10

Brunetti tuvo que llamar a Información para conseguir el número de la discoteca Luxor. La persona que contestó al teléfono le dijo que el signor Bertocco no estaba y no quiso darle el número de su casa. Él no dijo que fuera de la policía sino que volvió a llamar a Información y consiguió el número particular de Luca sin dificultad.

– Estúpido antipático -rezongaba Brunetti mientras marcaba.

A la tercera señal, una voz grave y un poco áspera contestó:

– Bertocco.

Ciao, Luca, soy Guido Brunetti. ¿Cómo estás?

La voz perdió el tono formal y adquirió sincera cordialidad.

– Muy bien, Guido. ¡Cuánto tiempo sin saber de ti! ¿Cómo estás, y Paola, y los chicos?

– Todos bien.

– ¿Por fin te has decidido a aceptar mi oferta y venir a bailar hasta caer reventado?

Brunetti se rió de la broma, que tenía ya más de diez años.

– Lo siento, pero otra vez voy a tener que defraudarte. No sabes cómo me gustaría estar bailando hasta el amanecer entre una multitud que tiene la edad de mis hijos, pero Paola no me deja.

– ¿Es por el humo? -preguntó Luca-. ¿Cree que sería malo para tu salud?

– No. Me parece que es por la música, pero la razón es la misma.

Se hizo una breve pausa y Luca dijo:

– Probablemente, tiene razón. -Como Brunetti no decía nada, preguntó-: ¿Por qué llamas entonces? ¿Por ese chico al que arrestaron?

– Sí -contestó Brunetti sin tratar siquiera de mostrar sorpresa porque Luca ya estuviera enterado.

– Es hijo de tu jefe, ¿verdad?

– Tú lo sabes todo.

– Cuando diriges cinco discotecas, tres hoteles y seis bares tienes que saberlo todo, especialmente, de las personas que arrestan en alguno de esos sitios.

– ¿Qué sabes del chico?

– Sólo lo que me ha dicho la policía.

– ¿Qué policía? ¿La que lo arrestó o la que trabaja para ti?

El silencio que siguió a la pregunta indicó a Brunetti no sólo que había ido demasiado lejos sino también que, por muy amigos que fueran, Luca siempre vería en Brunetti al policía.

– No sé qué decir a eso, Guido -dijo Luca al fin. Su voz se quebró en el explosivo ladrido del gran fumador.

Cuando cesó la tos, Brunetti dijo:

– Perdona, Luca. Ha sido un chiste malo.

– No tiene importancia, Guido. Créeme, el que tiene que tratar con el público tanto como yo, necesita toda la ayuda posible de la policía. Y a la policía también le viene bien mi ayuda.

Brunetti, pensando en los pequeños sobres que cambiaban de mano discretamente en las oficinas municipales, preguntó:

– ¿Qué clase de ayuda?

– Tengo guardas de seguridad en los aparcamientos de las discotecas.

– ¿Para qué? -preguntó Brunetti pensando en los atracadores y en la vulnerabilidad de los jóvenes que salían de las discotecas de madrugada con paso inseguro.

– Para quitarles las llaves del coche a los chicos.

– ¿Y nadie se queja?

– ¿Quién va a quejarse? ¿Los padres, porque impido a sus hijos agarrar el volante con una tajada o un colocón? ¿La policía, porque evito que se estrellen contra un árbol?

– No, claro. No se me había ocurrido.

– Así les ahorro que los saquen de la cama a las tres de la mañana para ver cómo se extraen cuerpos de entre un montón de chatarra. Créeme, la policía me ayuda de muy buen grado. -Calló y Brunetti oyó el crujido del fósforo con el que Luca encendía un cigarrillo-. ¿Qué quieres que haga? -preguntó después de una profunda calada-. ¿Que lo tape?

– ¿Podrías?

Aunque el gesto de encogerse de hombros no es sonoro, a Brunetti le pareció oírlo por el teléfono. Finalmente, Luca dijo:

– No te contestaré a eso hasta saber si tú lo quieres o no.

– Taparlo en el sentido de borrarlo, no. Pero me gustaría que no llegara a los periódicos, si es posible.

Luca tardó en contestar.

– Gasto mucho dinero en publicidad -dijo al fin.

– ¿Eso significa que sí?

Luca lanzó una carcajada que terminó en tos ronca. Cuando pudo hablar, dijo:

– A ti siempre te ha gustado remachar las cosas, Guido. No sé cómo Paola lo soporta.

– Tener las cosas claras me hace la vida más fácil.

– ¿Como policía?

– Como todo.

– De acuerdo. La respuesta es sí. Puedo evitar que llegue a los periódicos locales, y dudo que los grandes estén interesados.

– Es el vicequestore de Venecia -dijo Brunetti en un acceso de orgullo provinciano.

– Lo siento mucho, pero me parece que a los chicos de Roma eso les deja indiferentes -respondió Luca.

