Ella sintió que le zarandeaban el hombro.
– Eso es, querida. Despierte. Lleva dos buenas horas durmiendo. Kara miró la poco atractiva figura a su lado. El Dr. Myles Bancroft mostraba una sonrisa de complicidad. Se frotaba un pañuelo en la frente.
– Dos horas y ningún sueño -informó.
Las luces aún estaban tenues. Las máquinas zumbaban en silencio: un ventilador de computadora, aire acondicionado. El vago olor de sudor humano mezclado con desodorante.
– ¿Soñó usted? -preguntó él.
– Sí -contestó ella irguiéndose; él le había limpiado la sangre del brazo y le había puesto una vendita blanca-. Sí, soñé.
– No según mis instrumentos, no. Y eso, querida mía, hace que este caso no solo sea fascinante sino duplicable. Primero Thomas y ahora usted. Algo está sucediendo con ustedes dos.
– Es la sangre de él. No me pregunte cómo empezó todo esto, pero mi hermano es la puerta entre estas dos realidades.
– Dudo mucho que existan dos realidades -opinó él-. Algo ocurre en las mentes de ustedes que sin duda está más allá de los sueños comunes y corrientes, pero le puedo prometer que su cuerpo estuvo aquí todo el tiempo. Usted no atravesó ningún armario hacia Narnia ni hizo un viaje a otra galaxia.
– Semántica, profesor -objetó ella bajándose de la camilla-. No tenemos tiempo para semántica. Debemos hallar a Monique.
Bancroft la miró con una sonrisa de vergonzosa persuasión en el rostro, como si se estuviera armando de valor para hacer la placentera pregunta.
– Así que, ¿qué pasó?
– Desperté como Mikil, teniente de Thomas de Hunter. Ella y yo escribimos en un libro que tiene poder para dar vida a las palabras; apenas logramos sobrevivir a un ataque de las hordas, y hallamos refugio seguro en una caverna después de bloquear nuestra ruta de escape. Finalmente caí en un sueño exhausto y desperté aquí.
Al oírse resumiendo la experiencia le bajó un zumbido por el cuello. En las últimas dos semanas ella había hecho con Thomas tanto de escéptica como de creyente, y no estaba segura de qué era más fácil.
– Ninguna herida.
– ¿Qué?
– Usted no tiene heridas o algo para probar sus experiencias como hizo Thomas. Cierto.
– ¿Ha oído usted las noticias? -preguntó ella.
– No particularmente, no -respondió él, parpadeó y alejó la mirada-. El mundo se está yendo al infierno, hablando de modo muy literal. Finalmente liberaron el gran artefacto uniformador que la mayoría de nosotros sabíamos que soltarían. Solo que me cuesta creer la rapidez con que todo está sucediendo.
– ¿El virus? Uniformar, no hacer distinción de personas. El presidente es tan vulnerable como el vagabundo desamparado en el callejón. ¿Y por qué aún se interesa por los sueños, doctor? Usted afirmó que estaba infectado, ¿no es así? Tiene diez días de vida igual que el resto de nosotros. ¿No debería estar con su familia?
– Mi trabajo es mi familia, querida. Me las arreglé para ingerir niveles peligrosos de alcohol la primera vez que se supo todo el asunto hace aproximadamente una semana. Pero desde entonces he decidido pasar mis últimos días preocupándome por mi primer amor.
– La psicología.
Pretendo morir en los brazos de ella.
Entonces permítame darle una sugerencia de quien ha visto más allá de la propia mente, doctor. Hable con su sacerdote. En todo esto hay más de I ° que pueden ver sus ojos o registrar sus instrumentos.
– ¿Es usted una persona religiosa? -inquirió él.
– No. Pero Mikil sí.
– Entonces yo debería hablar con esa Mikil suya. Kara miró el banco donde recordaba haber visto por última vez la muestra de la sangre de Thomas. Ya no estaba.
– No se preocupe; está guardada en lugar seguro.
– Yo… yo la necesito.
– No sin una orden de la corte. Se queda conmigo. Usted es bienvenida aquí en cualquier momento. Lo cual me recuerda que el ministro Merton Gains llamó hace como una hora.
– ¿Gains? -preguntó Kara, pensando en la crisis nuclear-. ¿Qué dijo?
