MIKIL DESPERTÓ sobresaltada y miró el negro espacio. Solo era la segunda vez que Kara había cruzado, pero debido a sus tratos pasados con los sueños de Thomas, al instante supo lo que estaba sucediendo. Ella era Mikil. Para todo propósito práctico, también era Kara. De cualquier forma, Johan y Jamous se hallaban durmiendo al lado de ella.
– ¡Despierten! -exclamó Mikil poniéndose en pie de un salto. Ellos se sobresaltaron. Se agarraron las caderas, giraron, se levantaron y se pusieron en cuchillas, Johan agarrando un cuchillo y Jamous sosteniendo una piedra. Trece meses de no violencia no les había atenuado sus instintos de defensa.
– ¿Qué pasa? -exigió saber Johan, pestañeando.
– Estoy soñando -informó Mikil-. Levanten el campamento. Debemos irnos.
– ¿Encostrados? -susurró Jamous, recorriendo con la vista la selva alrededor.
– No estás soñando -corrigió Johan-. Estás despierta. Vuelve a dormir y sueña un poco más. ¡Me vas a provocar un ataque cardíaco!
– No, ¡Kara está soñando! -exclamó ella, recogió sus cosas y las enrolló rápidamente.
Ellos habían conseguido un nuevo campamento para la tribu y, después de más discusión de la que ella habría juzgado razonable dada la urgencia del apuro de Thomas, habían acordado como consejo enviar a tres de sus más calificados guerreros en una misión de vigilancia que se podría convertir en un intento de rescate si la situación lo requería.
Habían pasado cinco noches desde que las hordas capturaran a sus compañeros. ¡Cinco noches! Y con cada noche que pasaba aumentaba en ella la seguridad de que Thomas estaba muerto. Momentos como estos la tentaban a pensar en adoptar la doctrina de William de agarrar la espada o de huir a lo profundo del desierto. Hasta Justin había una vez empuñado la espada \ peleado con las hordas. Entonces también había sido Elyon, ¿correcto? Así que Elyon había usado una vez la espada. ¿Por qué no ahora otra vez, para rescatar al hombre que dirigiría el Círculo de Elyon?
Mikil colocó su cama enrollada sobre el caballo, la abrochó en su lugar y giró hacia los dos hombres que la miraban en silencio mudo.
– Bueno. ¡Debemos irnos ahora! ¿Me están oyendo? Thomas está vivo y le acaba de decir a Kara cómo llegar hasta él. Lo tienen en el sótano de la biblioteca a cinco kilómetros al oriente de la ciudad de las hordas. Los demás está previsto que sean ejecutados mañana.
– ¿Te dijo todo esto Thomas? -inquirió Jamous.
– ¡No tenemos tiempo! -declaró Mikil montándose en su corcel-. Se lo explicaré en el camino.
Ella espoleó la montura y se dirigió al norte por un extenso campo, haciendo caso omiso del ruego de Jamous de que se detuviera.
Muy pronto la alcanzarían. El sol se levantaría en menos de tres horas y Mikil no tenía deseos de acercarse a la ciudad a plena luz del día.
Johan la alcanzó primero, retumbando por detrás en su enorme garañón alazán.
– ¡Sé razonable, Mikil! ¡Disminuye la velocidad! Al menos lo suficiente para que nos pongamos al tanto.
Llegaron al borde de la selva y Johan aflojó hasta trotar al lado de ella.
– ¿Te pidió que irrumpamos en esta biblioteca donde lo tienen? -preguntó él.
Mikil se agachó para evitar una rama baja. Aquí los árboles eran escasos, pero al oriente de la selva les harían más lenta la marcha. Ella instó al caballo a seguir adelante.
– Me dio algunas ideas y me dijo que tú sabrías qué hacer con ellas. Tú viviste con las hordas bastante tiempo para entenderlas mejor que la mayoría. Johan no respondió.
– Me dijo también otras cosas respecto de ti, Johan -le informo mirándolo a la tenue luz-. Necesitamos que tú también sueñes. Es evidente que estás conectado con un hombre llamado Carlos que necesita ver la luz.-Por ahora es suficiente hablar de liberar a Thomas basándonos en un sueño -opinó Johan-. ¿Cuánto tenemos de la fruta curativa?
