23

Lo único que Brunetti hizo aquella tarde antes de irse a su casa fue firmar los papeles para autorizar el envío del cadáver de Marco Landi a sus padres. Después llamó a la oficina de los agentes y preguntó a Vianello si estaría dispuesto a acompañar el cuerpo al Trentino. Vianello accedió inmediatamente y sólo preguntó si podría ir de uniforme, ya que al día siguiente no estaría de servicio.

Brunetti, sin saber si se excedía en sus atribuciones, dijo:

– Cambiaré los turnos. -Abrió un cajón y se puso a buscar la lista de turnos, sepultada bajo el montón de papeles que cada semana llegaban a su mesa y que él acumulaba y reexpedía sin leer-. Considérese de servicio y vaya de uniforme.

– ¿Qué les digo si me preguntan si hemos adelantado algo en la investigación?

– No se lo preguntarán. Todavía no -contestó Brunetti, seguro de no equivocarse, aunque sin saber por qué.

Cuando llegó a casa, encontró a Paola sentada en la terraza con los pies descansando en uno de los sillones de mimbre que habían resistido otro invierno a la intemperie. Le sonrió y retiró los pies del sillón. Él aceptó la invitación y se sentó frente a ella.

– ¿Puedo preguntar qué tal ha sido el día? -dijo.

Él se hundió un poco más en el sillón y movió la cabeza negativamente, pero consiguió sonreír.

– Vale más no preguntar. Un día como tantos.

– ¿Cargado de?

– Usura, corrupción y codicia.

– Sí. Un día como tantos. -Ella sacó un sobre del libro que tenía en el regazo y se inclinó para dárselo-. Quizá esto te lo arregle.

Él tomó el sobre y lo miró. Era del Ufficio Catasto. No comprendía cómo podía aquello arreglarle el día.

Sacó la carta y la leyó.

– ¿Es un milagro? -preguntó y, bajando la mirada, leyó la última frase en voz alta-: «Habiéndose presentado documentación suficiente, toda comunicación anterior expedida por esta oficina queda sustituida por el presente documento de condono edilizio.» -Brunetti dejó caer la mano en el muslo, sin soltar la carta-. ¿Significa esto lo que imagino? -preguntó.

Paola asintió, sin sonreír ni desviar la mirada.

Él buscó las palabras y el tono precisos y, habiéndolos encontrado, preguntó:

– ¿No podrías ser un poco más explícita?

La explicación fue inmediata.

– Tal como yo lo veo, significa que el asunto ha terminado, que han encontrado los papeles necesarios y que no van a marearnos más.

– ¿Encontrado? -repitió él.

– Encontrado.

Él miró la hoja de papel que tenía en la mano, en la que aparecía la palabra «presentado». La dobló y la introdujo en el sobre, mientras pensaba cómo preguntar y si debía preguntar.

Devolvió el sobre a su mujer y dominando todavía el tono pero no las palabras, inquirió:

– ¿Tu padre tiene algo que ver con esto?

Él la observaba. La experiencia le dijo durante cuánto tiempo pensó ella en mentirle y también el momento en que abandonó la idea.

– Es probable.

– ¿De qué manera?

– Estábamos hablando de ti -empezó ella, y Brunetti disimuló la sorpresa por el hecho de que Paola hablara de él con su padre-. Me preguntó cómo estabas, cómo iba tu trabajo, y le dije que tenías más problemas de los habituales. -Antes de que él pudiera acusarla de revelar sus secretos profesionales, Paola explicó-: Ya sabes que nunca hablo de cosas concretas, ni con él ni con nadie, pero sí le dije que estabas más sobrecargado que de costumbre.

– ¿Sobrecargado?

– Sí -y explicó-: Con lo del hijo de Patta y la forma en que va a librarse. Y esos pobres chicos muertos. -Al ver su expresión, dijo-: No; a él no le dije nada de eso, sólo le insinué que últimamente estabas agobiado. Recuerda, Guido, que vivo y duermo contigo, y que no es necesario que me des el parte diario de cómo te afectan esas cosas.

