Brunetti buscaba algún parecido entre aquel gigantón torpe y la mujer flaquita y encorvada que había visto en la oficina de Dal Carlo. Al no encontrarlo, no se atrevió a preguntar qué parentesco tenían, ya que sabía que valía más dejar hablar al hombre mientras él desempeñaba el papel del que ya está al cabo de la calle de todo lo que pueda decirse y sólo desea hacer preguntas sobre cuestiones secundarias y detalles cronológicos.
Se hizo el silencio. Brunetti dejó que se dilatara hasta que la habitación se llenó de él. Sólo la respiración fatigosa de Dolfin lo turbaba.
Finalmente, éste miró a Brunetti con gesto dolorido:
– Soy conde, ¿comprende? Nosotros somos los últimos, ya no hay nadie más, porque Loredana… en fin, no se ha casado y… -Miró otra vez la mesa, que seguía negándose a decirle cómo explicar esas cosas. Suspiró y volvió a empezar-: Yo no me casaré. A mí no me interesan todas esas… todas esas cosas -dijo haciendo un vago ademán para rechazar «todas esas cosas»-. Así que nosotros somos los últimos y por eso es importante defender el nombre y el honor de la familia. -Mirando a Brunetti fijamente preguntó-: ¿Usted lo comprende?
El comisario no tenía ni idea de lo que podía significar «honor» para aquel hombre ni para quien presumiera de ochocientos años de abolengo.
– Todos hemos de vivir con honor -fue lo único que se le ocurrió decir.
Dolfin asintió varias veces.
– Eso es lo que me dice Loredana. Es lo que me ha dicho siempre. Dice ella que no importa que no seamos ricos, que no importa nada. Pero tenemos el apellido. -Hablaba con el énfasis que suele poner la gente al repetir frases e ideas que en realidad no comprende, cuando la convicción toma el lugar de la razón. Ahora parecía que en el cerebro de Dolfin se había disparado un mecanismo, porque volvió a bajar la cabeza y empezó a recitar la historia de su famoso antepasado, el dux Giovanni Dolfin. Brunetti lo escuchaba extrañamente reconfortado por el sonido, que le hacía volver a la época de su niñez, en la que las vecinas iban a rezar el rosario a su casa, y él se dejaba arrullar por el suave murmullo de las oraciones repetidas. Estuvo rememorando aquellos lejanos susurros hasta que oyó decir a Dolfin:
– … de la peste, en 1361.
Entonces Dolfin levantó la mirada y Brunetti asintió en señal de aprobación.
– Es algo muy importante, un apellido como el suyo -convino, pensando que era la manera de hacerle hablar-. Hay que protegerlo bien.
– Eso mismo me dijo Loredana, justo lo mismo. -Dolfin miró a Brunetti con incipiente respeto: aquél era un hombre que comprendía las obligaciones a las que ambos vivían sujetos-. Me dijo que, especialmente esta vez, debíamos hacer todo lo posible por protegerlo. -Se le trabó la lengua en las últimas palabras.
– Desde luego -instó Brunetti-, especialmente esta vez.
– Ella me dijo que aquel hombre de la oficina siempre le había envidiado su posición -prosiguió Dolfin y, al ver el gesto de interrogación de Brunetti, aclaró-: en sociedad.
Brunetti asintió.
– Ella no sabía por qué la odiaba tanto. Pero un día él hizo algo con unos papeles. Ella me lo explicó, pero no lo entendí. Bueno, él falsificó unos papeles que decían que Loredana hacía cosas malas en la oficina, que aceptaba dinero por hacer cosas ilegales. -Apoyó la palma de las manos en la mesa, izándose a medias y con un alarmante volumen de voz, dijo-: Los Dolfin no hacen las cosas por dinero. El dinero no significa nada para los Dolfin.
Brunetti levantó una mano tranquilizadora y Dolfin volvió a sentarse.
