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Como suele ocurrir en estos casos, no ocurría nada. No llegaban noticias del Ufficio Catasto ni del signor Rossi. En vista de ese silencio, y movido quizá por la superstición, Brunetti no se puso en contacto con los amigos que hubieran podido ayudarlo a poner en claro la situación legal de su casa. Avanzaba la primavera y, a medida que subían las temperaturas, los Brunetti pasaban más tiempo en la terraza. El quince de abril almorzaron por primera vez al aire libre, pero a la hora de la cena desistieron porque volvía a hacer fresco para estar fuera. El día se alargaba y, como no llegaban más noticias acerca de la dudosa legalidad del apartamento, los Brunetti emularon a los campesinos que viven en la falda de un volcán y, en cuanto deja de temblar la tierra, vuelven a cultivar sus campos, confiando en que los dioses que gobiernan esas cosas se olviden de ellos.

Con el cambio de estación, inundaban la ciudad más y más turistas que, a su vez, atraían a gran número de gitanos. Siempre se había atribuido a los gitanos el robo con escalo en las ciudades, pero ahora también se los acusaba de hurtos y delincuencia callejera, delitos que no afectaban sólo a los residentes sino también y muy especialmente a los turistas, la principal fuente de ingresos de la ciudad, por lo que se encomendó a Brunetti la tarea de buscar el medio de controlar las tropelías. Los carteristas eran muy jóvenes para ser procesados; se los detenía y conducía a la questura, donde se les pedía que se identificaran. Los pocos que llevaban documentación resultaban ser menores, a los que se amonestaba y ponía en libertad. Muchos volvían a ser detenidos al día siguiente y, la mayoría, antes de una semana. Dado que las únicas opciones viables que veía Brunetti eran la modificación de las leyes sobre delincuencia juvenil o la deportación de los delincuentes, se le hacía difícil redactar el informe.

Sentado a su escritorio, buscaba la manera de evitar obviedades, cuando sonó el teléfono.

– Brunetti -dijo, pasando a la tercera hoja de la lista de detenidos por hurto durante los dos últimos meses.

– ¿Comisario? -preguntó una voz de hombre.

– Sí.

– Soy Franco Rossi.

Era el nombre más corriente que podía tener un veneciano, el equivalente de «John Smith», por lo que Brunetti tardó un momento en recorrer los distintos lugares en los que podía hallar un Franco Rossi, antes de llegar al Ufficio Catasto.

– Ah, hacía tiempo que esperaba recibir noticias suyas, signor Rossi -mintió con desenvoltura. En realidad, él esperaba que el signor Rossi hubiera desaparecido de la faz de la Tierra, llevándose consigo el Ufficio Catasto y sus archivos-. ¿Alguna novedad?

– ¿Sobre qué?

– El apartamento -dijo Brunetti, preguntándose sobre qué otra cosa hubiera podido esperar noticias del signor Rossi.

– No, nada -respondió Rossi-. El informe obra en poder de la oficina, que lo está estudiando.

– ¿Puede decirme cuándo sabremos algo? -preguntó Brunetti con timidez.

– No. Lo siento, no hay manera de saber cuándo se pronunciarán -dijo Rossi con tono impersonal y concluyente.

Brunetti quedó momentáneamente admirado de la precisión con que esas palabras describían el funcionamiento de la mayoría de las oficinas de la ciudad con las que había tratado como policía y como ciudadano particular.

– ¿Necesita más información? -preguntó, manteniendo el tono cortés, consciente de que algún día podía necesitar de la buena voluntad y hasta quizá de los buenos oficios del signor Rossi.

– Se trata de otra cosa -dijo Rossi-. Mencioné su nombre a cierta persona y me dijeron dónde trabajaba usted.

– ¿Y en qué puedo ayudarle?

– Es sobre algo de aquí, de la oficina -dijo, y rectificó-: No exactamente aquí, porque ahora no estoy en la oficina, no sé si me entiende.

– ¿Dónde está, signor Rossi?

– En la calle. Lo llamo por mi telefonino. No he querido llamarlo desde la oficina. -La voz de Rossi se alejó y cuando volvió decía-: por la índole de lo que tenía que decirle.

En tal caso, el signor Rossi hubiera hecho bien en no utilizar su telefonino como medio de comunicación, tan accesible al público como cualquier periódico.

– ¿Es importante lo que tiene usted que decirme, signor Rossi?

– Sí, creo que sí -dijo Rossi en voz más baja.

– Entonces vale más que busque un teléfono público y vuelva a llamarme -propuso Brunetti.

– ¿Cómo dice? -preguntó Rossi, alarmado.

