15

A la mañana siguiente, a pesar suyo, Brunetti hizo algo insólito en él: implicar en su trabajo a uno de sus hijos. Raffi no tenía clase hasta las once y había quedado a primera hora con Sara Paganizzi, por lo que se presentó a desayunar despejado y alegre, cualidades que rara vez exhibía a esa hora. Paola aún dormía y Chiara no había salido del baño, por lo que padre e hijo estaban solos en la cocina, comiendo los bollitos de leche recién hechos que Raffi había subido de la pastelería.

– Raffi -dijo Brunetti mientras partía el primer bollito-, ¿sabes algo de los que venden droga aquí?

Raffi lo miró, con el resto de su bollito a medio camino de la boca.

– ¿Aquí?

– En Venecia.

– ¿Drogas duras o blandas, como la marihuana?

Aunque lo alarmó un poco la distinción que hacía Raffi y le hubiera gustado averiguar la razón por la que su hijo hablaba con tanto desparpajo de las «drogas blandas como la marihuana», no preguntó.

– Drogas duras. Concretamente, heroína.

– ¿Es por lo del estudiante que murió por sobredosis? -preguntó Raffi y, ante la mirada de sorpresa de su padre, abrió Il Gazzettino y le mostró la noticia. Desde la página lo miraba la foto tamaño sello de correos de un muchacho. Hubiera podido ser cualquier muchacho de pelo negro y ojos oscuros. Incluso el mismo Raffi.

– Sí.

Raffi partió el resto del bollito y mojó una parte en el café. Al cabo de un momento, dijo:

– Dicen que en la universidad hay gente que puede porporcionártela.

– ¿Gente?

– Estudiantes. O eso creo. Bueno -agregó después de pensar un poco-, por lo menos, gente que está matriculada. -Levantó la taza rodeándola con las dos manos y apoyó los codos en la mesa, copiando una postura de Paola-. ¿Quieres que pregunte?

– No. -La respuesta de Brunetti fue inmediata. Antes de que su hijo pudiera reaccionar a la aspereza de su voz, agregó-: Era sólo curiosidad, me interesa lo que dice la gente, en general. -Terminó el bollito y empezó a beber el café.

– El hermano de Sara está en la universidad. En Económicas. Podría preguntarle.

La tentación era fuerte, pero Brunetti rechazó la propuesta con un displicente:

– No tiene importancia, era sólo una idea.

Raffi bajó la taza a la mesa.

– Papá, tú ya sabes que a mí eso no me interesa.

A Brunetti le sorprendió percibir un tono tan grave en la voz de su hijo. Pronto sería un hombre. O quizá ese afán por tranquilizar a su padre demostraba que ya lo era.

– Me alegra oír eso -dijo Brunetti. Extendió la mano y dio a su hijo unas palmadas en el brazo. Se levantó y fue al fogón-. ¿Preparo más café? -preguntó después de llevar la cafetera al fregadero y abrirla.

Raffi miró el reloj.

– No, papá, gracias, tengo que irme. -Se levantó y salió de la cocina.

Minutos después, mientras Brunetti esperaba que estuviera el café, oyó cerrarse la puerta de la casa. Escuchó las rápidas pisadas de Raffi que retumbaban en el primer tramo de la escalera, pero la súbita erupción del café ahogó el sonido.


Como aún era temprano para que los barcos fueran muy llenos, Brunetti tomó el 82 hasta San Zaccaría. Allí compró dos periódicos, que se llevó al despacho. Ya no se hacía referencia a la muerte de Rossi, y el suelto sobre Marco Landi indicaba poco más que el nombre y la edad. Encima había la noticia -convertida ya casi en rutina- de un coche lleno de jóvenes destrozado, junto con las vidas de sus ocupantes, contra un plátano de una de las carreteras estatales que conducían a Treviso.

