22

Brunetti llamó a la oficina de los agentes para pedir que lo avisaran si se recibía la denuncia de la desaparición de una muchacha de unos diecisiete años y que repasaran los registros por si había llegado alguna durante las últimas semanas. Pero ya mientras hablaba pensaba que era posible que nadie hubiera presentado tal denuncia: eran muchos los adolescentes que se habían convertido en materia desechable, sus padres ya los daban por perdidos y habían dejado de preocuparse por su ausencia. No estaba seguro, pero no parecía tener más de diecisiete años. O quizá ni eso. Si era más joven, Rizzardi lo sabría, pero él prefería ignorarlo.

Brunetti bajó al aseo de los hombres, se lavó las manos, se las secó y volvió a lavárselas. De vuelta en su despacho, sacó un papel del cajón de la mesa y escribió en grandes letras mayúsculas el titular que quería ver en los diarios del día siguiente: «La víctima se venga de su asesino con una dentellada letal.» Miró la frase, preguntándose, al igual que Rizzardi, qué huella podían dejar en él estas cosas. Puso un signo de inserción después de «asesino» y encima escribió: «desde más allá de la tumba». Lo contempló un momento y decidió que el añadido alargaba demasiado la frase para que cupiera en una columna y lo tachó. Sacó la manoseada libreta de direcciones y teléfonos y volvió a marcar el número del redactor de sucesos de Il Gazzettino. Su amigo, satisfecho de que a Brunetti le hubiera gustado el suelto anterior, accedió a insertar éste en la edición de la mañana siguiente. Dijo que le gustaba el titular de Brunetti y que él se encargaría de que apareciera textualmente.

– No deseo crearte problemas -dijo Brunetti, ante la rápida aquiescencia de su amigo-. ¿No supondrá un riesgo para ti publicar eso?

El otro se echó a reír.

– ¿Problemas por publicar algo que no es verdad? ¿Yo? -Sin dejar de reír empezó a despedirse cuando Brunetti agregó:

– ¿No podrías hacer que saliera también en La Nuova? Necesito que esté en los dos diarios.

– Probablemente. Hace años que piratean nuestro sistema informático. Así se ahorran pagar a un reportero. De modo que, si lo meto en el ordenador, seguro que lo publican, sobre todo, si consigo darle un aire lo bastante truculento. No pueden resistirse al morbo. Pero ellos no usarán tu titular -dijo con sincero pesar-. Siempre cambian, por lo menos, una palabra.

Satisfecho con lo conseguido, Brunetti se resignó al previsible cambio, dio las gracias a su amigo y colgó el teléfono.

Para ocuparse en algo, o quizá sólo para mantenerse en movimiento y lejos de su mesa, bajó al despacho de la signorina Elettra, a la que encontró con la cabeza inclinada sobre una revista.

Ella levantó la mirada al oír sus pasos.

– Ah, ya está de vuelta, comisario -dijo iniciando una sonrisa. Cuando vio el gesto que él traía en la cara, la sonrisa se desvaneció. Cerró la revista, abrió un cajón y sacó una carpeta. Inclinándose hacia adelante, se la pasó-. Ya me he enterado de lo de esos chicos -dijo-. Lo siento.

Él no sabía si ella esperaría que le diera las gracias por su condolencia, y se limitó a mover la cabeza de arriba abajo mientras tomaba la carpeta y la abría.

– ¿Los Volpato? -preguntó.

– Ajá -exclamó ella-. Como verá, deben de estar muy bien protegidos.

– ¿Por quién? -preguntó él, mirando la primera página.

– Yo diría que por alguien de la Guardia di Finanza.

– ¿Por qué?

Ella se levantó y apoyó las manos en la mesa.

– Segunda hoja -apuntó. Él pasó la primera hoja y ella señaló una serie de cifras-. El primer número corresponde al año. A continuación figura el total del patrimonio declarado: cuentas, apartamentos, valores. Y en la tercera columna está la renta declarada cada año.

– Así pues -dijo él, comentando la obviedad-, como cada año poseen más, ingresarán más. -Efectivamente, la lista de propiedades iba en aumento.

Ahora bien, las cifras de la tercera columna, en lugar de aumentar, disminuían, pese a que los Volpato adquirían más fincas y más empresas. En suma, cada año tenían más y pagaban menos.

