Mientras subía a su despacho, Brunetti miraba los papeles que se había llevado de la mesa de la signorina Elettra: eran varias hojas con los números a los que Rossi había llamado desde su casa y desde el despacho. Al margen ella había anotado que el nombre de Rossi no aparecía en la lista de clientes de ninguna de las empresas de telefonía móvil, lo que indicaba que el aparato por el que le había llamado pertenecía al Ufficio Catasto. Desde el despacho Rossi había llamado cuatro veces a un mismo número, con prefijo de Ferrara, que Brunetti supuso correspondía al bufete de Gavini y Cappelli. Cuando llegó a su despacho, lo comprobó y vio que no le había fallado la memoria. Todas las llamadas habían sido hechas durante un período de menos de dos semanas, la última, la víspera del día en que Cappelli fue asesinado. Después de aquello, nada.
Brunetti se quedó un rato sentado ante su mesa, pensando en la posible relación entre los dos muertos. Ahora se dio cuenta de que ya consideraba que los dos habían sido asesinados.
Mientras esperaba a la signorina Elettra, Brunetti pensó en muchas cosas: la ubicación del despacho de Rossi en el Ufficio Catasto y el grado de privacidad que le habría permitido; la designación del magistrato Righetto para la investigación del asesinato de Cappelli; la posibilidad de que un sicario se confundiera de objetivo y por qué, después de aquel asesinato, no se habían hecho más tentativas contra la supuesta víctima real. Pensó en éstas y en otras cosas, y luego volvió a la lista de las personas que podían estar en disposición de facilitarle información, pero se quedó encallado al comprender que no estaba seguro de la clase de información que deseaba. Desde luego, necesitaba saber cosas de los Volpato, pero también acerca de los manejos financieros de la ciudad y los secretos procesos por los que el dinero entraba y salía de los bolsillos de sus habitantes.
Al igual que la mayoría de sus conciudadanos, Brunetti sabía que en el Ufficio Catasto se guardaban los registros de venta y los títulos de transferencia de propiedad. Por lo demás, su idea de cuáles pudieran ser sus actividades era vaga. Recordó el entusiasmo de Rossi por la unificación de los archivos de varias oficinas, con objeto de ahorrar tiempo y facilitar la obtención de datos. Ahora lamentaba no haber dedicado más tiempo a pedir información a Rossi.
Sacó la guía telefónica del cajón de abajo, la abrió por la «B» y buscó un número. Cuando lo encontró, marcó y esperó hasta que una voz femenina contestó:
– Agencia Inmobiliaria Bucintoro.
– Ciao, Stefania.
– ¿Qué quieres, Guido? -preguntó la mujer sorprendiéndolo y haciéndole preguntarse a su vez qué habría notado ella en su voz.
– Información -respondió Brunetti con la misma brusquedad.
– ¿Y por qué si no ibas a llamarme? -dijo ella sin aquel coqueteo que solía asumir al hablar con él.
Él optó por hacer caso omiso tanto del reproche implícito en el tono como del reproche explícito en las palabras.
– Necesito que me hables del Ufficio Catasto.
– ¿El qué? -preguntó ella alzando la voz con extrañeza fingida.
– El Ufficio Catasto. Necesito saber qué es lo que hacen exactamente, quiénes trabajan allí y de quiénes puedes fiarte.
– Es un pedido de envergadura.
– Por eso te llamo.
De pronto, volvía a haber coqueteo en la voz.
– Y yo, aquí sentada, esperando día tras día que me llames para pedirme otra cosa.
– ¿El qué, tesoro? No tienes más que insinuarlo -declamó él con su voz de Rodolfo Valentino. Stefania estaba felizmente casada y era madre de gemelos.
– Que te venda un apartamento, naturalmente.
– Pues quizá tenga que pedírtelo -dijo él poniéndose serio de repente.
– ¿Por qué?
– Me han dicho que nuestra casa puede ser condenada.
– ¿Qué quieres decir con «condenada»?
– Que quizá tengamos que derribarla.
Un segundo después de decirlo, Brunetti oyó la aguda carcajada de Stefania, pero no sabía si la causa era el escandaloso despropósito o la sorpresa de que a él pudiera parecerle absurdo. Después de varios sonidos más de hilaridad, ella dijo:
– No puedes decirlo en serio.