Durante los últimos años, Brunetti había leído tantas noticias de sucesos trágicos como ése que apenas necesitó detenerse en él para saber lo ocurrido. Los jóvenes -en ese caso, dos chicos y dos chicas- habían salido de una discoteca pasadas las tres de la mañana y se habían ido en el coche del padre del conductor. Al cabo de un rato, al conductor le asaltó lo que los cronistas habían dado en llamar un colpo di sonno y el automóvil se había salido de la carretera y había impactado contra un árbol. Aún era pronto para conocer la causa del ataque de somnolencia, pero generalmente era el alcohol o las drogas. Eso se sabía una vez practicada la autopsia en el conductor y en todos aquellos a los que se había llevado consigo a la muerte. Y para entonces el caso ya había desaparecido de las primeras páginas, estaba olvidado, sustituido por las fotos de otros jóvenes, víctimas de su juventud y de sus muchos deseos.

Brunetti dejó el periódico en la mesa y bajó al despacho de Patta. La signorina Elettra no estaba, por lo que llamó a la puerta y al oír el grito de respuesta de su superior, entró.

El hombre que ahora estaba sentado detrás del escritorio no parecía el mismo que Brunetti había visto la última vez que había estado en aquel despacho. Había vuelto el viejo Patta: alto, elegante, vestido con un traje ligero que se amoldaba a sus hombros atléticos como un guante. Su tez respiraba salud y sus ojos, serenidad.

– ¿Qué hay, comisario? -preguntó, levantando la mirada del único papel que tenía encima de la mesa.

– Me gustaría hablar con usted, vicequestore -dijo Brunetti, parándose al lado de la silla situada frente a la mesa y esperando a que Patta lo invitara a sentarse.

Patta levantó un almidonado puño y miró la oblea de oro que llevaba en la muñeca.

– Tengo unos minutos. ¿De qué se trata?

– Del asunto de Jesolo. Y de su hijo. De si ya ha tomado una decisión.

Patta echó el cuerpo hacia atrás. Al observar que Brunetti podía mirar el papel que tenía delante, le dio la vuelta y cruzó las manos sobre el reverso en blanco.

– No sé que deba tomarse decisión alguna, comisario -dijo, con una entonación que denotaba su extrañeza porque a Brunetti se le hubiera ocurrido hacer semejante pregunta.

– Me gustaría saber si su hijo estaría dispuesto a hablar de las personas de quienes obtuvo la droga. -Con la discreción habitual en él, Brunetti se abstuvo de decir «compró las drogas».

– Estoy seguro de que, si él supiera quiénes son, no vacilaría en decirlo a la policía. -Brunetti detectó en la voz de Patta la misma nota de ofensa y confusión que había oído en las de cientos de sospechosos y testigos recalcitrantes, y vio en su cara la misma sonrisa de inocente desconcierto. Su tono no admitía réplica.

– ¿Si supiera quiénes son? -repitió Brunetti convirtiendo la frase en pregunta.

– Exactamente. Como usted ya sabe, él ignora cómo llegaron a su poder esas drogas, ni quién pudo metérselas en el bolsillo. -La voz de Patta era tan firme como serena su mirada.

«De modo que ésas tenemos», pensó Brunetti.

– ¿Y las huellas dactilares, señor?

La sonrisa de Patta era amplia, y parecía auténtica.

– Ya sé, ya sé la impresión que eso debió de causar cuando le interrogaron. Pero él me ha dicho, y se lo ha dicho a la policía, que se encontró el sobre en el bolsillo cuando volvía de la pista de baile, al buscar un cigarrillo. No tenía idea de lo que era, de modo que lo abrió para ver qué había dentro, como hubiera hecho cualquiera, y entonces debió de tocar algunas de las bolsas.

– ¿Algunas? -preguntó Brunetti con una voz desprovista de escepticismo.

– Algunas -repitió Patta con un énfasis que puso fin a la discusión.

– ¿Ha visto el periódico de hoy, señor? -preguntó Brunetti sorprendiéndose a sí mismo tanto como a su superior con la pregunta.