– ¿Nunca les han hecho una inspección los de la Finanza? -preguntó. Lo que Brunetti tenía en las manos era una señal de fraude fiscal tan grande y tan llamativa que hubiera tenido que divisarse desde la central de la Guardia di Finanza en Roma.

– Nunca -dijo ella negando con la cabeza y volviendo a sentarse-. Por eso le digo que alguien debe protegerlos.

– ¿Ha conseguido copia de sus declaraciones de renta?

– Desde luego -dijo ella, sin tratar de disimular el orgullo-. En todas ellas aparecen esas mismas cifras de ingresos anuales, pero, año tras año, ellos consiguen demostrar que han gastado una fortuna en la rehabilitación de sus propiedades, y parecen incapaces de vender ni una sola finca con beneficio.

– ¿A quiénes las venden? -preguntó Brunetti, aunque sus años de experiencia lo habían familiarizado con esos asuntos.

– Hasta el momento, han vendido, entre otros, dos apartamentos a concejales de la ciudad y dos a funcionarios de la Guardia di Finanza. Siempre, con pérdidas, especialmente, el que vendieron al coronel. Y parece ser -añadió pasando la hoja y señalando la línea superior- que también vendieron dos apartamentos a un tal dottor Fabrizio Dal Carlo.

– Ah -suspiró Brunetti. Levantó la mirada del papel y preguntó-: ¿No tendrá usted, por casualidad…?

La sonrisa de la mujer fue como una bendición.

– Está todo ahí: sus declaraciones de renta, la lista de las casas que posee, sus cuentas bancarias, las de su mujer, todo.

– ¿Y…? -preguntó, él resistiendo el impulso de mirar los papeles para darle ocasión de decírselo.

– Sólo un milagro ha podido protegerlo de una inspección -dijo ella, golpeando los papeles con la yema de los dedos de la mano izquierda.

– Y, sin embargo, en todos estos años, nadie se ha fijado en Dal Carlo ni en los Volpato.

– Eso no tiene nada de curioso cuando se vende a esos precios a concejales -dijo ella volviendo a la primera hoja-. Y a coroneles -terminó después de una pausa.

– Sí -convino él cerrando la carpeta con un suspiro de cansancio-. Y a los coroneles. -Se puso la carpeta debajo del brazo-. ¿Y qué hay del teléfono?

Ella casi sonrió.

– No tienen teléfono.

– ¿Cómo? -preguntó Brunetti.

– Por lo menos, que yo haya podido descubrir. Ni a su nombre ni en su domicilio. -Antes de que Brunetti pudiera preguntar, dio las explicaciones posibles-: Quizá son muy rácanos para pagar la factura del teléfono o quizá tienen un telefonino registrado a nombre de otra persona.

A Brunetti le parecía inconcebible que, en la actualidad, alguien pudiera vivir sin teléfono, especialmente, personas que se dedicaban a la compraventa de fincas y a prestar dinero, con los contactos con abogados, oficinas municipales y notarios que esas operaciones exigían. Además, nadie podía ser tan patológicamente espartano para no tener teléfono.

Al encontrar cerrada una posible vía de investigación, Brunetti volvió su atención a la pareja asesinada.

– Me gustaría que viera qué puede encontrar acerca de Gino Zecchino.

Ella asintió. Ya conocía el nombre.

– Aún no sabemos quién era la chica -dijo Brunetti, y entonces se le ocurrió la posibilidad de que quizá nunca lo supieran, pero resistiéndose a expresar ese pensamiento dijo tan sólo-: Si encuentra algo, avíseme.

– Sí, señor -dijo ella viéndolo salir del despacho.

Una vez arriba, Brunetti decidió ampliar el alcance de la desinformación que aparecería en los diarios de la mañana siguiente y pasó la hora y media siguiente hablando por teléfono, consultando las páginas de la libretita y llamando a algún que otro amigo para pedirle los números de hombres y mujeres que vivían dentro y fuera de la ley. Con halagos, promesas de futuros favores y, a veces, con francas amenazas, convenció a varias personas para que, en sus medios respectivos, comentaran ampliamente el extraño caso del asesino condenado a una muerte lenta y horrible por el mordisco de su víctima. En general, no había esperanza, casi nunca existía una terapia eficaz, pero a veces, si el caso era tratado a tiempo con una técnica experimental que se estaba perfeccionando en el Laboratorio de Inmunología del Ospedale Civile y que se dispensaba en la sala de Urgencias, existía la posibilidad de detener la infección. De lo contrario, no había escapatoria de la muerte, lo que decía el titular se cumpliría indefectiblemente, y la víctima se vengaría con su dentellada letal.

