Tal como temía Brunetti, aquel lunes le llegó el resultado del almuerzo del vicequestore Patta con el questore. Recibió la llamada a eso de las once, poco después de la llegada de Patta a la questura.
– Dottore… -La signorina Elettra lo llamaba desde la puerta del despacho y, al levantar la cabeza, la vio allí de pie, con una carpeta azul en la mano. Durante un momento, se preguntó si ella habría elegido aquella carpeta para que hiciera juego con el color del vestido.
– Ah, buenos días, signorina -dijo invitándola a acercarse con un ademán-. ¿Es la lista de las joyas robadas?
– Sí, y las fotos -respondió ella entregándole la carpeta-. El vicequestore me ha pedido que le diga que le gustaría hablar con usted esta mañana. -En su voz no había indicio de que el mensaje encerrara peligro alguno, por lo que Brunetti se limitó a mover la cabeza de arriba abajo, dándose por enterado. Ella se quedó frente a la mesa mientras el comisario abría la carpeta. Grapadas a la hoja había cuatro fotos en color, cada una, de una alhaja, tres sortijas y una pulsera de oro muy trabajada que llevaba lo que parecía una hilera de pequeñas esmeraldas.
– Parece que la dueña estaba preparada para que la robaran -dijo Brunetti, sorprendido de que alguien se tomara la molestia de obtener de unas joyas lo que parecían fotos de estudio y sospechando de inmediato un fraude al seguro.
– ¿Y no lo está todo el mundo? -preguntó ella.
Brunetti la miró sin disimular la sorpresa.
– ¿No hablará en serio, signorina?
– Quizá no debería decirlo, especialmente trabajando aquí, pero sí, es en serio. -Sin darle tiempo a preguntar, agregó-: La gente no se recata de comentarlo.
– Aquí hay menos criminalidad que en cualquier otra ciudad de Italia. No hay más que ver las estadísticas.
Ella no puso los ojos en blanco sino que se contentó con decir:
– ¿No creerá que las estadísticas reflejan la realidad, dottore?
– ¿Qué quiere decir?
– ¿Cuántos atracos y robos se denuncian realmente?
– Como le decía, he visto las estadísticas. Las hemos visto todos.
– Esas estadísticas no reflejan los delitos. Y usted debería saberlo. -Como Brunetti no respondiera a la provocación, ella preguntó-: ¿Acaso imagina que la gente se molesta en denunciar todos y cada uno de los delitos que se cometen?
– Quizá todos no, la mayoría.
– Pues yo estoy segura de que la gente no denuncia -dijo ella encogiéndose de hombros con un gesto que suavizaba su postura pero no el tono de su voz.
– ¿Puede decirme en qué se basa para creerlo así? -preguntó Brunetti dejando la carpeta en la mesa.
– Sé de tres personas a las que han entrado a robar en sus casas durante los últimos meses que no han presentado denuncia. -Esperó a que Brunetti dijera algo, pero él callaba y entonces agregó-: No. Uno lo denunció. Fue al puesto de carabinieri de San Zaccaria, y el sargento le dijo que volviera al día siguiente, porque el teniente no estaba y era el único que se encargaba de las denuncias de robo.
– ¿Y volvió?
– Claro que no. ¿Por qué molestarse?
– ¿No es una actitud negativa, signorina?
– Claro que es negativa -replicó ella con más descaro del que habitualmente se permitía cuando hablaba con él-. ¿Qué actitud espera que tenga? -La aspereza de su tono hizo que se enfriase el cálido clima que solía generar su presencia, dejando a Brunetti con aquella sensación de fatiga y tristeza que le producían sus discusiones con Paola. Tratando de dominarla, miró las fotos y preguntó:
– ¿Cuál es la joya que tenía la gitana?
La signorina Elettra, alegrándose a su vez del giro de la conversación, se inclinó sobre las fotos y señaló la pulsera.
– La dueña la ha identificado. Además, tiene la factura con la descripción. No creo que eso sirva de mucho, pero dijo que la tarde del robo vio a tres gitanos en campo San Fantin.
– No -convino Brunetti-. No servirá de nada.
– ¿Y qué es lo que puede servir de algo? -preguntó ella con acento retórico.
En circunstancias normales, Brunetti hubiera hecho una observación banal en el sentido de que la ley era la misma para los gitanos y para los que no lo eran, pero ahora no quería arriesgarse a destruir la armonía que se había restablecido entre ambos y se limitó a preguntar:
– ¿Cuántos años tiene el chico?
