Mientras caminaba, Brunetti rememoraba los tiempos en que salía con Franca. Se daba cuenta de lo grato que le había resultado volver a abrazar aquella recia figura que tan familiar le había sido. Recordó un largo paseo que dieron por la playa del Lido la noche del Redentore. Él debía de tener diecisiete años. Cuando se terminaron los fuegos artificiales, estuvieron andando cogidos de la mano hasta el amanecer, viendo con pena que se acababa la noche.
La noche se acabó, como se acabaron otras muchas cosas entre los dos, y ahora ella tenía a su Mario y él tenía a su Paola. Entró en Biancat y compró una docena de lirios para su Paola, contento de poder hacer eso, contento de saber que la encontraría arriba, esperándolo.
La encontró sentada a la mesa de la cocina, pelando guisantes.
– Risi e bisi -dijo él a modo de saludo al ver los guisantes, con el ramo delante.
Ella miró las flores sonriendo.
– Lo mejor que puede hacerse con los guisantes tempranos es un buen risotto, ¿no? -dijo poniendo la mejilla.
Una vez dado el beso, él dijo, ociosamente:
– Eso, si no eres una princesa y los quieres para ponerlos debajo del colchón.
– Yo diría que el risotto es mejor idea -dijo ella-. ¿Las pones en un jarro mientras termino con esto?
Él acercó una silla a los armarios, tomó una hoja de periódico de la mesa, la puso en el asiento y se subió para alcanzar uno de los jarrones que estaban encima de un armario.
– A ver el azul… -dijo ella, observando la operación.
Él se bajó, puso la silla en su sitio y llevó el jarrón al fregadero.
– ¿Hasta dónde de agua?
– La mitad. ¿Qué quieres para segundo?
– ¿Qué hay?
– El rosbif que quedó del domingo. Cortado bien fino, podríamos tomarlo con ensalada.
– ¿Chiara come carne esta semana? -Hacía una semana que Chiara, después de leer un artículo sobre el trato que se daba a los terneros, había declarado que sería vegetariana durante el resto de su vida.
– El domingo la viste comer rosbif, ¿no? -preguntó Paola.
– Ah, sí, claro -contestó él rompiendo el papel de las flores.
– ¿Qué es lo que anda mal? -preguntó ella.
– Lo de siempre -dijo él sosteniendo el jarrón debajo del grifo del agua fría-. Vivimos en un universo perdido.
Ella volvió a los guisantes.
– Eso lo sabe todo el que se dedique a tu trabajo o al mío -respondió ella.
Él preguntó con curiosidad:
– ¿Por qué al tuyo? -Brunetti no necesitaba que alguien le dijera que el mundo estaba perdido; pero era porque él llevaba veinte años en la policía.
– Tú tratas con la decadencia moral y yo, con la mental. -Paola hablaba en el tono de irónica autosuficiencia que adoptaba cuando se permitía tomar en serio su trabajo. Y entonces preguntó-: Concretamente, ¿qué te ha puesto así?
– Este mediodía he estado tomando una copa con Franca.
– ¿Cómo está?
– Bien. Su hijo se hace mayor y me parece que a ella no le gusta mucho trabajar en un banco.
– ¿Y a quién va a gustarle eso? -dijo Paola, pero era más una respuesta ritual que otra cosa, e insistió en su pregunta original, que él había eludido-: ¿Por qué ver a Franca te hace pensar que vivimos en un mundo que se desmorona? Generalmente, produce el efecto contrario.
Mientras iba introduciendo las flores en el jarrón, una a una, lentamente, Brunetti repasó varias veces el comentario de su mujer, en busca de un doble sentido o cierto deje de sarcasmo, sin encontrarlo. Ella sabía el placer que le producía ver a esa antigua y buena amiga, y compartía la alegría que la compañía de Franca le deparaba. Al comprenderlo así, de pronto, el corazón le dio un vuelco y sintió que se le encendía la cara. Uno de los lirios cayó en la encimera. Él lo recogió, lo puso con los otros y dejó el jarrón en lugar seguro, lejos del borde.
– Me ha dicho que tenía miedo de que le pasara algo malo a Pietro, si me hablaba de los prestamistas.
Paola dejó la tarea y se volvió a mirarlo.
– ¿Los prestamistas? ¿Y qué pintan aquí los prestamistas?
– Rossi, aquel chico del Ufficio Catasto que murió, tenía en la cartera el número de teléfono de un abogado que había llevado varios casos contra ellos.
– ¿Un abogado? ¿Dónde?
– En Ferrara.
