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THOMAS SE agachó bajo las aspas que fe giraban sobre la cabeza y se alejó del helicóptero. La enorme torre del USS Nimitz se levantaba exactamente al frente. Desde el aire había visto la larga flota. Solo de los Estados Unidos, más de doscientos barcos. Puntos en el océano, cada uno dejando una larga estela de espuma blanca.

La flota británica se hallaba ocho kilómetros al norte. Los israelíes usaban principalmente buques de carga… más de treinta, cada uno cargado con un cerro de armas que negaron poseer realmente. Había suficiente potencia nuclear en un radio de ocho kilómetros desde este portaaviones como para volar más de cincuenta veces al mundo.

El primer indicio de que no todo era normal era la ausencia de tripulaciones de vuelo. El hecho era que el Nimitz iba adelante, con menos de cincuenta escuadrones para guiarlo a través del Atlántico.

Thomas casi no reconoce a Merton Gains. El hombre usaba cuello blanco alto y gafas oscuras, pero si creía que esto le ocultaba el salpullido en el rostro, solo se engañaba. Thomas corrió hacia el ministro; este le alargó la mano. El viento le sacudía el cabello.

– Gracias a Dios que lo lograste. Justo a tiempo.

– ¿Ya empezaron? -preguntó Thomas, estrechándole la mano.

– Hace dos horas. Tienes un asiento en primera fila en la cubierta de observación si quieres.

– Desde luego.

– No estás tan mal como creí que estarías -opinó el ministro después de hacer una pausa.

El salpullido.

– No. Lo tengo debajo de los brazos -informó él sin estar seguro dc qué decir-. ¿Estás bien?

Gains escupió a un costado y se volvió hacia la puerta.

Thomas lo siguió dentro de un gran salón repleto de sistemas electrónicos de los que solo podía conjeturar. Radar… logró ver eso. Grandes pantallas con centenares de pitidos, entre los cuales flotaba lo más sofisticado de la fuerza militar de Estados Unidos: seis grupos completos de portaaviones, cientos de barcos que cargaban de todo, desde sus más complejos aviones de ataque hasta armas nucleares. Una segunda ola enorme de barcos se hallaba en camino con más, pero este era el premio principal de Fortier.

– Este es Ben Graver -le presentó Gains al primer oficial-. Nos va a hablar durante la operación.

– No puedo decir que sea un placer -aseveró Ben estrechándole la mano sin expresión alguna.

– Yo tampoco -respondió Thomas.

– Se debería hacer en una hora más.

El plan era sencillo. Por exigencia francesa, cada barco se debía anclar en coordenadas específicas y trasladar sus tripulaciones a un solo barco de cada país. Las tripulaciones francesas abordarían los barcos y verificarían los cargamentos, y solo entonces entregarían el antivirus.

El problema obvio con el intercambio era la falta de garantía de que Fortier entregara de veras el antivirus después de que confirmara la recepción del armamento. La mejor oferta de él, y la única que Thomas había insistido que aceptaran, había sido anclar con cada marina un barco que contuviera el antivirus. Podrían examinar el barco pero no controlarlo hasta después de que la gente de Fortier hubiera tomado posesión de las armas.

– ¿Está a bordo el almirante? -quiso saber Thomas.

– Sí.

– Debo hablar con él. Ahora.

Ben lo miró, luego levantó un teléfono. Habló rápidamente y volvió a poner el aparato en la horquilla.

– Por aquí. El almirante Kaufman. Brent Kaufman, amigo personal del presidente-. El hombre espigado, canoso, con hombros anchos y ojos azules los recibió y de inmediato despidió al primer oficial.

– Bienvenidos al infierno -dijo el almirante.

– No, el infierno vendrá en dos días -objetó Thomas-. Esto es más como el purgatorio.

El almirante frunció el ceño. Se volvió hacia dos superiores con uniformes británico e israelí.

– Este es el general Ben-Gurion de la fuerza de defensa israelí, y el almirante Roland Bright de la flota británica.

– ¿Sabe el primer oficial lo que está a punto de suceder? -preguntó Thomas estrechando la mano a cada uno.

– Lo sabe -contestó Kaufman.

– El acuerdo era que nadie excepto…

– No sé en cuántos barcos ha estado, hijo -explicó el almirante-. Pero no puedo hacer lo que el presidente me ha ordenado sin el mínimo de tripulación por lo menos. Alguien tiene que jalar el gatillo.

Tenía razón. Thomas se arrepintió de retar al hombre.

– Los franceses no van a darnos el antivirus -anunció.

– ¿Qué? -exclamó Gains-. Eso es… ¿Qué estamos haciendo entonces?

– Les estamos siguiendo el juego -respondió Thomas-, Esperamos tener una oportunidad más de tener en nuestras manos una solución que funcione.