– Nosotros no hacemos las cosas por dinero -barbotó con vehemencia-. Eso toda la ciudad lo sabe. Por dinero, nada. Ella dijo que la gente creería lo que dijeran los periódicos y que habría un escándalo -prosiguió-. El apellido, manchado. Ella me dijo… -empezó a decir y luego rectificó-: No; eso no tuvo que decírmelo, eso lo sabía yo. Nadie puede contar mentiras sobre los Dolfin y no ser castigado.
– Comprendo -dijo Brunetti-. ¿Entonces decidió denunciarlo a la policía?
Dolfin agitó una mano, desechando la idea de ir a la policía.
– No. Era nuestro honor y teníamos derecho a aplicar nuestra propia justicia.
– Comprendo.
– Yo lo conocía, había estado varias veces en la oficina. Cuando Loredana hacía la compra por la mañana, y tenía paquetes que llevar a casa, yo iba a ayudarla. -Dijo esto con inconsciente orgullo: el hombre de la casa que se ufana de su gesta-. Ella sabía adónde tenía que ir aquel día el hombre, y me dijo que lo siguiera y que tratara de hablar con él. Pero él fingió no saber de qué le hablaba y dijo que aquello no tenía nada que ver con Loredana. Que era el otro hombre. Ella me había advertido de que él mentiría y trataría de hacerme creer que la culpa la tenía otro, pero yo estaba preparado. Yo sabía que él quería hundir a Loredana porque le tenía envidia. -Asumió la expresión que Brunetti había visto en las personas al decir frases que creían muy inteligentes, y tuvo la impresión de que también eso era una lección aprendida.
– ¿Y qué pasó entonces?
– Me llamó embustero y trató de apartarme de un empujón. Estábamos en esa casa. -Se le agrandaron los ojos con lo que Brunetti pensó que debía de ser horror por lo sucedido, pero resultó que era horror por lo que iba a decir a continuación-: Y me tuteó. Sabía que soy conde y me llamó de tú. -Dolfin lanzó una rápida mirada a Brunetti, como preguntando si concebía semejante cosa.
Brunetti, que no la concebía, movió la cabeza negativamente con mudo asombro.
Al ver que Dolfin no parecía dispuesto a seguir hablando, Brunetti preguntó, con auténtica curiosidad en la voz:
– ¿Y usted qué hizo?
– Le dije que mentía y que quería perjudicar a Loredana por envidia. Él volvió a empujarme. Eso no me lo había hecho nadie. -Por su manera de hablar, Brunetti dedujo que Dolfin debía de pensar que el respeto que la gente le mostraba sin duda era por su título más que por su tamaño-. Cuando él me empujó, di un paso atrás y pisé un tubo que estaba en el suelo. El tubo se aplastó y yo caí de espaldas. Cuando me levanté, tenía el tubo en la mano. Yo quería golpearle, pero un Dolfin nunca golpea por la espalda, de modo que lo llamé y él se volvió. Entonces levantó la mano para pegarme. -Dolfin calló, pero sus manos se abrían y cerraban sobre sus muslos como si, de pronto, hubieran tomado vida propia.
Cuando volvió a mirar a Brunetti, había transcurrido un lapso de tiempo en su recuerdo, porque dijo:
– Después trató de levantarse. Estábamos al lado de la ventana, que tenía la persiana abierta. La había abierto él al llegar. Él se acercó a la ventana y se puso de pie agarrándose al alféizar. Yo ya no estaba enfadado. -Su voz era ahora desapasionada y tranquila-. Nuestro honor estaba a salvo. Así que me acerqué para ver si necesitaba ayuda. Pero él tenía miedo de mí y cuando fui hacia él retrocedió, tropezó con el alféizar y cayó hacia atrás. Yo alargué los brazos para agarrarlo, de verdad -dijo, repitiendo el gesto mientras lo describía, y sus dedos largos y aplastados se cerraron varias veces inútilmente, en el aire-, pero él ya se caía y no llegué a tiempo. -Echó la mano hacia atrás y se cubrió los ojos con la otra-. Oí el golpe en el suelo. Fue un golpe muy fuerte. Pero entonces noté que había alguien en la puerta y me asusté. No sabía quién era. Bajé corriendo la escalera. -Calló.
– ¿Adónde fue?
