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Cuando sonó el timbre, Brunetti estaba echado en el sofá de la sala, con un libro abierto apoyado en el estómago. Como estaba solo en el apartamento, sabía que tenía que levantarse a abrir, pero no sin antes terminar el último párrafo del octavo capítulo de la Anábasis, porque quería averiguar qué nuevos desastres aguadaban a los griegos en su retirada. Sonó el timbre por segunda vez, dos zumbidos rápidos e insistentes, y dejó el libro abierto, boca abajo, se quitó las gafas, las puso en el brazo del sofá y se lenvantó. Sus pasos eran lentos, pese a la insistencia con que había sonado el timbre. Sábado por la mañana, libre de servicio, la casa para él solo -Paola había ido al mercado del Rialto, a comprar cangrejos-, y tenían que llamar a la puerta.

Sería un amigo de sus hijos, que venía en busca de Chiara o de Raffi o, peor, algún portador de verdades religiosas de los que se complacían en interrumpir el descanso de los trabajadores. Él no pedía a la vida nada más que poder estar tumbado leyendo a Jenofonte, mientras esperaba que su mujer volviera a casa con los cangrejos.

– ¿Sí? -dijo por el intercomunicador, imprimiendo en su voz la hosquedad necesaria para ahuyentar tanto a la juventud ociosa como al celo proselitista de cualquier edad.

– ¿Guido Brunetti? -preguntó una voz de hombre.

– Sí. ¿Qué desea?

– Soy del Ufficio Catasto. Es sobre su apartamento. -Como Brunetti no decía nada, el hombre preguntó-: ¿Ha recibido nuestra carta?

Brunetti recordó haber visto, hacía cosa de un mes, una especie de documento oficial redactado en el embrollado lenguaje de la burocracia, acerca de las escrituras del apartamento o de los permisos de obras anejos a las escrituras, ya no recordaba. Se había limitado a leer por encima la sarta de irritantes frases estereotipadas, volver a meter la hoja en el sobre y dejarlo caer en la gran fuente de mayólica que estaba en la mesa del recibidor, a la derecha de la puerta.

– ¿Ha recibido la carta? -repitió el hombre.

– Ah, sí -dijo Brunetti.

– Pues vengo a hablar de ella.

– ¿De qué? -preguntó Brunetti doblando el cuello para sujetar el telefonillo con el hombro izquierdo, mientras se inclinaba hacia los papeles y sobres amontonados en la bandeja.

– Su apartamento -respondió el hombre-. Lo que le decíamos en la carta.

– Sí, sí, claro -dijo Brunetti, revolviendo sobres y papeles.

– Desearía hablar con usted, si me permite.

Desprevenido, Brunetti accedió.

– De acuerdo -dijo pulsando el botón que abría el portone situado cuatro pisos más abajo-. Último piso.

– Ya lo sé -respondió el hombre.

Brunetti colgó el auricular y sacó varios sobres de debajo del montón. Había una factura de ENEL, una postal de las Maldivas que no había visto hasta ese momento y que se puso a leer, y estaba también el sobre, con el nombre de la oficina que lo enviaba en el ángulo superior izquierdo. Sacó la hoja de papel, la desdobló, la sostuvo extendiendo el brazo para enfocar las letras y leyó rápidamente el texto.

A su vista se ofrecía la misma fraseología impenetrable: «En relación con el estatuto número 1684-B de la Comisión de Bellas Artes»; «Con referencia a la sección 2784 del artículo 127 del Código Civil del 24 de junio de 1948, apartado 3, párrafo 5»; «No obrando en poder de esta oficina la documentación correspondiente»; «Valor calculado según apartado 34-V-28 del decreto de 21 de marzo de 1947». Rápidamente, Brunetti recorrió con la mirada la primera página y pasó a la segunda, donde siguió sin encontrar más que jerga oficial y números. Versado como estaba en la burocracia veneciana por largos años de servicio, sabía que el último párrafo podía darle alguna clave y, en efecto, allí se le informaba de que, próximamente, el Ufficio Catasto se pondría en contacto con él. Volvió a la primera página, pero el significado que pudieran encerrar las palabras seguía escapándosele.