Él la vio erguir el tronco, como si creyera que la conversación había terminado y ya podía ir a buscar unas copas.

– ¿Qué más le dijiste, Paola? -preguntó él antes de que ella pudiera levantarse.

La respuesta tardó en llegar, pero cuando llegó era cierta.

– Le hablé de esa tontería del Ufficio Catasto que, a pesar de que no habíamos sabido más, aún pendía sobre nuestras cabezas, como una especie de espada de Damocles de la burocracia. -Él conocía la táctica: la frase ingeniosa para salirse por la tangente. No se dejó distraer.

– ¿Y qué dijo él?

– Preguntó si podía hacer algo.

Si Brunetti hubiera estado menos cansado, menos deprimido por un día cargado de reflexiones sobre la corrupción humana, probablemente, hubiera desistido de continuar la conversación, dejando que los acontecimientos siguieran su curso a espaldas suyas. Pero algo, quizá la autocomplaciente duplicidad de Paola o su propio sonrojo ante ella, le hizo decir:

– Te dije que no hicieras eso. -Rápidamente, rectificó-: Te pedí que no lo hicieras.

– Ya lo sé. Por eso no le pedí que nos ayudara.

– No tuviste que pedírselo, ¿verdad? -dijo él, empezando a levantar el tono.

El de ella subió en la misma medida.

– Yo no sé lo que ha podido hacer. Ni sé si ha hecho algo.

Brunetti señaló el sobre que ella tenía en la mano.

– No hace falta ir muy lejos para encontrar la respuesta. Te pedí que no hicieras que nos ayudara, que no le hicieras utilizar su red de amigos e influencias.

– Pero no tuviste inconveniente en utilizar la nuestra -replicó ella.

– Es distinto.

– ¿Por qué?

– Porque nosotros somos gente corriente. No tenemos su poder. No podemos estar seguros de conseguir siempre lo que queremos, de soslayar la ley cuando nos conviene.

– ¿De verdad piensas que eso es distinto? -preguntó ella con asombro.

Él asintió.

– Dime entonces ¿quién es Patta? -preguntó ella-. ¿Es uno de nosotros o uno de los poderosos?

– ¿Patta?

– Sí, Patta. Si tú dices que es aceptable que la gente corriente trate de saltarse las normas pero no es lícito que se las salte la gente importante, ¿en qué categoría pones a Patta? -Al ver que Brunetti dudaba, agregó-: Te lo pregunto porque no disimulas la opinión que te merece lo que ha hecho para salvar a su hijo.

Un furor instantáneo lo inundó:

– Su hijo es un delincuente.

– Pero sigue siendo su hijo.

– ¿Así pues, hay que aceptar que tu padre corrompa el sistema, porque lo hace por su hija? -Aún no había acabado de decirlo cuando ya empezaban a pesarle sus palabras y se enfriaba su indignación.

Paola lo miraba con la boca abierta formando con los labios una pequeña «o», como si acabara de abofetearla. Él dijo al instante:

– Perdona, lo siento. No he debido decir eso. -Apoyó la cabeza en el respaldo del sillón, moviéndola a derecha e izquierda. Le hubiera gustado cerrar los ojos y borrar todo aquello. Levantó una mano con la palma hacia arriba y la dejó caer-. De verdad lo siento. No debí decirlo.

– No. No debiste.

– No es verdad -se disculpó.

– Sí -dijo ella con voz serena-. Y por eso no debiste decirlo. Porque es verdad. Lo hizo porque soy su hija.

Brunetti fue a decir que no era verdad la otra parte. El conde Falier no podía corromper un sistema que ya estaba corrupto, que probablemente había nacido corrupto. Pero sólo dijo:

– Yo no quiero esto, Paola.

– ¿No quieres qué?

– Pelear por eso.