– A casa. Era la hora del almuerzo, y Loredana se preocupa si me retraso.
– ¿Usted se lo dijo?
– ¿Si le dije qué?
– Lo sucedido.
– Yo no quería. Pero ella lo notó. Lo adivinó al ver que yo no podía comer. Y tuve que contarle lo que había pasado.
– ¿Qué dijo ella?
– Que estaba muy orgullosa de mí -respondió él con cara radiante-. Dijo que yo había defendido nuestro honor y que lo ocurrido había sido un accidente. Él me empujó. Juro por Dios que es la verdad. Me tiró al suelo.
Giovanni miró nerviosamente hacia la puerta y preguntó:
– ¿Sabe ella que estoy aquí?
Al ver a Brunetti mover la cabeza negativamente, Dolfin se llevó una mano inmensa a los labios y se los golpeó varias veces con el canto de los dedos crispados.
– Se pondrá furiosa. Me dijo que no fuera al hospital. Que era una trampa. Y tenía razón. Debí hacerle caso. Ella siempre tiene razón. En todo tiene razón. -Se puso la mano en el brazo, en el lugar de la inyección, y frotó con suavidad, pero no dijo más.
En el silencio que siguió, Brunetti se preguntaba qué parte de verdad encerraba lo que Loredana Dolfin había dicho a su hermano. Brunetti no dudaba de que Rossi había descubierto la corrupción del Ufficio Catasto, pero dudaba que su descubrimiento afectara al honor de la familia Dolfin.
– ¿Y qué pasó cuando volvió usted a la casa? -preguntó. Empezaban a preocuparle las muestras de nerviosismo que observaba en Dolfin.
– El otro, el que se drogaba, estaba allí cuando ocurrió aquello. Me siguió a casa y preguntó a la gente quién era yo. La gente me conoce, a causa de mi apellido. -Brunetti oyó la nota de orgullo con que lo decía-. Cuando salí de casa para ir a trabajar, lo encontré esperándome. Me dijo que lo había visto todo y que quería ayudarme para que no tuviera problemas. Yo le creí, y volvimos a la casa y nos pusimos a limpiar la habitación. Dijo que quería ayudarme, y yo le creí. Y mientras estábamos allí vinieron unos policías, pero él les habló y se marcharon. Cuando los policías se fueron, él me dijo que si no le daba dinero, llamaría a los policías y les enseñaría la habitación, y yo estaría perdido y todo el mundo sabría lo que había hecho. -Aquí Dolfin se interrumpió, pensando en las consecuencias que eso hubiera tenido.
– ¿Y qué más?
– Yo le dije que no tenía dinero, que se lo daba todo a Loredana, que es la que sabe lo que hay que hacer con él.
Dolfin se levantó a medias y empezó a mover la cabeza de derecha a izquierda, como atento a un sonido que fuera a salirle de la nuca.
– ¿Y después?
– Se lo dije a Loredana, naturalmente. Y entonces volvimos.
– ¿No volvió solo? -preguntó Brunetti y al momento le pesó haber hablado.
Hasta oír la pregunta de Brunetti, Dolfin había seguido moviendo la cabeza hacia uno y otro lado. Pero las palabras de Brunetti, o el tono de voz, lo hicieron detenerse. El comisario vio cómo se evaporaba la confianza en él de su interlocutor y cómo Dolfin se percataba de encontrarse en campo enemigo.
Brunetti dejó pasar por lo menos un minuto.
– Signor conte? -instó.
Dolfin movió la cabeza negativamente con firmeza.
– Signor conte, decía usted que volvió a la casa con otra persona. ¿Quiere decirme quién era?
Dolfin apoyó los codos en la mesa, bajó la cabeza y se cubrió los oídos con la palma de las manos. Cuando Brunetti empezó a hablarle otra vez, Dolfin movió violentamente la cabeza de derecha a izquierda. Furioso consigo mismo por haber empujado a Dolfin a un terreno desde el que sería imposible hacerle volver, Brunetti se puso en pie y, consciente de que no tenía alternativa, fue a llamar por teléfono a la hermana del conte Dolfin.