– No -respondió Patta, y agregó, gratuitamente, en opinión de Brunetti-: He estado tan ocupado desde que he llegado que no he tenido tiempo de mirar el periódico.

– Esta noche, cuatro adolescentes han sufrido un accidente de tráfico. El coche en el que viajaban al salir de una discoteca se ha estrellado contra un árbol. Un chico, estudiante, ha muerto y los otros tres están graves. -Aquí Brunetti se detuvo. Una pausa por completo diplomática.

– No. No lo he visto -dijo Patta. También él calló un momento, pero la suya fue la pausa de un capitán de artillería, para decidir hacia dónde descargará las baterías-. ¿Por qué lo dice?

– Uno de los pasajeros ha muerto, señor. Dice el periódico que el coche iba a unos ciento veinte kilómetros por hora cuando chocó contra el árbol.

– Muy lamentable, desde luego, comisario -dijo Patta con el pesar que le inspiraría una observación acerca de la regresión del pájaro trepador azul. Volvió a centrar la atención en la mesa, dio la vuelta al papel, lo inspeccionó y lanzó una rápida mirada a Brunetti-. Si ha ocurrido en Treviso, supongo que el caso les incumbe a ellos, no a nosotros. -Se quedó mirando el papel con afectación y, después de leer varias líneas, levantó la vista, como si lo sorprendiera encontrar aún allí a Brunetti-. ¿Eso es todo, comisario?

– Sí, señor. Eso es todo.

Al salir del despacho, Brunetti sintió que el corazón le latía con tanta fuerza que tuvo que apoyarse en la pared. Ahora se alegraba de que la signorina Elettra no estuviera en su sitio. Cuando se le calmó la respiración y recuperó el autodominio, subió a su despacho.

Hizo lo que sabía que tenía que hacer: el trabajo de rutina distraería su atención de la cólera que sentía hacia Patta. Estuvo revolviendo los papeles de la mesa hasta que dio con el número de teléfono que se había encontrado en la cartera de Rossi, el que correspondía a Ferrara. Marcó y esta vez, a la tercera señal, contestó una voz de mujer:

– Gavini y Cappelli.

– Buenos días, signora. Soy el comisario Guido Brunetti de la policía de Venecia.

– Un momento, por favor -dijo ella, como si hubiera estado esperando su llamada-. Ahora mismo le paso.

El aparato enmudeció mientras ella hacía la conexión y al cabo de un momento una voz de hombre dijo:

– Gavini. Me alegro de que por fin alguien responda a nuestra llamada. Confío en que pueda usted decirnos algo. -Era una voz grave y sonora que denotaba gran interés por lo que Brunetti tuviera que decir.

Brunetti tardó unos segundos en responder.

– Tendrá que perdonarme, signor Gavini, pero no sé a qué se refiere. Yo no he recibido ningún mensaje suyo. -Como Gavini no dijera nada, agregó-: Pero me gustaría saber por qué esperaba que le llamara la policía de Venecia.

– Por lo de Sandro -dijo Gavini-. Les llamé después de su muerte. Su esposa me dijo que él había encontrado en Venecia a alguien que podía estar dispuesto a hablar. -Brunetti iba a interrumpir cuando Gavini cambió de tono para preguntar-: ¿Está seguro de que ahí nadie recibió mi mensaje?

– No lo sé. ¿Con quién habló, signor Gavini?

– Con un agente, no recuerdo el nombre.

– ¿Podría repetirme lo que le dijo a él? -preguntó Brunetti acercándose una hoja de papel.

– Ya se lo he dicho. Llamé después de la muerte de Sandro -dijo Gavini, y preguntó-: ¿Sabe algo de eso?

– No.

– Sandro Cappelli -dijo Gavini, como si el solo nombre fuera suficiente explicación. Despertó un leve eco en la memoria de Brunetti. No podía recordar de qué le sonaba el nombre, pero estaba seguro de que era por algo malo-. Era mi socio en la consultoría.

– ¿Qué clase de consultoría, signor Gavini?

