Carlos entró a la oscura celda y cerró la puerta detrás de él.
Encendió la luz. La camilla en que estuvo Thomas se hallaba vacía. Aún le era imposible concentrar la mente en esta situación, pero había decidido que Thomas tenía razón: Fortier no tenía intención de dejar intacta ninguna parte del mundo musulmán.
Fue hasta el gabinete y abrió la puerta. No estaba seguro de por qué Fortier le había pedido que observara el intercambio desde el alimentado! remoto en la granja, pero con cada hora que pasaba se ponía más nervioso. El francés había puesto excesivo énfasis en la necesidad de que Carlos se quedara. Equivalía a una orden. El intercambio estaba ahora en marcha y Carlos había resuelto finalmente que ya no podía esperar más. Si debía actuar contra Fortier tendría que hacerlo ahora.
Sacó la subametralladora Uzi y tres cargadores extra. Dos granadas.
Se desabotonó la camisa y se colocó dos de los ganchos en el cinturón. El salpullido en su estómago le había subido al cuello y a los brazos. Los síntomas del virus se extendían ahora más allá de las ciudades de ingreso. Dentro de cuatro días no habría un individuo vivo sin los puntos rojos. En una semana medio mundo podría estar muerto.
Se abotonó la camisa, agarró un cargador plástico con un detonador, se los metió en el bolsillo y cerró el gabinete.
Si Fortier no le hubiera ordenado quedarse tal vez habría podido agarrar a Svensson como sugiriera Thomas. Pero si mostraba sus intenciones saliendo en contra de las órdenes se acabaría su utilidad. No tenía oportunidad de asegurar a Svensson. El hombre desaparecería.
Carlos fue a la puerta y deslizó el seguro. Tan pronto como Carlos intentara salir del complejo, el francés daría pasos para proteger el antivirus, pero había algo que podría intentar. Una última acción desesperada para corregir algo de la injusticia que había traído sobre su propio pueblo.
Se colgó el arma en el hombro y sacó la pistola. Obrando por hábito, enroscó el silenciador en el cañón y revisó la cámara.
El pasillo estaba vacío.
Anduvo rápidamente, ansioso ahora por hacer lo que mejor sabía. Hay una razón para que usted me contratara, Sr. Portier. Le mostraré ahora esa razón.
Carlos subió las escaleras. El primer guardia que vio era un francés pequeño y grueso que no había aprendido a sonreír. El hombre lo vio c inmediatamente levantó la radio hasta la boca. Carlos le atravesó la radio con una bala que le salió por detrás de la garganta abierta.
Evitó pisar al hombre y fue hacia la puerta trasera.
El segundo guardia miraba la entrada desde la puerta. La bala le dio en la sien cuando se volvía. Cayó de lado. Ningún sonido más que el conocido puf de la pistola y el amortiguado chasquido de la bala al golpear el hueso.
Pero el sonido bien pudo haber sido una sirena para los tres adiestrados hombres al lado del Jeep. Giraron al unísono, con los rifles listos.
Carlos prefirió salir del complejo sin darles la oportunidad de que informaran de su partida. París sabría que algo andaba mal cuando la granja no se reportara en quince minutos, pero quince minutos eran prácticamente toda una vida en situaciones de esta naturaleza.
Mantuvo apuntada la pistola, examinando la escena. Movimiento. Disparó a dos de los guardias mientras corría por la puerta. Ejecutó una voltereta.
El tercer guardia intentó gritar y se las arregló para apretar el gatillo de su rifle automático antes de que Carlos pudiera levantar la pistola.
Una lluvia de balas golpeó la pared encima de Carlos. Peor aún, el repiqueteo del rifle resonó por todo el complejo con suficiente volumen para despertar a París.
Metió dos balas por el pecho del guardia. El dedo del hombre sostuvo el gatillo mientras caía hacia atrás, lanzando disparos al cielo. Luego el arma Se silenció.
Había la posibilidad de que el operador de comunicaciones en el sótano no hubiera oído, pero sí los guardias en el perímetro.
Se metió al Jeep, prendió el motor y levantó su radio.
– Tenemos una situación en el costado sur. Repito, costado sur. Los estadounidenses están llegando con una pequeña fuerza de ataque.
Dejó la radio en el asiento y presionó el acelerador hasta el piso.
– Aquí Horst en el costado sur -gritó una voz-. No los veo. ¿Dijo usted costado sur?
Carlos hizo caso omiso de la pregunta. Solo necesitaba suficiente confusión para retrasar las acciones de los dos guardias en la puerta. Rugió rodeando la esquina y se dirigió directo hacia ellos. Uno tenía los binoculares enfocados al sur.
Carlos se detuvo a veinte metros, abrió su puerta y plantó un pie en tierra, saliendo.
– ¿Alguna señal?
