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– ¿Derribarla? -repitió Paola, sin saber si reaccionar con asombro o con risa-. ¿Qué dices, Guido?

– Ese hombre me ha contado no sé qué historia de que en el Ufficio Catasto no tienen datos de este apartamento. Están informatizando archivos y no encuentran constancia de que se concediera la autorización, o de que se solicitara siquiera, para la construcción de este apartamento.

– Qué absurdo -dijo Paola. Le dio los periódicos, se agachó a recoger la otra bolsa de plástico y se fue por el pasillo hacia la cocina. Puso las bolsas en la mesa y empezó a sacar paquetes. Mientras Brunetti hablaba, ella iba disponiendo tomates, cebollas y unas flores de zucchini no más largas que su dedo.

Al ver las flores, Brunetti dejó de hablar de Rossi y preguntó:

– ¿Qué vas a hacer con eso?

Risotto, creo -respondió ella y se inclinó para meter en el frigorífico un paquete envuelto en papel blanco impermeabilizado-. ¿Te acuerdas lo bueno que estaba el que nos hizo Roberto la semana pasada, con jengibre?

– Hum -masculló Brunetti, contento de cambiar el tema del apartamento por el más ameno del almuerzo-. ¿Mucha gente en el mercado del Rialto?

– Cuando llegué, no mucha, pero cuando me iba estaba abarrotado. La mayoría, turistas que retrataban a otros turistas. Dentro de poco, habrá que ir de madrugada, o no podremos ni dar un paso.

– ¿Por qué van al Rialto?

– Para ver el mercado, supongo. ¿Por qué?

– ¿Es que no tienen mercados en sus países? ¿Allí no se vende comida?

– Sabe Dios lo que tendrán en sus países -respondió Paola con un deje de exasperación-. ¿Qué más te ha dicho ese signor Rossi?

Brunetti se apoyó en la encimera.

– Ha dicho que, en la mayoría de casos, lo más que hacen es poner una multa.

– Es lo habitual -dijo ella volviéndose a mirarlo, una vez colocada la compra-. Es lo que le pasó a Gigi Guerriero cuando instaló el segundo baño. Un vecino vio entrar en la casa al fontanero con un inodoro, lo denunció a la policía, y Gigi tuvo que pagar una multa.

– De eso hace diez años.

– Doce -rectificó Paola, por la fuerza de la costumbre. Al ver que él apretaba los labios, agregó-: No me hagas caso, eso es lo de menos. ¿Qué otra cosa puede ocurrir?

– Ha dicho que, en algunos casos, han tenido que derribar las obras hechas sin autorización.

– Lo diría en broma.

– Ya has visto al signor Rossi, Paola. ¿Te ha parecido la clase de persona que bromearía sobre eso?

– El signor Rossi me ha parecido la clase de persona que no bromea sobre nada. -Con aire ocioso, Paola se fue a la sala, ordenó unas revistas abandonadas en el brazo de una butaca y salió a la terraza. Brunetti la siguió. Cuando estaban junto a la barandilla, contemplando la ciudad, ella señaló con un ademán el mar de tejados, terrazas, jardines y claraboyas-. Me gustaría saber qué parte de todo eso es legal -dijo-. Y qué parte tiene los permisos correspondientes y el condono. -Los dos habían residido en Venecia casi toda la vida y conocían una retahíla interminable de casos de soborno a inspectores y de paredes de aglomerado que se quitaban al día siguiente de la inspección.

– Media ciudad es ilegal, Paola -dijo él-. Pero a nosotros nos han pillado.

– No pueden pillarnos porque no hicimos nada malo -repuso ella volviéndose hacia su marido-. Nosotros compramos el apartamento de buena fe. Battistini… ¿no se llamaba así el que nos lo vendió…? debió preocuparse de conseguir los permisos y el condono edilizio.

– Y nosotros, antes de comprar, debimos cerciorarnos de que los tenía -adujo Brunetti-. Y no nos cercioramos. Vimos esto… -describió un arco con el brazo abarcando el panorama- y estuvimos perdidos.

– No es así como yo lo recuerdo -dijo Paola, que volvió a la sala y se sentó.

– Así es como lo recuerdo yo -repuso Brunetti que, sin darle tiempo a hacer objeciones, prosiguió-: Pero no importa cómo lo recordemos. Ni importa lo imprudentes que fuéramos cuando lo compramos. Lo que importa es que ahora tenemos un problema.

– ¿Battistini? -apuntó ella.

– Murió hace unos diez años -respondió Brunetti, cerrando toda vía de reclamación que su mujer pensara explorar.

– No lo sabía…

– Me lo dijo su sobrino, el que trabaja en Murano. Un tumor.

– Lo siento. Era un hombre muy agradable.

– Lo era, sí. Y nos hizo un buen precio.

– Yo diría que le cayó bien la parejita de recién casados -dijo ella con una sonrisa de evocación-. Y unos recién casados que esperaban bebé.

– ¿Crees que eso pudo influir en el precio? -preguntó Brunetti.

– Siempre he pensado que sí -dijo Paola-. Una actitud muy generosa, impropia de un veneciano. Pero, si ahora resulta que hay que derribarlo, una faena -se apresuró a añadir.

