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– ¿Qué? -gritó Brunetti sin poder contenerse. Percibía la indignación de su voz, pero no trató de modificar el tono-. ¿Qué quiere decir con eso de que este apartamento no existe?

Rossi echó el cuerpo hacia atrás, como para distanciarse de la órbita de la ira de Brunetti. Por su expresión, parecía desconcertado porque una persona reaccionara con tanta vehemencia a su negación de la existencia de una realidad tangible. Cuando vio que Brunetti no tenía intenciones violentas, se relajó mínimamente, arregló los papeles que tenía en las rodillas y dijo:

– Quiero decir, signor Brunetti, que no existe para nosotros.

– ¿Y qué significa, para ustedes?

– Significa que no hay constancia de él en nuestros archivos. Ni petición de permiso de obra, ni planos, ni aprobación de la obra realizada. En resumen, no existen pruebas documentales de que este apartamento haya sido construido. -Adelantándose a la respuesta de Brunetti y poniendo la mano encima de la carpeta, agregó-: Y, desgraciadamente, no puede usted facilitarnos ninguna.

Brunetti recordó un caso que le había contado Paola de un escritor inglés que, discutiendo con un filósofo que mantenía que la realidad no existe, dio un puntapié a una piedra y dijo al filósofo: «¡Toma realidad!» Pero centró su pensamiento en cuestiones más inmediatas. Su conocimiento del funcionamiento de otras oficinas municipales era vago, pero no creía que esa clase de información se guardara en el Ufficio Catasto, donde, que él supiera, sólo había documentos relacionados con la propiedad.

– ¿Es normal que su oficina se interese en esto?

– No lo era en el pasado -respondió Rossi con una tímida sonrisa, como si aprobara que Brunetti estuviera lo bastante bien informado como para hacer semejante pregunta-. Pero, a consecuencia de una nueva disposición, se ha encargado a nuestra oficina la creación de un archivo informatizado completo de todos los apartamentos de la ciudad que hayan sido declarados monumentos históricos por la Comisión de Bellas Artes. Este edificio es uno de ellos. De este modo, en una oficina, la nuestra, se centralizarán copias de toda la documentación de cada apartamento de la lista. Con el tiempo, este sistema centralizado permitirá un enorme ahorro de tiempo.

Brunetti, observando la sonrisa de satisfacción que tenía Rossi al decir eso, recordó que, dos semanas atrás, Il Gazzettino había publicado un artículo en el que se anunciaba que, por falta de presupuesto, se había suspendido el dragado de los canales.

– ¿Cuántos apartamentos son? -preguntó.

– Oh, no tenemos ni idea. Ésa es una de las razones por las que se efectúa esta investigación.

– ¿Cuándo empezó la investigación? -preguntó Brunetti.

– Hace once meses -respondió Rossi rápidamente, y Brunetti comprendió que podría darle también la fecha exacta, si se la pedía.

– ¿Y cuántos expedientes han reunido hasta ahora?

– Como algunos nos hemos ofrecido para trabajar los sábados, llevamos más de cien -dijo Rossi sin disimular el orgullo.

– ¿Y cuántas personas trabajan en el proyecto?

Rossi se miró la mano derecha y contó con los dedos, empezando por el pulgar, a sus compañeros.

– Ocho, me parece.

– Ocho -repitió Brunetti. Desvió la atención de sus cálculos y preguntó-: ¿Qué significa todo eso? Para mí, en concreto.

La respuesta de Rossi no se hizo esperar.

– Cuando no tenemos los papeles de un apartamento, lo primero que hacemos es pedirlos al propietario, pero aquí no hay ningún papel de los que necesitamos. -Señalaba la delgada carpeta-. Todo lo que tiene usted es la escritura de compraventa, por lo que hay que suponer que no se le entregaron los datos que sobre la construcción pudieran tener los anteriores propietarios. -Antes de que Brunetti pudiera interrumpir, prosiguió-: Y eso significa que o bien se han extraviado, lo que supondría que han existido, o bien que no. Que no han existido, quiero decir. -Miró a Brunetti, que no dijo nada-. Si se han extraviado -continuó Rossi-, y puesto que dice usted que nunca los ha tenido, deben de haberse traspapelado en alguna de las oficinas municipales.

– ¿Y qué harán ustedes para encontrarlos? -preguntó Brunetti.