– Quería saber si habíamos alcanzado alguna conclusión.
– ¿Qué le dijo usted? ¿Por qué no me despertó?
– Yo debía estar seguro. Algunos sujetos necesitan una cantidad extraordinaria de tiempo para entrar en REM. La desperté tan pronto como estuve seguro.
Kara miró a la puerta, repentinamente desesperada. Debía encontrar a Thomas o a Monique, muertos o vivos. ¿Pero cómo? Y la sangre…
– Doctor, por favor, tiene que darme esa sangre -pidió volviéndose-. ¡Él es mi hermano! El mundo está aquí en una crisis y yo…
– Gains fue muy claro -advirtió Bancroft-. No podemos perder el control. Pareció sugerir que esta era una posibilidad, una amenaza desde adentro.
¿Un espía?
– ¿En la Casa Blanca?
– No lo afirmó. Soy psicólogo, no funcionario de inteligencia.
– Está bien. ¿Qué le dijo usted de mí?
– Que no estaba soñando. Lo cual probablemente significa que experimentara lo mismo que su hermano. Quiere que usted lo llame de inmediato.
– Y usted me lo dice ahora -reprendió ella mirándolo y corriendo hacia el teléfono sobre el escritorio.
– Sí, bueno, tengo mucho en qué pensar -contestó Bancroft encogiendo los hombros-. Voy a morir en diez días, ¿no se lo dije?
UNA LUZ BRILLANTE le hirió los ojos. Luz del sol. ¿O era algo más? Quizás esa luz del más allá. Tal vez había muerto de la variedad Raison y ahora se hallaba flotando encima de su cuerpo, moviéndose a la deriva hacia la gran luz blanca en el cielo.
Ella parpadeó. Algo le presionaba el pecho. Le pinchaba la clavícula. Le dificultaba respirar. Pero no tenía dolor.
Con su primer parpadeo lo comprendió todo.
Entonces se dio cuenta que se hallaba en un automóvil en un ángulo inestable, suspendida del cinturón de seguridad del asiento. Agarró el volante para apoyarse y aspiró una gran bocanada de aire.
¿Qué había sucedido? ¿Dónde se hallaba? El pánico le invadió la mente. Si movía el cuerpo, ¡el auto podría caer!
Había follaje verde contra las ventanillas. Un rayo de luz solar atravesaba una pequeña grieta triangular en las hojas. ¿Se encontraba en un árbol?
Monique volvió a parpadear y obligó a la mente a calmarse. Recordaba algunas cosas. Había estado trabajando en el antivirus para la variedad Raison. Su solución había fallado. Eran nulas las posibilidades de encontrar algún antivirus distinto al que poseía Svensson. Ella se había dirigido a Washington… un viaje no programado en medio de la desesperación. Kara la había convencido de que Thomas podría ser la única esperanza, y tras su monumental fracaso Monique pretendía llevar el caso ante el presidente mismo. Luego iría al Johns Hopkins, donde Kara intentaría conectarse con la otra realidad usando la sangre de Thomas.
Había estado conduciendo por una carretera en la noche, siguiendo el letrero que decía «Gasolina: tres kilómetros», cuando de pronto se le nubló la vista. Eso era todo lo que recordaba.
Monique se inclinó a su derecha. El auto no se movió. Ella se inclinó más y miró por la ventanilla. El auto estaba en tierra, no en un árbol. Había arbustos a cada lado. El capó se había metido debajo de una maraña de ramas pequeñas. Tal vez ella se quedó dormida y se salió de la carretera. No había señales de sangre.
Movió las piernas y el cuello. Aún sin dolor. Ni siquiera dolor de cabeza.
El auto se hallaba en un ángulo de treinta grados… solo una grúa podría.
Esperó un minuto completo, dándole suficiente tiempo a quien la hubiera oído para que viera que la intención de ella no era saquear. Luego se las arregló para pasar por el vidrio roto hasta el teléfono negro sobre el mostrador.
Había señal.
Extrajo la tarjeta que Gains le había dado y miró el número. ¿Y si se tratara del espía del que ella misma le advirtiera? Quizás debería llamar al presidente. No, él se hallaba hoy en Nueva York, hablando ante las Naciones Unidas.
Marcó el número, dejó que el teléfono sonara y oró que Gains, espía o no, contestara.