Brunetti no tenía ni la menor idea de si su plan daría resultado, sólo sabía que aquello era Venecia, la ciudad de los rumores, en la que un populacho sin sentido crítico leía y creía, oía y creía.

Marcó el número de la centralita del hospital e iba a pedir por la oficina del director cuando cambió de idea y preguntó por el dottor Carraro, de Pronto Soccorso.

Finalmente, lo pusieron con él y Carraro prácticamente ladró su apellido por el micrófono; él era un hombre muy ocupado, peligraría la vida de sus pacientes si él tenía que ponerse al teléfono para contestar las preguntas estúpidas que fueran a hacerle.

– Ah, dottore -dijo Brunetti-, es un placer volver a hablar con usted.

– ¿Con quién hablo? -La misma voz brusca y áspera.

– Con el comisario Brunetti -dijo él, y aguardó a que el nombre calara.

– Ah, sí. Buenas tardes, comisario -dijo el médico con un perceptible cambio de tono.

En vista de que el médico no parecía dispuesto a continuar, Brunetti dijo:

Dottore, me parece que estoy en condiciones de hacerle un favor. -Calló, para dar a Carraro la oportunidad de preguntar. Como el otro no la aprovechara, prosiguió-: Se da el caso de que debemos decidir si pasamos los resultados de nuestra investigación al juez instructor. Bien, es decir -rectificó con una risita deliberada-, nosotros debemos dar nuestra recomendación sobre si procede iniciar una investigación criminal. Por negligencia culpable.

Al otro extremo, no se oía más que la respiración de Carraro.

– Desde luego, yo estoy convencido de que no es necesario. Siempre ocurren accidentes. El hombre hubiera muerto de todos modos. No creo que debamos crearle a usted dificultades ni hacer perder tiempo a la policía con una investigación de la que no vamos a sacar nada.

Seguía el silencio.

– ¿Me oye, dottore? -preguntó Brunetti afablemente.

– Sí, sí, le oigo -dijo Carraro con aquella voz nueva y más suave.

– Bien. Sabía que se alegraría de oírlo.

– En efecto, me alegro.

– Aprovechando que está al aparato -dijo Brunetti, consiguiendo que se notara que no acababa de ocurrírsele la idea-, me gustaría saber si querría hacerme un favor.

– Desde luego, comisario.

– Mañana o dentro de un par de días, quizá se presente en la sala de Urgencias un hombre con una herida en la mano o el brazo, producida por una mordedura. Probablemente, le dirá que le ha mordido un perro o, quizá, su amiguita.

Carraro callaba.

– ¿Me escucha, dottore? -preguntó Brunetti alzando bruscamente la voz.

– Sí.

– Bien. En cuanto llegue ese hombre, quiero que llame usted a la questura, dottore. En el mismo instante -repitió, y dio el número a Carraro-. Si usted se va, deberá dejar las instrucciones oportunas a quien lo sustituya.

– ¿Y qué se supone que hemos de hacer con él mientras esperamos que lleguen ustedes? -preguntó Carraro de nuevo con su tono habitual.

– Retenerlo ahí, dottore, mentir e inventar una cura que dure hasta que lleguemos nosotros. Deben impedir que salga del hospital.

– ¿Y si no podemos? -preguntó Carraro.

Brunetti estaba seguro de que Carraro lo obedecería, pero le pareció conveniente mentir.

– Todavía tenemos la facultad de revisar los registros del hospital, dottore, y nuestra investigación de las circunstancias de la muerte de Rossi no habrá terminado hasta que yo lo diga. -Imprimió dureza en su voz al pronunciar la última, y falsa, afirmación, hizo una pausa y agregó-: Bien, entonces confío en su colaboración.

Dicho esto, no quedaba sino intercambiar banalidades y despedirse.