– Ah, no es tan fácil -suspiró Rossi-. Nosotros no tenemos obligación de guardar copia de esos documentos. El Código Civil estipula claramente que ello es responsabilidad del dueño de la propiedad en cuestión. Si usted no dispone de su ejemplar, no puede alegar que nosotros hayamos extraviado el nuestro, si sabe usted a lo que me refiero -agregó con otra sonrisita-. Y nosotros no podemos emprender una búsqueda de esos papeles, porque no podemos destinar personal a una búsqueda que podría resultar inútil. -Al ver la expresión de Brunetti, explicó-: Porque podría darse el caso de que esos papeles no existieran, ¿comprende?

Brunetti se mordió el labio inferior y preguntó:

– ¿Y si no se hubieran perdido sino que no hubieran existido?

Rossi bajó la mirada y se golpeó suavemente el reloj, ajustándolo a la muñeca.

– Eso, signore, significaría que ni se concedió el permiso ni se aprobó la obra.

– Lo cual es posible, ¿no? -preguntó Brunetti-. Se edificó mucho, después de la guerra.

– En efecto -dijo Rossi con la falsa modestia del que ha pasado su vida profesional tratando de estas cosas precisamente-. Pero la mayoría de aquellas obras, tanto si se trataba de pequeñas restauraciones como de grandes reformas, recibieron el condono edilizio, por lo que se hallan en situación legal, por lo menos, en lo que a nuestra oficina se refiere. En este caso, lo malo es que no hay condono edilizio -terminó diciendo con un amplio ademán que abarcaba las paredes, el suelo y el techo ilícitos.

– Si me permite repetir la pregunta, signor Rossi -dijo Brunetti imprimiendo forzada calma y olímpica ecuanimidad en su tono-, ¿qué significa eso para mí y mi apartamento en concreto?

– Lamento tener que decirle que no estoy autorizado para responder a eso, signore -dijo Rossi devolviendo la carpeta a Brunetti. Se inclinó a recoger la cartera. Con ella en la mano, se levantó-. Mis atribuciones se limitan a visitar a los propietarios y comprobar que obran en su poder los documentos que a nosotros nos faltan. -Su expresión se ensombreció, y Brunetti creyó ver auténtica decepción en ella-. Deploro que usted no los tenga.

Brunetti se puso en pie.

– ¿Y qué ocurrirá ahora?

– Eso depende de la comisión del Ufficio Catasto -dijo Rossi empezando a ir hacia la puerta.

Brunetti se movió hacia la izquierda, sin acabar de cortarle el paso pero sí creando un obstáculo entre Rossi y la salida.

– Ha dicho que creen ustedes que el piso de abajo fue agregado en el siglo xix. Si se hubiera construido más tarde, al mismo tiempo que éste, ¿cambiaría eso las cosas? -Pese a sus esfuerzos, Brunetti no podía disimular el acento de pueril esperanza de su voz.

Rossi meditó largamente y al fin dijo, con una voz que era modelo de cautela y reserva:

– Quizá. Me consta que el piso de abajo tiene todos los permisos y autorizaciones, por lo que, si pudiera demostrarse que éste se construyó al mismo tiempo, ello podría servir de base para alegar que en su momento debieron de concederse los permisos correspondientes. -Se quedó pensativo. El burócrata ante un nuevo problema-. Sí. Eso podría cambiar las cosas, aunque no dispongo de elementos para emitir una opinión.

Brunetti, momentáneamente animado por la posible salvación, fue hacía la vidriera de la terraza y la abrió.

– Venga a ver esto -dijo mirando a Rossi y llamándolo desde fuera con un ademán-. Siempre me ha parecido que las ventanas del piso de abajo y las nuestras eran iguales. -Sin mirar a Rossi, prosiguió-: Si se asoma, verá a qué me refiero, aquí, a la izquierda. -Con la soltura nacida de la costumbre, Brunetti se inclinó sobre el parapeto apoyándose en la palma de las manos, para mirar las ventanas del piso de abajo. Pero, ahora que las observaba con atención, descubrió que no se parecían en nada: las de abajo tenían dinteles tallados de mármol blanco de Istria, mientras que las suyas eran simples rectángulos abiertos en la pared de ladrillo.

Enderezó el cuerpo y se volvió hacia Rossi. El joven estaba petrificado, mirando a Brunetti con la boca abierta, el brazo izquierdo levantado y los dedos extendidos como rechazando un mal espíritu. Brunetti dio un paso hacia él, pero Rossi retrocedió rápidamente, sin bajar la mano.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó Brunetti parándose en la puerta.