– Jurídica. Somos abogados. ¿No sabe nada del caso? -Por primera vez, sonó en su voz una nota de exasperación, esa nota que inevitablemente acaba por infiltrarse en la voz del que está tratando con una burocracia impermeable.

Al oír decir a Gavini que eran abogados, Brunetti recordó el caso de Cappelli, asesinado hacía casi un mes.

– Sí. Ahora recuerdo. Le dispararon, ¿verdad?

– Cuando estaba delante de la ventana de su despacho, con un cliente a su espalda, a las once de la mañana. Le dispararon por la ventana, con una escopeta de caza. -Mientras relataba los detalles de la muerte de su socio, la voz de Gavini iba adquiriendo el ritmo staccato de la cólera.

Brunetti había leído la información de prensa del asesinato, pero no estaba al corriente de los hechos.

– ¿Algún sospechoso? -preguntó.

– Por supuesto que no -respondió Gavini, ya sin intentar reprimir la cólera-. Pero todos sabemos quién lo hizo.

Brunetti esperó a que Gavini se explicara.

– Fueron los prestamistas. Hacía años que Sandro iba tras ellos. Llevaba cuatro casos contra ellos cuando murió.

El policía que había en Brunetti lo indujo a preguntar:

– ¿Existe alguna prueba de eso, signor Gavini?

– Pues claro que no -casi escupió el abogado por el hilo telefónico-. Enviaron a alguien, pagaron a alguien para que lo hiciera. Fue un contrato. El disparo vino del tejado de un edificio del otro lado de la calle. Hasta la policía de aquí dijo que tuvo que ser un contrato. ¿Quién si no iba a querer matarlo?

Brunetti no tenía información suficiente para responder preguntas acerca de Cappelli, ni siquiera preguntas retóricas, y dijo:

– Le pido disculpas por mi ignorancia sobre la muerte de su socio y sus responsables, signor Gavini. Yo lo llamaba por un asunto totalmente diferente, pero, después de lo que usted me ha dicho, quizá no sea tan diferente.

– ¿Qué asunto? -preguntó Gavini. Aunque las palabras eran secas, la voz era de curiosidad, de interés.

– Yo lo llamaba en relación con una muerte que hemos tenido aquí, en Venecia, una muerte que parece accidental pero quizá no lo sea. -Esperó la pregunta de Gavini pero, como no llegaba, prosiguió-: Un hombre se mató al caer de un andamio. Trabajaba en el Ufficio Catasto y en su cartera encontramos un número de teléfono, sin prefijo. El suyo es uno de los posibles.

– ¿Cómo se llamaba? -preguntó Gavini.

– Franco Rossi. -Brunetti le dejó un momento para la reflexión o la memoria y preguntó-: ¿Le dice algo el nombre?

– No. Nada.

– ¿Habría forma de averiguar si su socio lo conocía?

Gavini tardó en contestar.

– ¿Tiene usted su número? Podría mirar la lista de teléfonos -apuntó.

– Un momento -dijo Brunetti inclinándose para abrir el cajón de abajo. Sacó la guía de teléfonos y buscó «Rossi». Había siete columnas de abonados con ese apellido y una docena se llamaban Franco. Encontró la calle, leyó el número a Gavini, le pidió que esperase un momento y buscó el número del Ufficio Catasto. Si Rossi había sido tan imprudente como para llamar a la policía por su telefonino, también podía haber hablado con el abogado desde el del despacho.

– Me llevará algún tiempo repasar el registro de llamadas -dijo Gavini-. Tengo una visita esperando. Pero, en cuanto se marche, lo llamo.

– ¿No podría hacerlo su secretaria?

La voz de Gavini adquirió de pronto una nota de rigurosa reserva, casi de cautela.

– No. Esto prefiero hacerlo yo.

Brunetti dijo que esperaría la llamada de Gavini, le dio su número directo y los dos hombres colgaron.