Brunetti se encontró entonces sin nada que hacer hasta que salieran los periódicos, a la mañana siguiente. Al mismo tiempo, se sentía inquieto, una sensación que siempre había temido porque lo inducía a la audacia. Le era difícil resistirse al impulso de, por así decir, meter al gato en el palomar, a fin de precipitar los acontecimientos. Bajó al despacho de la signorina Elettra.

Al verla con los codos en la mesa, la barbilla entre los puños y la mirada fija en un libro, preguntó:

– ¿Interrumpo?

Ella levantó la mirada, sonrió y rechazó la sola idea con un movimiento de la cabeza.

– ¿Es usted dueña del apartamento en que vive, signorina?

Acostumbrada como estaba a las ocasionales excentricidades de Brunetti, ella no mostró curiosidad:

– Sí -respondió únicamente, dejando que él se explicara, si lo consideraba oportuno.

Brunetti, que se había tomado tiempo para pensar, dijo:

– De todos modos, no creo que eso importe.

– Me importa a mí, comisario, y mucho.

– Ah, sí, por supuesto -dijo él, advirtiendo la confusión a que se prestaban sus palabras-. Signorina, si no tiene mucho trabajo, me gustaría que hiciera algo por mí.

Ella alargó la mano hacia el bloc y el lápiz, pero él la detuvo.

– No -dijo-. Deseo que vaya a hablar con una persona.


Brunetti tuvo que esperar más de dos horas a que la signorina Elettra volviera de la calle. A su regreso a la questura, subió directamente al despacho del comisario. Entró sin llamar y se acercó a la mesa.

– Ah, signorina -dijo él invitándola a tomar asiento y se sentó a su lado, expectante pero en silencio.

– Usted no acostumbra a hacerme un regalo en Navidad, ¿verdad, comisario?

– No. ¿Habré de hacerlo a partir de ahora?

– Sí, señor -dijo ella con énfasis-. Espero una docena, no, dos docenas de rosas blancas de Biancat y, pongamos, una caja de prosecco.

– ¿Y cuándo le gustaría recibir el regalo, signorina?

– Para evitar las prisas de la Navidad, comisario, podría enviármelo la semana próxima.

– No faltaba más. Considérelo hecho.

– Muy amable, signore -dijo ella con una cortés inclinación de cabeza.

– Será un placer -respondió él. Contó hasta seis y preguntó:

– ¿Y bien?

– He preguntado en la librería del campo, la dueña me ha dicho dónde vivían y he ido a hablar con ellos.

– ¿Y? -instó él.

– Puede que sean las personas más odiosas que he visto en mi vida -dijo ella en un tono de fría indiferencia-. A pesar de que hace más de cuatro años que trabajo aquí y he visto a unos cuantos criminales, y de que la gente del banco en el que estaba antes quizá fueran peores. Pero esos dos merecen punto y aparte -terminó diciendo con lo que parecía un escalofrío de repulsión.

– ¿Por qué?

– Porque en ellos se combinan la codicia y la santurronería.

– ¿De qué manera?

– Cuando les dije que necesitaba dinero para pagar las deudas de juego de mi hermano, me preguntaron qué podía ofrecer en garantía y entonces mencioné el apartamento. Yo procuraba aparentar nerviosismo, como usted me dijo. El hombre me preguntó la dirección, yo se la di, entonces se fue a la otra habitación y oí que hablaba con alguien.

Aquí se interrumpió y agregó:

– Debía de tener un telefonino, porque no vi cajas de conexión de teléfono en ninguna de las dos habitaciones en las que estuve.

– ¿Qué pasó entonces? -preguntó Brunetti.

Ella alzó la barbilla y contempló la parte alta del armadio que estaba en el otro extremo del despacho.

– Cuando él volvió, sonrió a su mujer, y entonces empezaron a hablar de la posibilidad de ayudarme. Me preguntaron cuánto necesitaba y les dije que cincuenta millones.

Era la cantidad que habían convenido: ni muy grande ni muy pequeña, la suma que un jugador podía arriesgar en una noche de audacia y la suma que creería poder recuperar con facilidad, si encontraba a alguien que pagara la deuda y podía volver a la mesa.

Ella miró a Brunetti.

– ¿Usted los conoce?

