LO HABÍAN metido al rincón más oscuro y más frío de la realidad y lo dejaron allí para que se pudriera. El único sonido eran sus propios sollozos y los prolongados gemidos que en vano intentaba contener. No podía ver… ni los muros, ni el helado piso de piedra, ni los dedos aunque los colocara a dos centímetros de los ojos. El cuerpo le temblaba y la mente se le negaba a dormir.
Pero todo esto era un paraíso comparado con el infierno en que se sumió el corazón de Thomas.
Perdió la sensación del tiempo. Había tinieblas, frío y sufrimiento. ¿Cómo podía hacer lo que Woref había exigido? Especuló sobre cien maneras de salvar a Chelise sin destruir el amor de la joven. El amor de él. Pero no encontró una sola en que pudiera poner su confianza.
Con Woref o sus conspiradores escuchando, observando, el más ligero avance que Thomas hiciera resultaría en la muerte de ella. A Chelise no se lo dirían, desde luego. La joven lo vería y correría a abrazarlo, y él tendría que alejarla. Woref deseaba ver que Thomas destrozara el corazón de la hija de Qurong de modo que ella pudiera recibir el amor de Woref.
Thomas se veía obligado a hacer que ella lo despreciara. Esta era la única manera de salvarle la vida.
¿Pero qué podía él hacer para que ella lo despreciara? La respuesta le drenó el cuerpo de lágrimas.
Ahora Thomas no quería nada más que dormir. Soñar, Cualquier cosa que lo arrancara de esta agonía. Entre tanta ira, Woref se había olvidado de hacerle comer la fruta. Si solo pudiera morir del virus y nunca más despertar, Si hubiera una fruta de rambután en la otra realidad que él pudiera comer para no tener que regresar aquí a destrozarle el corazón a Chelise.
Pero cuanto más trataba de cerrar la mente, esta se sublevaba más en desesperación por encontrar un rayo de luz. Una hebra de esperanza.
No se le ocurrió nada.
Finalmente se recostó de espaldas, mirando a la oscuridad. Nada sucedió por un tiempo muy pero muy prolongado.
Y entonces le llegó un sonido. El sonido de botas.
– ¿POR QUÉ la puerta trasera? -objetó Chelise.
– Entiendo que tu padre no desea que nadie te moleste -explicó Ciphus, abriendo la puerta de la biblioteca-. Supongo que él sabe que algunas personas podrían objetar.
– No entiendo -expresó ella entrando al pasillo-. Un poco de tiempo a solas con los libros de historias podría aclararme la mente, sí, pero no veo por qué alguien objetaría.
– ¿Dije a solas, querida?
¿Thomas? Ciphus tenía una sonrisa de complicidad. ¿Había papá dispuesto que ella viera a Thomas? No, ¡eso no tendría sentido!
– ¿Qué está pasando, Ciphus? -preguntó Chelise deteniéndose-. ¡Exijo saberlo!
– No puedo indicarlo con seguridad. Solo me dijeron que te trajera aquí y te pidiera que esperaras con los libros. Tu padre entiende que pasarás el resto del día en la biblioteca. ¿No te sientes suficientemente bien para hacerlo?
– Me siento bien. Eso no explica todo este secreto.
– Por favor, Chelise, estos no son asuntos míos.
Ciphus abrió la puerta que conducía a un enorme salón de almacenamiento y entró. Chelise lo siguió. La última vez que estuvo aquí había sido con Thomas, Los recuerdos la calmaron como un cálido bálsamo.
Ciphus se volvió para salir.
– ¿Sabe Woref que estoy aquí?
– ¿Woref? Imagino que está con tu padre. El día de tu boda requiere algo de planificación.
– Mi madre me dijo precisamente esta mañana que no me casaría con nadie que yo no apruebe. Y no apruebo a Woref.
– Quizás por eso es que tu padre estuvo de acuerdo en que estuvieras aquí. Tal vez es el lugar más seguro para ti. Woref no tomará un rechazo a la ligera. Permite que te calme la paz de este salón. Aquí estás tan segura como en el castillo.
Ciphus salió. Chelise estuvo de acuerdo en venir porque su madre la estaba desesperando y las criadas la estuvieron mirando embobadas como si ella se hubiera levantado de los muertos. Su mente estaba en Thomas y no soportaba estar caminando en el castillo pensando en él.
Ahora se preguntaba si había cometido una equivocación. Aquí no había entrometidos mirándola, pero este salón con todos estos libros la hacían sentir vacía. Sola.
Chelise fue al escritorio y miró el libro que Thomas había tratado de enseñarle a leer. Ella no podía leerlo porque estaba diseñado para ser leído por aquellos cuyos ojos fueran abiertos. Le sorprendió que ahora pudiera aceptarlo con tanta facilidad.
