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La mujer contestó al teléfono con un escueto «Cà Dolfin» y el sonido sorprendió a Brunetti como un solo de trompeta que no tuviera más que notas discordantes, por lo que se quedó un momento en suspenso antes de identificarse y explicar el motivo de su llamada. Si la inquietó lo que él le decía, lo disimuló perfectamente y se limitó a responder que llamaría a su abogado y pronto estarían en la questura. No hizo preguntas ni mostró curiosidad alguna ante la noticia de que su hermano estaba siendo interrogado en relación con unos asesinatos. A juzgar por su reacción, hubiera podido tratarse de una simple llamada de trabajo, por ejemplo, un error en un plano. Por no descender de un dux -por lo menos, que él supiera-, Brunetti ignoraba cómo trataban las personas de alcurnia el tema de la implicación de la familia en un asesinato.

Brunetti no desperdició ni un instante en tomar en consideración la posibilidad de que la signorina Dolfin hubiera intervenido en algo tan vil como el vasto sistema por el que circulaban los sobornos hacia y desde el Ufficio Catasto, descubierto por Rossi: «Los Dolfin no hacemos las cosas por dinero.» Brunetti estaba convencido de ello. Fue Dal Carlo, con su estudiada perplejidad ante la posibilidad de que alguien del Ufficio Catasto se aviniera a aceptar un soborno, el que había instalado la red de corrupción descubierta por Rossi.

¿Qué había hecho el infeliz de Rossi, tan ingenuo él, y tan peligrosamente íntegro? ¿Enfrentarse a Dal Carlo con sus pruebas, amenazarlo con denunciarlo a la policía? ¿Y lo habría hecho dejando abierta la puerta de aquel cancerbero con su conjunto de punto, su moño rancio y su pasión trasnochada? ¿Y Cappelli? ¿Le habían causado la muerte sus conversaciones telefónicas con Rossi?

Brunetti estaba seguro de que Loredana Dolfin había aleccionado a su hermano sobre lo que debía decir si era interrogado: al fin y al cabo, ya le había advertido que no fuera al hospital. No hubiera dicho que era una «trampa» si no hubiera sabido cómo había recibido su hermano aquella delatora mordedura en el brazo. Y él, pobre desgraciado, aterrado por el peligro de infección, había desoído su advertencia y caído en la trampa de Brunetti.

Dolfin había dejado de hablar desde el momento en que empezó a usar el plural. Brunetti estaba seguro de la identidad de su acompañante, pero sabía que, en cuanto el abogado de Loredana hablara con Giovanni, se desvanecería toda posibilidad de demostrarla.

Menos de una hora después, sonó el teléfono: la signorina Dolfin y el avvocato Contarini habían llegado. Brunetti dijo que los acompañaran a su despacho.

Ella entró la primera, conducida por uno de los agentes uniformados que hacían guardia en la puerta de la questura. La seguía Contarini, orondo y sonriente, el hombre que siempre encontraba la fisura precisa para que su cliente se beneficiara de todos los tecnicismos jurídicos.

Brunetti no tendió la mano a ninguno de los dos sino que dio media vuelta invitándolos a pasar con un ademán, y se parapetó detrás de su mesa.

El comisario miró a la signorina Dolfin, que mantenía los pies juntos, la espalda erguida, sin rozar el respaldo de la silla y las manos enlazadas encima del bolso. Ella le devolvió la mirada pero guardó silencio. No estaba distinta de cuando él la había visto en su oficina: competente, ajada, interesada en lo que sucedía a su alrededor, pero sin implicarse del todo.

– ¿Y qué es lo que cree usted haber descubierto acerca de mi cliente? -preguntó Contarini sonriendo con afabilidad.

– En el curso de un interrogatorio grabado en esta questura esta misma tarde, él ha confesado haber dado muerte a Francesco Rossi, empleado del Ufficio Catasto, donde la signorina Dolfin -inclinó la cabeza en dirección a la aludida- trabaja en calidad de secretaria.

Contarini no parecía impresionado.