– Dos para cada uno -contestó Jamous-. ¿Estás esperando una pelea?
– ¿Crees que Thomas nos perdonaría si sanamos a unos cuantos de ellos después de derribarlos?
– ¿Herir encostrados y luego sanarlos? No sé -preguntó Mikil mirando a Johan.
Mientras no se los mate…
– ¿Por qué no? ¿Es esa tu recomendación?
– ¿Cómo puedo recomendar algo sin saber lo que Thomas te dijo en este sueño de ustedes?
– Me dijo exactamente dónde lo mantenían. Me notificó la configuración del terreno y me avisó que había una mujer con acceso ilimitado a él. Sugirió que me hiciera pasar por esa mujer.
– ¿Y qué mujer es esta?
– Chelise, la hija de Qurong.
Los dos la miraron como si se hubiera vuelto loca.
– ¿CUÁNTO TIEMPO tenemos? -exigió saber Mikil.
– Date la vuelta; déjame ver la luz de la luna -pidió Johan.
– ¿Cuánto? -repitió ella.
– Menos de una hora -contestó Jamous.
– ¡Entonces tendremos que hacerlo! -exclamó Mikil mirando el muro del complejo, como a cincuenta metros a la derecha.
– No funcionará -objetó Jamous escupiendo a un lado.
– Danos entonces una idea mejor -sugirió Mikil-. ¿Cómo me veo?
No desacostumbraban ponerse túnicas tradicionales de encostrados… a denudo usaban las capas cuando se aventuraban en lo profundo del bosque. Pero Mikil nunca se había aplicado esta arcilla blanca en el rostro y las manos. Thomas le había sugerido que para la noche se convirtiera en una princesa encostrada y Johan había insistido en una gruesa capa del sustituto más cercano para el morst que pudo encontrar. Arcilla blanca.
– Como la mismísima princesa -comentó Johan.
– Excepto por los ojos y la voz.
– Todo disfraz tiene sus limitaciones. Hagan exactamente como dije. Jamous tenía razón; el plan era absurdo. Lo único peor sería intentarlo a la luz del día.
– Recuerden -mencionó Mikil-, la biblioteca está en el centro del jardín. Él habló de cuatro guardias, dos en el exterior y dos en el sótano.
– Lo recordamos -le aseguró Johan-. Danos cinco minutos antes de que los saques. Y debes levantar ligeramente el tono de tu voz. Chelise es tan… directa como tú. No trates de parecer demasiado débil. Camina erguida y…
– Mantener la cabeza en alto, lo sé. Creen que no sé cómo se ve una princesa estirada.
– Yo no diría que ella es estirada. Audaz. Refinada.
– Por favor. No es posible reconciliar las palabras «encostrada» y «refinada».
– Tú mantente alerta -insinuó Jamous-. Quizás no sean refinados, pero pueden empuñar muy bien sus espadas.
Thomas había dicho que si Mikil moría, Kara también moriría en el laboratorio del Dr. Bancroft. Extraño. Pero Mikil estaba acostumbrada al peligro.
– Vamos.
Jamous vaciló, luego sujetó los brazos de Mikil para formar el acostumbrado círculo.
– La fortaleza de Elyon.
– La fortaleza de Elyon.
Los hombres desaparecieron en medio de la noche. Mikil corrió hacia la elevada cerca de postes y trepó al árbol que habían elegido. Thomas lo había llamado el jardín real. Había media luna… ella lograba ver el contorno de los arbustos colocados con cuidado alrededor de los árboles frutales. El enorme edificio en espiral, a cien metros dentro del complejo era más despejado. La biblioteca.
En este lado del jardín no había señal de ningún guardia. Mikil agarró |0s afilados conos en dos postes adyacentes, lanzó ambas piernas sobre la cerca, y cayó a tierra tres metros abajo. La túnica era negra… si caminaba c0n el blanco rostro agachado sería bastante invisible. Atravesó corriendo el jardín, sorprendida por el cuidado que las hordas habían puesto en recortar los bordes y los setos. Por todos lados había flores. Hasta los árboles frutales habían sido podados adecuadamente.