THOMAS DESPERTÓ de espaldas. Una sábana le cubría el rostro. ^ Extraño. Aunque a veces las noches en el desierto eran frías, él no era de los que sofocaban su respiración metiendo la cabeza debajo de ninguna clase de cobija. Además las cobijas impedían oír. En este instante no escuchaba la respiración de sus compañeros prisioneros, aunque sabía que se hallaban durmiendo a su derecha, encadenados a los tobillos como él. Ni siquiera lograba oír el sonido de los caballos cerca del campamento. Ni a los encostrados, platicando junto a las hogueras en la mañana. Ni a las hogueras mismas.
Se quitó la sábana de la cara. Aún era de noche. Oscuro. Pero no lograba oír nada más que su propio corazón, palpitando levemente. No había estrellas en el cielo, ni fogata, ni dunas de arena. Solo este delgado colchón de caucho debajo de él y esta helada sábana en sus dedos.
El corazón de Thomas le dio un vuelco. ¡No se hallaba en el desierto! Estaba sobre un colchón en un salón oscuro, y había despertado con una sábana sobre el rostro.
Movió los pies. No tenía cadenas. Se había dormido como un prisionero en el desierto y despertaba en las historias. Vivo.
Palpó el borde de la cama. Unos helados tubos de acero llenaron su mano. Una camilla. Carlos le había disparado, ¿cuándo? Tres días atrás, le comunicó Kara. No había soñado durante trece meses en el desierto porque no había Thomas vivo aquí en el sueño. Habían traído aquí su cuerpo, ¿por 9ue? ¿Para examinarlo? ¿Para mantener conjeturando a los estadounidenses? ¿Y dónde era aquí?
Francia.
Thomas aligeró los pies de debajo de la sábana y los hizo girar hacia el suelo de concreto. Un golpe resonó en el salón y él se sobresaltó. No había ocurrido nada. Algo se había caído al piso.
Sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Un objeto iluminado brillaba por la abertura en el fondo del suelo. Vio a sus pies la forma cuadrada. La levantó. Un libro. Palpó la portada y se quedó paralizado.
El libro en blanco de historia, titulado Narración de la historia. Le temblaron las manos. ¡El libro había cruzado con él!
Un frío le recorrió el cuerpo. Este libro, su historia, sus palabras, lo habían devuelto a la vida. Él se hallaba aquí, vestido de paracaidista, los pies descalzos sobre un piso de concreto en Francia, sosteniendo un libro que podía hacer historia con unos cuantos trazos de bolígrafo.
Justin lo había llamado peligroso y poderoso. Ahora Thomas sabía por qué.
De inmediato se le clarificó su único objetivo. Debía encontrar un bolígrafo, un lápiz, cualquier cosa que pudiera marcar el libro, y escribir una nueva historia. Una que cambiara el resultado de la variedad Raison; y mientras él estuviera en ella, una que incluyera su sobrevivencia.
Thomas hizo una pausa ante el inesperado pensamiento de que el libro no era distinto de los artefactos de la historia judeocristiana. El arca del pacto con poder para derrotar ejércitos. La serpiente en el desierto con poder para curar. Ustedes podrán decirle a esta montaña: «Trasládate de aquí para allá», y se trasladará, Jesucristo, año 30. Las palabras se vuelven carne, había expresado Ronin.
Oficialmente ahora había cuatro cosas que cruzaban entre las realidades. Conocimiento, destrezas, sangre y este libro, estas palabras se volvían carne.
Apenas lograba ver el contorno de una puerta como a tres metros de distancia. Fue hacia ella, examinó la perilla, vio que estaba sin seguro y la hizo girar muy lentamente. El salón más allá también estaba oscuro, pero no tanto como este. Pudo ver una mesa, un sofá. Otra puerta bordeada por luz› Una chimenea…
¡Él conocía este salón! ¡Fue donde Monique y él se reunieran con Armand Fortier! Lo habían vuelto a traer a la casa de la granja.
Thomas salió, agarrando aún el libro en la mano derecha. Contempl0 rápidamente el salón. No halló nada que le sirviera y se dirigió a la puerta opuesta. También sin cerrojo. Hizo girar la manilla y abrió un poco la puerta cuando alcanzó a oír el sonido de pisadas en el pasillo.