Un teléfono que estaba desconectado hacía meses, una anciana que no conocía a ningún Franco Rossi, una empresa de coches de alquiler que nunca había tenido un cliente con ese nombre y, ahora, el socio de un abogado que había tenido una muerte tan violenta como la de Rossi. Brunetti sabía muy bien cuánto tiempo podía perderse persiguiendo rastros engañosos y transitando por pistas falsas, pero aquí intuía algo válido, aunque no sabía qué era ni adonde lo llevaría.

Lo mismo que las plagas afligieron a los hijos de Egipto, los prestamistas afligían y martirizaban a los hijos de Italia. Los bancos prestaban de mala gana y, en general, sólo con la garantía de un respaldo financiero que hacía innecesario el préstamo. El crédito a corto plazo para el empresario falto de liquidez a final de mes o el comerciante con clientes morosos era prácticamente inexistente. A ello se sumaba la habitual lentitud en el pago de las facturas que caracterizaba a toda la nación.

Por esa brecha se colaban, como todo el mundo sabía pero muy pocos decían, los prestamistas, gli strozzini, esas figuras turbias, dispuestas a prestar a corto plazo y con pocas garantías. El interés que aplicaban compensaba ampliamente cualquier riesgo en que pudieran incurrir. Y, en cierto sentido, la idea del riesgo era, en el mejor de los casos, puramente académica, puesto que los strozzini tenían métodos que reducían sensiblemente la posibilidad de que sus clientes -si así podía llamárseles- no les devolvieran el préstamo. La gente tenía hijos, hijos que podían desaparecer; la gente tenía hijas, hijas que podían ser violadas; la gente tenía su vida, y podía perderla: se habían dado casos. De vez en cuando, la prensa publicaba noticias que, sin estar del todo claras, daban a entender que determinados hechos, casi siempre desagradables o violentos, habían resultado de la no devolución de un préstamo. Pero muy raramente eran denunciados los implicados en tales episodios o investigadas por la policía sus actividades: una protectora muralla de silencio los envolvía. Brunetti tuvo que hacer un esfuerzo para recordar un caso en el que hubieran podido reunirse pruebas suficientes para que se impusiera condena por prestar dinero con usura, delito que, pese a lo poco que aparecía en los juzgados, estaba incluido en el Código Civil.

Brunetti, sentado en su despacho, dejó que su imaginación y su memoria consideraran las múltiples posibilidades que ofrecía el hecho de que Franco Rossi llevara en la cartera al morir el número de teléfono del despacho de Sandro Cappelli. Trató de recordar la visita de Franco Rossi y evocó la impresión que el hombre le había producido. Rossi se tomaba muy en serio su trabajo: ése era quizá el recuerdo más nítido que conservaba Brunetti. Rossi, aunque quizá excesivamente serio y formal para ser tan joven, parecía una persona agradable y servicial.

A falta de una idea clara de los hechos, todas estas elucubraciones no llevaron a Brunetti a ninguna parte, pero lo ayudaron a matar el tiempo hasta que llamó Gavini.

Brunetti contestó a la primera señal.

– Brunetti.

– Comisario -dijo Gavini, y se identificó-. He repasado la lista de clientes y el registro de llamadas. -Brunetti esperaba-. No hay ningún cliente llamado Franco Rossi, pero durante el mes que precedió a su muerte Sandro llamó tres veces al número de Rossi.

– ¿A su casa o al despacho?

– ¿Importa eso?

– Todo puede importar.

– Al despacho -dijo Gavini.

– ¿Cuánto duraron las llamadas?

El otro hombre debía de tener el papel delante, porque respondió sin vacilar:

– Doce, seis y ocho minutos. -Gavini esperó la respuesta de Brunetti y, como no llegaba, preguntó-: ¿Y Rossi? ¿Sabe si llamó a Sandro?

– Aún no he visto el registro de sus llamadas -reconoció Brunetti, un poco avergonzado. Gavini no dijo nada y Brunetti prosiguió-: Lo tendré mañana. -De pronto, recordó que su interlocutor era un abogado, no un policía, lo que significaba que no le debía explicaciones-. ¿Cómo se llama el magistrado que lleva el caso? -preguntó.