Se ocultó detrás de un gigantesco árbol de nanka a treinta metros de la puerta principal de la biblioteca, donde dos guardias se hallaban recostados contra la pared. Era extraño que desde el ahogamiento no sintiera ira hacia ellos. No podía decir que sintiera alguna compasión por los encostrados, como sentían algunos, pero consideraba bastante misericordia a su falta de furia. El hecho de que ella hubiera sido cómplice en condenar a Justin solo la hacía enojarse con el engaño que los cegaba tan agudamente.
Mikil no se sorprendió al comprender que su enojo estaba dirigido a la enfermedad, no a las hordas. No tenía compasión por la enfermedad. La diferencia entre ella y algunos de los demás, William por ejemplo, era que al ver a dos guardias enfermos ella vio principalmente la enfermedad; William habría visto solo a los guardias.
La teniente alejó con un parpadeo sus pensamientos. Era hora de practicar un poco de su engaño. Debía suponer que Johan y Jamous se hallaban en sus puestos.
Bajó la cabeza y se dirigió directamente hacia el amplio sendero que llevaba a la biblioteca. Veinticinco metros. Apareció gravilla bajo sus pies… seguramente ya la habrían visto. Respiró profundo, se irguió todo lo que pudo con gracilidad, levantó la barbilla como podría hacerlo una princesa y caminó a grandes zancadas hacia los dos guardias.
De repente el guardia de la izquierda se irguió y tosió. El otro lo oyó, vio a Mikil, y rápidamente se enderezó. No supieron qué hacer. No muchos visitantes a esta hora de la noche, ¿no es así, sacos de escamas?
Ella se detuvo cerca del fondo de las escaleras. Abran la puerta -ordenó calmadamente. ¿Quién es usted? -preguntó el guardia de la derecha.
– No sean idiotas. ¿No pueden reconocer en la noche a la hija de Qurong?
Él titubeó y miró a su compañero.
– ¿Por qué está usted usando…?
– ¡Vengan acá! -ordenó ella señalando el suelo-. Bajen aquí, ¡los dos! ¿Cómo se atreven a cuestionar mi elección de ropa? ¡Quiero que vean mi rostro de cerca para que nunca más vuelvan a cuestionar quién les está ordenando! ¡Muévanse!
Ella no estaba segura de que se la oyera como una princesa, pero los guardias descendieron cautelosamente las escaleras.
– Pretendo dejar pasar esta indiscreción, pero si ustedes se mueven tan lentos podría cambiar de parecer.
Ellos corrieron hacia delante.
Dos sombras volaron de cada esquina del edificio, y Mikil levantó la voz para cubrir cualquier sonido que pudieran hacer.
– Ahora la realidad es que no soy la hija de Qurong, pero sé que estoy aquí en nombre de ella. Ella me dijo dónde encontrar al albino para poder rescatarlo. Está enamorada de nuestro querido Thomas, ¿saben?
Los guardias se detuvieron en el último peldaño exactamente cuándo Johan y Jamous saltaban los peldaños por detrás y los aporrearon a cada uno en la base de las nucas. Gimieron y cayeron a dúo.
A rastras alejaron a los guardias de las escaleras y los colocaron sobre el césped.
– ¿Algún daño? -inquirió Mikil.
– Sobrevivirán.
Thomas objetaría, pero finalmente vería el motivo. Y aunque estos podrían hacer peligrar el rescate, de todos modos vivirían. En sí esta era una modalidad de no violencia. Era absurda la parte acerca del amor de la princesa por Thomas… algo que más adelante provocaría risa en los guardias. Si Mikil tenía suerte, eso incluso podría meter en aprietos a la princesa.
– Vamos.
Johan y Jamous entraron en silencio a la biblioteca con Mikil detrás. La puerta hacia el hueco de la escalera se hallaba exactamente donde Thomas le había dicho que estaría.
– Por aquí. Los llamaré.
Ella esperó que Jamous y Johan se ocultaran en las sombras a cada lado ¿e Ja puerta, luego la abrió un poco. Desde abajo brilló luz de antorchas.
Ella asintió a Jamous, abrió del todo la puerta y bajó un escalón.
