lo que llevaba puesto aquel día y estuviera un buen rato debajo de la ducha. A pesar del primer calor de aquella primavera avanzada, le apetecía el contacto del agua caliente y el roce áspero del guante de crin en cada centímetro de piel.
Los técnicos llevaban a la questura los útiles de la muerte de Marco y, aunque no confiaban en encontrar un segundo juego de huellas en la jeringuilla, cabía la posibilidad de que la bolsa de plástico que el chico había dejado en la mesa les proporcionara algo, aunque no fuera más que un fragmento, que coincidiera con huellas que tuvieran archivadas.
Al llegar a la questura, el piloto hizo una aproximación muy rápida y la lancha topó con el embarcadero, haciendo tambalearse a los hombres que estaban en cubierta. Uno de los técnicos tuvo que agarrarse al hombro de Brunetti para no caer por las escaleras de la cabina. El piloto paró el motor, saltó a tierra con el cabo para amarrar la lancha al embarcadero y simuló concentrarse en la operación de hacer los nudos. Sin una palabra, Brunetti saltó de la lancha y entró en la questura seguido por los otros.
Brunetti fue directamente al despachito de la signorina Elettra. Cuando entró, ella estaba hablando por teléfono y, al verlo, levantó una mano para indicarle que esperase. Él se acercó despacio, temiendo llevar consigo el terrible hedor que aún le impregnaba, si no la ropa, por lo menos, la mente. Vio que la ventana estaba abierta y se acercó a ella, parándose junto a un gran ramo de azucenas que despedían aquel olor empalagoso que él siempre había aborrecido.
Al notar su desazón, la signorina Elettra lo miró, apartó el auricular y agitó una mano en un gesto de irritación con su interlocutor. Se acercó el auricular y murmuró varias veces «sí», sin dejar que la impaciencia le llegara a la voz. Al cabo de un minuto, volvió a apartar el aparato, luego se lo acercó bruscamente, dijo «gracias» y «adiós», y colgó.
– Y toda esa historia, para decir que esta noche no vendrá -fue toda la explicación que brindó. No era mucho, aunque lo suficiente como para que Brunetti se sintiera intrigado por el qué y el dónde. Y el quién. No dijo nada.
– ¿Qué tal? -preguntó ella.
– Mal -respondió Brunetti-. Veinte años. Nadie sabía cuánto tiempo llevaba allí.
– Y con este calor -dijo ella en tono de conmiseración.
Brunetti asintió.
– Droga. Sobredosis.
Ella cerró los ojos, dejó pasar un momento y dijo:
– He preguntado a varios conocidos y todos dicen lo mismo, que Venecia es un mercado muy pequeño para la droga. -Hizo una pausa y prosiguió-: Pero tiene que ser lo bastante grande como para que alguien haya vendido a ese chico lo que lo ha matado. -A Brunetti se le hizo extraño oírla llamar «chico» a Marco, cuando ella misma tendría apenas diez años más.
– Tengo que llamar a los padres -dijo Brunetti.
Ella miró el reloj y Brunetti la imitó, descubriendo con asombro que no era más que la una y diez. La muerte hacía perder la noción del tiempo; le parecía haber estado varios días en aquel apartamento.
– ¿Por qué no espera un poco, comisario? -Anticipándose a su pregunta, ella explicó-: Así el padre estará en casa y habrán almorzado. Será preferible que estén juntos cuando se lo diga.
– Tiene razón. No lo había pensado. Esperaré. -No tenía ni idea de lo que haría para ocupar el tiempo de la espera.
La signorina Elettra adelantó el cuerpo, tecleó en el ordenador y la pantalla quedó en blanco.
– Me parece que saldré a tomar un ombra antes del almuerzo. ¿Me acompaña, comisario? -Se sonreía por su descaro: invitar a una copa a un hombre casado que, además, era un superior…
Brunetti, conmovido por la magnanimidad del ofrecimiento, dijo:
– Con mucho gusto, signorina.
Brunetti hizo la llamada poco después de las dos. Se puso al teléfono una mujer, él pidió por el signor Landi y suspiró un «gracias» mudo, dirigido no sabía a quién, cuando ella, sin mostrar curiosidad, dijo que enseguida avisaba a su marido.
– Landi -dijo una voz grave.
– Signor Landi -dijo Brunetti-, soy el comisario Guido Brunetti. Le llamo de la questura de Venecia.
No pudo continuar porque Landi, con voz repentinamente tensa y aguda, cortó:
– ¿Marco?