Como estaba cerca de la puerta, oyó las pisadas de su visitante en el último tramo de la escalera y abrió antes de que sonara el timbre. El hombre estaba acabando de subir y ya alzaba la mano para llamar con los nudillos, por lo que lo primero que percibió Brunetti fue el fuerte contraste entre el puño y el joven de aspecto perfectamente anodino que estaba detrás. El recién llegado, sobresaltado por la brusca apertura de la puerta, hizo un gesto de sorpresa. Tenía la cara estrecha y la nariz afilada tan frecuentes entre los venecianos, ojos castaño oscuro y pelo también castaño que parecía recién cortado. El traje que llevaba podía haber sido azul, o quizá gris. La corbata era oscura, con dibujo pequeño e indiscernible. Llevaba en la mano derecha una ajada cartera de piel marrón, que completaba la imagen del típico burócrata con el que tantas veces se había tropezado Brunetti, un ser anónimo, parte de cuya preparación consistía, al parecer, en adquirir la técnica de hacerse invisible.

– Franco Rossi -se presentó el hombre, cambiando de mano la cartera para extender la derecha.

Brunetti la estrechó brevemente y retrocedió para dejarle el paso libre.

Cortésmente, Rossi pidió permiso y entró en el apartamento. Una vez dentro, se paró, esperando a que Brunetti le indicara el camino.

– Por aquí -dijo Brunetti llevándolo hacia la habitación en la que había estado leyendo. Se acercó al sofá, tomó el libro, puso el viejo billete del vaporetto a modo de punto de lectura y lo dejó en la mesa. Con un ademán, invitó a Rossi a sentarse y se instaló frente a él, en el sofá.

Rossi se había sentado en el borde del sillón, con la espalda erguida y la cartera, vertical, sobre las rodillas.

– Ya sé que es sábado, signor Brunetti, por lo que procuraré no robarle mucho tiempo. -Miró a Brunetti y sonrió-. Recibió nuestra carta, ¿verdad? Confío en que haya tenido tiempo de examinarla, signore -agregó con otra sonrisa pequeña; inclinó la cabeza y abrió la cartera. Extrajo una gruesa carpeta azul y golpeteó con los dedos un papel que quería escapar por el borde inferior, hasta volver a tenerlo seguro en su sitio.

– En realidad -empezó a decir Brunetti sacando la carta del bolsillo en el que la había metido antes de abrir la puerta-, ahora mismo estaba releyéndola, y debo decir que el lenguaje me resulta un tanto impenetrable.

Rossi levantó la cabeza, y Brunetti vio en su cara la sombra fugaz de la sorpresa.

– ¿En serio? Creí que estaba bien claro.

Con una sonrisa pronta, Brunetti dijo:

– Sin duda lo estará para quienes, como ustedes, tratan estos asuntos a diario. Pero para los que no estamos familiarizados con el lenguaje o la terminología de su oficina, resulta un tanto difícil de entender. -Como Rossi no decía nada, Brunetti agregó-: Desde luego, todos conocemos el léxico de nuestra propia burocracia, pero no el de la ajena. -Volvió a sonreír.

– ¿Con qué burocracia está familiarizado, signor Brunetti? -preguntó Rossi.

Brunetti, que no solía pregonar su condición de policía, respondió tan sólo:

– Estudié Derecho.

– Comprendo -respondió Rossi-. No me parece que nuestra terminología difiera mucho de la suya.

– Quizá se deba a mi falta de familiaridad con los reglamentos mencionados en su carta -dijo Brunetti suavemente.

Rossi meditó un momento antes de responder:

– Sí, es posible. ¿Qué es, concretamente, lo que usted no entiende?

– El significado -respondió sencillamente Brunetti, abandonando ya toda simulación.

Rossi tuvo otra vez aquel gesto de perplejidad, tan sincero que le daba un aire casi infantil.

– ¿Cómo dice?

– Lo que significa. Lo he leído, sí, pero como ignoro la naturaleza de las disposiciones a las que hace referencia, no sé a qué se refiere.

– Se refiere a su apartamento, naturalmente -respondió Rossi con rapidez.

– Sí, eso lo entiendo -dijo Brunetti, que tuvo que hacer un esfuerzo para que no se notara la impaciencia en su voz-. Puesto que la carta viene de su oficina, eso he deducido. Lo que no entiendo es qué interés puede tener su oficina en mi apartamento. -Y tampoco entendía por qué a un funcionario de aquella oficina se le había ocurrido ir a verlo en sábado.

Rossi miró la carpeta que tenía en las rodillas y levantó la mirada hacia Brunetti, que observó, sorprendido, que tenía las pestañas oscuras y largas, casi como las de una mujer.