– ¿Hay alguien despierto aquí? ¡Necesito inmediatamente la ayuda de dos guardias!
La voz de ella resonó a sus espaldas. Allá pudo haber habido un sonido, pero ella no estaba segura.
– ¿Están ustedes dormidos? ¡No tengo toda la noche! Se hallaron los libros, ¡y Woref exige de inmediato la ayuda de ustedes!
Ahora el sonido de pisadas golpeaba las piedras planas abajo. Ella dio la vuelta exactamente cuándo se divisaba a dos guardias, ambos empuñando antorchas.
– ¡Rápido, rápido! -exclamó ella entrando al vestíbulo mientras las botas de ellos subían los escalones pisando fuerte.
Jamous y Johan agarraron a estos dos guardias incluso con menos incidentes que a los de afuera. Había sido demasiado fácil. Otra vez, la inteligencia adecuada era a menudo la clave para la victoria en cualquier batalla.
Mikil buscó las llaves en el cinturón de uno de los guardias, las encontró, le arrebató una antorcha de las manos a Jamous y descendió las escaleras tan rápido como le permitía su larga túnica. Un corredor de piedra tallada llevaba a una puerta a la izquierda.
– ¿Thomas?
– ¡Aquí! ¿Mikil? La puerta, ¡rápido!
Ella insertó la llave y desatrancó la puerta. La abrió y la antorcha iluminó a Thomas, de pie con una larga túnica negra casi idéntica a la de ella. Él le vio el rostro y se quedó paralizado. La teniente había esperado que él saltara hacia ella y tomara el control inmediato. En vez de eso pareció extrañamente asombrado por su amiga.
Tranquilo. Pese a mi apariencia fantasmal, no soy una aparición.
– ¿Mikil?
– ¿No es esto lo que esperabas? No me digas, ¿te deja anonadado mi belleza? -bromeó ella sonriendo.
– Gracias a Elyon -comentó él, sacudiéndose el temor; corrió hacia ella y le agarró los brazos-. ¿Y los otros?
– Tengo a Jamous y a Johan. Aún no hemos ido por los otros.
– ¡Entonces debemos apurarnos! -exclamó, saltando hacia las escaleras.
– Debimos usar un poco de fuerza, Thomas -debió advertirle ella.
Él entró al vestíbulo y se paró en seco. Dos cuerpos yacían amontonados. Desde allí miró a Johan, luego a Mikil quien se paró a su lado.
– Solo un golpe, Thomas. Si quieres, podríamos darles un poco de fruta -expresó Mikil.
Thomas corrió hacia la puerta y miró hacia el cielo. Un leve brillo surgía en el horizonte oriental.
– No hay tiempo.
THOMAS CORRIÓ detrás de ellos con la aterradora sensación de que sería demasiado tarde. No había manera de que cuatro albinos pasaran desapercibidos una vez que la ciudad comenzara a despertar.
– Rapidez, no sigilo -explicó Thomas, pasando a Mikil-. No tenemos tiempo para pasar desapercibidos. Cabalgamos con energía y los arrebatamos con rapidez.
– ¿Y hacer que cuelguen hoy a ocho en vez de cuatro? -cuestionó Johan-. Debemos pensar esto detenidamente.
– No he hecho otra cosa que pensarlo detenidamente -respondió Thomas-. No hay otra manera en el tiempo que tenemos.
– ¿Y pretendes que hagamos esto sin usar la fuerza?
– Haremos lo que tengamos que hacer.
Saltaron deprisa la cerca y montaron los caballos. Thomas cabalgó a dúo con Johan, pero necesitarían cinco corceles más si esperaban dejar atrás a las hordas.
Thomas los llevó a los establos, donde consiguieron los caballos.
– ¿Sillas? -susurró Mikil.
– Bridas solamente. Podemos montar a pelo.
Habían gastado quince minutos, y el cielo se veía gris. ¡Estaban atrasados! Entrar al galope en la ciudad sería suicidio.
Y salir era tan bueno como condenar a muerte a los otros.