– Ésa es también mi impresión. Pero es exactamente lo que me dijo una persona del Ufficio Catasto. No han encontrado constancia de que el apartamento haya sido construido ni de que se hayan expedido permisos para su construcción, de modo que quizá decidan que hay que derribarlo.
– Habrás entendido mal.
– Aquel hombre parecía hablar muy en serio.
– ¿Cuándo fue?
– Hace varios meses.
– ¿Has sabido algo más?
– No. Por eso te llamo.
– ¿Por qué no los llamas a ellos?
– Antes quería hablar contigo.
– ¿Por qué?
– Para saber cuáles son mis derechos. Y para saber quiénes son los que toman allí las decisiones.
Stefania no respondía, y él preguntó:
– ¿Tú los conoces?
– No más que cualquiera que trabaje en el ramo.
– ¿Quiénes son?
– El más importante es Fabrizio dal Carlo, jefe de todo el Ufficio. -Con displicencia, agregó-: Un mierda arrogante. Tiene un adjunto, Esposito, que es un cero a la izquierda, porque Dal Carlo acapara todo el poder. Y luego está la signorina Dolfin, Loredana, cuya existencia, por lo que tengo entendido, tiene sólo dos objetivos: el primero es no permitir que la gente olvide que, aunque no es más que una secretaria del Ufficio Catasto, desciende del dux Giovanni Dolfin. No recuerdo el año -agregó como si este detalle tuviera importancia.
– Fue dux de 1356 a 1361, en que murió de la peste -apostilló Brunetti sin vacilar-. ¿Y cuál es su segundo objetivo? -preguntó, para animarla a seguir hablando.
– Disimular su adoración por Fabrizio dal Carlo. -Dejó que la frase surtiera efecto y agregó-: Según se dice, se le da mucho mejor lo primero que lo segundo. Dal Carlo la hace trabajar como una esclava, pero probablemente eso es lo que ella quiere, aunque para mí es un misterio que alguien pueda sentir por ese hombre algo más que desprecio.
– ¿Hay algo entre ellos?
En la línea explotó la risa de Stefania.
– ¡No, por Dios, si podría ser su madre! Además, él tiene esposa y, por lo menos, otra mujer, de manera que poco tiempo le quedaría para ella aunque no fuera fea como un pecado. -Steffi reflexionó un momento y agregó-: En el fondo, es patético. Esa mujer ha dedicado años y años de su vida a ser la servidora fiel de ese Casanova de pacotilla, probablemente, confiando en que un día él se dé cuenta de lo mucho que ella lo quiere y se desmaye, abrumado por la idea de que una Dolfin se haya enamorado de él. Una lástima. Si no fuera tan triste, sería grotesco.
– Hablas de eso como si fuera del dominio público.
– Y lo es. Por lo menos, entre los que trabajan con ellos.
– ¿Hasta lo de que él tiene amantes?
– Bueno, yo diría que eso se supone que es un secreto.
– ¿Y no lo es?
– No. En esta ciudad no hay secretos.
– No, desde luego -admitió Brunetti, felicitándose por ello.
– ¿Hay algo más? -preguntó.
– No se me ocurre nada más. No más chismes. Pero yo en tu lugar los llamaría para preguntar qué hay de tu apartamento. Por lo que yo sé, esa idea de unificar archivos no es más que una cortina de humo. Nunca se hará.
– ¿Una cortina de humo para tapar qué?
– Corría el rumor de que cierta persona de la administración municipal, en vista de que había tantas obras ilegales… es decir, eran tantos los trabajos realizados que no se ajustaban a los proyectos especificados en las solicitudes del permiso, que decidió que lo mejor sería hacer desaparecer solicitudes y permisos. Así nadie podría cotejar los planos con la realidad. Y se le ocurrió la idea de unificarlo todo.
– Me parece que me he perdido, Stefania.
– Si es muy sencillo, Guido -reprendió ella-. En el trasiego de papeles de una oficina a otra y de una parte de la ciudad a otra, es inevitable que se extravíen cosas.
A Brunetti le pareció una solución imaginativa y eficaz, y tomó nota, para utilizarla para explicar la inexistencia de los planos de su propia casa, si un día se los reclamaban.