– La madre dice que quince, pero, por supuesto, no hay papeles, ni certificado de nacimiento, ni de estudios, por lo que también podría tener dieciocho. Y, mientras ella diga que tiene quince, no se le puede procesar y durante varios años más el chico podrá seguir haciendo impunemente todo lo que se le antoje. -De nuevo, Brunetti advirtió la llamarada de indignación y procuró zafarse.
– Humm -dijo cerrando la carpeta-. ¿De qué quiere hablarme el vicequestore? ¿Tiene usted alguna idea?
– Probablemente, de algo que haya surgido en su entrevista con el questore. -Su voz no revelaba nada.
Brunetti suspiró audiblemente y se puso en pie. Aunque el tema de los gitanos no estaba zanjado, bastó aquel suspiro para hacerla sonreír.
– De verdad, dottore, no tengo ni la menor idea. Sólo me ha pedido que le diga que desea hablar con usted.
– Iré a ver qué quiere. -Se paró en la puerta para dejarla pasar y, juntos, bajaron la escalera, camino del despacho de Patta.
Cuando llegaron al pequeño antedespacho que ella ocupaba, estaba sonando el teléfono, y la mujer se inclinó por encima de la mesa para contestar.
– Despacho del vicequestore Patta -dijo-. Sí, dottore, ahora mismo le paso. -Pulsó un botón del costado del teléfono y colgó. Miró a Brunetti y señaló la puerta de Patta-. El alcalde. Tendrá usted que esperar a que… -Volvió a sonar el teléfono. Por la rápida mirada que ella le lanzó al contestar, Brunetti comprendió que era una llamada personal, por lo que tomó el Gazzettino de aquella mañana que estaba doblado encima de la mesa y se acercó a la ventana. Volvió la cabeza un instante y sus miradas se cruzaron. Ella sonrió, hizo girar el sillón, se acercó el aparato a la boca y empezó a hablar. Brunetti salió al pasillo.
Lo que tenía en la mano era la segunda sección del periódico, que no había tenido tiempo de leer aquella mañana. La mitad superior de la primera página estaba dedicada al examen -era tal la desgana con que se hacía que no se le podía llamar investigación- del proceso por el que se había adjudicado el contrato para la reconstrucción del teatro de La Fenice. Al cabo de años de discusiones, acusaciones y contraacusaciones, incluso los pocos que aún eran capaces de llevar cuenta de la cronología habían perdido todo interés por los hechos y toda esperanza en la prometida reconstrucción. Brunetti desdobló el periódico y miró los artículos de la mitad inferior de la página.
A la izquierda había una foto. La cara le resultaba familiar, pero no supo de qué hasta que leyó el epígrafe: «Francesco Rossi, inspector del Ayuntamiento, en coma a consecuencia de una caída desde un andamio.»
La mano de Brunetti apretó las páginas del periódico. Su mirada se desvió un momento y volvió al pie de la foto.
El sábado por la tarde, Francesco Rossi, inspector que presta sus servicios en el Ufficio Catasto, se cayó desde el andamiaje de un edificio de Santa Croce, mientras inspeccionaba unas obras de restauración. Rossi fue conducido a la sala de Urgencias del Ospedale Civile, donde permanece ingresado con pronóstico reservado.
Desde mucho antes de ser policía, Brunetti había dejado de creer en la casualidad. Él sabía que las cosas ocurrían a consecuencia de otras cosas. Desde que era policía, había dado por sentado, además, la convicción de que la relación entre los hechos, por lo menos, los hechos que él debía tomar en consideración, rara vez era fortuita. Franco Rossi no había causado una gran impresión en Brunetti, aparte de aquel momento de casi pánico en el que había levantado la mano en actitud defensiva, como para rechazar la invitación de Brunetti a salir a la terraza, para echar un vistazo a las ventanas del piso de abajo. En aquel instante, y sólo durante aquel instante, había dejado de ser el funcionario meticuloso y gris capaz de hacer poco más que recitar las normas de su departamento y se había convertido, para Brunetti, en un hombre como él mismo, con las debilidades que a todos nos hacen humanos.
Brunetti no creyó ni por un momento que Franco Rossi hubiera caído del andamio. Ni perdió el tiempo en considerar la posibilidad de que la frustrada llamada telefónica de Rossi estuviera relacionada con un incidente sin importancia de su oficina, por ejemplo, que hubiera descubierto a alguien que tratara de hacer aprobar un permiso de obra de forma irregular.
Con esa certidumbre en su mente, Brunetti volvió a entrar en el despacho de la signorina Elettra y dejó el periódico en su mesa. Ella aún estaba vuelta de espaldas y se reía suavemente. Sin molestarse en atraer su atención y sin pensar ni un momento en la llamada de Patta, Brunetti salió de la questura camino del Ospedale Civile.