Debía tener cuidado. Thomas estaba en la mazmorra… el pensamiento la indispuso. Pero no podía arriesgar su vida intentando asegurarle la liberación. Woref lo sabía. Un temblor le bajó por la columna vertebral y cerró los ojos. Ahora el aprieto de los dos era desesperado. El único hombre que la amaba de verdad se hallaba sellado en una tumba y ella no tenía voluntad para vivir sin él. Si Thomas no estuviera preso, ella simplemente huiría. Hallaría al Círculo, se sumergiría en el estanque rojo y encontraría una nueva vida.
Pero si huía ahora, lo matarían. Y si ellos se enteraban de lo que ella sentía por él, los matarían a ambos.
Le dolió la cabeza. Se había cubierto los moretones con morst, pero el dolor de la golpiza tardaría algunos días en desaparecer. Madre parecía convencida de que los albinos la habían maltratado. Con Thomas en el calabozo, Chelise no estaba segura de qué hablar con ella.
Sacó la silla y empezó a sentarse, cuando de pronto se abrió la puerta.
Thomas entró.
La puerta se cerró detrás de él. Con seguro.
La sangre se escurrió del rostro de la princesa. ¿Habían traído aquí a Thomas? El rostro de él estaba lívido y los ojos rojos, pero no se hallaba herido o lastimado.
Ella miró alrededor. El salón estaba vacío, desde luego. Y la puerta trancada.
– ¡Thomas! -exclamó corriendo hacia él, con lágrimas brotándole de los ojos.
Él no la miraba. Algo debía estar mal.
– ¿Qué te han hecho? Lo siento…
– Aléjate de mí -dijo él, levantando la mano.
Ella se detuvo.
– ¿Qué… qué quieres decir? -preguntó ella, mirando hacia la puerta; ¿estaría escuchando alguien?-. ¿Están oyendo?
– ¿Cómo podría saberlo yo? No importa. Me ofende eso.
Chelise fue hasta él y le agarró el brazo.
– Ellos están escuchando, ¿verdad? ¡Woref está haciendo de las suyas! -susurró ella rápidamente; él parecía muy triste, y totalmente consumido; ella se abatió-. Woref me sacó del campamento. No tuve nada que ver con esto. ¿A qué diablos te refieres con que te ofende eso?
Los ojos de él se le humedecieron. Una lágrima se le filtró por la esquina del ojo izquierdo y le bajó por la mejilla. Ella alargó una mano temblorosa para secarla.
– Por favor, si no te importa, no te acerques -dijo él, alejando bruscamente la cabeza-. Tu aliento.
Las palabras de él le traspasaron el corazón como una espada. ¡Él no podía querer decir eso! ¡Lo estaban obligando!
Él se alejó de ella y fue hasta uno de los estantes. Sus pasos eran irregulares y parecía como si fuera a derrumbarse.
– Lo siento, Chelise. Me pidieron que viniera a transcribir los libros. No sabía que estabas aquí, pero ya no te puedo ocultar la verdad.
– ¿Qué verdad? -exigió saber la muchacha-. ¡Ciphus me trajo sabiendo que tú estarías aquí! Nos están obligando…
– ¡Basta! -la interrumpió él con brusquedad-. Por supuesto que sabían que estabas aquí. Te trajeron solo porque creen que es justo que te diga la verdad acerca de mí. No los culpo.
Él la miró, con expresión fría. Había un temblor en su voz.
– ¿Tienes alguna idea de cuán pútridas nos huelen las mujeres encostradas? ¿Dejaste de preguntarte cómo pudimos permitir que permanecieras en nuestro campamento por tanto tiempo? ¿Observaste cómo los demás desaparecían constantemente en busca de aire fresco? ¡Te utilizamos! -balbuceó él-. Necesitábamos la influencia.
– ¡Mientes! Estás aquí de pie temblando como una hoja e intentando persuadirme de que no me amas. Pero he mirado en tus ojos y te he sentido el corazón, ¡y nada de esto es verdad!
Por un prolongado momento solo se miraron uno al otro, y Chelise creyó que él se iba a quebrantar y a correr hacia ella.
– Cree lo que quieras. Solo conserva la distancia. No quiero lastimarte más de lo que ya hice. Hasta una mujer encostrada merece respeto – declaró él, se volvió hacia el estante y sacó uno de los libros.
La mente de Chelise retrocedió a sus momentos en esta misma biblioteca solo una semana antes. A la poesía que él le había recitado mientras creía que ella estaba dormida. A los largos días viajando juntos a caballo. A la primera vez que él la había besado.
Y ella sabía que él estaba mintiendo. ¿Por qué?
A menos que… Lo que él expresaba tenía algo de sentido. ¡Pero ella no lo creería! Ningún hombre podía mostrar la clase de afecto que él le había mostrado mientras estuviera fingiendo. Él había llorado sobre ella.
Chelise no sabía cuál era el juego de él, ni por qué lo estaban obligando a hacer esto, pero decidió seguir el juego.