– Sí, signor Landi.
– ¿Le ha ocurrido algo malo? -preguntó el hombre bajando el tono.
– Lamento decirle que sí, signor Landi.
Por la línea fluía ahora el silencio. Brunetti imaginó a Landi, de pie junto al teléfono, con el periódico en la mano, mirando hacia la cocina, donde su mujer recogía los platos después de haber comido en paz por última vez en su vida.
La voz de Landi se hizo casi inaudible, pero Brunetti pudo ponerle el sonido fácilmente, porque la pregunta sólo podía ser una:
– ¿Muerto?
– Sí, lo siento.
Otra pausa, ésta aún más larga, y Landi preguntó:
– ¿Cuándo?
– Lo hemos encontrado hoy.
– ¿Quién?
– La policía. Un vecino ha llamado. -Brunetti no quiso dar detalles ni decir cuánto tiempo llevaba muerto Marco-. Ha dicho que hacía días que no veía a Marco y nos ha pedido que entrásemos en el apartamento. Hemos entrado y lo hemos encontrado.
– ¿Drogas?
No se había hecho la autopsia. Las instancias del Estado aún no habían estudiado las circunstancias de la muerte del muchacho, no las habían verificado ni se habían pronunciado sobre la causa de la muerte; por lo tanto, era temerario, irresponsable y reprobable aventurar una opinión.
– Sí -dijo Brunetti.
El hombre que estaba al otro extremo del hilo lloraba. Brunetti oía los jadeos largos y profundos con los que sorbía el aire su garganta atenazada por el dolor. Brunetti apartó el auricular del oído y se quedó mirando una placa de la pared de su izquierda, con los nombres de los agentes de la policía caídos en la primera guerra mundial. Empezó a leer nombres y fechas de nacimiento y de muerte. Uno tenía sólo veinte años, la misma edad que Marco.
Oyó por el teléfono el sonido de una voz lejana, que se levantaba con curiosidad o con miedo, pero que se apagó cuando Landi cubrió el micrófono con la mano. Pasó otro minuto. Luego oyó la voz de Landi. Brunetti acercó el auricular al oído, pero sólo alcanzó a oír:
– Luego lo llamaré. -Se interrumpió la comunicación.
Mientras, sentado en su despacho, aguardaba la llamada, Brunetti pensaba en la naturaleza de aquel crimen. Si Guerriero estaba en lo cierto y Marco había muerto porque su cuerpo se había deshabituado a la terrible acometida de la heroína durante el tiempo que se había mantenido apartado de ella, ¿qué delito se había cometido entonces, aparte del de la venta de una sustancia prohibida? ¿Qué gravedad podía revestir el delito de vender heroína a un heroinómano y dónde estaba el juez que pudiera considerarlo más que simple falta?
Ahora bien, si la heroína que lo había matado estaba adulterada con una sustancia peligrosa o letal, ¿cómo averiguar en qué punto de la ruta que se extendía desde los campos de opio de Oriente hasta las venas de Occidente había sido agregada tal sustancia y por quién?
Cualquiera que fuera el planteamiento, Brunetti no creía que ese crimen pudiera tener grandes consecuencias judiciales. Tampoco parecía probable que llegara a descubrirse la identidad del responsable. Pero no por ello dejaba de estar muerto aquel joven estudiante que disimulaba hábilmente enigmáticos conejos en todos sus dibujos.
Brunetti se levantó y se acercó a la ventana. El sol inundaba campo San Lorenzo. Todos los ancianos que vivían en la residencia geriátrica habían acudido a la llamada a la siesta y abandonado el campo a gatos y transeúntes. Brunetti apoyó las manos en el alféizar y se asomó, observando el campo como en busca de una señal. Al cabo de media hora, llamó Landi. Dijo que él y su esposa llegarían a Venecia a las siete de la tarde y preguntó cómo podían ir a la questura.
Cuando Landi respondió afirmativamente a la pregunta de si harían el viaje en tren, Brunetti dijo que estaría esperándolos en la estación para llevarlos al hospital en la lancha.
– ¿Al hospital? -preguntó Landi con una esperanza desgarrada en la voz.
– Lo siento, signor Landi. Es donde los llevan.
– Ah -exclamó Landi por toda respuesta y de nuevo colgó el teléfono.
Aquella tarde, Brunetti llamó a un amigo que regentaba un hotel en campo Santa Marina y le preguntó si tendría una habitación doble para unas personas que quizá se quedasen a pasar la noche. La gente que debe acudir a la llamada del desastre suele olvidarse de comer, de dormir y de todos esos engorros que demuestran que la vida continúa.