– No tiene importancia. -Su voz era distante, indiferente, levemente imperiosa.

– Oh, vamos ya -dijo él, otra vez irritado.

Ninguno dijo nada en mucho rato. Finalmente, Paola preguntó:

– ¿Qué quieres que haga?

– No creo que puedas hacer algo. -Señaló la carta con un ademán-. Por lo menos, a la vista de lo que dice ahí.

– Supongo que no -convino ella. Levantó el sobre-. ¿Y aparte de esto?

– No lo sé. -Y, suavizando el tono-: Supongo que no se te puede pedir que recuperes los ideales de tu juventud.

– ¿Querrías tú que los recuperara? -Y agregó a renglón seguido-. Eso es imposible, y tú debes saberlo. La pregunta es puramente retórica: ¿Querrías que los recuperara?

Pero, al ponerse en pie, él comprendió que recuperar los ideales de su juventud no garantizaría recuperar la paz de espíritu.

Brunetti entró en la casa y minutos después salió con dos copas de chardonnay. Permanecieron una media hora sentados en la terraza, casi sin hablar, hasta que Paola miró el reloj, se levantó y dijo que se iba a preparar la cena. Al recoger la copa de él, se inclinó y le dio un beso en la oreja derecha, después de que los labios le resbalaran por la mejilla.

Después de cenar, Brunetti se echó en el sofá, diciéndose que, de algún modo, encontraría el medio de proteger la paz de su hogar y de impedir que los horribles hechos con los que tenía que tratar a diario, llegaran a afectar a su familia. Trató de volver a Jenofonte, pero aunque los griegos supervivientes ya estaban cerca de su patria y de la salvación, le era difícil concentrarse en sus peripecias e imposible preocuparse por vicisitudes de hacía dos mil años. Chiara, que entró a eso de las diez a darle el beso de buenas noches, no le habló del barco, sin imaginar que, en aquel momento, Brunetti hubiera accedido a comprarle hasta el Queen Elizabeth II.


Como era de esperar, cuando, a la mañana siguiente, Brunetti compró el diario camino del trabajo, en la primera plana de la segunda sección de Il Gazzettino, vio el titular redactado por él. Ya en su despacho, se sentó a su mesa a leer la supuesta noticia. El texto era más dramático y alarmista de lo que él había previsto y, al igual que tantas de las peregrinas fantasías que aparecían en aquel rotativo, resultaba plenamente convincente. Aunque el artículo indicaba claramente que el tratamiento sólo podía ser efectivo en casos de transmisión del virus por mordedura -¿cuánta tontería podía llegar a creerse la gente?-, temió que el hospital fuera inundado por una marea de drogadictos y seropositivos, en busca del mágico tratamiento de que disponían los médicos del Ospedale Civile y que se administraba en su Pronto Soccorso a todo el que lo solicitara. Por el camino, Brunetti había hecho algo insólito en él: comprar La Nuova, confiando en que ningún conocido lo viera con ese periódico en la mano.

Estaba en la página 37: tres columnas y hasta una foto de Zecchino, probablemente, extraída de alguna escena de grupo. El peligro de la mordedura parecía aquí infinitamente más grave y la esperanza de curación que brindaba el Pronto Soccorso, mucho mayor.

Brunetti no llevaba ni diez minutos en su despacho cuando se abrió la puerta violentamente. Sobresaltado, levantó la cabeza y quedó estupefacto al ver al vicequestore Giuseppe Patta en el umbral. Pero el recién llegado no estuvo allí mucho rato sino que, en pocos segundos, se plantó delante de la mesa de Brunetti. Éste inició el movimiento de levantarse, pero Patta alzó una mano como si quisiera volver a sentarlo de un empujón y dio un fuerte puñetazo en la mesa.

– ¿Cómo se ha atrevido? -gritó-. ¿Por qué? ¿Qué tiene contra mí? Ahora lo matarán, y usted lo sabe. Lo ha hecho con toda la intención.