Thomas saltó sobre uno de los caballos y refunfuñó de frustración. Muy Cerca. El palacio se levantaba a la derecha. Chelise dormía allí. Algo acerca de este escape le parecía como una ejecución. Nada parecía correcto. O los uparían y los ejecutarían como Johan sugiriera, o escaparían para enfrentar otro terrible destino.
– ¿Qué pasa? -exigió saber Johan.
– Nada.
– ¡Este «nada» no está en tu rostro! ¿Qué sabes que no sepamos nosotros?
– ¡Nada! Sé que podrías tener razón en cuanto a ser atrapados. Solo necesito a uno conmigo. Mikil y Jamous, reúnanse con nosotros en las cataratas en treinta minutos.
– No vine para huir -objetó Mikil-. Además, tengo el disfraz.
– Estás casada -declaró él y espoleó el caballo.
– A las cataratas -ordenó Johan-. Rápido.
– Entonces toma esto. No lo necesito.
Mikil se quitó la túnica y se la lanzó a Johan.
Thomas y Johan cabalgaron con dos caballos extra cada uno, a trote rápido, directamente hacia el lago, ahora a menos de mil metros delante de ellos. Johan se puso la túnica mientras cabalgaba.
– Ella tiene razón en una cosa -opinó Johan-. Cualquiera que vea nuestros rostros sabrá que somos albinos.
– Entonces nuestra única esperanza es atacarlos antes de darles la oportunidad de pensar que algunos albinos serían tan dementes como para aparecer en su ciudad. ¿Tienes un cuchillo?
– ¿Estás planeando usarlo?
¿Lo estaba?
– Planeando, no. No tengo un plan.
– Eso es raro en ti.
Siguieron cabalgando, ahora directo hacia las mazmorras. La suave tierra cenagosa ahogaba las pisadas de sus caballos. Un humo de madera se levantaba por el aire matutino desde una hoguera en una de las cabañas a la izquierda. Un galló cantó. El castillo aún permanecía en silencio, ahora detrás de ellos.
– Mikil me dice que necesitas que sueñe contigo -manifestó Johan en voz baja-. Algo respecto de un tal Carlos. Él casi lo había olvidado.
– ¿Es esa una razón para vivir?
– Quizás.
Por supuesto que lo era. Pero por el momento él no tenía la paciencia para pensar detenidamente en esto de soñar. Aquí, rodeados por la ciudad ¿e las hordas, algo le roía la mente, intranquilizándolo; y no lograba entender de qué se trataba.
No quieres ser liberado, Thomas.
No, no se trataba de eso. Haría cualquier cosa en su poder para ser libre de estos animales. Aunque eso significara lastimar a unos cuantos.
Una oleada de odio lo recorrió, y él se estremeció. ¿Qué clase de bestia amenazaría con matar aquello por lo que Elyon había muerto para salvar?
¿Dónde está tu amor por ellos, Thomas?
– No puedo fingir que sepa lo que te haya sucedido, Thomas, pero no eres el mismo hombre que vi la última vez.
– ¿No? Quizás vivir aquí entre tus antiguos amigos me ha vuelto loco.
Johan no lo condecoraría por esta cuchillada.
– Perdóname -expresó Thomas-. Te amo como a un hermano.
– ¿Puedo usar mi arma? -preguntó Johan.
– Usa tu conciencia.
Johan hizo un gesto con la cabeza hacia un grupo de guerreros que se extendía en lo que parecían barracas directamente adelante.
– Dudo que mi conciencia ayude contra ellos.
Thomas no los había visto. Varios los miraron con curiosidad. Incluso con las capuchas bajas, pronto los encostrados sabrían la verdad. Sus rostros, sus ojos, su olor. Ellos eran albinos, y no había forma de ocultarlo.
– ¿Tienes la fruta?
– Dos pedazos.
– Cabalga duro cuando yo lo haga.
– ¿Es ese tu plan?
– Ese es mi plan -respondió Thomas en el momento en que uno de los encostrados salió repentinamente caminando hacia el camino para cortarles el paso-. Cabalga, hermano. Cabalga.
– ¡Arreee! -exclamó, espoleando su cabalgadura.
El corcel salió disparado. Los dos caballos al cabestro resoplaron ante el súbito jalón en los frenos. Galoparon directo hacia el sorprendido encostado, quien salió disparado del camino.