El comisario pidió a Vianello que lo acompañara, pensando que para los Landi sería más fácil reconocer a un policía de uniforme. Por otra parte, era consciente de que Vianello era la mejor compañía que podía llevar no sólo para los Landi sino también para sí mismo.
El tren llegó con puntualidad, y no fue difícil reconocer a los padres de Landi entre los pasajeros que bajaron al andén. Ella era alta y delgada, con un vestido gris muy arrugado por el viaje y un moñito en la nuca que había pasado de moda hacía décadas. Su marido la llevaba del brazo, pero era fácil adivinar que no era por galantería: la mujer andaba con paso inseguro, como por efecto de la bebida o de la enfermedad. Landi era bajo y fornido, con músculos que denotaban toda una vida de trabajo duro. En otras circunstancias, a Brunetti le hubiera parecido cómico el contraste que ofrecía la pareja, pero no en ésas. La cara de Landi tenía el tono oscuro del cuero y su pelo disperso y descolorido apenas protegía un cráneo tan curtido como la cara. Tenía el aspecto del hombre que pasa todo el día a la intemperie, y Brunetti recordó la carta de la madre en la que hablaba de la siembra de primavera.
Al ver el uniforme de Vianello, Landi llevó a su esposa hacia él. Brunetti se presentó a sí mismo y a su sargento y dijo que tenían una lancha esperando. Sólo Landi les dio la mano y sólo él pudo hablar. Su esposa no fue capaz sino de mover la cabeza de arriba abajo, al tiempo que se llevaba la mano izquierda a los ojos.
Todo se hizo con rapidez. En el hospital, Brunetti sugirió que sólo el signor Landi identificara a Marco, pero ellos insistieron en entrar juntos a ver a su hijo. Brunetti y Vianello esperaron fuera, en silencio. Al cabo de unos minutos, los Landi salieron sollozando abiertamente. Las disposiciones exigían que la identificación formal se hiciera de palabra o por escrito en presencia del agente de la autoridad.
Cuando los Landi se calmaron, Brunetti sólo dijo:
– Me he tomado la libertad de reservar una habitación, por si prefieren quedarse esta noche.
Landi miró a su esposa, que movió la cabeza negativamente.
– No, señor. Regresaremos hoy mismo. Es mejor. Hay un tren a las ocho treinta. Lo comprobamos antes de salir.
Tenía razón. Era mejor y Brunetti lo sabía. Al día siguiente se haría la autopsia, y era conveniente alejar a los padres. Los hizo salir del hospital por la puerta de Urgencias y los llevó a la lancha de la policía que aguardaba en el muelle. Bonsuan los vio acercarse y ya había soltado las amarras cuando llegaron. Vianello ayudó a la signora Landi a embarcar y a bajar a la cabina. Brunetti tomó del brazo a Landi cuando éste saltó a la lancha y, con una ligera presión de los dedos, le impidió seguir a su mujer.
Bonsuan, que navegaba con la misma soltura con que respiraba, los apartó suavemente del muelle, haciendo funcionar el motor a poca velocidad, de modo que su avance era casi silencioso. Landi mantenía la mirada baja, fija en el agua, como resistiéndose a mirar a la ciudad que le había quitado la vida a su hijo.
– ¿Querría hablarme de Marco? -preguntó Brunetti.
– ¿Qué quiere saber? -preguntó Landi, sin levantar los ojos.
– ¿Sabía que se drogaba?
– Sí.
– ¿Lo había dejado?
– Yo creía que sí. A finales del año pasado, vino a casa. Dijo que se había desenganchado y quería pasar una temporada con nosotros. Estaba sano, y este invierno trabajó de firme. Entre los dos cambiamos el tejado del granero, que es una clase de trabajo que no puedes hacer si tomas cosas de esas que te envenenan el cuerpo. -Landi mantenía la mirada fija en el agua por la que se deslizaba la lancha.
– ¿Le hablaba a usted de eso?
– ¿De la droga?
– Sí.
– Sólo una vez. Él sabía que era un tema que yo no podía soportar.
– ¿Le dijo por qué lo hacía o dónde la conseguía?
Landi miró a Brunetti. Tenía los ojos del azul de los glaciares y la cara extrañamente tersa, aunque atezada por el sol y el viento.
– ¿Quién puede comprender por qué le hacen eso al cuerpo? -Movió la cabeza tristemente y volvió a mirar el agua.