Durante un momento, Brunetti temió que su superior hubiera perdido el juicio, que la tensión del trabajo, o quizá las preocupaciones de su vida privada, hubieran minado su poder de autodominio provocando una erupción de furor. Brunetti apoyó la palma de las manos en la mesa, tratando de moverse lo menos posible sin insinuar siquiera la intención de levantarse.

– ¿Qué tiene que decir? ¿Qué? -le gritó Patta, apoyando a su vez las palmas en la mesa e inclinándose hasta que su cara estuvo muy cerca de la de Brunetti-. Quiero saber por qué lo ha hecho. Si algo le ocurre a Roberto, lo hundo. -Patta se irguió y Brunetti vio que apretaba los puños, con los brazos colgando. El vicequestore tragó saliva y dijo ahora con voz suave, pero impregnada de amenaza-: Le he hecho una pregunta, Brunetti.

Éste echó el cuerpo hacia atrás y asió los brazos del sillón.

– Creo que sería mejor que se sentara, vicequestore, y me explicara lo que ocurre.

Si algo se había sosegado la actitud de Patta, ahora volvió a encresparse:

– No disimule conmigo, Brunetti -gritó-. Quiero saber por qué lo ha hecho.

– No sé de qué me está hablando -dijo Brunetti, dejando que su voz reflejara algo de la cólera que sentía.

Del bolsillo de la americana, Patta sacó el diario de la víspera y lo puso en la mesa de Brunetti con un golpe seco.

– Le estoy hablando de esto -dijo clavando el índice en el papel-: Esa noticia que dice que Roberto va a ser arrestado y que sin duda declarará contra las personas que controlan el tráfico de drogas en el Veneto. -Sin darle tiempo a responder, Patta agregó-: Sé muy bien cómo trabajan ustedes, los del norte, son como un club secreto. No tiene más que llamar a alguno de sus amigos del periódico y él publicará toda la mierda que usted le eche.

Con repentino cansancio, Patta se dejó caer en una silla frente a la mesa. Su cara, todavía roja, estaba cubierta de sudor, y cuando trató de enjugárselo Brunetti vio que le temblaba la mano.

– Lo matarán -dijo.

Una súbita revelación disipó la confusión y la indignación de Brunetti ante el comportamiento de Patta. Esperó unos momentos, hasta que la respiración de Patta se calmó un poco y dijo:

– Esa noticia no se refiere a Roberto. -Procuraba que su voz sonara normal-. Se trata de ese muchacho que murió por sobredosis la semana pasada. Su novia vino a verme y me dijo que sabía quién le había vendido la droga, pero tenía miedo de decírmelo. Yo pensé que eso lo animaría a venir a hablar con nosotros.

Vio que Patta escuchaba, si le creía o no era otra cuestión. O, en el caso de que le creyera, si ello suponía diferencia alguna.

– Eso no tiene absolutamente nada que ver con Roberto -dijo Brunetti con voz llana y lo más tranquila posible, resistiendo la tentación de decir que, ya que Patta había negado categóricamente que Roberto tuviera algo que ver con la venta de droga, mal podía suponer para él peligro alguno aquel artículo. Pero ni siquiera a costa de Patta deseaba un triunfo tan fácil. Calló, esperando la respuesta de Patta.

Al fin el vicequestore dijo:

– No me importa a quién se refiera. -Lo que indicaba que creía lo que había dicho Brunetti y fijó en él una mirada directa y franca-. Anoche lo llamaron. Al telefonino.

– ¿Qué dijeron? -preguntó Brunetti, consciente de que Patta acababa de confesar que su hijo, el hijo del vicequestore de Venecia, vendía droga.

– Que más valdría que no volvieran a oír hablar de eso, que no se enterasen de que había hablado con alguien ni ido a la questura. -Patta calló y cerró los ojos, resistiéndose a continuar.

– ¿O si no…? -preguntó Brunetti con voz neutra.

La respuesta tardó en llegar.

