10

CHELISE DE Qurong salió al balcón del palacio de su padre y miró la procesión que subía por la enlodada calle. Habían capturado más los albinos disidentes. Ella no lograba entender por qué las personas veían en esto un motivo de celebración, pero se amontonaban bastantes en el fondo en la calle, observando, burlándose y riendo como si se tratara de un circo en vez del preludio para una ejecución. Ella comprendía la fascinación natural de ellos por los albinos: parecían más animales que humanos con su cabello brillante y su piel tersa. Como chacales que se habían afeitado el pelaje. Corría un rumor de que tal vez ya ni siquiera fueran humanos.

La bestia de Woref había atrapado a estos chacales. Él hacía desfilar los frutos de su cacería para que todas las mujeres vieran. Chelise no estaba segura de cómo sentirse al respecto. El comandante era un salvaje, pero no necesariamente insoportable. Así se había dicho a sí misma cien veces desde que supiera que él se interesaba en ella.

Ella no se casaría con él, por supuesto. Papá nunca permitiría que su única hija cayera en tales manos.

Por otro lado, no podría ser algo tan malo casarse con un hombre tan poderoso que ejemplificaba todo lo que en realidad era honorable respecto de un ser humano. Todo hombre tenía su lado tierno. Sin duda ella podría domar aun a este monstruo. La tarea hasta podría ser placentera.

Chelise levantó los ojos hacia la ciudad. Casi un millón de personas vivían ahora en esta abarrotada selva; aunque «selva» ya no describía exactamente el gran premio del que las hordas se apoderaran trece meses antes. M menos no aquí por el lago. Veinte mil casuchas cuadradas fabricadas de piedra y barro se extendían por varios kilómetros desde la orilla del lago. El castillo tenía cinco pisos y era la estructura más alta en el dominio de Qurong.

El lamento matutino aún salía del templo, donde los sacerdotes lanzaban sus peroratas acerca del Gran Romance mientras los fieles se bañaban adoloridos.

Ella nunca expresaría en voz alta esos pensamientos, por supuesto. Pero sabía que Ciphus y Qurong habían creado su religión en acuerdos motivados más por intereses políticos que por fe. Conservaban el nombre y muchas de las prácticas del Gran Romance de los habitantes de los bosques, pero también incorporaron muchas de las prácticas de las hordas. En esta religión de ellos había algo para todo el mundo.

No es que eso importara. En primer lugar, Chelise dudaba incluso que existiera un ser llamado Elyon.

Las aguas enlodadas del lago eran consideradas santas. A los fieles se les exigía bañarse en el lago al menos una vez cada semana, una perspectiva que desde el principio aterró a la mayoría de las hordas. Bañarse era una experiencia dolorosa asociada tradicionalmente con castigo, no con limpieza.

No sirvió de nada que Ciphus hubiera drenado el agua roja una semana después de que ahogaran a Justin, y que redirigiera las aguas de manantial dentro de su cuenca… el dolor era dolor, y a ningún encostrado le entusiasmaba el ritual. Pero como decía Ciphus, la religión debe tener su parte de sufrimiento para motivar la fe. Y bañarse en esas aguas enlodadas no tenía ninguno de los efectos adversos de las aguas rojas. Es más, el ritual del baño estaba actualmente de moda entre la clase alta. Ciphus afirmaba que era necesario adoptar la limpieza, no rehuirla, y esta era una enseñanza que Chelise comenzaba a aceptar.

Ahora se bañaba una vez al día.

Discúlpeme, ama, pero Qurong la llama.

Chelise miró a su sirvienta, Elison, una menuda mujer con largo cabello negro anudado alrededor de flores amarillas. Narcisos. Adornarse con flores era 'a práctica de los habitantes del bosque que Chelise adoptó con más placer que quizás cualquier otra. Nunca habían tenido ese lujo en el desierto. Primamente era cada vez más difícil encontrar flores cerca de la ciudad. ¿Dijo que quería verme? -preguntó Chelise.

' Solo que tiene un regalo para usted. ¿Dijo qué clase de regalo?

– No, ama -respondió Elison sonriendo-. Pero no creo que se trate de frutas o flores.

– ¿La villa? -inquirió Chelise, sintiendo que se le aceleraba el pulso.

