Como la mayoría de los italianos, Brunetti creía que existía un registro de todas las llamadas telefónicas que se hacían en el país y que se sacaba copia de todos los faxes que se enviaban; pero, además, como muy pocos italianos, él sabía a ciencia cierta que era así. No obstante, ni la simple creencia ni la certeza absoluta influían apreciablemente en el comportamiento de la ciudadanía: nunca nadie decía por teléfono algo que tuviera importancia, que pudiera incriminar a cualquiera de los interlocutores o interesar a una agencia gubernamental que estuviera a la escucha. La gente hablaba en clave, «dinero» se convertía en «jarros» o «flores» y las inversiones y las cuentas eran «amigos» en países extranjeros. Brunetti ignoraba cuan difundida podía estar esa creencia y la prudencia que generaba, pero sabía lo suficiente para proponer a su amiga de la Banca de Modena que se encontrasen en un café en lugar de pedirle información directamente por teléfono.
Como el banco estaba al otro lado del Rialto, quedaron para tomar una copa antes del almuerzo en campo San Luca, a mitad de camino entre el banco y la questura. Brunetti se tomaba muchas molestias sólo para hacer unas preguntas, pero era la única manera de conseguir que Franca hablase claramente. Sin dar explicaciones ni avisar a nadie, salió del despacho y, bordeando el bacino, se encaminó a San Marco.
Mientras avanzaba por Riva degli Schiavoni, miró a la izquierda, esperando ver los remolcadores y lo sorprendió tanto su ausencia como el repentino descubrimiento de que habían desaparecido hacía años y él lo había olvidado. ¿Cómo había podido olvidar algo tan conocido? Era como no acordarte de tu número de teléfono o de la cara del panadero. No sabía adonde habían ido a parar los remolcadores ni cuántos años hacía que habían desaparecido, dejando libre la riva para otras embarcaciones, más útiles sin duda para la industria turística.
Qué bonitos nombres latinos tenían aquellas gallardas embarcaciones rojas, siempre listas para salir a ayudar a los barcos a remontar el Canale della Giudecca. Seguramente, los barcos que ahora arribaban a la ciudad eran demasiado grandes para que los pequeños remolcadores les sirvieran de ayuda; aquellos monstruos, más altos que la Basílica, con miles de figuras diminutas como hormigas congregadas en las cubiertas, atracaban, bajaban las pasarelas y lanzaban a sus pasajeros a deambular por la ciudad.
Brunetti ahuyentó esos pensamientos y giró hacia la piazza, la cruzó y torció a la derecha, otra vez en dirección al centro, camino de campo San Luca. Franca ya había llegado. Estaba hablando con un hombre al que Brunetti conocía de vista. Al acercarse, vio que se despedían con un apretón de manos. El hombre se fue hacia campo Manin y Franca se volvió a mirar el escaparate de una librería.
– Ciao, Franca -dijo Brunetti deteniéndose a su lado. Habían sido amigos, y hasta más que amigos, en su época de instituto, antes de que ella conociera a su Mario y Brunetti fuera a la universidad, donde encontró a su Paola. Ella conservaba aquel pelo rubio, varios tonos más claro que el de Paola, aunque ahora Brunetti ya estaba lo bastante enterado de esas cosas como para saber que habría tenido que recurrir a la química para mantener el color. También conservaba aquella figura maciza, que tanto la acomplejaba veinte años atrás y que ahora realzaba con el aplomo de la madurez, el cutis terso propio de las mujeres robustas -éste, sin ayuda química- y los bellos ojos castaños a los que ahora, al oír su voz, asomó una mirada afectuosa.
– Ciao, Guido -dijo levantando la cara para recibir sus dos rápidos besos.
– Deja que te invite a una copa -dijo él tomándola del brazo, por una costumbre adquirida hacía décadas, para llevarla hacia el bar.
Pidieron uno spritz y observaron cómo el barman mezclaba el vino, el agua mineral y una pizca de Campari, clavaba sendas rodajas de limón en el borde y les acercaba las copas.
– Cin cin -dijeron al unísono y tomaron el primer trago.
El barman les puso delante una pequeña fuente de patatas fritas, de las que hicieron caso omiso. La presión de los clientes del bar fue empujándolos hacia atrás, hasta que se encontraron junto a las ventanas, viendo pasar a la gente.