– ¿Algo más? -preguntó.

– También ha dicho que posteriormente volvió al mismo lugar en compañía de un hombre llamado Gino Zecchini y, juntos, borraron las huellas del crimen. También, que Zecchino trató de hacerle chantaje. -Hasta este momento, sus palabras no parecían despertar interés alguno en las dos personas sentadas frente a él-. Después Zecchino fue hallado muerto en el mismo edificio, juntamente con una joven que aún no ha sido identificada.

Cuando consideró que Brunetti había terminado, Contarini se puso la cartera en las rodillas y la abrió. Empezó a revolver papeles y a Brunetti se le erizó el vello de los brazos por la forma en que sus movimientos de afectada actividad le recordaban los de Rossi. Contarini lanzó un ligero resoplido de satisfacción al encontrar el papel que buscaba, lo sacó y lo puso delante de Brunetti.

– Como puede ver, comisario -dijo señalando el sello estampado en la parte superior de la hoja, pero sin soltarla-, es un certificado del Ministerio de Sanidad, fechado hace más de diez años. -Acercó la silla a la mesa. Cuando estuvo seguro de que Brunetti tenía la atención fija en el papel, prosiguió-: En él se hace constar que Giovanni Dolfin es… -aquí hizo una pausa y obsequió a Brunetti con otra sonrisa: el tiburón que se dispone a entrar en faena. Aunque el texto estaba invertido, empezó a leer lentamente-: «… una persona con necesidades especiales que deberá tener preferencia en la obtención de empleo y en ningún caso será objeto de discriminación por incapacidad para realizar tareas que excedan de sus posibilidades.» -Deslizó el dedo por el papel hasta señalar el último párrafo, que también leyó-: «El citado Giovanni Dolfin no se halla en posesión de sus plenas facultades mentales, por lo que no deberá aplicársele el pleno rigor de la ley.»

Contarini soltó el papel y lo dejó caer suavemente sobre la mesa. Sin dejar de sonreír, dijo:

– Es una copia. Para su archivo. Supongo que no es la primera vez que ve un documento de esa clase, ¿verdad, comisario?

La familia de Brunetti eran grandes aficionados al juego del Monopoly; ésa era, en la vida real, la tarjeta de «Salga de la Cárcel».

Contarini cerró la cartera y se puso en pie.

– Ahora, sí es posible, me gustaría hablar con mi cliente.

– Desde luego -dijo Brunetti extendiendo la mano hacia el teléfono.

Los tres permanecieron en silencio hasta que Pucetti llamó a la puerta.

– Agente Pucetti -dijo Brunetti, agradecido al observar que el joven agente jadeaba por haber subido la escalera corriendo en respuesta a su llamada-, acompañe al avvocato Contarini a la sala siete, para que hable con su cliente, por favor.

Pucetti gruñó un saludo. Contarini se levantó y miró interrogativamente a la signorina Dolfin, que denegó con un movimiento de la cabeza y permaneció sentada. El abogado dijo unas frases de cortesía y salió del despacho con la sonrisa fija en los labios.

Brunetti, que se había levantado para despedir a Contarini, se sentó y miró a la signorina Dolfin. No dijo nada.

Pasaron varios minutos hasta que, finalmente, ella dijo, con voz perfectamente natural.

– No podrán hacerle nada. El Estado lo protege.

Brunetti estaba decidido a guardar silencio. Sentía curiosidad por ver cómo respondía ella a aquella táctica. Él no hacía nada, no movía los objetos de encima de la mesa ni juntaba las manos. Sólo la miraba con expresión neutra.

Al fin ella preguntó:

– ¿Qué van a hacer?

– Acaba usted de decirlo, signorina -concedió él.

Siguieron sentados como dos estatuas sepulcrales, hasta que ella no pudo resistir más:

– No me refería a eso. -Desvió la mirada hacia la ventana y volvió a fijarla en Brunetti-: No a mi hermano. Quiero saber qué van a hacerle a él. -Por primera vez, Brunetti vio emoción en su cara.