– Así pues -continuó Brunetti por ella-, en el caso de que se suscitaran dudas acerca de la construcción de una pared o la apertura de una ventana, el dueño no tendría más que presentar sus propios planos, los cuales…
– … casarían perfectamente con la obra realizada. -concluyó Stefania.
– Y, a falta de los planos oficiales, convenientemente extraviados durante la reorganización de los archivos -dedujo Brunetti, entre sonidos de aprobación de Stefania, complacida de que él hubiera empezado a comprender-, en lo sucesivo, ningún inspector municipal ni posible comprador podría demostrar que las obras realizadas fueran diferentes de las solicitadas y autorizadas sobre los planos perdidos. -Cuando acabó de decirlo, Brunetti calló un momento, como el que da un paso atrás para admirar un descubrimiento. Desde niño, había oído decir de Venecia: «Tutto crolla, ma nulla crolla.» Parecía lógico: desde que en aquellos pantanos se levantaron los primeros edificios habían transcurrido más de mil años, por lo que muchos de ellos debían de estar a punto de derrumbarse, pero ninguno se derrumbaba. Se inclinaban, ladeaban, arqueaban y combaban, pero él no recordaba ni uno solo que hubiera llegado a caerse. Había visto, sí, casas abandonadas con la techumbre hundida, puertas tapiadas, muros derruidos, pero, que él supiera, nunca una casa se había derrumbado sobre sus habitantes.
– ¿De quién fue la idea?
– Eso lo ignoro -dijo Stefania-. Son cosas que nunca llegan a saberse.
– ¿Están enterados los de otras oficinas?
En lugar de darle una respuesta directa, ella dijo:
– Piensa, Guido. Alguien ha de encargarse de hacer que desaparezcan determinados papeles, que se pierdan según qué carpetas. Es seguro que otros se perderán por la incompetencia habitual, pero alguien ha de procurar que dejen de existir precisamente esos papeles.
– ¿Y quién puede estar interesado en eso?
– Pues, probablemente, los propietarios de las casas en las que se hicieron obras ilegales, o quizá los que debían inspeccionar las restauraciones y no las inspeccionaron. -Hizo una pausa-. O las inspeccionaron y se dejaron convencer -agregó acentuando esta palabra con ironía- para aprobarlas sin mirar los planos.
– ¿Y quiénes son?
– Las Comisiones de Obras.
– ¿Cuántas hay?
– Seis en total, una por cada sestiere.
Brunetti trató de imaginar la magnitud de la operación, el número de personas involucradas. Y preguntó:
– ¿No sería más práctico hacer la obra y pagar la multa si se descubre que no se ajusta a los planos, en lugar de tomarse la molestia de sobornar a alguien para que se ocupe de que se destruyan los planos? O se extravíen -rectificó.
– Así se había hecho siempre, Guido. Pero ahora que estamos metidos en todo este tinglado de Europa, te multan y, además, te obligan a rectificar. Y las multas son terribles. Un cliente mío que construyó sin permiso una altana pequeñísima, de dos metros por tres, tuvo que pagar cuarenta millones de liras y luego derribarla. Un vecino lo denunció. Por lo menos, antes hubiera podido conservarla. Esto de estar en Europa nos llevará a la ruina. Pronto no quedará nadie que sea lo bastante valiente para aceptar un soborno.
Brunetti detectaba la indignación que había en su voz, pero no estaba seguro de compartirla.
– Steffi, has hablado de mucha gente, pero, ¿quién dirías tú que ha tenido más facilidades para montar esto?
– Los del Ufficio Catasto -respondió ella instantáneamente-. Y, si algo hay, Dal Carlo ha de estar al corriente y, seguramente, tiene el hocico en el pesebre. Al fin y al cabo, los planos han de pasar por su oficina y para él sería juego de niños hacer desaparecer determinados papeles. -Stefania calló un momento y preguntó-: Guido, ¿también tú piensas hacer desaparecer los planos?
– Como te he dicho, no hay planos. Por eso vinieron a verme.
– Pues, si no hay planos, siempre puedes decir que se extraviaron junto con los que van a extraviarse.
– ¿Y cómo demuestro que mi casa existe, que fue construida? -Ya mientras hacía la pregunta era consciente del absurdo. ¿Cómo demostrar la existencia de la realidad?