– Disparos…,
Carlos le disparó primero al que tenía los binoculares, El otro oyó la pistola silenciada pero no pudo reaccionar con suficiente rapidez para salvar su vida,
Esto es lo que puedo hacer, Sr. Fortier. Esta es solo una parte de lo que puedo hacer.
Corrió hacia la puerta, pulsó el botón rojo que la abría y volvió al Jeep.
Cuando Carlos le dio la siguiente mirada a su reloj vio que habían pasado exactamente dos minutos desde que disparara la primera vez hasta que se introdujera en la larga entrada que llevaba a la carretera principal.
París estaba a dos horas por las vías principales. Cinco por vías alternas. ¿Y Marsella? Llegar ¡leso a su destino sería su mayor reto, Si se las arreglaba para lograrlo tendría una excelente posibilidad de completar su misión.
ARMAND FORTIER miró a los trece hombres sentados alrededor de la mesa de conferencias. Había prometido el mundo a estos individuos Dignatarios de Rusia, Francia, China y otras siete naciones. Ninguno de ellos viviría más de una semana.
– Les puedo asegurar que esto no tiene consecuencias. Sabemos que al menos los estadounidenses y los israelíes nunca entregarían sus armamentos. Nuestro objetivo desde el principio era amenazarlos, no tomar sus armas. Sencillamente los pusimos en una situación en que se sintieran seguros haciéndolo.
– ¿Y ahora usted insistirá en que también esperaba que ellos destruyeran…?
– Por favor -interrumpió exasperado al ruso-. No, no vaticinamos esta precisa reacción. Para ser sincero, esperaba más. Nada de esto importa. Están encajonados. La única arma que ahora importa es el virus, y nosotros lo controlamos. A decir de todos, la partida se ha desarrollado a la perfección.
Se puso de pie.
– Estoy seguro de que ustedes están ansiosos de completar nuestros arreglos para el antivirus. Muy pronto, pero en este momento soy necesario en otro lugar. Si necesitan algo en las próximas horas, no duden por favor en pedirlo.
Salió sin regresar a mirar, Era la última vez que planeaba ver a cualquiera de ellos.
Fortier caminó a paso firme por el pasillo. Durante años había ensayado este día. Había estudiado con sumo cuidado sus propios gráficos y discutido indefinidamente las posibilidades. El resultado siempre había sido seguro. Siempre había sabido que si pudiera tener en sus manos el virus adecuado, el mundo sería suyo para manipularlo.
Pero en realidad nunca había corrido riesgos tan elevados. Por primera vez miró los informes que salían de los monitores de televisión y se preguntó qué había hecho.
Había hecho lo que pretendía, por supuesto,
Sin embargo, ¿qué había hecho en realidad? Más de seis mil millones de personas estaban infectadas con un virus letal que las mataría dentro de una semana si su antivirus no se distribuía en las próximas cuarenta y ocho horas.
La emoción era apenas razonable.
Una vez leyó que Hitler experimentó a menudo reacciones físicas profundas ante la euforia que sentía cuando ejerciera su poder. Había exterminado a seis millones de judíos. ¿Quién pudo haber imaginado el poder que Armand tenía ahora en su mano?
Dios.
Pero no había ningún dios. A efectos prácticos, él era Dios.
Fortier entró a un pequeño salón al final del pasillo y levantó un teléfono negro.
Se hallaba experimentando la emoción de un dios. Pero con el poder venía una inmensa responsabilidad, y fue esto lo que le hizo preguntarse qué había hecho. Así como Dios se debió haber preguntado por qué creó humanos antes de enviar un diluvio para exterminarlos.
Este poder es algo hermoso.
– ¿Sí? -contestó Svensson, respondiendo al primer timbrazo.
– Da la orden y reúnete conmigo en Marsella.
La distribución del antivirus era uno de los elementos más complejos de todo el plan. En la mayoría de casos, quienes ingirieran el antivirus lo harían sin saberlo. Este ya se había administrado a una cantidad de individuos clave dentro de bebidas o comidas. A la mayor parte de elegidos se les convocaría a un punto de distribución con alguna excusa rutinaria, donde sin saberlo inhalarían una variedad localizada transmitida por aire. Ellos estarían destinados a sobrevivir. El riesgo de que el antivirus fuera a parar en manos equivocadas acabaría en veinticuatro horas. Para entonces, incluso si alguien lograra obtenerlo, no tendría tiempo de distribuirlo.
– ¿Ningún problema? -preguntó Svensson.
– Carlos viene de regreso. Está en camino hacia acá.
El teléfono se quedó en silencio. Habían preparado dos instalaciones para esta fase final, una en París y otra en Marsella sobre la costa sur de Francia. Nadie aparte de ellos dos conocía la de Marsella. Lo único que quedaba ahora era esperar.
– Él no es idiota -expresó Svensson.
– Yo tampoco -contestó Fortier-. Recuerda, ninguna evidencia. Deja el antivirus en la bodega.