Todos sabían que Qurong estaba construyendo una villa para su hija en el complejo amurallado al que llamaban el jardín real, a cinco kilómetros en las afueras de la ciudad. Chelise aún no había visto la villa, ya que Qurong mantenía acordonada la sección donde se construía. Pero ella había estado muchas veces en el complejo, por lo general en la biblioteca para escribir o para leer los libros recopilados en los últimos quince años. El mantenimiento de los jardines y los huertos en expansión estaba a cargo de una cuadrilla de veinte siervos. No había ni una hoja de pasto fuera de lugar. Tal era la belleza que el mismo Elyon viviría aquí, se decía.

Y Chelise también viviría allí, al lado de la biblioteca donde se aislaría en la noche a escribir. Tal vez un día descubriría la clave para leer los libros de historias.

– Quizás -contestó la sirvienta guiñando un ojo.

– Rápido, ayúdame a vestirme -exclamó Chelise entrando a toda prisa a la habitación-. ¿Qué debo ponerme?

– Yo sugeriría un vestido blanco…

– ¡Con flores rojas! ¿Está él esperando?

– Se reunirá con usted en el patio en unos minutos.

– ¿Unos minutos? ¡Entonces debemos apurarnos!

El palacio lo habían construido de madera con juncos aplanados por paredes y corteza machacada por pisos… un lujo reservado solo para la clase alta. Los habitantes del bosque habían construido sus casas de la misma forma y Qurong había prometido que muy pronto todos vivirían en esas magníficas casas. Sus sencillas moradas de barro solo eran temporales, pues se debieron construir demasiadas casas en muy poco tiempo.

Chelise se despojó de la ropa de cama que la cubría y agarró la larga túnica blanqueada que Elison sacara del clóset. El vestido estaba tejido con hebras que los habitantes del bosque habían perfeccionado, lisas y suaves, distintas de las nudosas de la paja del desierto. Los costos de las campañas contra las selvas habían sido sorprendentes, pero Qurong había tenido razoi1 respecto de los beneficios de conquistarlas.

– Las flores…

– La villa no irá a ninguna parte -la interrumpió Elison soltando la carcajada-. Tómese su tiempo. A veces es mejor hacer esperar a un hombre, aunque sea el máximo líder.

– ¿Conoces tan bien a los hombres?

Elison no respondió y Chelise se dio cuenta de que su comentario la había herido mucho. A las sirvientas les estaba prohibido casarse.

– Yo dejaré que te cases, Elison -añadió Chelise sentándose frente al espejo de resina y agarrando un cepillo-. Te lo prometí, el día que yo me case quedarás en libertad de encontrar a tu propio hombre.

Elison inclinó la cabeza y salió de la habitación para buscar las flores.

La resina del espejo la habían vertido sobre una piedra negra plana que reflejaba los rasgos de la joven como lo haría un estanque de agua negra. Ella metió las cerdas del cepillo en un pequeño tazón de aceite y comenzó a quitar las escamas que le moteaban el cabello oscuro… una tarea interminable que la mayoría de mujeres evitaban usando una capucha.

– ¿Y cuándo te permitirá Qurong casarte, Chelise?

– Cuando encuentre un hombre apropiado para ti. Esta es la carga de la realeza. No te puedes casar con el primer hombre apuesto que se acerque a este castillo.

Chelise decidió olvidarse del cepillado y después de todo ponerse la capucha. Metió los dedos en un cuenco grande de polvo blanco de morst y se palmeó el rostro y el cuello donde ya se había aplicado pasta. La variedad regular de pasta empolvada suavizaba la piel secando toda humedad persistente, como el sudor, pero tendía a descascararse con la piel. Esta nueva variedad, desarrollada por el alquimista de su padre, constaba de dos aplicaciones separadas: una clara con ungüento y luego un polvo blanco de morst que contenía hierbas molidas, que minimizaban eficazmente la descamación. Para las mujeres comunes y corrientes podría estar bien andar por ahí con esas escamas sueltas de piel pegadas a la túnica, pero no era adecuado Para la realeza.

Elison volvió con rosas rojas. ¿Rosas?

También tengo flores de tuhan -contestó Elison.

Chelise agarró las rosas y sonrió.