– Ya veo, ya veo -dijo Rossi, asintiendo y volvió a mirar la carpeta. La abrió y sacó otra más pequeña, leyó la etiqueta y la dio a Brunetti diciendo-: Quizá esto se lo aclare. -Antes de cerrar la carpeta que conservaba en las rodillas, arregló cuidadosamente los papeles de su interior.

Brunetti abrió la carpeta y sacó los papeles que contenía. Al ver el tamaño de las letras, se inclinó hacia la izquierda, buscando las gafas. En la parte superior de la primera hoja figuraba la dirección del edificio. Al levantarla, encontró los planos de los apartamentos situados debajo del suyo. En la hoja siguiente estaba la relación de los antiguos dueños de cada uno de aquellos inmuebles, empezando por los almacenes de la planta baja. Las dos hojas siguientes contenían lo que parecía un breve resumen de las reformas realizadas en todos los apartamentos del edificio desde 1947, con indicación de las fechas en que se solicitaron y concedieron determinados permisos, la fecha en que habían empezado realmente los trabajos, y la fecha en que se había dado la conformidad definitiva a la obra terminada. No se hacía mención de su apartamento, lo que hizo suponer a Brunetti que esa información debía de figurar en los papeles que aún tenía Rossi.

De lo que allí veía Brunetti dedujo que el apartamento inmediatamente inferior al suyo había sido restaurado por última vez en 1977, cuando se habían mudado a él sus actuales propietarios. Por última vez, oficialmente, porque ellos habían cenado en casa de los Calista, disfrutando del amplio panorama que se dominaba desde los ventanales de la sala de estar, cuando las ventanas que se indicaban en el plano eran más bien pequeñas, y sólo cuatro, no seis. Tampoco vio en el plano el aseo para invitados situado a la izquierda del recibidor de los Calista. Le hubiera gustado saber cómo se las habían ingeniado, pero estaba claro que no era Rossi la persona más indicada a quien preguntar. Cuanto menos supiera el Ufficio Catasto de las reformas del interior del edificio, tanto mejor para sus vecinos.

Lanzando a Rossi una rápida mirada, preguntó:

– Estos datos parecen muy antiguos. ¿Tiene idea de cuántos años tiene el edificio?

Rossi negó con la cabeza.

– Exactamente, no. Pero, por la situación y número de ventanas de la planta baja, diría que la estructura original no data de antes de finales del siglo xv. -Reflexionó un momento y añadió-: Y me parece que el último piso se agregó a principios del xix.

Brunetti levantó la mirada de los planos, con gesto de sorpresa.

– No. Es mucho más reciente. Fue después de la guerra. -En vista de que Rossi no contestaba, puntualizó-: La segunda guerra mundial. -Como el otro siguiera mudo, Brunetti preguntó-: ¿No le parece?

Tras una breve vacilación, Rossi dijo:

– Yo me refería al último piso.

– Yo también -dijo Brunetti secamente; le irritaba que aquel funcionario de una oficina que tramitaba permisos de obras no comprendiera algo tan simple. Suavizando el tono, prosiguió-: Cuando lo compré, me dijeron que esta planta había sido agregada después de la última guerra, no en el siglo xix.

En lugar de contestar, Rossi señaló con un movimiento de la cabeza los papeles que Brunetti aún tenía en la mano:

– Quizá debería mirar más detenidamente la última página, signor Brunetti.

Desconcertado, Brunetti volvió a mirar los últimos párrafos, pero sólo vio la descripción de los dos apartamentos inferiores.

– No sé qué quiere que mire, signor Rossi -dijo levantando la cabeza y quitándose las gafas-. Esto se refiere a los apartamentos de abajo, no a éste. Este piso no se menciona en absoluto. -Dio la vuelta a la hoja, para ver si había algo escrito en el reverso, pero estaba en blanco.

– Por eso estoy aquí -dijo Rossi, irguiendo el cuerpo más todavía. Luego se inclinó y dejó la cartera en el suelo, a su izquierda, conservando la carpeta en las rodillas.

– ¿Sí? -dijo Brunetti inclinándose hacia adelante para devolverle la otra carpeta.

Rossi la tomó, abrió la carpeta mayor, volvió a introducir en ella la más pequeña y la cerró.

– Siento decirle que existen ciertas dudas acerca del estatus oficial de su apartamento.

– ¿El «estatus oficial» -repitió Brunetti, dirigiendo la mirada a la sólida pared situada a la izquierda de Rossi y al no menos sólido techo-. Me parece que no sé a qué se refiere.