Franca sabía que aquello era una reunión de trabajo. Si Brunetti hubiera querido charlar de la familia, lo hubiera hecho por teléfono en lugar de citarla en un bar que él sabía que estaría tan concurrido que nadie podría oír lo que hablaban.
– ¿De qué se trata, Guido? -preguntó ella, pero sonriendo para suavizar la brusquedad de sus palabras.
– Prestamistas -respondió él.
Ella lo miró, desvió la mirada y, rápidamente, volvió otra vez los ojos hacia él.
– ¿Por cuenta de quién preguntas?
– Por la mía propia, desde luego.
Ella sonrió, pero muy levemente.
– Eso ya lo sé, Guido, pero ¿los investigas por cuenta de la policía o del amigo que sólo busca información?
– ¿Por qué quieres saberlo?
– Porque, si es lo primero, me parece que no tengo nada que decir.
– ¿Y si fuera lo segundo?
– Entonces podríamos hablar.
– ¿Por qué esa diferencia? -preguntó él. Se acercó al bar y tomó un puñado de patatas, más para darle tiempo de pensar la respuesta que porque le apetecieran.
Cuando volvió, ella ya estaba preparada. No quiso patatas, y tuvo que comérselas él.
– Si fuera lo primero, cualquier cosa que te dijera podría tener que repetirla ante un tribunal o tú tendrías que decir quién te dio la información. -Sin darle tiempo a preguntar, prosiguió-: Si es sólo una charla entre amigos, puedo decirte todo lo que sepa, pero te advierto que, si un día me interrogaran, no recordaría haberte dicho nada. -No sonreía al decirlo, a pesar de que, habitualmente, de Franca brotaba alegría como la música de un tiovivo.
– ¿Tan peligrosos son? -preguntó Brunetti tomando la copa de ella y alargando el brazo para dejarla en el mostrador, al lado de la suya.
– Vamos afuera -dijo ella. Una vez en el campo, dio unos pasos hasta situarse a la izquierda del mástil de la banderola que estaba frente a los escaparates de la librería. Casual o intencionadamente, Franca se había quedado por lo menos a dos metros de distancia de las personas más próximas, dos ancianas que se inclinaban la una hacia la otra, apoyándose en sendos bastones.
Brunetti se acercó. A la luz que se derramaba desde lo alto de los tejados, vio la imagen de ambos reflejada en la luna del escaparate. La pareja del cristal hubiera podido ser la de los dos adolescentes que hacía más de veinte años solían encontrarse allí para tomar un café con los amigos.
La pregunta acudió espontáneamente a los labios de Brunetti:
– ¿Tanto te asustan?
– Mi hijo tiene quince años -explicó ella. El tono era el que podía haber utilizado para hablar del tiempo o, incluso, de la afición de su hijo por el fútbol-. ¿Por qué me has citado aquí, Guido?
Él sonrió.
– Sé que eres una persona ocupada y sé dónde vives, así que pensé que te pillaría de camino. Estás casi en tu casa.
– ¿Es la única razón? -preguntó ella, mirando del Brunetti del escaparate al de carne y hueso.
– Sí. ¿Por qué?
– Tú no sabes nada de esa gente, ¿verdad?
– No. Sé que existen y sé que están aquí, en esta ciudad, porque tienen que estar, pero no porque oficialmente se nos hayan hecho denuncias.
– Y los que tratan con ellos son los de Finanza, ¿verdad?
Brunetti se encogió de hombros. No tenía una idea clara de qué hacían los funcionarios de la Guardia di Finanza. Los veía a menudo, con su uniforme gris adornado con las brillantes llamas de una supuesta justicia, pero no le constaba que hicieran mucho más que inducir a una sociedad fiscalmente acosada, a buscar nuevas formas de evasión de impuestos.
Él asintió, resistiéndose a expresar con palabras su ignorancia.
Franca paseó la mirada por la pequeña plaza. Miraba y callaba. Finalmente, señaló con la barbilla un restaurante de comida rápida que había al otro lado.
– ¿Qué ves allí?
Él miró la superficie acristalada que ocupaba la mayor parte de la planta baja del edificio. Gente joven entraba y salía o estaba sentada a las mesas que se veían por las enormes ventanas.
– Veo la destrucción de dos mil años de cultura culinaria -rió él.