– No. Lo único que sé de ellos es lo que me contó una amiga.

– Son horribles -dijo ella en voz baja.

– ¿Qué más?

Ella se encogió de hombros.

– Imagino que hicieron lo que acostumbran. Me dijeron que necesitaban ver los papeles de la casa, aunque estoy segura de que él llamó a alguien para asegurarse de que el apartamento es mío y está registrado a mi nombre.

– ¿Quién puede ser ese alguien? -preguntó él.

Ella miró el reloj antes de contestar.

– No es probable que a esas horas hubiera alguien en el Ufficio Catasto, de modo que debe de ser alguien que tiene acceso directo a sus registros.

– Usted lo tiene, ¿no?

– No; a mí me lleva tiempo colarme… acceder al sistema. Quienquiera que pueda darle esa información inmediatamente ha de tener acceso directo a los archivos.

– ¿Cómo han quedado?

– Hemos quedado en que mañana volveré con los papeles. Ellos tendrán allí a un notario a las cinco. -Lo miró sonriendo-. Imagine: puedes morirte antes de que un médico se digne venir a visitarte a tu casa, y ellos tienen a su disposición a un notario de un día para otro. -Arqueó las cejas ante la idea-. Así que mañana a las cinco voy, firmamos y me dan el dinero.

Antes ya de que ella acabara de decirlo, Brunetti había levantado el índice y lo movía de derecha a izquierda en muda señal de negación. No estaba dispuesto a permitir que la signorina Elettra volviera a acercarse a aquellas personas. Ella sonrió acatando la orden con alivio, según le pareció a él.

– ¿Y el interés? ¿Le han dicho el tipo?

– Han dicho que de eso hablaríamos mañana, que estaría en los documentos. -Cruzó las piernas y juntó las manos en el regazo-. Por lo tanto, imagino que no llegaremos a hablar del tema -concluyó.

Brunetti esperó un momento y preguntó:

– ¿Y la santurronería?

Ella buscó en el bolsillo de la chaqueta y sacó un estrecho rectángulo de papel, un poco más pequeño que un naipe y lo dio a Brunetti, que lo contempló. El papel era rígido, una especie de pergamino de imitación con la imagen de una mujer vestida de monja que tenía los dedos entrelazados y los ojos mirando al cielo, en actitud piadosa. Brunetti leyó las primeras líneas impresas al pie, una oración con la inicial, una «O» iluminada.

– Santa Rita -dijo ella, cuando él hubo contemplado la estampa un rato-. La patrona de los Imposibles, al parecer, otra abogada de las causas perdidas. La signora Volpato se siente muy identificada con la santa porque está convencida de que también ella ayuda a las personas cuando se les han cerrado todas las puertas. Ésa es la razón de su especial devoción por santa Rita. -La signorina Elettra se paró un momento a reflexionar sobre esa curiosa particularidad y consideró oportuno agregar-: Que me dijo que es más fuerte que la que siente por la Madonna.

– Pues puede considerarse afortunada la Madonna -dijo Brunetti devolviendo la estampa a la signorina Elettra.

– Ah, quédesela, comisario -dijo ella agitando la mano en señal de rechazo.

– ¿No le han preguntado por qué no acudía a un banco, si es dueña de una casa?

– Sí, y les he dicho que la casa me la había regalado mi padre y que no quería arriesgarme a que él se enterase. Si acudía al banco, donde conocen a toda la familia, él descubriría lo que ha hecho mi hermano. Procuré llorar un poquito al decirlo. -La signorina Elettra esbozó una pequeña sonrisa y prosiguió-: La signora Volpato ha dicho que sentía mucho lo de mi hermano, que el juego es un vicio terrible.

– ¿Y la usura no? -preguntó Brunetti, pero en realidad no era una pregunta.

– Por lo visto, no. Me ha preguntado cuántos años tenía él.

– ¿Y usted qué le ha dicho? -preguntó Brunetti, sabiendo que ella no tenía hermanos.

– Treinta y siete y que hacía años que jugaba. -Calló, pensó en los sucesos de la tarde y dijo-: La signora Volpato ha sido muy amable.

– ¿En serio? ¿Qué ha hecho?

– Me ha dado otra estampa de santa Rita y me ha dicho que rogaría por mi hermano.

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