Desde un teléfono que encontró al salir de la estación, Brunetti anuló la reserva de la habitación, sorprendiéndose a sí mismo por haberlo recordado. Después de aquello, ya no le quedaban energías para lo que no fuera irse a su casa. Él y Vianello tomaron el 82, pero apenas cruzaron palabra en todo el trayecto hasta el Rialto. La despedida fue lúgubre, y Brunetti se encaminó a casa con su tristeza a cuestas, cruzando el puente y el mercado de frutas y verduras ahora cerrado. Ni la explosión de orquídeas en los escaparates de Biancat consiguió animarlo, como tampoco el olor a buena cocina que se respiraba en el segundo piso de su edificio.
Los aromas eran aún más sugestivos dentro de su casa: alguien se había duchado o bañado con el gel de tomillo que la semana anterior había traído Paola, la misma que había preparado salchichas con pimientos para cenar. Era de esperar que se hubiera tomado la molestia de ponerles un buen lecho de pasta fresca.
Brunetti colgó la chaqueta en el armario. En cuanto entró en la cocina, Chiara, que estaba sentada a la mesa, ocupada en lo que parecía un trabajo de geografía -tenía delante varios mapas, una regla y un transportador-, se abalanzó sobre él echándole los brazos al cuello. Recordando el olor del apartamento de Marco, Brunetti tuvo que hacer un esfuerzo para no apartarse de su hija.
– Papá -dijo ella sin concederle tiempo para darle un beso o decir «hola»-, ¿este verano podré tomar lecciones de vela?
Brunetti buscó con la mirada a Paola, que quizá pudiera darle alguna explicación, pero buscó en vano.
– ¿Vela? -repitió él.
– Sí, papá -dijo la niña sonriéndole-. Con un libro que tengo, estoy aprendiendo por mi cuenta a navegar, pero necesito que me enseñen a manejar un barco. -Lo tomó de la mano y lo llevó a la mesa de la cocina que estaba cubierta de mapas, aunque eran mapas de costas, sólo del contorno marítimo de países y continentes.
Chiara se inclinó sobre la mesa, mirando el libro abierto con otro libro encima sujetando las hojas.
– Mira, papá -dijo señalando una lista de números-, si no está nublado, con buenas cartas y un cronómetro, pueden saber dónde están en cualquier momento y en cualquier parte del mundo.
– ¿Quiénes pueden, cariño? -preguntó él abriendo el frigorífico y sacando una botella de tokai.
– El capitán Aubrey y su tripulación -respondió ella en el tono del que dice una obviedad.
– ¿Y quién es el capitán Aubrey? -preguntó él.
– El capitán del Surprise. -Su hija lo miraba como si acabara de confesar que ignoraba su propia dirección.
– ¿El Surprise? -repitió él, todavía en ayunas.
– Está en los libros, papá, los libros de la guerra contra Francia. -Antes de que él pudiera confesar su ignorancia, ella preguntó-: ¿No son perversos los franceses?
Brunetti, que en eso estaba de acuerdo con ella, prefirió callar, al no tener ni idea de qué le hablaba. Se sirvió un vasito de vino, tomó un buen trago y después otro. Volvió a mirar los mapas y observó que en las zonas azules había muchos barcos, barcos antiguos, con grandes velas blancas hinchadas por el viento y, en los ángulos, una especie de tritones que surgían de las aguas soplando caracolas.
– ¿Qué libros, Chiara? -preguntó rindiéndose.
– Los que me dio mamá en inglés, de aquel capitán y su amigo y la guerra contra Napoleón.
Ah, aquellos libros. Brunetti tomó otro sorbo de vino.
– ¿Y te gustan a ti tanto como le gustan a mamá?
– Oh -exclamó Chiara, mirándolo muy seria-. No creo que a nadie puedan gustarle tanto como a mamá.
Hacía cuatro años, Brunetti había sido abandonado por su esposa, tras casi veinte años de matrimonio, durante más de un mes, mientras ella leía, una tras otra, dieciocho novelas -él las iba contando- sobre los interminables años de batallas navales entre Inglaterra y Francia. No contribuyó precisamente a hacer más llevadera la situación el que, durante aquel período, él tuviera que compartir la suerte de la marinería británica, con comidas preparadas apresuradamente, carnes medio crudas y pan seco, de tal modo que más de una vez sintió el impulso de ahogar las penas en grog. En vista de que su mujer no parecía encontrar en la vida otro aliciente, él decidió abrir uno de aquellos libros, aunque sólo fuera para tener tema de conversación durante sus improvisadas comidas. Pero lo encontró farragoso, lleno de hechos extraños y animales más extraños aún, y abandonó el intento a las pocas páginas, antes de conocer al capitán Aubrey. Menos mal que Paola era una lectora rápida y al terminar la última novela de la serie, regresó al siglo xx, en apariencia indemne tras varias semanas de estar expuesta a naufragios, batallas y escorbuto.
De allí procedían los mapas.
– Tendré que hablar con tu madre -dijo él.
– ¿Hablar, de qué? -preguntó Chiara, que otra vez tenía la cabeza inclinada sobre los mapas y con la mano izquierda pulsaba la calculadora, instrumento que hubiera envidiado el capitán Aubrey, pensó Brunetti.
– Las lecciones de vela.
– Ah, yes -dijo Chiara, pasando al inglés con la suavidad de una anguila-. I long to sail a ship.
Brunetti la dejó entregada a sus cálculos, volvió a llenar el vaso, sirvió otro y se fue al estudio de Paola. Por la puerta abierta, la vio echada en el sofá. Sólo la frente le asomaba por encima del libro que tenía en las manos.
– Captain Aubrey, I presume -dijo Brunetti.