– Puede que tengas razón. -Antes de que Luca insistiera, Brunetti preguntó-: ¿Qué dicen del chico?

– Lo tienen bien agarrado. Sus huellas están en todos los sobres.

– ¿Se han presentado cargos?

– Todavía no. Por lo menos, que yo sepa.

– ¿A qué esperan?

– Quieren que les diga de dónde sacó la mercancía.

– ¿No lo saben?

– Claro que lo saben. Pero una cosa es saber y otra probar, como estoy seguro de que comprenderás perfectamente. -Esto, lo dijo no sin ironía. A veces, Brunetti pensaba que Italia era un país en el que todo el mundo lo sabía todo pero nadie estaba dispuesto a decir nada. En privado, todo el mundo comentaba con fruición y plena certidumbre las actividades secretas de los políticos, los jefes de la mafia y las estrellas de cine. Ahora bien, los ponías en una situación en la que sus observaciones pudieran tener consecuencias legales, e Italia se convertía en el reino de los mudos.

– ¿Tú sabes quién es? -preguntó Brunetti-. ¿Me darías el nombre?

– Mejor no. No serviría de nada. Habrá alguien por encima, y alguien más por encima de ese alguien. -Brunetti le oyó encender otro cigarrillo.

– ¿El chico hablará?

– No, si en algo valora su vida -dijo Luca, pero agregó inmediatamente-: No. Exagero. Si quiere ahorrarse una paliza.

– ¿Incluso en Jesolo? -preguntó Brunetti. Así que el crimen de las grandes ciudades había llegado a la tranquila ciudad adriática.

– Sobre todo, en Jesolo, Guido -dijo Luca, sin más explicaciones.

– Así pues, ¿qué le pasará? -preguntó Brunetti.

– A eso deberías de poder responder tú mejor que yo -dijo Luca-. Si es su primer delito, le echarán un rapapolvo y lo enviarán a su casa.

– Ya está en su casa.

– Lo sé. Hablaba en sentido figurado. Y el que su padre sea policía tampoco perjudica.

– Siempre que no se enteren los periódicos.

– Ya te he dicho que sobre eso puedes estar tranquilo.

– Así lo espero -dijo Brunetti.

Luca no quiso responder a eso y el silencio se prolongó hasta que Brunetti dijo:

– ¿Y tú qué cuentas? ¿Cómo estás, Luca?

Luca carraspeó. Fue un sonido húmedo, ingrato al oído.

– Lo mismo que siempre -dijo al fin, y volvió a toser.

– ¿Y Maria?

– Hecha una vaca -dijo Luca, con encono-. Lo único que le interesa es mi dinero. Tiene suerte de que la deje vivir en mi casa.

– Es la madre de tus hijos, Luca.

Brunetti notó cómo Luca reprimía una respuesta agria a este comentario sobre su vida privada.

– Prefiero no hablar de eso contigo, Guido.

– Está bien, Luca. Ya sabes que si lo he dicho es porque hace mucho tiempo que te conozco. -Y, al cabo de un momento, agregó-: Que os conozco a los dos.

– Ya lo sé, pero las cosas cambian. -Otro silencio, y Luca repitió, ahora en tono distante-: No hablemos de eso, Guido.

– De acuerdo -dijo Brunetti-. Siento haber tardado tanto en llamar.

Con la pronta condescendencia del viejo amigo, Luca dijo:

– Tampoco he llamado yo.

– No importa.

– No, desde luego -rió Luca, recuperando su antigua voz y su antigua tos.

Brunetti se aventuró entonces a pedir:

– Si te enteras de algo más, ¿me lo dirás?

– Descuida.

Antes de que su amigo colgara, Brunetti preguntó:

– ¿Sabes algo de los que se la vendieron y de dónde la sacaron?

Volvía a haber cautela en la voz de Luca:

– ¿A qué te refieres en particular?

– A si… -Brunetti no sabía cómo definir la actividad-. A si operan en Venecia.

– Ah -exclamó Luca-. Que yo sepa, ahí no tienen mucho mercado. La población es vieja, y para los jóvenes es fácil venir a proveerse al continente.

Brunetti comprendió que era puro egoísmo lo que hacía que él se alegrara de oír eso: cualquiera que tuviera dos hijos adolescentes, por seguro que pudiera estar de su carácter e inclinaciones, se sentiría aliviado de saber que no había mucho tráfico de droga en la ciudad en que vivían.

El instinto decía a Brunetti que ya nada más podría sacar a Luca. De todos modos, saber el nombre de los hombres que vendían la droga tampoco le hubiera servido de algo.

– Muchas gracias, Luca. Cuídate.

– Tú también, Guido.


Aquella noche, hablando con Paola después de que los chicos se fueran a la cama, le contó su conversación con Luca y el estallido de furor de su amigo a la mención del nombre de su esposa.

– Tú nunca lo apreciaste tanto como yo -dijo Brunetti, como si eso pudiera explicar o disculpar la actitud de Luca.

– ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó Paola, pero sin beligerancia.

Estaban sentados uno a cada extremo del sofá y habían dejado entre los dos sus lecturas respectivas cuando empezaron a hablar. Brunetti meditó un rato antes de responder.

– Supongo que es natural que tú simpatices más con Maria que con él.

– Pues mira, me parece que Luca tiene razón -dijo Paola volviendo hacia él primero la cara y después el cuerpo-. Maria es una vaca.

– Creí que te caía bien.

– Y me cae bien -reconoció Paola-. No obstante, Luca tiene razón al decir que es una vaca. Pero lo es por culpa de él. Cuando se casaron, Maria era dentista y él le pidió que dejara de trabajar. Luego nació Paolo, y Luca dijo que no hacía falta que volviera a abrir la consulta, que con los clubes él ganaba lo suficiente para mantenerlos a todos. Y ella se quedó en casa.

– ¿Y qué? -interrumpió Brunetti-. ¿Eso le hace responsable de que ella se haya convertido en una vaca? -Antes de acabar de hablar, comprendía ya lo insultante y lo absurda que era la sola palabra.

– Sí, porque él se empeñó en ir a vivir a Jesolo, para controlar mejor los clubes. Y ella fue. -Su voz se hacía tétrica mientras iba pasando las cuentas de un antiguo rosario.

– Nadie le puso una pistola en el pecho, Paola.

– Naturalmente que nadie le puso una pistola en el pecho. Ni falta que hacía -le disparó ella-. Estaba enamorada. -Al ver la expresión de su marido, rectificó-: De acuerdo, los dos estaban enamorados. -Calló un momento y prosiguió-: Así pues, ella se va de Venecia a Jesolo, ¡un lugarejo de veraneo, por Dios!, y se dedica a ser ama de casa y madre.

– Que no son palabras soeces, Paola.

Ella le lanzó una mirada fiera, pero mantuvo la voz serena.

– Ya sé que no son palabras soeces. No he querido dar esa impresión. Pero lo cierto es que Maria abandonó una profesión que le gustaba y en la que era muy buena, para ir a enterrarse en un desierto, criar a dos hijos y cuidar de un marido que bebía demasiado, fumaba demasiado y andaba con demasiadas mujeres. -Brunetti se guardó bien de echar más leña a ese fuego y mantuvo la boca cerrada, esperando a que ella continuara, y continuó-: Y ahora, al cabo de más de veinte años de esa vida, es una vaca. Es gorda y pelmaza y no sabe hablar más que de sus hijos y sus guisos. -Miró a Brunetti, pero él seguía mudo-. ¿Cuánto hace que no los vemos juntos? ¿Dos años? Recuerda qué pesadilla, la última vez que cenamos en su casa: ella, mariposeando alrededor, preguntando si queríamos más y enseñando fotos de sus dos hijos, que tampoco son nada del otro mundo.

La velada fue una pesadilla para todos salvo, curiosamente, para Maria, que parecía no darse cuenta de cómo los estaba aburriendo.

Con pueril candor, Brunetti preguntó:

– No iremos a discutir por eso, ¿verdad?

Paola apoyó la cabeza en el sofá y se echó a reír.

– No, claro que no. Supongo que se me nota la poca simpatía que ella me inspira. Y el remordimiento que ello me causa. -Esperó a ver cómo reaccionaba Brunetti y prosiguió-: Ella tenía otras opciones, pero las rechazó. Se negó a tomar a alguien que la ayudara a cuidar de los niños para trabajar por lo menos media jornada, luego dejó que le caducara la licencia y, poco a poco, fue perdiendo interés por todo lo que no tuviera que ver con sus dos hijos. Y luego engordó.

Cuando estuvo seguro de que ella había terminado, Brunetti observó:

– No sé qué pensarás de lo que voy a decir, pero eso se parece sospechosamente a los argumentos que he oído de boca de muchos maridos infieles.

– ¿Para justificar su infidelidad?

– Sí.

– Seguramente -dijo ella con firmeza, pero sin incomodarse.

Evidentemente, no pensaba continuar, por lo que él preguntó:

– ¿Y qué más?

– Nada más. La vida le ofreció una serie de opciones y ella eligió la que eligió. Imagino que, una vez accedió a dejar de trabajar y marcharse de Venecia, cada paso que daba hacía que el siguiente fuera inevitable. Pero, como has dicho muy bien, nadie le puso una pistola en el pecho.

– Maria me da lástima -dijo Brunetti-. Los dos me dan lástima.

Paola, con la cabeza apoyada en el sofá y los ojos cerrados, dijo:

– A mí también. -Después de un largo momento, preguntó-: ¿Te alegras de que yo haya seguido trabajando?

Él dio a la pregunta la reflexión que se merecía y respondió:

– La verdad, no mucho. Pero sí me alegro de que no hayas engordado.

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