Diez minutos después descendieron las escaleras y corrieron hacia el patio. Atravesaron un pasillo abierto techado que subía todos los cinco pisos y en cuyo centro destacaba un enorme árbol frutal. Fruta dulce, no la amarga podrida que preferían las tribus del desierto, era un botín de la selva del que toda la gente se atiborraba. Chelise se detuvo ante la entrada en forma de arco hacia el patio, miró a Elison y abrió las manos, con las palmas hacia arriba.

– ¿Qué tal me veo?

– Usted está sensacional.

– Gracias.

Se volvió y besó la base de una elevada estatua de bronce de Elyon: una serpiente alada sobre un palo.

– Me siento religiosa hoy -dijo en voz baja y entró al patio.

Qurong se hallaba de pie vestido con una túnica negra al lado de Woref, quien vestía equipo completo de batalla. Detrás de ellos estaban los albinos bajo vigilancia.

La escena eliminó cualquier pensamiento de la villa. Chelise se paró en seco, confundida. ¿Quería Qurong darle de regalo algunos albinos? No, eso no sería posible. El regalo de su padre sería hacer alarde de su pequeña victoria.

Qurong la vio, extendió las manos y sonrió ampliamente.

– Mi hija llega. Una visión de belleza para hacer enorgullecer a su padre.

¿Qué estaba él diciendo? Casi nunca hablaba en términos tan majestuosos.-*

– Buenos días, padre. Me dijeron que me tienes un regalo. Qurong rió.

– Y así es. Pero primero quiero mostrarte algo -contestó, luego miro a Woref, quien tenía la miraba fija en Chelise-. Muéstrale, Woref.

El general inclinó la cabeza, dio un paso a un lado y se irguió tan alto como un pavo real. Dada toda su aterradora reputación, se degradaba con esta demostración de orgullo. ¿Creía él que ella temblaría de respeto por haber capturado a unos cuantos albinos? A estas alturas, ya debía haber eliminado toda la banda de chacales.

Ella miró a las pobres víctimas. Estos pocos eran una burla de…

Algo en el albino de la izquierda la dejó inmóvil. Le parecía vagamente conocido. Imposible, desde luego… los únicos albinos que ella había visto eran los que arrastraran como prisioneros en estos últimos meses. Un par de docenas a lo sumo. Este hombre no era uno de ellos. Los ojos verdes de él parecían mirar a través de ella. Desconcertante. Ella apartó la mirada.

Los prisioneros tenían las manos atadas a la espalda y los tobillos encadenados. A no ser por los taparrabos, todos estaban desnudos menos uno… una mujer. Los habían cubierto de ceniza, pero el sudor la había quitado casi por completo, revelando amplias franjas verticales de piel rolliza.

– ¿A que no sabes a quién estás mirando, querida?

– ¿Qué es esto? -preguntó una voz detrás de Chelise; mamá había entrado-. ¿Cómo te atreves a traer a mi casa estas inmundas criaturas?

– Cuida tus palabras, esposa -objetó bruscamente Qurong.

Para nadie era un secreto que Patricia gobernaba el castillo, pero Qurong no toleraría ningún atrevimiento en frente de sus hombres.

– Saca por favor a estos albinos de mi casa -pidió Patricia deteniéndose al lado de Chelise y mirando a su esposo.

– Gracias por venir, querida mía. Tu casa estará pronto libre de enfermedad. Primero ustedes dos, por favor, miren detenidamente y díganme qué ven.

Chelise miró a su madre, quien atravesaba a Qurong con la mirada. Sus ojos eran tan blancos como la luna, pero hoy la luna estaba ardiendo.

– ¡Por Elyon, mujer! ¡Verlos no te matará! ¡Míralos! Finalmente la madre de la joven obedeció.

Algo extraño estaba sucediendo con esta ceremoniosa demostración, pero Chelise no sabía qué hacer. Ellos solo eran cinco albinos encadenados, a quienes llevarían a los calabozos y luego los ahogarían. ¿Por qué su padre exhibiría tanto orgullo?

Lo adivinó en el momento en que Qurong habló.

– Miren, hasta el gran Thomas de Hunter no es nada más que un albino encadenado.

¡Thomas de Hunter!

– ¿Cuál? -inquirió Patricia.