– Sería el colmo del absurdo.

– Guido, ¿no hace ya veinte años que trabajas para la ciudad? A estas alturas, ya deberías saber que el absurdo no es obstáculo.

Brunetti, amargamente, tuvo que darle la razón. Recordó que un vendedor de frutas y verduras le había dicho que, si un cliente tocaba la mercancía, el vendedor se exponía a una multa de medio millón de liras. Cuando la ciudad decidía dictar una ordenanza, no se detenía ante el absurdo.

Paola se apoyó los pies en la mesita de centro.

– Entonces, ¿qué hago? ¿Llamar a mi padre?

Brunetti esperaba la pregunta, y se alegró de que ya hubiera llegado. El conde Orazio Falier, uno de los hombres más ricos de la ciudad, podía obrar el milagro con una simple llamada telefónica o una observación casual en una charla de sobremesa.

– No. Prefiero encargarme de esto personalmente -dijo recalcando la última palabra.

En ningún momento se le ocurrió, ni a él ni a Paola, plantearse la cuestión de forma regular: averiguar los nombres de las oficinas y funcionarios correspondientes e informarse de los trámites procedentes. Tampoco se les ocurrió pensar que pudiera existir un procedimiento burocrático establecido para resolver el problema. Si tales vías existían, los venecianos prescindían de ellas. Ellos sabían que la única forma de resolver esos problemas era la de hacer valer las conoscienze: las amistades, los contactos y un régimen de intercambio de favores tejido a lo largo de toda una vida de habérselas con un sistema que la población en general y quienes trabajaban para él en particular, consideraban de una incompetencia rayana en la inoperancia, proclive a los abusos resultantes de siglos de soborno y lastrado por una inclinación bizantina hacia el secretismo y el letargo.

Ella, sin dejarse influir por el tono de su marido, dijo:

– Estoy segura de que él podría arreglarlo.

Brunetti, sin pararse a reflexionar, dijo:

– Ah, ¿dónde están las nieves de antaño? ¿Qué se ha hecho de los ideales del 68?

– ¿Qué quieres decir? -barbotó Paola, alerta al instante.

Él, al verla con la cabeza en alto y aquella actitud beligerante, comprendió cómo debía intimidar a la clase.

– Quiero decir que los dos creíamos en la política de la izquierda, en la justicia social y en cosas tales como la igualdad de todos ante la ley.

– ¿Y…?

– Y ahora, nuestro primer impulso es tomar por la calle de en medio.

– Habla claro, Guido. No digas «nuestro» primer impulso. Eso lo he propuesto yo. -Hizo una pausa y agregó-: Tus principios están a salvo, incólumes.

– ¿Y eso significa…? -preguntó él, con cierto sarcasmo, pero aún sin enojo en, la voz.

– Que los míos ya no lo están. Durante décadas, hemos sido unos ilusos, nos hemos dejado engañar, todos nosotros, con la esperanza en una sociedad mejor y nuestra estúpida fe en que este repugnante sistema político y estos repugnantes políticos, de alguna manera, iban a transformar este país en un paraíso gobernado por una serie interminable de reyes filósofos. -Buscó con los ojos la mirada de su marido y la retuvo-. Pues bien, yo ya no lo creo, ya no. No tengo fe ni tengo esperanza.

Aunque él veía cansancio en sus ojos cuando ella decía eso, le preguntó, con aquel resentimiento que nunca había podido reprimir:

– ¿Eso significa que, cuando tienes un problema, has de correr a pedir a tu padre que te lo resuelva, con su dinero, sus amistades y todo ese poder que él lleva en el bolsillo como nosotros llevamos la calderilla?

– Lo único que yo pretendo -empezó ella con un brusco cambio de tono, como si buscara la conciliación antes de que fuera tarde- es ahorrarnos tiempo y energías. Si tratamos de arreglar esto con el reglamento en la mano, nos meteremos en el universo de Kafka, perderemos la paz y nos amargaremos la vida tratando de dar con los papeles correctos, para que luego un burócrata como el signor Rossi nos diga que ésos no son los papeles correctos, que necesitamos otros, y luego otros, hasta que acabemos locos de atar. -Notando a Brunetti más receptivo a su cambio de tono, prosiguió-: Por lo tanto, sí, si puedo conseguir que nos ahorremos todo eso pidiendo a mi padre que nos ayude, se lo pediré, porque no tengo ni paciencia ni energía para hacer otra cosa…

– ¿Y si yo te dijera que prefiero arreglar esto a mi manera, sin su ayuda? -Antes de que ella pudiera contestar, agregó-: Es nuestro apartamento, Paola, no el suyo.

– ¿Arreglarlo a tu manera por la vía legal o…? -Aquí su tono se suavizó más todavía-: ¿… utilizando a tus propias amistades?

Brunetti sonrió, señal inequívoca de que se había restablecido la paz.

– Por supuesto que las utilizaré.

– ¡Ah! -exclamó ella sonriendo a su vez-. Eso es otra cosa. -Ensanchó la sonrisa pasando a considerar las tácticas-. ¿En quién has pensado? -preguntó, olvidándose de su padre.