– ¿No será el que ellos asesinaron? -preguntó levantando la cabeza.
Brunetti asintió, interesado en que Paola diera por hecho que Cappelli había sido asesinado por «ellos» y dijo:
– El juez encargado de la instrucción del caso ha descartado a los prestamistas y parecía empeñado en convencerme de que el asesino se equivocó de víctima.
Ella se quedó pensativa y Brunetti observaba en su cara el curso de sus reflexiones.
– ¿Por eso él tenía el número del abogado? ¿Por los prestamistas?
– No tengo pruebas. Pero da esa coincidencia.
– La vida está llena de coincidencias.
– El asesinato, no.
Ella entrelazó los dedos encima del montón de vainas de guisante.
– ¿Desde cuándo es asesinato? Me refiero a lo de Rossi.
– Desde no sé cuándo. Quizá desde nunca. Sólo quiero aclarar esto y descubrir, si es posible, por qué lo llamó Rossi.
– ¿Y qué tiene que ver Franca?
– Pensé que, trabajando en un banco, podría tener información sobre los prestamistas.
– Creí que los bancos se dedicaban precisamente a eso, a prestar dinero.
– A veces, no. Sobre todo, si es a corto plazo y a personas que podrían no devolverlo.
– Entonces, ¿por qué preguntarle a ella? -Por lo imperturbable de su gesto, Paola hubiera podido ser juez.
– Creí que quizá supiera algo.
– Eso ya lo has dicho. Pero ¿por qué precisamente Franca?
No había razón, aparte la de que ella fue la primera persona que le vino a la memoria. Además, hacía mucho que no la veía y le apetecía llamarla, sencillamente. Se metió las manos en los bolsillos y cargó el peso del cuerpo sobre el otro pie.
– Por ninguna razón en particular -dijo finalmente.
Ella separó los dedos y volvió a pelar guisantes.
– ¿Qué te ha dicho y por qué teme por Pietro?
– Me ha hablado de dos personas, y hasta me las ha enseñado. -Antes de que Paola pudiera interrumpir, explicó-: Nos hemos encontrado en San Luca, y allí estaba la pareja. Sesenta y tantos, diría yo. Me ha dicho que prestan dinero.
– ¿Y Pietro?
– Dice que puede existir una relación con la mafia y el blanqueo de dinero, pero no ha querido dar más explicaciones. -Vio el leve gesto de asentimiento de Paola, indicativo de que ella compartía su opinión de que bastaba la sola mención de la mafia para hacerte temer por tus hijos.
– ¿Ni siquiera a ti? -preguntó ella.
Él movió la cabeza negativamente y repitió el gesto cuando ella lo miró.
– Entonces la cosa es grave -dijo Paola.
– Eso parece.
– ¿Quiénes son esa gente?
– Angelina y Massimo Volpato.
– ¿Habías oído hablar de ellos? -preguntó ella.
– No.
– ¿A quién has preguntado?
– A nadie. Los he visto por primera vez hace veinte minutos.
– ¿Qué piensas hacer?
– Averiguar todo lo que pueda.
– ¿Y luego?
– Depende de lo que descubra.
Un silencio, y Paola dijo:
– Hoy pensaba en ti y en tu trabajo. -Él esperó-. Fue mientras limpiaba los cristales, y eso fue lo que me hizo pensar en ti -agregó, desconcertándolo.
– ¿Qué tiene que ver mi trabajo con los cristales?
– Después de los cristales, he limpiado el espejo del cuarto de baño, y entonces he pensado en tu trabajo.
Él sabía que su mujer seguiría hablando aunque él no dijera nada, pero también sabía que le gustaba que la animaran, de modo que preguntó:
– ¿Y bien?
– Para limpiar el cristal de una ventana, tienes que abrirla, y, al mover el batiente, cambia el ángulo de incidencia de la luz. -Al ver que él la seguía, continuó-: Luego la limpias. O te parece que la limpias. Porque, cuando cierras la ventana, la luz vuelve a entrar con el ángulo de antes y entonces ves que aún está sucia por fuera o que te has dejado un trozo en la parte de dentro. Entonces tienes que volver a abrirla y limpiar otra vez. Pero no puedes estar seguro de que el cristal está bien limpio hasta que cierras la ventana o la miras desde otro ángulo.
– ¿Y el espejo? -preguntó él.
Ella lo miró y sonrió.
– El espejo lo ves por un solo lado. La luz no lo atraviesa. Lo limpias y listo. No hay más que una manera de verlo. -Volvió a fijar la atención en lo que estaba haciendo.