Pero Chelise ya sabía cuál. Él una vez grandioso comandante de los temidos guardianes del bosque era el hombre que la miraba fijamente. Ella parpadeó y volvió a evitar la mirada. Él la miraba como si la reconociera.

– Llévenselos -pidió Chelise.

– Así que capturaste al líder -comentó su madre-. Esta es una buena noticia, pero su presencia en nuestra casa es desagradable. Estoy segura de que hallarás muchísimos plebeyos que se alegren de tu victoria.

Los músculos de la mandíbula de Qurong se tensaron. Madre lo estaba presionando demasiado.

– No es la victoria de los plebeyos -objetó él con brusquedad-. Es tuya. Y de tu hija.

¿De ella? El rostro de Qurong volvió a sonreír.

– ¿De nuestra hija? -preguntó Patricia.

– Sí, de nuestra hija -contestó Qurong, mirando ahora a Chelise-. Hoy estoy anunciando el matrimonio de mi única hija. La madre de la joven lanzó un grito ahogado.

Se necesitó un momento para comprender las palabras. Chelise sintió que la mano de Elison le tocaba el codo. ¿Pero qué tenía que ver su matrimonio con estos albinos?

– ¿Me debo casar?

– Sí, mi amor.

– Bueno, esa en realidad es una buena noticia -opinó su madre.

– ¿Casarme con quién? -cuestionó Chelise, sintiendo una momentánea ola de pánico.

– Con el hombre que realizó la captura, por supuesto -contesto Qurong al tiempo que iba a la izquierda y ponía una mano en el hombro del general-. Con Woref, comandante de mis ejércitos.

¡Woref!

Chelise sintió que se le escapaba el aire de los pulmones. Las manos del general colgaban libres a sus costados… manos grandes, gruesas y con dedos nudosos. El hombre tenía el doble de la talla de ella. Él levantó una mano}' se echó la capucha hacia atrás para dejar ver la cabeza. Sus largos rizos le cayeron sobre los hombros. No podía haber confusión alguna al respecto; este hombre tenía parte de bestia. Pero también era Woref, el hombre más poderoso en las hordas, después de su padre. Y aún ahora sus ojos grises la miraban ávidamente. Con deseo. Este poderoso hombre la quería como esposa.

Cualquier reserva con que Chelise luchara fue más que compensada por su madre, quien corrió hacia el general y se inclinó en una rodilla. Le agarró la mano y se la besó.

– Mi hija es suya, mi señor -le informó, luego se puso de pie tan rápido como pudo y besó a su esposo en la mejilla-. Me has hecho una mujer muy feliz.

Qurong rió.

– Bueno -siguió diciendo Patricia, mirando ahora a Chelise-. ¿No vas a decir algo?

Chelise aún estaba demasiado asombrada para hablar. Su sirvienta le apretó el codo.

– Es una decisión de lo más excelente -le susurró Elison. La compasiva voz de la sirvienta llenó de valor a Chelise, quien bajó la cabeza y se inclinó sobre una rodilla.

– Estoy honrada de aceptar este regalo, gran Qurong de las hordas. Me has hecho una mujer muy feliz.

Con esas palabras se le desvaneció la aprensión. Una emoción que nunca antes había conocido le inundó las venas. Se iba a casar con el hombre más poderoso de la tierra. Sería la envidia de toda mujer que aún poseyera el fuego para amar. Estaba a punto de hallar una nueva vida.

Ella oyó que él se le acercaba. Abrió los ojos pero no se atrevió a levantar la cabeza. Las enlodadas botas de batalla se detuvieron a un metro de ella. Luego una rodilla. ¡Se estaba arrodillando!

Ella.

La mano de Woref le tocó la barbilla y con ternura le levantó la cabeza, miró dentro de los ojos grises del individuo. Un temor le recorrió los huesos. ¿Era esto terror o deseo? Woref se inclinó hacia delante y le besó la frente. Le habló suavemente, Pero ella logró sentir la gran emoción en la voz de él.

Eres mía. Para siempre, eres mía -declaró y luego se puso de pie.

El patio se había quedado totalmente en silencio. Ahora su madre aspiró profundamente. Chelise nunca antes había oído ese sonido de parte de Patricia.

– ¿Cuándo se casarán? -preguntó la madre.

– En tres días -respondió Qurong-. El mismo día en que ahoguemos a Thomas de Hunter.

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