– Bajo ninguna circunstancia voy a arriesgar esta flota y este cargamento sin alguna seguridad de que tendremos un intercambio justo -objetó el almirante británico; se le había ensombrecido el rostro-. Esto sería…

– Perdóneme, señor, pero esto es exactamente lo que acordamos hacer. Si no entregamos las armas como acordamos, estaremos revelando sin querer nuestras intenciones. En este mismo instante tenemos en el interior a un hombre acercándose al antivirus.

– Con toda sinceridad, estaría firmando el envío de toda la nación a la ^dad de Piedra -afirmó Ben-Gurion.

– ¿Y el antivirus con él? -cuestionó Thomas-. No estoy diciendo que nuestras alternativas hagan saltar de alegría a nadie aquí. Es decir, estamos pendiendo de un hilo, pero al menos es algo.

– Le puedo asegurar que mañana pagaré muy caro por esto -indicó Ben-Gurion.

– Mañana los ojos del mundo estarán en los muertos en aumento, no en unas cuantas armas nucleares perdidas. Es bien sabido que nuestro juego se basa en la esperanza de que ellos entreguen el antivirus. Ahora que sabemos que no tienen intención de hacerlo, nuestro plan aún tiene mérito. Si ponemos ahora los pies en polvorosa, dentro de una hora Israel será atacada con misiles.

– Entonces acabaremos con ellos.

– Comprendo que su mentalidad sea militar, general -expuso Thomas-. Pero créame, el virus hará parecer como juguetes de plástico a su ejército. Comprenda esto por favor: usted no puede, bajo ninguna circunstancia, disparar sobre París o ningún sitio cerca de París. Si elimina sin querer el antivirus, dentro de diez días a partir de ahora este mundo solo tendrá una población de dos personas.

– ¿A quiénes se refiere? -preguntó Gains.

– A los únicos dos que ya se han administrado el antivirus. Portier y Svensson. La única posibilidad que tenemos los demás de sobrevivir es darle una oportunidad a mi hombre. Eso significa que seguimos el plan con una variante.

– ¿Una variante? -exclamó el almirante británico arqueando la ceja izquierda.

– ¿Podemos retrasar los explosivos?

– Eso lo controlamos desde aquí -anunció Kaufman.

– Entonces los retrasaremos seis horas.

– ¿Por qué?

– Mi hombre necesita ese tiempo.

– Ellos tomarán represalias -advirtió Ben-Gurion-. Usted mismo lo dijo.

– No si jugamos correctamente nuestras cartas. No si mi hombre tiene éxito. No si amenazamos con exterminar París.

– Creí que usted había dicho que no podíamos arriesgarnos a comprometer el antivirus.

– No podemos. Pero podemos poner en evidencia la trampa de ellos. Si la situación llega tan lejos, ellos sabrán que no tenemos nada que perder. No se arriesgarán a un desesperado lanzamiento final de nuestra parte. ¿Se quedó usted con diez misiles de largo alcance?

– Sí -respondió Ben-Gurion.

– Muy bien. Ellos podrían dudar de la determinación de nosotros, pero no dudarán de la de ustedes -expresó Thomas, luego se volvió hacia la ventana y miró el acorazado a babor.

Los amenazadores fusiles que sobresalían sobre el agua eran ahora juguetes inútiles en un juego en que se arriesgaba más de lo que pudieran imaginarse los fabricantes.

– No sé dónde aprendió su estrategia, muchacho -dijo el almirante británico detrás de él-. Pero me gusta. Y hasta donde logro ver, es nuestra única opción.

– ¿Almirante Kaufman? -preguntó Thomas sin volverse.

– Podría funcionar -admitió el hombre-. No veo alternativa.

– Entonces démosles algo en que pensar -concordó Ben-Gurion-. Estamos con usted.

– Gracias -respondió Thomas, volviéndose.

Francamente, se sentía uno bien comandando hombres tras esta pausa de trece meses en la otra realidad. Estos podrían ser Mikil, Johan y William, a quienes comandaba. Thomas no sabía qué les había dicho el presidente Blair a estos hombres a fin de que accedieran a recibir instrucciones de alguien de veinticinco años, pero había funcionado.


***

EL INTERCAMBIO tardó una hora más de lo previsto, pero para las cuatro de la tarde los arsenales nucleares de Estados Unidos, Gran Bretaña e Israel estaban en manos de los franceses a bordo de más de trescientos barcos 4ue viajaban hacía sus costas.

Como pago, el USS Nimitz había recibido tres enormes cajones llenos latas de polvo que un equipo de virólogos de la Organización Mundial de la Salud confirmó rápidamente que contenían un antivirus, aunque no había manera de verificar su legitimidad por lo menos en diez horas. Aun entonces no sabrían su verdadera eficacia. Una prueba completa tardaría codo un día.

Además de los cajones, el portaaviones llevaba ahora los tres mil tripulantes que habían trasladado de la flota estadounidense.