– ¿Por qué quiere saberlo?

– Me gustaría hablar con él -dijo Brunetti.

Un largo silencio siguió a sus palabras.

– ¿Tiene usted el nombre? -insistió Brunetti.

– Righetto, Angelo Righetto -fue la escueta respuesta. Brunetti decidió no preguntar más por el momento. Dio las gracias a Gavini, no prometió llamarlo para informarlo de las llamadas que Rossi hubiera podido hacer, y colgó, intrigado por la frialdad que había percibido en la voz de Gavini al pronunciar el nombre del juez encargado de investigar el asesinato de su socio.

A renglón seguido Brunetti llamó a la signorina Elettra y le rogó que pidiera copia del registro de todas las llamadas hechas desde el teléfono del domicilio particular de Rossi durante los tres últimos meses. A la pregunta de si sería posible obtener el número de la extensión de Rossi en el Ufficio Catasto y verificar las llamadas, ella le dijo si también quería las de los tres últimos meses.

Antes de colgar, Brunetti le pidió que le pusiera con el magistrato Angelo Righetto, de Ferrara.

El comisario se acercó una hoja de papel y empezó una lista de las personas que estimaba que podían darle información acerca de los prestamistas que operaban en la ciudad. Él nada sabía de los usureros, aparte de la vaga idea de que estaban ahí, incrustados en el tejido social como gusanos en la carne muerta. Al igual que ciertas formas de bacterias, necesitaban la seguridad de un lugar cerrado y oscuro para desarrollarse, y sin duda el temor que infundían en sus víctimas con la intimidación cerraba el paso a la luz y al aire. Calladamente, y con la implícita amenaza de las consecuencias que tendría la demora o la falta de pago, suspendida sobre la cabeza de sus deudores, ellos prosperaban y engordaban. Lo que más extrañeza causaba a Brunetti, era su propia ignorancia de los nombres, las caras y el historial de esas personas y también -ahora, al mirar la hoja en blanco, se daba cuenta- de a quién pedir ayuda para tratar de hacerlas salir a la luz.

Se le ocurrió un nombre, y sacó la guía telefónica para buscar el número del banco en el que trabajaba aquella mujer. Mientras buscaba, sonó el teléfono. Él contestó dando su nombre.

Dottore -dijo la signorina Elettra-, le pongo con el magistrato Righetto.

– Gracias, signorina. -Brunetti dejó el bolígrafo y apartó el papel.

– Righetto -dijo una voz ronca.

Magistrato, le habla el comisario Guido Brunetti, de Venecia. Lo llamo para pedirle información sobre el asesinato de Alessandro Cappelli.

– ¿Por qué le interesa? -preguntó Righetto, sin señales de curiosidad audibles en la pregunta. Tenía un acento que Brunetti pensó que podía ser del sur del Tirol o, en todo caso, del norte de Italia.

– Tengo aquí un caso -explicó Brunetti-, otra muerte, que puede tener relación, y me gustaría saber lo que haya averiguado usted sobre Cappelli.

Hubo una larga pausa y Righetto dijo:

– Me sorprendería que alguna otra muerte estuviera relacionada con ésa. -Se interrumpió, para dar a Brunetti ocasión de preguntar y, en vista de que el comisario no decía nada, prosiguió-: Al parecer, se trata más de un caso de confusión de identidad que de asesinato. -Righetto se detuvo un momento y rectificó-: Es decir, sin duda es un asesinato, desde luego. Pero no era Cappelli la persona a la que querían matar, y ni siquiera estamos seguros de que desearan matar al otro hombre, sino sólo asustarlo.

Brunetti creyó llegado el momento de mostrar interés.

– ¿Qué sucedió entonces?

– Iban contra Gavini, el socio -explicó el magistrado-. Por lo menos eso es lo que da a entender la investigación.