– Existen dudas acerca del apartamento -dijo Rossi con una sonrisa que a Brunetti le pareció un poco nerviosa, pero, antes de que pudiera volver a pedir aclaraciones, Rossi prosiguió-: Es decir, en el Ufficio Catasto no hay papeles que indiquen que se concediera permiso de construcción para este piso, que se aprobara el proyecto ni que… -aquí volvió a sonreír-, ni que se construyera. -Carraspeó y añadió-: Según nuestros datos, el piso de abajo es el último.

Al principio Brunetti pensó que Rossi bromeaba, pero al verlo dejar de sonreír, comprendió que hablaba en serio.

– Todos los planos están en los documentos que nos dieron cuando lo compramos -dijo Brunetti.

– ¿Podría enseñármelos?

– Desde luego -dijo Brunetti poniéndose en pie. Sin excusarse, fue al despacho de Paola y se quedó un momento mirando los libros que cubrían tres de las paredes. Luego alargó la mano hacia el estante superior y sacó un gran sobre marrón que llevó a la otra habitación. En la puerta, se paró a abrir el sobre y sacó la carpeta gris que habían recibido, hacía casi veinte años, del notario que legalizó la venta. Se acercó a Rossi y le dio la carpeta.

Rossi la abrió y empezó a leer, resiguiendo lentamente cada línea con el dedo. Volvió la página y leyó la siguiente hasta el final. De su garganta escapó un «hum» ahogado, pero no dijo nada. Cuando hubo leído toda la carpeta, la cerró y la conservó sobre las rodillas.

– ¿Son éstos todos los papeles que tiene?

– Sí, sólo ésos.

– ¿No tiene planos? ¿Ni permiso de obra?

Brunetti movió la cabeza negativamente.

– No; no recuerdo haberlos visto. Éstos son los únicos papeles que nos dieron en el acto de la compra. Y no creo haber vuelto a mirarlos desde entonces.

– ¿Dice que estudió usted Derecho, signor Brunetti? -preguntó Rossi al cabo de un momento.

– En efecto.

– ¿Ejerce la carrera?

– No -respondió Brunetti sin más explicaciones.

– Si la ejerciera ahora o la hubiera ejercido en el momento en que firmó estos papeles, hubiera observado sin duda, en la página tres de la escritura, el párrafo que estipula que adquiere usted el apartamento en el estado, tanto legal como físico, en el que se hallaba el día en que la propiedad pasó a usted.

– Creo que es fórmula corriente en una escritura de compraventa -dijo Brunetti evocando el vago recuerdo de una de sus clases de Derecho Civil, y confiando en que fuera realmente corriente.

– Es corriente en lo del estado físico, desde luego, pero no en el legal. Y tampoco lo es la frase siguiente -dijo Rossi volviendo a abrir la carpeta y buscando hasta encontrar el pasaje-. «A falta del condono edilizio, el comprador se compromete a obtenerlo oportunamente y por el presente absuelve a los vendedores de cualesquiera responsabilidades o consecuencias que pudieran derivarse, en lo que concierne al estado legal del apartamento, de la no obtención de tal condono.» -Rossi levantó la mirada y Brunetti creyó ver en sus ojos una profunda tristeza al pensar que una persona pudiera firmar algo así.

Brunetti no recordaba aquella frase en particular. En realidad, en aquel momento los dos estaban tan deseosos de comprar el apartamento que él había hecho todo lo que el notario le dijo que hiciera y firmó todo lo que le dijo que firmara.

Rossi miró la primera página del contrato en la que figuraba el nombre del notario.

– ¿Eligió usted a este notario? -preguntó.

Brunetti ni siquiera recordaba el nombre y tuvo que mirarlo.

– No. Lo sugirió el vendedor. ¿Por qué?

– Por nada -dijo Rossi con excesiva rapidez.

– ¿Por qué? ¿Sabe algo de él?

– Tengo entendido que ya no ejerce -dijo Rossi en voz baja.

Finalmente, impaciente por las preguntas de Rossi, Brunetti inquirió:

– Me gustaría saber qué significa todo esto, signor Rossi. ¿Existe alguna duda sobre la propiedad de este apartamento?

Rossi volvió a esbozar su sonrisa nerviosa.

– Me parece que es algo más serio que eso, signor Brunetti.

A Brunetti no se le ocurría qué podía ser más serio que eso.

– ¿De qué se trata, pues?

– Mucho me temo que este apartamento no existe.

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