Permaneció inmóvil. Bajo ninguna circunstancia podía permitir que el libro cayera en manos de ellos. Escapar ya no era tan importante como la seguridad del libro.
Cerró suavemente la puerta y corrió en puntillas hacia la celda. Se metió en la oscuridad, cerró la puerta, se dirigió a la camilla y metió el libro debajo del delgado colchón. Se tendió de espalda y jaló la sábana sobre la cabeza.
Tranquilo. Respira. Baja el ritmo de tu corazón.
Treinta segundos después se abrió la puerta. El cuarto se iluminó. Los pasos atravesaron el piso, se interrumpieron por unos segundos, luego se retiraron. Un hombre tosió, y Thomas supo que se trataba de Carlos. Había venido por algo. Sin duda no a revisar un cuerpo inerte.
El salón se quedó a oscuras.
Thomas esperó todo un minuto antes de volver a levantarse. Fue a la puerta, prendió la luz y examinó el salón. Todo de concreto. Vacío, a excepción de la camilla y un estante para libros. Quizás una antigua bodega. Tal vez pusieron aquí su cuerpo porque era frío y deseaban preservarlo para hacer pruebas.
Decidió que era demasiado el riesgo de que lo atraparan con el libro. Hallaría algo con qué escribir y regresaría.
Thomas revisó el salón adjunto, lo encontró despejado, y salió. Esta vez el pasillo estaba vacío. Pasó aprisa la misma ventana que Monique y él treparan solo unas cuantas noches antes. La luz del sol iluminaba bien la ventana. Estaba a punto de subir los escalones que conducían al siguiente piso cuando le llamó la atención una puerta a través del pasillo. Una puerta reforzada de acero, fuera de lugar en esta casa antigua.
Atravesó el pasillo y la abrió.
Ningún sonido.
Miró adentro. Otro pasillo largo. Paredes de acero. Aquí abajo habían construido una auténtica fortaleza. Este pasillo se extendía más allá de la Pared exterior y terminaba en otra puerta.
Ahora Thomas tenía dos opciones: subir las escaleras, las cuales, que supiera, lo podrían llevar a una garita de guardias, o podía examinar la puerta al final de este pasillo. Y lo más probable era que allí también encontrara un guardia.
Ingresó al pasillo y se movió con rapidez. Le llegaron voces cuando estaba a mitad de camino e hizo una pausa. Pero no eran voces de alarma. Corrió los últimos veinte pasos y llegó a la puerta. Las voces venían del salón que había al otro lado.
– Han matado a la mitad de peces en nuestra costa con estas dos detonaciones, ¡pero no apuntarán a nuestras ciudades!
¿Hablaban de detonaciones nucleares? ¡Alguien había lanzado armas nucleares!
– Entonces no conoces a los israelíes. Saben que no tenemos intención de entregar el antivirus, y no tienen nada que perder.
– Ellos aún tienen principios. No se llevarán a inocentes con ellos. Por favor, se lo ruego, el desierto del Neguev ya fue suficientemente malo. No podemos apuntar a Tel Aviv. Una cosa es jugar al poder para realinear poderes, pero otra es detonar armas nucleares sobre objetivos densamente poblados. Ellos están faroleando. Saben que el mundo se volverá contra ellos si apuntan a civiles. Como se volvería contra nosotros si hacemos lo mismo.
– ¿Crees que la opinión del mundo es aún un elemento de igualdad? Entonces eres más ingenuo de lo que creía, Henri -contestó el interlocutor; así que el hombre que protestaba era Paul Henri Gaetan, el presidente francés-. El único lenguaje que entienden los israelíes es la fuerza bruta.
– Entrégales el antivirus -ordenó una tercera voz.
Armand Fortier.
– Perdóneme, señor, pero creo que…
– El plan debe ser flexible -explicó Fortier-. Hemos mostrado ¿ mundo nuestra resolución de usar cualquier fuerza que se requiera para hacer respetar nuestras condiciones. Les hemos hecho dos enormes agujeros en su desierto y ellos han hecho dos agujeros en nuestro océano. ¿Y qué? Los israelíes son víboras. Nunca se sabe cómo van a reaccionar, excepto defensa de su tierra. Si les volvemos a disparar, tomarán represalias. Dos tercios del arsenal nuclear combinado del mundo ya se encuentran cargados en barcos, viajando hacia nuestras costas. No es hora de acelerar el conflicto-¿Dejará intacto a Israel?