– Que me llame desde un teléfono público, signore. Estaré esperando su llamada.

– ¿Quiere decir que esta llamada no es segura? -preguntó Rossi, y Brunetti percibió en su tono aquella misma angustia que lo paralizó impidiéndole asomarse a la terraza del apartamento.

– Eso sería una exageración -dijo Brunetti con un tono que trató que fuera sereno y tranquilizador-. Pero, si llama desde un teléfono público, no habrá problemas, especialmente, si lo hace a mi número directo. -Dio el número a Rossi y luego lo repitió, mientras el joven, supuso él, lo anotaba.

– Necesito monedas o una tarjeta -dijo Rossi y, tras una pausa, a Brunetti le pareció que colgaba, pero al poco la voz volvió, y le pareció que Rossi decía-: Ahora lo llamo.

– Bien, aquí estaré -empezó a decir Brunetti, pero antes de terminar oyó el chasquido del teléfono.

¿Qué habría descubierto el signor Rossi en el Ufficio Catasto? ¿Pagos efectuados para que unos planos de una minuciosidad acusadora desaparecieran de una carpeta y fueran sustituidos por otros más ambiguos? ¿Sobornos a inspectores? La idea de que eso pudiera escandalizar a un funcionario induciéndolo a llamar a la policía, resultaba hilarante para Brunetti. ¿En qué estarían pensando los del Ufficio Catasto para contratar a semejante ingenuo?

Durante unos minutos, mientras esperaba la llamada de Rossi, Brunetti consideró las ventajas que podría reportarle ayudar al signor Rossi en el asunto que hubiera descubierto. No sin cierto remordimiento -aunque muy leve-, descubrió que tenía el propósito de utilizar al signor Rossi. Haría cuanto estuviera en su mano para ayudar al joven. Dedicaría especial atención al problema que tuviera, a fin de que el otro quedara en deuda con él. Así, cualquier favor que pudiera pedir a cambio correría de su cuenta, no de la del padre de Paola.

Esperó diez minutos, pero el teléfono no sonó. Al cabo de media hora, Brunetti llamó a la signorina Elettra, la secretaria de su superior, para preguntarle si quería que le subiera las fotos y la lista de las joyas que habían sido halladas en el continente, en la caravana de uno de los adolescentes gitanos detenidos hacía dos semanas. La madre afirmaba que las joyas eran suyas, que pertenecían a la familia desde hacía varias generaciones. En vista del valor de las piezas, ello no parecía probable. Una de ellas, según constaba a Brunetti, había sido identificada por una periodista alemana, de cuyo apartamento había sido robada hacía más de un mes.

Miró el reloj y vio que eran más de las cinco.

– No, signorina, no se moleste. Lo dejaremos para mañana.

– Bien, comisario. Puede recogerlas al llegar, si lo desea. -Ella hizo una pausa y Brunetti oyó ruido de papeles al otro extremo de la línea-. Si no manda nada más, me iré a casa.

– ¿Y el vicequestore? -preguntó Brunetti, sorprendido de que ella se atreviera a marcharse más de una hora antes del término de la jornada.

– Esta tarde no ha venido -respondió la mujer con voz neutra-. Ha dicho que almorzaba con el questore, y creo que después iban a su despacho.

Brunetti se preguntó qué se traería entre manos su superior. Las incursiones de Patta en los círculos del poder rara vez tenían buenas consecuencias para sus subordinados. Generalmente, sus alardes de iniciativa se plasmaban en planes y directrices que se trazaban con minuciosidad e imponían con rigor y después se abandonaban por superfluos o inoperantes.

Brunetti dio las buenas tardes a la signorina Elettra y colgó. Durante las dos horas siguientes, esperó a que sonara el teléfono. Finalmente, poco después de las siete, salió de su despacho y bajó a la oficina de los agentes.

En el mostrador de guardia estaba Pucetti, con un libro delante y la barbilla apoyada en los puños.

– ¿Pucetti? -dijo Brunetti al entrar.

El joven levantó la cabeza y, al ver a Brunetti, se puso en pie al instante. Brunetti observó con agrado que, por primera vez desde que trabajaba en la questura, Pucetti había conseguido dominar el impulso de cuadrarse.

– Me voy a casa, Pucetti. Si me llama alguien, haga el favor de darle el número de mi casa y decirle que me llame allí.

– Sí, señor -dijo el joven, y esta vez sí se cuadró.

– ¿Qué está leyendo? -preguntó Brunetti.

– En realidad, no estoy leyendo, comisario. Estoy estudiando. Es una gramática.

– ¿Una gramática?

– Sí, señor. Rusa.

Brunetti miró la página. Efectivamente, estaba cubierta de caracteres cirílicos.