Thomas y Johan habían pasado los barracones a toda velocidad antes de que se oyera el primer grito.
– ¡Ladrones! ¡Ladrones de caballos!
Mejor que albinos. Thomas sacó su corcel de la calle, lo llevó a la orilla del lago y lo orientó directo hacia las mazmorras.
Había dos guardias de turno en la entrada. Por sus expresiones, Thomas imaginó que nunca habían defendido el establecimiento contra un asalto. El guardia a la izquierda solo había sacado la mitad de la espada de su funda cuando Thomas se bajó de su caballo y se la volvió a meter.
Hizo oscilar el codo en la sien del hombre con tanta fuerza que lo derribó donde se hallaba.
El segundo guardia tuvo tiempo de sacar la espada y echarla hacia atrás antes de que Thomas lo pusiera fuera de combate con un rápido taconazo a la barbilla. Como en los viejos tiempos: con rapidez y brutalidad.
– ¡Necesito treinta segundos! -gritó mientras arrebataba las llaves del cinturón del guardia.
– No estoy seguro de que tengamos treinta segundos -informó Johan.
Un grupo de guerreros avanzaba pesadamente a pie por el sendero. Los habían agarrado a pie, pero ahora comprendían que robar caballos no era la intención de los dos jinetes que los pasaron a toda velocidad.
– Haz lo que debas -anunció Thomas; luego descendió bruscamente los peldaños, de tres en tres. Aún había algo royéndole en el estómago, pero lo sintió con nueva claridad. Debían llevar una antorcha por todo el lugar.
– ¡William! -gritó corriendo por el estrecho pasillo.
Había olvidado agarrar una de las antorchas de la pared, y ahora estaba pagando por esta prisa. Había rumores de que algunos de las hordas aun mantenían vivos a sus antiguos prisioneros en alguna parte de este calabozo, pero Thomas no tenía tiempo para buscarlos.
– ¡William! -gritó en la oscuridad-. ¿Cuál?
– ¿Thomas?
Más abajo. Pasó corriendo una fila de celdas y chocó con los barrotes ¿e la sexta. William y Suzan se hallaban de pie, aturdidos. Caín y Stephen se les pusieron a lado y lado.
– Tenemos dos docenas de encostrados acercándose -informó Thomas jadeando; metió la llave en la cerradura y la giró con fuerza; el pasador se liberó con un fuerte ruido metálico.
– ¿Hay otros?
– Probablemente.
– ¡Corran! Los caballos están esperando.
Thomas corrió sin voltear a mirar. Ellos se ayudarían entre sí. Sintió una sorprendente compulsión de combatir con los encostrados que se le venían encima a Johan. Un año antes, dos de ellos se podrían haber encargado de dos docenas y al menos mantenerlos a raya. Él pudo sentir como cobre en la lengua las ansias de arremeter contra ellos. Ansias de sangre.
Thomas subió las escaleras a grandes zancadas, con los pulmones a punto de reventársele por la actividad. Los gritos de encostrados le llegaron cuando apenas se hallaba a mitad de camino.
– ¡Agárrenlos!
Una voz gritó de dolor. ¿Johan?
Thomas salió del calabozo a la luz y se paró en seco.
Lo que vio lo dejó paralizado. Veinte encostrados empuñando espadas habían formado un semicírculo alrededor de la entrada. Johan se hallaba con la capucha echada hacia atrás, sangrando en abundancia por una profunda herida en el brazo derecho. Las hordas estaban momentáneamente sorprendidas al ver a su antiguo general, Martyn, mirándolos.
La escena trajo a la memoria recuerdos de trece meses antes. Entonces se habían reunido alrededor de Justin, pero a los ojos de Thomas esta escena apenas era diferente. Ellos pensaban en matar.
Algo le chasqueó en el horizonte. Rojo. Recogió la espada caída del segundo guardia a quien él había golpeado antes y la hizo oscilar por encima de la cabeza.
– ¡Retrocedan! -gritó mientras se echaba atrás la capucha-. ¿No Conocen a Thomas de Hunter? ¡Retrocedan!