La respuesta fue inmediata:
– No tienes más que buscar a un arquitecto que te haga unos planos -y, antes de que Brunetti pudiera hacer la pregunta obligada, terminó-: y pedirle que ponga una fecha falsa.
– Stefania, estamos hablando de hace cincuenta años.
– No necesariamente. Tú dices que hace varios años hiciste obras de restauración, luego mandas hacer unos planos del apartamento tal como está ahora y les pones esa fecha. -A Brunetti no se le ocurrió qué responder a esto, y ella prosiguió-: Es muy sencillo. Si quieres, te daré el nombre de un arquitecto. Nada más fácil.
Stefania le había sido tan útil que él no quería ofenderla con una negativa y dijo:
– Hablaré con Paola.
– Naturalmente -dijo Stefania-. Qué tonta soy. Ésa es la solución. Seguro que su padre conoce a alguien que puede arreglarlo. Así no hace falta que te molestes en buscar a un arquitecto. -Calló. Para ella, el problema estaba resuelto.
Brunetti se disponía a responder a eso cuando Stefania dijo:
– Me llaman por la otra línea. Ojalá sea un comprador. Ciao, Guido. -Y colgó.
Él se quedó pensativo. Allí estaba la realidad, maleable y dúctil; no tenías más que estirar un poco por aquí y apretar otro poco por allá para hacer que se ajustara a la visión que tú pudieras tener. O, si la realidad se mostraba recalcitrante, recurrías a la artillería pesada del poder y el dinero y abrías fuego. Qué fácil y qué rápido.
Brunetti descubrió que esos pensamientos lo conducían a lugares a los que no deseaba ir, y otra vez abrió la guía telefónica y marcó el número del Ufficio Catasto. El teléfono sonó con insistencia pero nadie contestó. Miró el reloj, vio que eran casi las cuatro y colgó, calificándose a sí mismo de idiota por haber pensado que encontraría a alguien trabajando por la tarde.
Se arrellanó en el sillón y apoyó los pies en el cajón de abajo. Con los brazos cruzados, se puso a pensar una vez más en la visita de Rossi. Tenía aspecto de hombre honrado, pero ése era un aspecto bastante frecuente, especialmente, entre los granujas. ¿Por qué había seguido el trámite iniciado con la carta yendo a visitarlo personalmente? Entonces ignoraba la profesión de Brunetti. Por un momento, sopesó la posibilidad de que Rossi hubiera ido en busca de un soborno, pero desechó la idea. Era evidente que se trataba de un funcionario íntegro.
Cuando Rossi averiguó que el signor Brunetti que no podía encontrar los planos de su apartamento era un policía de alto rango, ¿se conectaría a la red del rumor y el chismorreo para ver lo que encontraba acerca de Brunetti? Nadie se atrevería a dar un paso en una cuestión delicada sin tomar esa precaución, el secreto era saber a quién preguntar, dónde echar el anzuelo para capturar la información deseada. ¿Y, con la información que le hubieran proporcionado sus fuentes, había decidido acudir a Brunetti para revelarle lo que hubiera descubierto en el Ufficio Catasto?
Permisos de obra ilegales y lo que su venta pudiera reportar, parecía un plato modesto en el extenso menú de las corruptelas que se cocinaban en las oficinas públicas. A Brunetti no le parecía creíble que alguien estuviera dispuesto a arriesgar mucho -y menos, la vida- esgrimiendo la amenaza de revelar un ingenioso plan para lucrarse bajo el manto de la función pública. La puesta en práctica del proyecto informatizado para centralizar documentos y, de paso, perder los que estorbaban, sin duda aumentaría la envergadura de las transacciones, pero Brunetti dudaba que el incremento fuera tan fuerte como para haber costado la vida a Rossi.
Cortó el hilo de sus pensamientos la llegada de la signorina Elettra que entró en el despacho sin molestarse en llamar.
– ¿Interrumpo, comisario? -preguntó.
– En absoluto. Sólo estaba pensando en la corrupción.
– ¿Pública o privada?
– Pública -dijo él poniendo los pies en el suelo e irguiendo el cuerpo.
– Es como leer a Proust -dijo ella sin inmutarse-. Te crees que has terminado, pero siempre hay otro tomo. Y otro.