Ella se puso el libro en el estómago y sonrió a su marido. Sin decir palabra, extendió el brazo y tomó el vaso de vino que él le ofrecía. Dio un sorbo, encogió las piernas para hacerle sitio y, cuando él se hubo sentado, preguntó:
– ¿Has tenido un mal día?
Él suspiró, se apoyó en el respaldo y le puso la mano derecha en los tobillos.
– Sobredosis. Veinte años, estudiante de arquitectura.
Callaron un rato, hasta que Paola dijo:
– Tuvimos mucha suerte en nacer cuando nacimos. -Él la miró y ella explicó-: Antes de la droga, quiero decir. Bueno, antes de que se drogara todo el mundo. -Tomó un sorbo de vino y prosiguió-: Me parece que habré fumado marihuana dos veces en toda mi vida. Gracias a Dios, no me hizo efecto.
– ¿Por qué «gracias a Dios»?
– Porque, si me hubiera gustado o me hubiera hecho sentir lo que dicen que hace sentir a la gente, quizá hubiera seguido filmándola. O hubiera decidido probar algo más fuerte.
Él pensó que no había sido menos afortunado.
– ¿Qué lo ha matado?
– La heroína.
Ella movió la cabeza tristemente.
– He estado con los padres hasta ahora mismo. -Brunetti tomó otro sorbo-. El padre es campesino. Han venido del Trentino para identificarlo y se han vuelto.
– ¿Tienen más hijos?
– Que yo sepa, una niña. Quizá haya más.
– Ojalá -dijo Paola. Estiró las piernas, introduciendo los pies debajo de los muslos de él-. ¿Quieres cenar?
– Sí, pero antes me ducharé.
– De acuerdo -dijo ella poniendo los pies en el suelo-. He hecho salsa de pimientos y salchichas.
– Ya lo sé.
– Te enviaré a Chiara cuando esté lista la cena. -Se levantó, puso el vaso, más que medio lleno todavía, en la mesa que estaba delante del sofá y, dejando a su marido en el estudio, se fue a la cocina a preparar la cena.
Sentado a la mesa con toda la familia -Raffi llegó cuando Paola servía la pasta-, Brunetti empezó a sentirse un poco más animado. Ver a sus hijos enrollar en el tenedor las pappardelle recién hechas, le infundía una irracional sensación de seguridad y bienestar, y también él empezó a comer con buen apetito. Paola se había tomado la molestia de asar y pelar los pimientos, y la salsa estaba cremosa y dulce, como a él le gustaba. Las salchichas contenían granos de pimienta roja y blanca hundidos en la suave masa del relleno, como cargas de profundidad del sabor, preparadas para hacer explosión al primer mordisco, y Gianni, el carnicero, tampoco había sido avaro con el ajo.
Todos repitieron, un poco avergonzados de que la segunda ración fuera tan grande como la primera. Después a nadie le quedaba sitio para algo que no fuera la lechuga, pero cuando ésta desapareció aún encontraron un huequecito para una cucharada de fresas aderezadas con una gota de vinagre balsámico.
Durante toda la cena, Chiara siguió en su papel de lobo de mar, enumerando incansablemente la flora y la fauna de tierras lejanas, brindándoles informaciones escalofriantes, como la de que la mayoría de los marinos del siglo xviii no sabían nadar y describiendo los síntomas del escorbuto hasta que Paola le recordó que estaban cenando.
Los chicos se fueron, Raffi, en busca de los aoristos griegos y Chiara, o mucho se equivocaba su padre, a naufragar en el Atlántico Sur.
– ¿Va a leerse todos esos libros? -preguntó Brunetti, mientras Paola fregaba los cacharros y él le hacía compañía, con un vasito de grappa.
– Así lo espero -dijo ella inspeccionando la fuente de servir.
– ¿Los lee por lo mucho que a ti te gustan o porque le gustan a ella?
De espaldas a su marido, Paola restregaba el fondo de una cacerola.
– ¿Cuántos años tiene, Guido? -preguntó.
– Quince.
– ¿Sabes de alguna chica de quince años, del presente o del pasado, que haga algo porque se lo pide su madre?
– ¿Quieres decir que hemos topado con la adolescencia? -Ya habían sufrido esa etapa con Raffi, que al padre le pareció que duraba por lo menos veinte años, y no le seducía la perspectiva de tener que volver a pasarla con Chiara.
– Con las chicas es distinto -dijo Paola, volviéndose hacia él mientras se secaba las manos con un paño. Se sirvió una gota de grappa y se apoyó en el fregadero.
– ¿Cómo, distinto?
– Ellas sólo se rebelan contra la madre, no contra el padre.
Él se quedó pensativo.
– ¿Y eso es bueno o es malo?
Ella se encogió de hombros.
– Es algo que está en los genes, o en la cultura, de modo que, sea bueno o malo, no hay manera de evitarlo. Sólo cabe esperar que no dure mucho.
– ¿Cuánto puede durar?
– Hasta los dieciocho. -Paola tomó otro sorbo y ambos examinaron la perspectiva.
– ¿Crees que querrían quedársela las carmelitas hasta entonces?
– No es probable -dijo Paola con vivo pesar en la voz.
– ¿Nunca has pensado que si los árabes casan a sus hijas tan jóvenes quizá sea para ahorrarse todo esto?
Paola, recordando la vehemencia con que aquella mañana Chiara había expuesto la necesidad de disponer de su propio teléfono, respondió:
– Seguro.
– No es de extrañar que se admire tanto la sabiduría de Oriente.
Ella se volvió y dejó el vasito en el fregadero.
– Aún tengo que corregir varios ejercicios. ¿Vienes conmigo y, mientras yo corrijo, ves cómo les va a tus griegos en el viaje de regreso a casa?
Brunetti, agradecido, se levantó y la siguió por el pasillo hasta el estudio.