– Les daremos el antivirus -repitió Fortier-. A cambio de sus armamentos. -¿Qué prueba les brindará? -volvió a preguntar el presidente Gaetan.
– Un intercambio mutuo en los mares, cinco días a partir de hoy.
El salón se quedó en silencio unos instantes. La siguiente voz que habló fue una que Thomas reconoció a la primera palabra.
– Pero usted destruirá Israel -pronunció Missirian en voz baja.
– Sí.
– ¿Y a los estadounidenses?
– Los estadounidenses no tienen la fuerza de carácter de los israelíes. No les queda más alternativa que entregar sus armas, a pesar de toda su bulla. Escuchamos a diario lo que dicen. Ahora actúan en total confusión, pero nuestro contacto nos asegura que al final no tendrán otra opción que acceder.
– También podrían exigir un intercambio -comentó el presidente francés.
– Entonces les pondremos en evidencia su fanfarroneo. Puedo hacer que Israel espere hasta el momento que decidamos. Los Estados Unidos ya no jugarán ningún papel en la política mundial.
Thomas sintió latirle fuertemente el corazón. Retiró el oído de la puerta. Había oído suficiente.
– ¿Y si Israel sí lanza en diez minutos como prometieron?
Thomas se detuvo. Una larga pausa.
– Entonces arrasamos Tel Aviv -contestó Fortier.
THOMAS VOLVIÓ corriendo al pasillo hacia la bodega. El plan había cambiado. Tenía que avisar a los Estados Unidos antes de que Israel tuviera oportunidad de volver a lanzar. Necesitaba un teléfono. Pero al buscar un teléfono podría encontrar un bolígrafo.
Peligroso, había dicho Justin. Ahora todo era peligroso.
Thomas corrió hacia la puerta de la celda y giró la perilla. Trancada.
¿Trancada? Solo unos minutos antes la había abierto desde este lado.
Aumentó la presión en la manilla. Se le propagó calor por el cuello. Retrocedió, lleno de pánico. Carlos debió haber echado llave al salir.
Thomas se pasó la mano por el cabello y anduvo de un sitio al otro. Esto no era bueno.
¡Necesitaba un teléfono!
Aún estaba en curso la reunión. Thomas subió corriendo las escaleras, de dos en dos peldaños, y atravesó de sopetón la puerta en lo alto. Un solo guardia asustado se quedó mirándolo. Era claro que nunca antes había visto caminar a un muerto.
Thomas lo abatió con un pie en la sien, una rápida patada en voltereta que aterrizó con un horrible ruido sordo. Luego se oyó un crujido mientras el hombre caía sobre la silla metálica plegable que había estado usando.
Thomas no se molestó en cubrir su rastro. No había tiempo. Sin embargo, sí agarró la 9milímetros de la mano del hombre. Al no encontrar una llave de la celda, volaría la puerta de sus goznes. Ruidoso pero eficaz.
Primero el teléfono.
Pasó una ventana y vio al menos una docena de guardias dando vueltas por la entrada, fumando. Notó que eran principalmente militares franceses de alto rango. No se veía ningún matón en los alrededores. Eso sería una preocupación en unos minutos. Teléfono… ¿dónde estaba el teléfono?
En la pared, naturalmente. Negro y pasado de moda como la mayor parte de artículos en el campo francés. Escarbó en su bolsillo, aliviado de encontrar la tarjeta que Grant le diera en Washington. Al dorso, garabateado en lápiz, la línea directa con la Casa Blanca.
Thomas agarró el auricular y marcó el largo número.
Silencio.
Por un momento temió que las líneas estuvieran muertas. Naturalmente, los franceses monitorizarían toda llamada. Comunicarse sería imposible.
De pronto la línea sonó. Luego silbó por un momento. Thomas oró por que se pudiera conectar.
– Usted se ha comunicado con la Casa Blanca. Por favor, escuche detenidamente, ya que nuestras opciones han cambiado. Presione cero en cualquier momento para hablar con una telefonista…
La mano le temblaba. Cero.
– Casa Blanca -contestó una telefonista después de cuatro timbrazos.
– Habla Thomas Hunter. Estoy en Francia y necesito hablar de inmediato con el presidente.