– ¿Por qué? -preguntó Brunetti, con verdadera curiosidad.

– Desde el primer momento, carecía de sentido el que alguien pudiera querer matar a Cappelli -dijo Righetto, dando a entender que no había que dar importancia a la posición de Cappelli, de enemigo declarado de los usureros-. Hemos investigado tanto su pasado como los casos en los que trabajaba, y no hemos encontrado indicios que lo relacionen con alguien que pudiera tener un móvil para hacer una cosa así.

Brunetti emitió un leve sonido que podía interpretarse como un suspiro de comprensión y conformidad combinadas.

– Por otro lado -prosiguió Righetto-, está el socio.

– Gavini -puntualizó Brunetti innecesariamente.

– Sí, Gavini -dijo Righetto con una risita displicente-. Es un personaje muy conocido en la zona, tiene fama de mujeriego. Y lo peor es que suele relacionarse con mujeres casadas.

– Ah -exclamó Brunetti con un suspiro de hombre de mundo, en el que consiguió imprimir la justa dosis de tolerancia para con el congénere-. ¿Así que fue eso? -preguntó con pasiva aceptación.

– Eso parece. Durante los cuatro últimos años, ha mantenido relaciones con cuatro mujeres, todas casadas.

– Pobre diablo -dijo Brunetti. Esperó lo suficiente para dar realce al acento festivo de su comentario y agregó con una risita-: Quizá más le hubiera valido limitarse a una sola.

– Sí, pero ¿cómo saber en cuál de ellas estaba el peligro? -replicó el magistrado, y Brunetti lo recompensó con otra breve carcajada.

– ¿Sospecha usted quién fue? -preguntó Brunetti, intrigado por ver cómo trataba Righetto la pregunta, lo que le daría la clave de cómo trataría la investigación.

Righetto se tomó tiempo, sin duda para dar la impresión de que meditaba la respuesta, y dijo:

– No. Hemos interrogado a las mujeres y a sus maridos, y todos pueden demostrar que estaban en otro lugar cuando ocurrieron los hechos.

– Pero me parece recordar que el periódico decía que fue obra de un profesional -dijo Brunetti, aparentemente desconcertado.

La temperatura de la voz de Righetto descendió.

– Siendo policía, ya debería usted saber que no se puede creer todo lo que dicen los periódicos.

– Desde luego -dijo Brunetti, obligándose a reír con jovialidad, tras el merecido reproche de un colega más sabio y experimentado-. ¿Cree que pudiera haber aún otra mujer?

– Es la pista que estamos siguiendo -dijo Righetto.

– Lo mataron en su despacho, ¿verdad? -preguntó Brunetti.

– Sí -respondió Righetto, mejor dispuesto a dar información, ahora que Brunetti había aludido a otra mujer-. Los dos hombres se parecen, son bajos y morenos. Era un día lluvioso, el asesino estaba en la azotea de una casa del otro lado de la calle. Es seguro que confundió a Cappelli con Gavini.

– ¿Y todo eso que se ha dicho, de que a Cappelli lo mataron porque investigaba a los prestamistas? -preguntó Brunetti, poniendo el suficiente escepticismo en la voz como para hacer comprender a Righetto que él no creía semejantes bobadas; pero que deseaba tener una respuesta preparada por si alguien más inocente, que se creía todo lo que leía en los periódicos, le hacía una pregunta.

– Empezamos por examinar esa posibilidad, pero por ese lado no hay nada, absolutamente nada. De manera que lo hemos excluido de la investigación.

Cherchez la femme -dijo Brunetti pronunciando mal adrede y agregando otra risita.

Righetto lo recompensó con una franca carcajada y luego preguntó con indiferencia:

– ¿Ha dicho que tenían otra muerte? ¿Asesinato?

– No, no después de lo que me ha dicho usted, magistrato -dijo Brunetti procurando adoptar el tono del funcionario concienzudo pero cerril-. Seguro que no hay relación. Esto de aquí tiene que ser un accidente.

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