– No lo dijeron. Ni era necesario.

Brunetti estaba plenamente de acuerdo. De pronto, lo acometió un violento deseo de hallarse en cualquier sitio menos allí. Era preferible estar en la buhardilla con Zecchino y la muchacha muerta, porque lo que había sentido allí era una compasión profunda y limpia; no esa insidiosa sensación de triunfo al ver reducido a aquello al hombre por el que tantas veces había sentido desprecio. Él no quería sentir satisfacción al ver el miedo y la irritación de Patta, pero no conseguía reprimirla del todo.

– ¿Sólo vende o también toma? -preguntó.

– No lo sé -suspiró Patta. No tengo ni idea. -Brunetti le dio tiempo para que dejara de mentir y, al cabo de un momento, Patta dijo-: Sí. Cocaína, creo.

Años atrás, con menos experiencia en el arte de interrogar, Brunetti hubiera pedido la confirmación de que el muchacho también vendía, pero ahora lo dio por hecho y pasó a la pregunta siguiente:

– ¿Ha hablado con él?

Patta asintió. Al cabo de un momento dijo:

– Está aterrado. Quiere ir a casa de sus abuelos, pero allí no estaría seguro. -Miró a Brunetti-. Esa gente ha de tener la certeza de que no hablará. Será la única manera de que esté seguro.

Lo mismo pensaba Brunetti y ya empezaba a calcular lo que esa certeza costaría. No había más remedio que publicar otra desinformación, esta vez diciendo que la policía había seguido una pista falsa y que había resultado imposible establecer una relación entre los casos recientes de muertes por sobredosis y el responsable de la venta de las drogas. Probablemente, eso alejaría de Roberto Patta el peligro más inmediato; pero, por otro lado, disuadiría al hermano, al primo o lo que fuera de Anna Maria Ratti, de ir a denunciar a la policía a las personas que le habían vendido las drogas que causaron la muerte de Marco Landi.

Si no hacía nada, la vida de Roberto Patta estaría en peligro, pero si el artículo aparecía, Anna Maria tendría que vivir con la pena de haber tenido parte de responsabilidad, por pequeña que fuera, en la muerte de Marco.

– Yo me encargo -dijo, y Patta levantó la cabeza con rapidez y lo miró fijamente.

– ¿Qué? -preguntó-. ¿Cómo?

– He dicho que yo me encargo -repitió con voz firme, deseando que Patta lo creyera y saliera del despacho llevando consigo las muestras de gratitud que pudiera sentirse inclinado a dar-. Llévelo a alguna clínica, si es posible.

Vio cómo Patta miraba agrandando los ojos con indignación a aquel subordinado que se atrevía a darle consejos.

Brunetti deseaba terminar cuanto antes.

– Ahora mismo los llamo -dijo lanzando una mirada en dirección a la puerta.

Irritado también por eso, Patta dio media vuelta, fue hacia la puerta y salió.

Brunetti, sintiéndose como un idiota, llamó otra vez a su amigo a la redacción del periódico y le habló de prisa, consciente de la gran deuda que estaba contrayendo. Sabía que, cuando llegara el momento de pagarla -y no dudaba de que llegaría-, sería a costa de sacrificar algún principio o burlar alguna ley. Ello no le hizo titubear ni un instante.


Brunetti iba a salir a almorzar cuando sonó el teléfono. Era Carraro, que dijo que hacía diez minutos había llamado un hombre, pidiendo confirmación de lo que había leído en el diario de aquella mañana. Carraro le había asegurado que, en efecto, el hospital disponía de un tratamiento absolutamente revolucionario, la única esperanza para quien hubiera sufrido una mordedura.

– ¿Cree que puede ser él? -preguntó Brunetti.

– No lo sé -respondió Carraro-. Pero parecía muy interesado. Ha dicho que vendría hoy mismo. ¿Qué piensa usted hacer?

– Ahora voy para allá.