La ferocidad en su voz lo puso nervioso hasta a él. Se aferró a la empuñadura con manos temblorosas, desesperado por arremeter contra los encostrados. Johan lo miraba. Las hordas lo miraban. Él tenía un poder conocido a mano, y de pronto supo que lo usaría.
En ese mismo instante empuñaría lleno de ira una hoja por primera vez en trece meses. ¿Qué importaba? De todos modos estaban muertos.
Los encostrados estiraban las espadas con cautela. Pero no retrocedieron como él ordenara.
William y los demás salieron de la mazmorra detrás de él.
– ¿Están sordos? -gritó Thomas-. Agarra la otra espada, Johan.
Johan no se movió.
– Thomas…
– ¡Recoge la espada!
Estás ensimismado, Thomas.
El corrió hacia los encostrados, gritando. Su hoja refulgió. Pegó contra carne. Tajó.
Luego quedó libre y se inclinó para su segunda oscilación. La espada cortó limpiamente uno de los brazos de ellos. La manga del guerrero se inundó de sangre.
El ataque había sido tan rápido, tan enérgico, que ninguno de los demás había tenido tiempo de reaccionar. Ellos eran guardias, no guerreros. Sabían de Thomas por las incontables historias de su incalculable fortaleza y valentía.
Thomas estaba resollando, la espada lista para cortar la primera cabeza que se estremeciera. Estos animales consumidos por la enfermedad no merecían nada menos que la muerte. Estos shataikis atormentados por la enfermedad habían rechazado el amor de Justin.
Se les debía culpar por el engaño de Chelise.
Thomas sintió que el pecho se le oprimía con terrible angustia. Cerró los ojos y gritó, a todo pulmón, al cielo. Un gemido se le unió… el segundo hombre al que había cortado estaba de rodillas agarrándose firmemente el brazo.
– La fruta -expresó, dirigiéndose a Johan.
Johan metió la mano en su bolsillo y sacó una fruta que parecía un durazno.
– Use esto -le dijo al encostrado, lanzándole la fruta. Inmediatamente los encostrados retrocedieron aterrados, dejando a hombre herido con la fruta cerca de su rodilla derecha. Thomas bajó la espada y caminó al frente.
– Por amor de Elyon, ¡no es brujería, amigo! -exclamó, agarró la fruta y le exprimió el jugo que se le escurrió entre los dedos-. ¡Es un regalo!
Agarró la manga del hombre y tiró con fuerza. La costura se rompió en el hombro y la larga manga quedó suelta, dejando desnudo un brazo escamoso, herido por debajo del codo. El hueso y el músculo estaban cortados.
El hombre empezó a quejarse atemorizado.
Thomas alargó la mano hacia el brazo, pero el hombre lo echó hacia atrás.
La anterior rabia lo volvió a inundar. Golpeó al hombre en la mejilla.
– ¡No sea idiota!
Él sabía que todo lo que realizaba estaba mal, que todo esto del escape había salido muy mal. Pero ahora estaba comprometido.
Thomas agarró con una mano el brazo del hombre y le exprimió la fruta en la herida. El jugo se le metió en la cortada.
Chisporroteó.
Un hilillo de humo se levantó de la carne partida. Se estaba obrando la curación.
Thomas se paró y lanzó la fruta al primer hombre que había cortado.
– ¡Úsela!
Se volvió de espaldas a las hordas. Los demás lo miraban con algo entre horror y asombro; él no estaba seguro de qué. Se dirigió a su caballo y montó.
– Monten.
Estaba seguro que las hordas se precipitarían sobre ellos, pero no lo hicieron. Miraban con horror al hombre a quién él le había dado la fruta. El brazo se hallaba ahora medio sano y aun silbando. William corrió hacia el caballo. Suzan, Caín y Stephen se montaron en los otros.
– Si ustedes creen que el poder de Qurong es digno de temer o amar, entonces recuerden lo que han visto hoy aquí -dijo Thomas-. Esta vez les di fruta para sanar sus heridas. Si nos persiguen, quizás no sean tan afortunados.
Diciendo eso hizo girar el caballo y galopó hacia la selva, asombrado, confundido, lleno de náuseas. ¿Qué había hecho?