– Está Rallo, de la Comisión de Bellas Artes.

– ¿El que tiene un hijo que vende droga?

– Vendía -rectificó Brunetti.

– ¿Qué hiciste?

– Un favor -respondió Brunetti escuetamente.

Paola aceptó la explicación preguntando tan sólo:

– ¿Y qué tiene que ver la Comisión de Bellas Artes? ¿No se construyó este piso después de la guerra?

– Eso nos dijo Battistini. Pero la parte baja del edificio está catalogada como monumento, por lo que podría quedar afectada por lo que se hiciera con este piso.

– Hm, hmm -convino Paola-. ¿Alguien más?

– Luego está el primo de Vianello, el arquitecto, que trabaja en el Ayuntamiento, me parece que en la oficina que expide los permisos de obra. Diré a Vianello que le pregunte si puede averiguar algo.

Se quedaron un rato repasando viejos favores que ahora pudieran cobrarse. Era casi mediodía cuando dieron por terminada la lista de posibles aliados y la discusión sobre su utilidad. Fue entonces cuando Brunetti preguntó:

– ¿Has traído los moeche?

Paola, como solía desde hacía décadas, se volvió hacia el ser invisible al que ponía por testigo de los peores desatinos de su marido, preguntando:

– ¿Has oído eso? Estamos a punto de perder nuestro hogar, y él no piensa más que en los cangrejos.

Brunetti protestó, ofendido:

– En los cangrejos y en algo más.

– ¿En qué más?

– En el risotto.


A los chicos, que llegaron a la hora del almuerzo, no se les explicó la situación hasta que el último cangrejo estuvo liquidado. Al principio, se resistían a tomarlo en serio. Cuando sus padres consiguieron convencerlos de que el apartamento peligraba realmente, empezaron a planear la mudanza.

– ¿Podríamos irnos a vivir a una casa con jardín, para que yo pudiera tener un perro? -preguntó Chiara. Al ver las caras de sus padres, rectificó-: ¿O un gato?

A Raffi, más que los animales, le interesaba un segundo cuarto de baño.

– Pues ya no volveríamos a verte. Te pasarías la vida allí metido, cultivando esa birria de bigote -dijo Chiara, en la primera alusión de la familia a la sombra que desde hacía varias semanas apuntaba bajo la nariz de su hermano mayor.

Paola intervino, asumiendo el papel de «casco azul» pacificador:

– Silencio los dos. Ya basta. No es cosa de broma.

Los chicos la miraron y entonces, como una pareja de pollos de mochuelo posados en una rama, que tratan de adivinar cuál de los dos depredadores cercanos va a atacar primero, volvieron la cabeza hacia su padre:

– Ya habéis oído a mamá -dijo Brunetti, señal inequívoca de que la cosa era grave.

– Fregaremos los platos -se brindó Chiara con tono apaciguador, consciente de que, de todos modos, le tocaba a ella.

Raffi apartó la silla y se levantó. Tomó el plato de su madre, el de su padre y el de Chiara, los puso encima del suyo y los llevó al fregadero. Y, lo que era más extraordinario, abrió el grifo del agua caliente y se subió las mangas del jersey.

Paola y Brunetti, cual dos campesinos supersticiosos en presencia de un numen, huyeron a la sala de estar, pero no sin antes agarrar una botella de grappa y dos vasitos.

Brunetti sirvió el transparente líquido y dio uno de los vasos a Paola.

– ¿Qué piensas hacer esta tarde? -preguntó ella, después del primer sorbo reconfortante.

– Volver a Persia -respondió Brunetti. Se descalzó y se echó en el sofá.

– Un derroche de actividad el que ha desencadenado la visita del signor Rossi. -Bebió otro sorbo-. Es la botella que nos trajimos de Belluno, ¿verdad? -Tenían allí a un amigo que había trabajado con Brunetti durante más de una década y, tras ser herido en un tiroteo, había dejado la policía y vuelto a la granja de su padre. Cada otoño, montaba un alambique clandestino y destilaba unas cincuenta botellas de grappa, que distribuía entre familiares y amigos.

Brunetti bebió otro sorbo y suspiró.

– ¿A Persia? -preguntó ella al fin.

Él puso el vasito en la mesa de centro y tomó el libro que había abandonado a la llegada del signor Rossi.

– Jenofonte -explicó y abrió el tomo por la página marcada, para volver a aquella otra parte de su vida.

– Consiguieron salvarse, ¿no?, los griegos -preguntó ella-. Y volver a su tierra.

– Aún no he llegado tan lejos -respondió Brunetti.

La voz de Paola adquirió un leve tono de impaciencia.

– Guido, desde que nos casamos, has leído a Jenofonte por lo menos dos veces. Si no sabes si consiguieron volver, es que o no prestabas atención o tienes los primeros síntomas de Alzheimer.

– Hago ver que no sé lo que pasa y así disfruto más -explicó él. Se puso las gafas, buscó el punto de lectura y empezó a leer.

Paola se quedó mirándolo un rato, se sirvió otro vasito de grappa y se lo llevó a su estudio, abandonando a su marido con los persas.

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