Brunetti no tenía intención de jugar con ella, por lo que no fingió confusión.

– ¿Habla de Dal Carlo? -preguntó, omitiendo todo tratamiento.

Brunetti sopesó todos los factores, sin olvidar el de lo que podía ocurrirle a su propio apartamento si en el Ufficio Cataste se imponía la legalidad rigurosa.

– Pienso echarlo a los lobos -dijo Brunetti con fruición.

Ella abrió mucho los ojos con asombro.

– ¿Qué quiere decir?

– Le mandaré la Guardia di Finanza. Estarán encantados de ver sus estados de cuentas, los apartamentos que posee, las inversiones de su esposa… -dijo esta palabra con énfasis-. Y una vez ellos empiecen a preguntar y a ofrecer inmunidad a todo el que le haya ofrecido un soborno, le va a caer encima una avalancha que lo sepultará.

– Perderá el puesto -dijo ella.

– Lo perderá todo -rectificó Brunetti, obligándose a esbozar una sonrisita helada.

Ella, consternada por tanto encono, lo miraba boquiabierta.

– ¿Quiere oír más? -preguntó él, fuera de sí al comprender que, por más que le hicieran a Dal Carlo, ni a ella ni a su hermano podrían tocarlos. Los Volpato seguirían siendo los buitres de campo San Luca y toda posibilidad de encontrar al responsable de la muerte de Marco se había perdido por las mentiras en letra impresa que habían librado de todo peligro al hijo de Patta.

Consciente de que ella no tenía responsabilidad alguna por eso último, pero deseoso de hacérselo pagar de todos modos, Brunetti prosiguió:

– Los periódicos harán sus deducciones: La muerte de Rossi, un sospechoso con señales de la mordedura de la muchacha asesinada, indultado por incapacidad mental y la posible implicación de la secretaria de Dal Carlo, una mujer madura, una zitella -recalcó, sorprendiéndose a sí mismo por la violencia del desdén que puso en la palabra «soltera»-. Una zitella nobile -prácticamente escupió la última palabra-, locamente enamorada de su jefe, un hombre más joven y casado -subrayó los adjetivos bochornosos- que casualmente tiene un hermano que ha sido declarado mentalmente incapacitado y que, por consiguiente, podría ser el sospechoso de la muerte de Rossi. -Se interrumpió mientras ella echaba el cuerpo hacia atrás, horrorizada-. Y deducirán que Dal Carlo estaba involucrado en los asesinatos, y nunca quedará libre de sospecha. Y usted -dijo señalándola con el índice-, usted le habrá hecho eso. Ése será el último servicio que preste al ingeniere Dal Carlo.

– Usted no puede hacer eso -dijo ella con una voz que se alzó, descontrolada.

– Yo no haré nada, signorina -dijo él, estupefacto por el placer que le causaba decir esas cosas-. Eso lo dirán los periódicos. O lo insinuarán, pero no importa de dónde salga la información, puede estar segura de que la gente que la lea la creerá y sacará sus conclusiones. Y lo que más les gustará será eso de la zitella nobile entrada en años, loca por un hombre más joven. -Se inclinó sobre la mesa y casi gritó-: Y pedirán más.

Ella movió la cabeza negativamente, con la boca abierta. Si la hubiera abofeteado, lo hubiera soportado mejor.

– Pero no pueden hacer eso. Soy una Dolfin.

Brunetti, asombrado, no pudo por menos de echarse a reír. Apoyó la cabeza en el respaldo del sillón y se permitió el desahogo de una carcajada súbita y brutal.

– Ya sé, ya sé -dijo, controlando la voz con dificultad entre accesos de hilaridad-. Usted es una Dolfin, y los Dolfin no hacen las cosas por dinero.

Ella se puso en pie, con una cara tan roja y atormentada que lo serenó instantáneamente. Asiendo el bolso con dedos agarrotados, dijo:

– Yo lo hice por amor.

– Pues que Dios la asista -dijo Brunetti alargando la mano hacia el teléfono.

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