El joven trataba de hablar pero no le salía la voz. Bajó el brazo y murmuró unas palabras que Brunetti no pudo oír.

Esforzándose por superar la embarazosa situación, Brunetti dijo:

– Me temo que estaba equivocado en lo de las ventanas. No se ve nada.

Rossi relajó la cara y trató de sonreír, pero su nerviosismo persistía, y era contagioso.

A fin de alejar de la terraza los pensamientos de su visitante. Brunetti preguntó:

– ¿Puede darme una idea de cuáles pueden ser las consecuencias de todo esto?

– ¿Decía usted?

– ¿Qué puede ocurrir ahora?

Rossi dio un paso atrás e inició la respuesta. Su voz adquirió la cadencia de salmodia del que se ha oído a sí mismo repetir infinidad de veces las mismas palabras:

– Si en el momento de la obra se solicitó el permiso pero no se concedió la aprobación definitiva, se impone una multa, cuya cuantía depende de la gravedad de la infracción de las normas de construcción vigentes en la época. -Brunetti permaneció inmóvil y el joven prosiguió-: Si no se presentó solicitud ni, por consiguiente, hubo aprobación, el caso pasa a la Sovraintendenza dei Beni Culturali, que dictamina el alcance del daño que la obra ilegal inflige en el tejido ciudadano.

– ¿Y? -acució Brunetti.

– Y a veces se impone una multa.

– ¿Y?

– Y a veces se ordena el derribo de la obra ilegal.

– ¿Qué? -estalló Brunetti, abandonando ya toda pretensión de calma.

– A veces se ordena el derribo de la obra ilegal. -Rossi sonrió débilmente, dando a entender que él no era responsable de tal posibilidad.

– Pero es mi casa -dijo Brunetti-. Está usted hablando de derribar mi casa.

– Rara vez se llega a tal extremo, se lo aseguro -dijo Rossi, imprimiendo a sus palabras un tono tranquilizador.

Brunetti se había quedado mudo. Rossi, al observarlo, dio media vuelta y fue hacia el recibidor. Cuando llegaba a él, una llave giró en la cerradura y la puerta se abrió. Paola entró en el apartamento. Atenta a las dos grandes bolsas de plástico, las llaves y los tres periódicos que en vano trataba de sujetar debajo del brazo izquierdo, no vio a Rossi hasta el momento en que, impulsivamente, él se abalanzaba hacia adelante para impedir que cayeran al suelo los periódicos y, sobresaltada, dio un salto hacia atrás para esquivarlo, se golpeó el codo izquierdo con el canto de la puerta y dejó caer las bolsas. Hizo una mueca, de susto o de dolor, y se frotó el codo.

Brunetti ya se acercaba rápidamente hacia ella.

– Paola, no pasa nada. Estaba conmigo. -Sorteó a Rossi y puso una mano en el brazo de Paola-. Nos has dado un susto -dijo, tratando de calmarla.

– También vosotros a mí -dijo ella, tratando de sonreír.

Detrás de ellos, Brunetti oyó ruido y al volverse vio que Rossi había dejado la cartera apoyada en la pared y, con una rodilla en el suelo, metía naranjas en una bolsa de plástico.

Signor Rossi -dijo Brunetti.

El joven levantó la mirada, terminó con las naranjas, se puso de pie y dejó la bolsa en la mesa que estaba al lado de la puerta.

– Mi esposa -dijo Brunetti innecesariamente. Paola se soltó el codo y tendió la mano a Rossi, que se la estrechó, mientras ambos decían las frases de rigor. Rossi se disculpó por haberla asustado y Paola quitó importancia al incidente.

– El signor Rossi es del Ufficio Catasto -dijo Brunetti.

– ¿El Ufficio Catasto?

– Sí, signora -dijo Rossi-. He venido a hablar con su marido, de su apartamento.

Paola miró a Brunetti, y lo que vio en su cara le hizo volverse hacia Rossi con su sonrisa más encantadora.

– Parece que ya se iba, signor Rossi. No lo entretengo. Ya me explicará mi marido. No es cosa de hacerle perder más tiempo, sobre todo, en sábado.

– Muy amable, signora -dijo Rossi efusivamente. Miró a Brunetti y le dio las gracias por su tiempo y luego volvió a pedir disculpas a Paola, aunque no tendió la mano a ninguno de los dos.

– ¿El Ufficio Catasto? -preguntó Paola al cerrar la puerta.

– Me parece que quieren derribarnos la casa -dijo Brunetti a modo de explicación.

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