– ¿Qué hago si viene?

– Reténgalo. Háblele. Invéntese algún sistema de exploración. Pero no lo deje marchar -dijo Brunetti. Al salir, se asomó a la oficina de los agentes y gritó que enviaran inmediatamente a dos hombres y una lancha a la entrada del Pronto Soccorso.

No tardó más de diez minutos en llegar al hospital a pie. Pidió al portiere que lo llevara a la puerta de Pronto Soccorso que utilizaban los médicos, para no ser visto por los pacientes que pudieran estar esperando. Su sensación de urgencia debía de ser contagiosa, porque el hombre salió rápidamente de su garita y condujo a Brunetti por el corredor principal, pasando por delante de la entrada a la Sala de Urgencias, hasta una puerta sin distintivos y un estrecho pasillo que conducía al puesto de enfermeras de Pronto Soccorso.

La enfermera de guardia hizo un gesto de sorpresa cuando Brunetti apareció de improviso por su izquierda, pero Carraro ya debía de haberla prevenido, porque la mujer se puso en pie inmediatamente diciendo:

– Está con el dottore Carraro. -Señalaba la puerta de la sala de curas-. Es ahí.

Brunetti entró sin llamar. Vio a Carraro, con su bata blanca, inclinado sobre un hombre corpulento que estaba tendido en la mesa de reconocimiento. Colgados del respaldo de una silla había una camisa y un jersey. Carraro, que estaba auscultando al hombre con el estetoscopio, no oyó entrar a Brunetti, pero el otro sí y cuando se le aceleró el corazón al verlo, Carraro levantó la mirada para averiguar qué era lo que había causado aquella reacción en su paciente.

El médico no dijo nada al ver al comisario. El hombre de la mesa no se movió, pero Brunetti observó que se ponía rígido y la cara se le teñía de rojo. También vio la señal inflamada que el hombre tenía en el antebrazo derecho: una marca ovalada, de bordes nítidos y simétricos.

Brunetti optó por no decir nada. El hombre cerró los ojos y dejó los brazos flácidos. Brunetti observó que Carraro llevaba guantes transparentes. Si hubiera entrado en ese momento, hubiera creído que el hombre dormía. Su propio corazón se calmó. Carraro se apartó de la mesa, fue al escritorio, dejó el estetoscopio y salió de la sala sin decir nada.

Brunetti dio un paso hacia la mesa, pero procuró mantenerse fuera del alcance del hombre. La abultada musculatura del pecho y los hombros, resultado de décadas de trabajo duro, denotaba una fuerza extraordinaria. Las manos eran enormes, una descansaba sobre la mesa con la palma hacia arriba, y Brunetti observó con extrañeza que tenía las yemas de los dedos aplastadas, en forma de espátula.

En reposo, la cara del hombre era inexpresiva. Ni al ver a Brunetti y comprender, quizá, quién era, se alteraron sus facciones. Las orejas eran diminutas y, en general, la cabeza toda, que tenía una curiosa forma cilíndrica, era pequeña en relación con aquel cuerpo enorme.

Signore -dijo Brunetti al fin.

El hombre abrió los ojos y lo miró. Eran unos ojos castaño oscuro que le hicieron pensar en los de un oso, pero quizá fuera por la corpulencia del hombre.

– Ella me dijo que no viniera -murmuró-. Que era una trampa. -Parpadeó, estuvo un rato con los ojos cerrados, los abrió y dijo-: Pero tuve miedo, oí hablar a la gente de lo que decía el periódico y tuve miedo. -Otra vez cerró los ojos largamente, tanto que parecía que se evadía, como el buceacdor que se resiste a volver de las profundidades, donde todo es más hermoso. Abrió los ojos-. Y tenía razón. Ella siempre tiene razón. -Dicho esto, se sentó-. No se alarme, no le haré nada. Que el doctor me cure y luego iré con usted. Pero antes la cura.

Brunetti asintió, comprensivo.