Brunetti, reprimiendo el impulso de pedir perdón por sus preguntas, dijo:
– ¿Sabe algo de su vida aquí? ¿De sus amigos? ¿Qué hacía?
Landi pareció responder a otra pregunta.
– Él siempre quiso ser arquitecto. Desde que era niño, lo único que le interesaba eran los edificios y cómo estaban hechos. Yo no entiendo de eso, yo soy un hombre del campo. Lo único que conozco es eso, el campo. -Cuando la lancha salió a las aguas de la laguna, una ola los embistió, pero Landi mantuvo el equilibrio como si no hubiera notado el movimiento-. Lo malo es que en el campo ya no hay futuro, no se puede vivir de la tierra. De eso estamos convencidos, pero no sabemos hacer otra cosa. -Suspiró. Sin levantar la cabeza, prosiguió-: Marco vino aquí a estudiar. Hace dos años. Cuando volvió a casa al final del primer año, notamos que algo andaba mal, pero no sabíamos qué. -Miró a Brunetti-. Nosotros somos gente sencilla, no sabemos nada de drogas ni de esas cosas. -Volvió la cara, vio los edificios que se levantaban al borde de la laguna y otra vez miró el agua.
El viento soplaba con más fuerza y Brunetti tuvo que inclinar la cabeza para oír lo que decía el hombre.
– En Navidad del año pasado vino a casa. Lo vi muy alterado, hablé con él y me lo confesó. Dijo que había decidido dejarlo, que sabía que eso le mataría.
Brunetti apoyó el peso del cuerpo en el otro pie y vio cómo las encallecidas manos de Landi oprimían la borda de la lancha.
– No supo explicarme por qué lo había hecho ni cómo era eso, pero cuando dijo que quería dejarlo le creí. No se lo dijimos a su madre. -Landi calló.
– ¿Qué ocurrió después? -preguntó Brunetti.
– Se quedó en casa todo el invierno, y entre los dos reparamos el granero. Por eso sé que estaba perfectamente. Luego, hace dos meses, dijo que quería volver a los estudios, que ya había pasado el peligro. Yo le creí. Volvió a Venecia y parecía estar bien. Hasta que ha llamado usted.
La lancha viró para dejar el Canale di Cannaregio y entrar en el Gran Canal.
– ¿Nunca mencionó a algún amigo? -preguntó Brunetti-. ¿Una novia?
La pregunta pareció violentar a Landi.
– Tenía una novia en el pueblo. -Calló, pero era evidente que la respuesta no estaba completa-. Me parece que aquí había alguien más. Marco llamó tres o cuatro veces durante el invierno, y también llamaba una chica preguntando por él. Pero él no nos dijo nada.
El motor dio marcha atrás un segundo, y la embarcación se detuvo suavemente frente a la estación. Bonsuan paró el motor y salió de la cabina. En silencio, enlazó un amarre, saltó a tierra y tiró de la cuerda hasta poner la lancha paralela al embarcadero. Landi y Brunetti se volvieron y el hombre dio la mano a su mujer para ayudarla a subir el último peldaño de la escalera de la cabina y la sostuvo del brazo mientras ambos saltaban a tierra.
Brunetti pidió a Landi los billetes y se los dio a Vianello, que se adelantó rápidamente para hacerlos sellar e informarse del andén. Cuando los otros tres acabaron de subir la escalera, Vianello ya regresaba. Los llevó al andén número cinco, donde esperaba el tren para Verona. En silencio, caminaron a lo largo del tren hasta que Vianello, que iba mirando por las ventanillas, vio un compartimiento vacío. Se paró en un extremo del coche, al lado de la puerta, y ofreció el brazo a la signora Landi. Apoyándose en él, la mujer subió al tren pesadamente. Landi la siguió. Desde la plataforma, se volvió y tendió la mano primero a Vianello y después a Brunetti. Movió la cabeza de arriba abajo, pero no tenía más palabras y siguió a su mujer por el pasillo hasta el compartimiento.
Brunetti y Vianello se quedaron junto a la puerta hasta que el revisor tocó el silbato, agitó un banderín verde y subió al tren, que ya había arrancado. La puerta se cerró automáticamente y el tren se dirigió hacia el puente y el mundo que había más allá de Venecia. Cuando el compartimiento pasó por delante de ellos, Brunetti vio que los Landi estaban sentados uno al lado del otro y que él rodeaba con el brazo los hombros de su mujer. Los dos miraban fijamente el asiento de enfrente y no se volvieron al pasar por delante de los policías.