– ¿Y en la puerta, qué ves? -preguntó Franca, muy seria.
Él volvió a mirar, decepcionado de que ella no le hubiera reído la salida. Vio a dos hombres con traje oscuro y cartera que hablaban entre sí. A su izquierda, había una mujer joven que sujetaba el bolso debajo del brazo al tiempo que sostenía una agenda abierta en una mano y marcaba un número en su telefonino con la otra. Detrás de ella, un hombre mal vestido, alto y delgado, que debía de frisar los setenta, bajaba la cabeza para hablar a una anciana toda de negro, encorvada por la edad, que asía con manos pequeñas las asas de un gran bolso negro. La cara delgada, la nariz larga y afilada, y la espalda curvada daban a la mujer aspecto de pequeño marsupial.
– Veo a varias personas que hacen lo que suele hacer la gente en campo San Luca.
– ¿Y es…? -preguntó ella mirándolo ahora fijamente.
– Charlan porque se han encontrado por casualidad o porque se han citado, o entran a tomar una copa, lo mismo que nosotros y luego se van a su casa, como nos iremos nosotros.
– ¿Y esos dos? -preguntó ella indicando con la barbilla al flaco y la vieja.
– Ella debe de haber oído misa en alguna iglesia de por aquí y ahora se irá a su casa a almorzar.
– ¿Y él?
Brunetti volvió a mirar a la pareja, que seguían enfrascados en su conversación.
– Da la impresión de que ella quiere salvarle el alma y él se resiste.
– Ése no tiene alma que salvar -dijo Franca, y a Brunetti le sorprendieron esas palabras en boca de una mujer a la que nunca había oído hablar mal de nadie-. Y ella, tampoco -agregó con una voz fría e implacable.
Se volvió hacia la librería y miró otra vez el escaparate. De espaldas a Brunetti, dijo:
– Son Angelina Volpato y Massimo, su marido. Dos de los peores usureros de la ciudad. Nadie sabe cuándo empezaron, pero durante los diez últimos años han sido los que la gente más ha utilizado.
Brunetti notó a su lado una presencia. Una mujer se había parado a mirar el escaparate. Franca calló. Cuando la mujer se fue, prosiguió:
– La gente sabe que puede encontrarlos aquí casi todas las mañanas. Vienen a buscarlos, y Angelina los invita a ir a su casa. -Hizo una pausa-. Ella es la más vampiro. -Se detuvo otra vez y, cuando se hubo calmado, prosiguió-: Desde allí llaman al notario y allí redactan los documentos. Ella les da el dinero y ellos le dan la casa, o el negocio, o los muebles.
– ¿Y el interés?
– Depende de la suma que necesiten y del plazo. Si es sólo un par de millones de liras, acepta los muebles en garantía. Si es más dinero, cincuenta millones o más, ella calcula el interés. Dicen que te lo calcula en un momento, a pesar de que también se dice que es analfabeta, lo mismo que el marido. -Se quedó pensativa un momento-. Si se trata de una cantidad importante, la gente se aviene a darle el título de propiedad de la casa, en el caso de que no pueda entregarle una suma determinada a plazo fijo.
– ¿Y si no pagan?
– El abogado de la Volpato los demanda y ella presenta el documento firmado ante notario.
Mientras ella hablaba, Brunetti reflexionaba sin apartar la mirada de los libros del escaparate y reconocía que nada de aquello era nuevo para él. Aunque ignoraba los detalles, sabía que esas cosas ocurrían. Pero eran de la incumbencia de la Guardia di Finanza, por lo menos, hasta ese momento, en que las circunstancias, o la simple casualidad, le habían puesto delante a Angelina Volpato y su marido, que seguían allí, al otro lado de la plaza, conversando animadamente, un luminoso día de la primavera de Venecia.
– ¿Qué interés cargan?
– Depende de lo desesperada que esté la gente -respondió Franca.
– ¿Y eso cómo lo saben?
Ella apartó la mirada de unos cerditos que conducían coches de bomberos para fijarla en él.
– A ti te consta, lo mismo que a mí, que aquí todo el mundo lo sabe todo. No tienes más que pedir un préstamo a un banco, para que, al final del día, todos los empleados estén enterados, a la mañana siguiente, lo sepan sus familias y, por la tarde, toda la ciudad.