– Llamaré al médico -dijo, y salió al puesto de enfermeras, donde Carraro hablaba por teléfono. La enfermera no estaba.

Al ver a Brunetti, el médico colgó el teléfono y lo miró.

– ¿Y ahora? -Volvía a estar furioso, pero Brunetti sospechaba que su cólera nada tenía que ver con la violación del Juramento Hipocrático.

– Le agradeceré que le ponga una vacuna antitetánica, y luego me lo llevaré a la questura.

– ¿Usted me deja ahí solo con un asesino y ahora pretende que vuelva a entrar para ponerle una antitetánica? Debe de estar loco -dijo Carraro, cruzándose de brazos en señal de rebeldía.

– No creo que haya peligro, dottore. Y quizá la necesite. Me parece que la mordedura se le ha infectado.

– Ah, y también es usted médico, ¿verdad?

Dottore -suspiró Brunetti mirándose los zapatos-, le estoy pidiendo que se ponga sus guantes de goma, entre ahí conmigo y administre una vacuna antitetánica a su paciente.

– ¿Y si me niego? -preguntó Carraro sin beligerancia, lanzando a Brunetti una vaharada de menta y alcohol, las sustancias con que se desayunan los grandes bebedores.

– Si se niega, dottore -dijo Brunetti con una calma letal, extendiendo un brazo hacia el médico-, lo meto en esa sala de un empujón y digo a ese hombre que se niega usted a ponerle la inyección que lo curará. Y luego lo dejo a solas con él.

Observaba a Carraro mientras hablaba y veía que el médico le creía, lo que era suficiente para sus fines. Carraro dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo y masculló entre dientes algo que Brunetti fingió no oír.

El comisario sostuvo la puerta abierta para que entrara Carraro y lo siguió a la sala. El hombre se abrochaba la camisa sobre el ancho tórax sentado en el borde de la mesa de reconocimiento, con sus largas piernas colgando.

En silencio, Carraro fue a una vitrina de un extremo de la sala, la abrió y sacó una jeringuilla. Luego se inclinó y rebuscó ruidosamente entre cajas de medicinas hasta encontrar la que quería. Sacó de ella una pequeña ampolla con tapón de caucho y volvió a su escritorio. Allí se calzó cuidadosamente unos guantes nuevos, abrió el envase de plástico, sacó la jeringuilla y clavó la aguja en el tapón de caucho del frasquito. Extrajo todo el líquido con la jeringuilla y se volvió hacia el hombre, que ya se había metido los faldones de la camisa en el pantalón y se había subido una manga.

Brunetti lo vio extender el brazo hacia el médico, volver la cara y cerrar los ojos con fuerza, como hacen los niños cuando los vacunan. Carraro puso la jeringuilla en la mesa, al lado del hombre, le tomó el brazo y le subió la manga por encima del bíceps. Clavó la aguja en el músculo con más fuerza de la necesaria e introdujo el líquido. Sacó la aguja y levantó el brazo del hombre bruscamente, para impedir que sangrara y volvió a la mesa.

– Gracias, dottore -dijo el hombre-. ¿Es la cura?

Como Carraro no parecía dispuesto a hablar, Brunetti dijo:

– Sí. Ya no debe preocuparse por nada.

– No me ha dolido. No mucho -dijo el hombre mirando a Brunetti-. ¿Hemos de irnos ya?

Brunetti asintió. El hombre bajó el brazo y miró el pinchazo. Sangraba.

– Me parece que su paciente necesita una venda, dottore -dijo Brunetti, aunque sabía que Carraro no haría nada. El médico se quitó los guantes y los arrojó hacia la mesa, sin que pareciera importarle que fueran a parar al suelo, bastante lejos del objetivo. Brunetti fue a la vitrina y miró las cajas del estante superior. En una había apósitos adhesivos. Sacó uno y fue hacia el hombre. Abrió la bolsa de papel estéril e iba a ponerlo en el brazo del hombre cuando éste lo detuvo con un gesto de la otra mano.