– ¿Por qué estudia ruso? -inquirió Brunetti-. Si me permite la pregunta.

– Desde luego, comisario -dijo Pucetti con una leve sonrisa-. Mi novia es rusa y me gustaría hablarle en su lengua.

– No sabía que tuviera novia, Pucetti -dijo Brunetti, pensando en los miles de prostitutas rusas que inundaban la Europa Occidental y procurando mantener la voz neutra.

– Sí, señor -dijo el joven ensanchando la sonrisa.

– ¿Qué hace en Italia? ¿Trabaja? -aventuró Brunetti.

– Enseña ruso y matemáticas en el instituto de mi hermano pequeño. Allí la conocí.

– ¿Cuánto hace que la conoce?

– Seis meses.

– Parece que la cosa va en serio.

Nuevamente, el joven sonrió y la dulzura de su expresión sorprendió a Brunetti.

– Creo que sí, señor. Su familia vendrá a Italia este verano y ella quiere que me conozcan.

– Y usted estudia -dijo Brunetti señalando el libro con la barbilla.

Pucetti se pasó la mano por el pelo.

– Ella dice que a sus padres no les gusta que se case con un policía. Tanto el padre como la madre son médicos. Así que he pensado que, si puedo decirles aunque no sea más que unas palabras, les causaré buena impresión. Ya que ellos no hablan ni alemán ni inglés, si les hablo en ruso, verán que no soy un poli tarugo.

– Buena idea. Bien, lo dejo con su gramática.

Al dar media vuelta para marcharse, Brunetti oyó a su espalda la voz de Pucetti que decía:

Da svidania.

Como no sabía ruso, el comisario tuvo que contentarse con decir «Buenas noches» antes de dirigirse hacia la salida. Ella enseñaba matemáticas y Pucetti estudiaba ruso para congraciarse con los padres. Mientras caminaba hacia su casa, Brunetti, pensando en esto, se preguntaba si, en el fondo, él mismo no sería sino un poli tarugo.

El viernes Paola no iba a la universidad y, generalmente, dedicaba la tarde a preparar una cena especial. Toda la familia la esperaba con expectación, y la de aquella noche no los defraudó. Paola había traído de la carnicería que estaba detrás del mercado de frutas y verduras una pierna de cordero, que había hecho con patatitas, zucchini trifolati y zanahorias tiernas en una salsa perfumada de romero y tan dulce que Brunetti no hubiera tenido inconveniente en tomarla de postre, de no ser porque había peras al vino blanco.

Después de la cena, Brunetti se quedó en su sofá, como una ballena varada en la playa, con unas gotas de armañac, apenas algo más que un soplo aromático, en una copita minúscula.

Paola, después de enviar a los chicos a estudiar con las consabidas amenazas, se reunió con él y, sin tanto remilgo, se sirvió un buen trago de armañac.

– Qué bueno -dijo después del primer sorbo.

Como en sueños, Brunetti dijo:

– ¿Sabes quién me ha llamado hoy?

– ¿Quién?

– Franco Rossi. El del Ufficio Catasto.

Ella cerró los ojos y apoyó la cabeza en el respaldo de la butaca.

– Ay, Dios, y yo que creí que ese asunto estaba enterrado y olvidado. -Y, tras una pausa-: ¿Qué te ha dicho?

– No llamaba por lo del apartamento.

– ¿Y por qué iba a llamarte si no? -Antes de que él pudiera responder-: ¿Te ha llamado al despacho?

– Sí, eso es lo curioso. Cuando estuvo aquí, no sabía que yo era policía. Me preguntó, es decir, vino a preguntarme lo que hacía y yo sólo le dije que había estudiado Derecho.

– ¿Normalmente haces eso?

– Sí. -Él no dio más explicaciones ni ella las pidió.

– ¿Y lo averiguó después?

– Eso me ha dicho. Lo supo por un conocido.

– ¿Qué quería?

– No lo sé. Llamaba por el telefonino y como parecía que iba a decirme algo confidencial, le he sugerido que me llamara desde una cabina.

– ¿Y?

– No me ha llamado.

– Habrá cambiado de idea.

Brunetti se encogió de hombros en la medida en que puede encogerse de hombros un hombre que está atiborrado de cordero y tumbado en un sofá.

– Si es algo importante, volverá a llamar -dijo ella.

– Supongo -dijo Brunetti. Pensó en servirse otra pizca de armañac, pero se quedó dormido media hora. Cuando despertó, el recuerdo de Franco Rossi se había borrado de su mente, pero el deseo de aquel sorbito de armañac antes de salir al pasillo, camino de la cama, persistía.

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