Thomas había dejado su radio con Carlos como planearan. El arreglo no podía haber sido más claro. Tenía un espacio de doce horas. Si triunfaba, el hombre activaría el transmisor; en caso contrario, no lo haría.

No había habido señal del transmisor.

Las seis horas de retraso llegaron y se fueron. Thomas observó el reloj en la cubierta de observación, y con cada sacudida del minutero las esperanzas se iban por un agujero.

Vamos, Carlos.

Quizás después de todo no había manera de cambiar la historia.

Kaufman entró al salón y se quitó la gorra.

– Estamos en una distancia confirmada de cinco minutos, luego empezaremos a perder una señal constante -informó, con la mirada fija en el reloj,

– ¿Qué está esperando entonces, almirante? -presionó Thomas poniéndose de pie-. Envíe el mensaje, dispare los misiles y hunda los barcos.

– Al menos salimos en un destello de gloria -enunció Kaufman con una sonrisa atravesándole el rostro.

– Quizás.

Thomas observó el desarrollo del plan por sobre el hombro del primer oficial en la estación de radar. El mensaje enviado a Fortier era directo: Dispare una bala en represalia y los próximos diez tendrán a París como objetivo. No estaba redactado con tanta sencillez, pero el significado era el mismo.

Los misiles siguieron. Veintiséis en total, dieciocho misiles de crucero de baterías fuera de la Base Aérea Royal Lankershim en Inglaterra y ocho armas nucleares tácticas… gentileza de las fuerzas israelíes de defensa. Los objetivos eran directos e inequívocos: todo comando importante y toda instalación de control en y alrededor de los depósitos de almacenamiento nuclear rusos, chinos, pakistaníes e hindúes en el norte de Francia. No podían eliminar las armas sin arriesgarse a enormes detonaciones que arrasarían poblaciones civiles, pero, al menos de manera temporal, intentaron inutilizar el uso francés de su arsenal recién adquirido.

El almirante Kaufman dio tranquilamente la orden a través del intercomunicador. Tan fácil como decirle a su esposa que pronto llegaría a casa.

– Hundan los barcos.

La cubierta de observación se silenció. El aire se vició. Tilomas mantuvo la mirada fija en la cantidad de puntos rojos brillantes sobre la pantalla de radar. Cada uno representaba un barco cargado, incluyendo seis grupos de portaaviones totalmente repletos con naves de combate. La computadora los mostraba como señales firmes, en contraposición a patrones característicos que se iluminaban con cada barrida del radar,

– ¿Está funcionando?

– Dele tiempo -contestó Ben-. Estas cosas no caen como piedras, no me importa cómo usted lo haga.

Por un momento nada sucedió.

– Detonaciones confirmadas -declaró una voz por el comunicados.

Cinco minutos, aún nada.

Luego titiló la primera luz.

– Barco hundido. Carguero israelí, el Majestic.

Mil millones de dólares en armas nucleares se dirigían al fondo.

Luego otro y otro. Comenzaron a titilar como velas apagadas,

– De vuelta a la Edad de Piedra -comentó Ben en voz baja.

– Habrá muchos más de donde vinieron estos -expresó Thomas-. Suponiendo que quede alguien para construirlos.

Aquí en el silencio de la cubierta de observación del portaaviones, la destrucción del arsenal nuclear del mundo se veía como algo en un juego de video, pero a ciento cincuenta kilómetros de distancia el océano ardía con trescientas llamaradas que se hundían lencamente. Se necesitaría mucho más que violentos encuentros al azar y el calor de explosiones convencionales Para detonar las armas. Estas se hundirían intactas en el fondo del océano, en espera de rescate en la primera oportunidad posible.

Suponiendo que quedara alguien para rescatarlas.

Thomas observó la pantalla durante casi una hora, cautivado por una desaparición silenciosa de diminutas luces verdes.

Luego la pantalla quedó en negro.

Nadie habló por un momento.

– Thomas, acabo de comunicarme con el presidente -informó Gains asomando la cabeza en el salón-. Están enviando un avión a recogerte,

– ¿A mí? -objetó él, volviéndose-. ¿Por qué?

– No lo dijo. Pero están enviando un F-16 con reabastecimiento aéreo de combustible. Quiere que regreses a toda prisa.

– ¿Ni una pista?

– Ninguna. Pero ya se sabe la noticia.

– ¿Ya sabe la prensa lo que hicimos aquí?

– No. La noticia acerca del virus. Los síntomas están extendidos en todas la ciudades de ingreso -advirtió Gains, levantándose los anteojos de sol en la nariz-. Ya ha empezado.

– ¿Cuánto tiempo tengo?

– Estarán aquí en una hora.

– Entonces no tengo mucho tiempo, ¿verdad? -comunicó Thomas yendo hacia él.

– ¿Qué vas a hacer?

– Dormir, Sr. Gains, Soñar.

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