Él levantó la mirada, esperando que continuara, pero lo único que ella dijo, al dejar los papeles en la mesa, fue:
– De usted, comisario, he aprendido a desconfiar de las coincidencias. Fíjese en los nombres de los propietarios de ese edificio.
– ¿Los Volpato? -preguntó él, intuyendo que no podían ser otros.
– Exactamente.
– ¿Desde cuándo?
Ella se inclinó y sacó la tercera hoja.
– Cuatro años. Se lo compraron a una tal Mathilde Ponzi. El precio escriturado es ése -dijo señalando una cantidad impresa a la derecha de la página.
– ¿Doscientos cincuenta millones de liras? -dijo Brunetti con audible asombro-. Cuatro plantas, de ciento cincuenta metros cuadrados cada una por lo menos.
– Es el precio declarado, comisario -puntualizó ella.
Todo el mundo sabía que, para ahorrar impuestos, el precio de un inmueble que figuraba en el contrato de compraventa nunca era el satisfecho realmente, que podía ser el doble o el triple. Todo el mundo hablaba con la mayor naturalidad de precio «real» y precio «declarado», y sólo un idiota o un extranjero pensaría que eran el mismo.
– Ya lo sé -dijo Brunetti-. Pero, aunque hubieran pagado tres veces más, seguiría siendo una ganga.
– Si se fija en otras de sus adquisiciones de bienes inmuebles -añadió la signorina Elettra pronunciando el término con cierta aspereza, verá que han gozado de una buena fortuna similar en la mayoría de sus operaciones.
Él volvió a la primera hoja y repasó la información. Realmente, al parecer, los Volpato habían conseguido encontrar casas que costaban muy poco. La signorina Elettra había indicado minuciosamente los metros cuadrados de cada «adquisición», y bastó a Brunetti un rápido cálculo para deducir que, por término medio, habían pagado el metro cuadrado a un precio declarado de un millón de liras por debajo del real. Aun dejando margen para las fluctuaciones de la inflación y de la disparidad entre el precio declarado y el real, indefectiblemente pagaban menos de la tercera parte del precio medio de la propiedad urbana que regía en Venecia.
Él la miró:
– ¿Debo suponer que en las otras hojas hay más de lo mismo? -preguntó.
Ella asintió.
– ¿Cuántas fincas?
– Más de cuarenta, y aún no he empezado a revisar las otras propiedades que figuran a nombre de otros Volpato que podrían ser parientes.
– Ya -dijo él, volviendo a fijar la atención en los papeles. Ella había grapado a las últimas páginas los saldos de las cuentas bancarias individuales y también de varias cuentas conjuntas-. ¿Cómo puede conseguir esto…? -dijo Brunetti, pero al ver cómo ella mudaba de expresión, agregó-: ¿… con tanta rapidez?
– Amistades -fue la escueta respuesta. Y a continuación-: ¿Quiere que vea qué información puede darnos Telecom de sus llamadas?
Brunetti asintió, convencido de que ella ya habría iniciado el proceso. La signorina Elettra sonrió y salió del despacho, mientras Brunetti fijaba nuevamente la atención en los papeles y los números. Eran francamente asombrosos. Recordó la impresión que le habían causado los Volpato: personas incultas, sin posición social ni dinero. Y, no obstante, esos papeles le decían que poseían una fortuna enorme. Aunque no tuvieran alquiladas más que la mitad de sus propiedades -y en Venecia la gente no se dedicaba a acumular apartamentos para dejarlos vacíos- debían de rentarles entre veinte y treinta millones de liras mensuales, lo que mucha gente ganaba en todo un año. Parte de esa fortuna la tenían a buen recaudo en cuatro bancos y una suma aún mayor estaba invertida en bonos del Estado. Brunetti no era un gran entendido en el funcionamiento de la Bolsa de Milán, pero sabía cuáles eran los títulos más seguros, y los Volpato tenían cientos de millones invertidos en ellos. Aquella pareja de desharrapados. Recordó las raídas asas del bolso de plástico de la mujer, y los remiendos en la piel del zapato izquierdo del hombre. ¿Era un camuflaje para protegerse de posibles envidiosos o era avaricia patológica? Y, en todo esto, ¿dónde podía Brunetti hacer encajar el cuerpo destrozado de Franco Rossi, que había sido hallado mortalmente herido frente a un edificio propiedad de los Volpato?