Brunetti tuvo que admitir que así era. Ya fuera porque en Venecia todos eran parientes, amigos o conocidos, ya porque en realidad la ciudad era como un pueblo grande, en aquel mundillo bullicioso y endogámico, no podía haber secretos. Era perfectamente lógico que cualesquiera apuros financieros que pudiera tener una persona fueran rápidamente del dominio público.
– ¿Qué interés? -insistió él.
Ella fue a contestar, vaciló un momento y dijo:
– He oído hablar de un veinte por ciento mensual. Y hasta de un cincuenta.
El veneciano que Brunetti llevaba dentro hizo el cálculo al instante.
– ¡Un seiscientos por ciento anual! -exclamó sin reprimir la indignación.
– A interés compuesto, mucho más -le corrigió Franca, demostrando que las raíces de su familia en la ciudad eran más profundas que las de los Brunetti.
El comisario volvió a mirar a aquella pareja que estaba al otro lado del campo. Mientras él los miraba, terminaron la conversación, la mujer se alejó en dirección al Rialto y el hombre vino hacia ellos.
Brunetti observaba al individuo: tenía la frente abombada, la piel áspera y escamosa, como por alguna enfermedad no tratada, los labios carnosos y los párpados hinchados. Avanzaba con un andar extraño, de ave zancuda, con el pie plano, como para no gastar el tacón de sus muy remendados zapatos. La cara mostraba las huellas de la edad y la enfermedad, pero aquel caminar desgarbado daba a su figura un aire de juvenil abandono, sobre todo, visto de espaldas, según comprobó Brunetti que lo seguía con la mirada y lo vio torcer por la calle que conducía al ayuntamiento.
Cuando Brunetti se volvió, vio que la vieja había desaparecido, pero en su memoria quedaba la imagen de un marsupial, una especie de rata erecta.
– ¿Y tú cómo sabes todo esto?
– Recuerda que trabajo en un banco -respondió ella.
– ¿Y esos dos son el tribunal de última instancia para las personas que no pueden conseguir nada de vosotros?
Ella asintió.
– Pero ¿cómo los encuentra la gente?
Ella lo miró, como para decidir en qué medida podía fiarse de él.
– Me han dicho que, a veces, la gente del banco se los recomienda.
– ¿Cómo?
– Que cuando un banco te deniega un préstamo, a veces, un empleado te sugiere que acudas a los Volpato. O al prestamista que le da comisión.
– ¿Cuánto de comisión? -preguntó Brunetti con voz neutra.
Ella se encogió de hombros.
– Dicen que depende.
– ¿De qué?
– Del importe del préstamo. O del convenio que el banco tenga con los usureros. -Antes de que Brunetti pudiera preguntar algo más, ella agregó-: Cuando la gente necesita dinero, trata de sacarlo de donde sea. Si no se lo prestan los amigos, la familia o algún banco, acude a personas como los Volpato.
La única forma en que Brunetti podía hacer la siguiente pregunta era la directa:
– ¿Todo eso está relacionado con la mafia?
– ¿Y qué no lo está? -preguntó Franca a su vez, pero al ver su gesto de irritación, agregó-: Perdona, era una broma. No me consta que lo esté. Pero, si lo piensas un momento, te darás cuenta de que sería un buen sistema para blanquear dinero.
Brunetti asintió. Sólo la protección de la mafia podía impedir que un negocio tan provechoso como ése fuera investigado por las autoridades.
– ¿Te he arruinado el almuerzo? -preguntó ella con una sonrisa repentina y con aquel cambio de tono que él recordaba.
– En absoluto, Franca.
– ¿Por qué estás indagando en esto? -preguntó ella por fin.
– Porque podría estar relacionado con otra cosa.
– Casi todo lo está -dijo ella, pero no preguntó más, otra de las cualidades que él siempre había apreciado en ella-. Me voy a casa -anunció, y se puso de puntillas para besarlo en las dos mejillas.
– Gracias, Franca -dijo él, atrayéndola hacia sí, sintiendo con agrado el contacto de su cuerpo firme y su carácter más firme aún-. Siempre es un placer verte.- En el momento en que ella le daba unas palmadas en el brazo y se volvía para marcharse, él se dio cuenta de que no le había preguntado por otros usureros, pero ya no podía hacerla volver. Lo único en lo que podía pensar ahora era en irse a casa.