– Deje que lo haga yo, signore. Quizá no esté curado todavía. -Tomó la tira y, torpemente, con la mano izquierda, se la puso en la herida alisando los extremos para fijarlos a la piel. Se bajó la manga, se puso en pie y se inclinó a recoger el jersey.

Al llegar a la puerta de la sala, el hombre se detuvo y miró a Brunetti desde su superior estatura:

– Sería terrible si yo pillara eso, ¿comprende? -dijo-. Sería terrible para la familia. -Asintió en muda confirmación de sus palabras y se hizo a un lado dejando paso a Brunetti. A su espalda, Carraro cerró violentamente la puerta del armario de las medicinas, pero el mobiliario que se fabrica para el gobierno es robusto y no se rompió el cristal.

En el corredor principal estaban los dos agentes uniformados que Brunetti había pedido y en el embarcadero esperaba la lancha de la policía, con el taciturno Bonsuan al timón. Salieron por la puerta lateral y recorrieron los pocos metros que la separaban de la lancha amarrada. El hombre llevaba la cabeza inclinada y los hombros encogidos en la actitud que había adoptado al ver los uniformes.

Caminaba pesadamente con paso desigual, desprovisto de toda fluidez de movimiento, como si hubiera interferencias en la línea que conectaba el cerebro a los pies. Cuando estuvo en la lancha, con un agente a cada lado, el hombre se volvió hacia Brunetti y preguntó:

– ¿Puedo sentarme abajo, signore?

Brunetti señaló los cuatro peldaños que arrancaban de la cubierta y el hombre los bajó y se sentó en una de las banquetas tapizadas que discurrían a uno y otro lado de la cabina. Puso las manos entre las rodillas y se quedó cabizbajo, mirando al suelo.

Cuando llegaron al muelle de la questura, los agentes saltaron a tierra y amarraron la lancha, y Brunetti gritó desde lo alto de la escalera.

– Ya hemos llegado.

El hombre alzó la cabeza y se puso en pie.

Durante el viaje, Brunetti se había planteado llevar al hombre a su despacho para, interrogarlo, pero luego decidió que una de las feas salas de interrogatorios, sin ventanas, con las paredes deterioradas y una luz cruda, sería un lugar más apropiado para lo que tenía que hacer.

Precedidos por los agentes, subieron al primer piso y avanzaron por el corredor hasta la tercera puerta de la derecha. Brunetti la abrió y la sostuvo mientras entraba el hombre que pasó ante él en silencio, se paró y se volvió a mirarlo. Brunetti le señaló una de las sillas que había alrededor de una castigada mesa.

El hombre se sentó, Brunetti cerró la puerta y se instaló al otro lado de la mesa.

– Me llamo Guido Brunetti. Soy comisario de policía -dijo-. En esta habitación hay un micrófono por el que se grabará todo lo que digamos. -Dio la fecha y la hora y miró al hombre-: Lo he traído aquí para interrogarlo acerca de tres muertes: la muerte de un joven llamado Franco Rossi, la muerte de otro joven llamado Gino Zecchino y la muerte de una joven cuyo nombre no conocemos aún. Dos de ellos murieron en el interior o en las inmediaciones de un edificio situado cerca de Angelo Raffaele y el otro murió a consecuencia de una caída desde ese mismo edificio. -Aquí calló un momento y prosiguió-: Antes de seguir adelante, debo pedirle que me diga su nombre y me presente un documento de identidad. -En vista de que el hombre no respondía, insistió-: ¿Me dice usted cómo se llama, signore?

El detenido levantó la mirada y preguntó con infinita tristeza:

– ¿Es necesario?

Brunetti dijo con resignación:

– Me temo que sí.

El hombre bajó la cabeza y contempló la mesa.

– Ella se enfadará -susurró. Miró a Brunetti y, sin alzar la voz, dijo-: Giovanni Dolfin.

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