– Está bien. No me amas; puedo aceptar eso. Apesto hasta lo máximo y me encuentras repulsiva. Estás hablando sin tapujos y siendo claro. Eso no cambia el simple hecho de que te amo, Thomas de Hunter.
Ella le volvió la espalda, fue al escritorio y se sentó. Aún desde aquí ella pudo ver las lágrimas en las mejillas de él.
– Quizás deberíamos empezar desde el principio. Te ganaste mi amor. ¿Qué debo hacer yo ahora para ganarme tu amor?
– ¡Nada! -gritó él mirándola, con el rostro rojo amor! Déjame. Encuentra un encostrado y ámalo.
– No, no lo haré. No te creo -afirmó ella cruzando los brazos.
– Entonces eres una tonta. Amas a un albino que crees que te ama, pero no es así. Te ahogarán por este encaprichamiento equivocado de adolescente con un hombre que nunca te podría amar.
Las palabras de él eran tan cortantes, tan terribles, que ella se preguntó si después de todo le podría estar diciendo la verdad. Y aunque no lo estuviera haciendo, muy bien podría ser así. Cualquier amor que pudieron haber compartido se acababa ahora.
– Aún no te creo -contestó ella; pero mientras lo decía comenzaron a bajarle lágrimas por el rostro.
Ella lo miró, vencida de repente por las palabras de él.
¿Y si esas palabras son ciertas, Chelise? ¿Y si el único amor que has conocido resulta ser un amor falso, y si el amor que conocerás es un amor tan brutal que te hunde contra el suelo? Entonces no hay verdadero amor.
Thomas seguía leyendo el libro que tenía en las manos. O estaba tan abatido por sus propias palabras que no podía continuar con su payasada, o ella no le importaba de veras y ahora estaba desinteresado.
Gradualmente Chelise dejó de llorar. No iba a salir de este salón sin saber toda la verdad. Él solo leía el libro, negándose a mirarla.
A ella se le ocurrió un pensamiento.
– Si me ahogara en uno de tus estanques rojos y me volviera albina como tú, ¿me amarías entonces?
Él le volvió la espalda y se apoyó en el librero.
– Si no apestara ni me viera tan pálida, ¿podrías soportar entonces tocarme la piel?
Nada.
– ¡Contéstame! -gritó ella, golpeando el escritorio con la palma-. ¡Deja de fingir que estás leyendo ese libro y háblame! Existe un estanque rojo en el costado norte del lago, ¿sabes? Yo podría correr allá ahora mismo y sumergirme. ¿Cambiaría eso tu opinión?
Thomas la miró.
– ¿Existe? -preguntó él, parpadeando.
– Sí, existe. Es lo único que queda del lago original. Lo han cubierto con rocas para que no se pueda ver, pero he oído que se trata de una corriente subterránea. Tendríamos que quitar las rocas. ¿Te satisfaría eso?
Por un momento él pareció totalmente desprevenido. Luego apretó la mandíbula. Pero las lágrimas volvieron a fluirle.
– Por favor, Thomas -rogó ella parándose y yendo hacia él-, Por favor, te lo suplico. No puedo creer…
– ¡Basta! ¡Madura! ¡No te amo! -gruñó él; su mirada era tan feroz que ella apenas lograba reconocerlo-. Nunca podría amarte después de utilizarte. Eres un trapo usado.
Chelise sintió que le flaqueaban las piernas. Él muy bien podría haberla taladrado con una flecha. Ella no se podía mover.
Él metió a la fuerza el libro en el estante, se fue hacia la puerta y giró la manija. Estaba trancada. Golpeó la tabla con la palma.
– ¡Abran esta puerta! ¡Déjenme salir!
No sucedió nada. Volvió a golpear la puerta y luego regresó. Chelise se sentía entumecida. Aún pensaba que no podía creer a Thomas, pero no le quedaba nada más en que creer.
Él se fue al rincón, se sentó en el piso y se puso la cabeza entre las manos. Los hombros le temblaban ligeramente.
Chelise volvió al escritorio y se sentó. Te deberías ir ahora, se dijo.
¿E ir a dónde? ¿A Woref? ¿Al castillo donde Qurong le planeaba la boda? ¿A morir en el desierto? Bajó la cabeza sobre el escritorio, cerró los ojos y comenzó a llorar.
Permanecieron así por largo rato. Era imposible ver si él pensaba en su propio fracaso en este complot del que había hablado, o si pensaba en ella. Apenas importaba ya. De cualquier manera ella estaba muerta.
Un golpe en la pared la sacó de su profundo abatimiento. Abrió los ojos.
Otro golpe. Luego otra vez, tas, tas.
Ella levantó la cabeza. Thomas se hallaba en el rincón, golpeándose la frente contra la pared.
Tas, tas, tas.
Luego más duro. De repente durísimo.
Toda la pared se sacudió con el impacto de la cabeza del hombre.