– ¿Y…?
Mirando los guisantes, quizá para disimular que él la había decepcionado, explicó:
– Así es tu trabajo, o así pretendes tú que sea. Tú quieres limpiar espejos, quieres que todo sea bidimensional y fácil de controlar. Pero, cuando te paras a pensar, las cosas son como las ventanas: si cambias la perspectiva o las miras desde otro ángulo, todo cambia.
Brunetti reflexionó largamente y concluyó, tratando de levantar el ánimo:
– Pero, de todos modos, siempre me toca eliminar la porquería.
– Eso lo has dicho tú, no yo -respondió Paola-. Brunetti no dijo nada y ella, tras dejar caer el último guisante en el plato, se levantó y lo puso en la encimera-. En cualquier caso, tengo la impresión de que preferirás hacerlo con el estómago lleno.
Y con el estómago lleno empezó a hacerlo aquella misma tarde, nada más llegar a la questura. Empezó -no cabía mejor manera- por una visita a la signorina Elettra.
Ella lo recibió con una sonrisa. Vestía un modelo de carácter marcadamente náutico, con falda azul oscuro y blusa de seda con cuello de marinera. Brunetti estaba pensando que no le faltaba más que el gorro cuando descubrió, al lado del ordenador, un sombrerito bombonera blanco.
– Volpato -dijo él, sin darle tiempo a preguntar cómo estaba-. Angelina y Massimo. Sesenta y tantos años.
– ¿Residen aquí?
– Creo que sí.
– ¿Alguna idea de dónde?
– No -reconoció él.
– Será fácil averiguarlo -dijo ella tomando nota-. ¿Qué le interesa?
– Sobre todo, datos financieros, inversiones, propiedades registradas a su nombre, todo lo que pueda usted encontrar. -Hizo una pausa mientras ella escribía y agregó-: Vea también si tenemos algo sobre ellos.
– ¿Registro de llamadas?
– No. Todavía no. Sólo finanzas.
– ¿Para cuándo lo quiere?
Él la contempló sonriendo.
– ¿Para cuándo lo quiero todo?
Ella se subió la manga y miró el pesado reloj de submarinista que llevaba en la muñeca izquierda.
– Creo que la información de las oficinas municipales podré conseguirla esta misma tarde.
– Los bancos ya han cerrado, así que lo otro tendrá que ser mañana.
Ella le sonrió.
– Los archivos nunca cierran -le dijo-. Quizá lo tenga todo dentro de un par de horas.
Se inclinó y abrió un cajón del que sacó un fajo de papeles.
– Aquí tengo estas… -empezó, pero se interrumpió mirando hacia la izquierda, donde estaba la puerta del despacho.
Brunetti intuyó más que percibió un movimiento y al volverse vio al vicequestore, Patta, que venía de almorzar.
– Signorina Elettra -dijo, como si no viera a Brunetti de pie delante de la mesa.
– ¿Sí, dottore?
– Haga el favor de venir a mi despacho a tomar nota de una carta.
– Ahora mismo, dottore -dijo ella, dejando en el centro de la mesa los papeles que acababa de sacar del cajón y golpeándolos con el índice de la mano izquierda, movimiento que Patta no pudo ver porque el cuerpo de Brunetti se lo impedía. Ella abrió el cajón central y sacó un anticuado bloc de taquigrafía. ¿Aún había gente que dictara cartas y secretarias que se sentaran con las piernas cruzadas como Joan Crawford y trazaran rápidamente arcos, cruces y ganchitos? Mientras lo pensaba, Brunetti descubrió que él siempre había dejado que fuera la signorina Elettra quien redactara las cartas y eligiera la elaboración retórica necesaria para disfrazar las cosas más simples o suavizar peticiones que forzaban los límites del estricto poder policial.
Patta pasó por su lado y abrió la puerta del despacho, y Brunetti tuvo la clara sensación de estar comportándose como un tímido animal de la selva, quizá un lémur, que se paraliza al sonido más leve, imaginándose invisible por efecto de su inmovilidad y, por consiguiente, a salvo de cualquier feroz merodeador. Antes de que pudiera decir algo a la signorina Elettra, la vio levantarse y seguir a Patta a su despacho, aunque no sin antes lanzar una mirada a los papeles que había dejado encima de la mesa. Y en ella no observó Brunetti ni asomo de timidez al cerrarse la puerta.
El comisario se inclinó sobre la mesa, recogió los papeles y, antes de marcharse, escribió rápidamente una nota para pedirle que buscara el nombre del dueño del edificio ante el que había sido hallado Rossi.