THOMAS AGARRÓ el libro y se lo metió en el cinturón mientras corría hacia las tiendas. Justin le había mostrado su rostro. Luego Kara por medio de Mikil. Y ahora las hordas estaban atacando. Ahora te mostraré mi corazón. Instantes después alcanzaron a William.
– Mikil, Johan, ¡lleven a Samuel y a Marie al túnel con los demás! William, al cañón oriental conmigo. Cinco hombres.
Habían seleccionado este banco de arena cinco días antes no solo por su proximidad al estanque rojo, sino debido a un pasaje por debajo de dos enormes rocas en el cañón oriental. La ruta era casi imposible de ver sin pararse directamente al frente. Con algo de suerte las hordas esperarían que los albinos siguieran una de las dos rutas de escape más obvias.
¿Cómo se las habían arreglado las hordas para pasar sobre los barrancos sin ser descubiertos por los centinelas?
La primera flecha perforó la roca a la izquierda de Thomas antes de que lograra llegar a las tiendas. Miró por sobre su hombro. Arqueros a caballo. Cincuenta al menos.
– Adelante -gritó Mikil-. ¡Nos han cortado el cañón oriental!
Gritos de alarma resonaron en el campamento. Las mujeres corrían por sus hijos. Los hombres ya se apuraban hacia el corral. No había tiempo para recoger platos, alimentos o ropa. Sería suficiente que lograran escapar vivos.
– ¿William?
¿Solo cinco? -preguntó el teniente de Thomas-. Quizás los encostrados no nos sigan.
Ellos serían la distracción. Bajo otras circunstancias habría tomado diez menos, suficientes para levantar bastante polvo a fin de hacer que los persiguieran mientras los otros se escabullían por la ruta oculta de escape. Pero Thomas sabía que hoy tal vez no iban a escapar quienes fueran parte de la distracción.
– Solo cinco -contestó-. Tengo el fuego.
Thomas corrió hacia el centro del campamento, donde sin duda vería con claridad. Con algo de suerte se centrarían en él. El precio de su cabeza era cien veces más que la de cualquier otro. Y él había oído el rumor de que la propia hija de Qurong, Chelise, a quien él conociera una vez en lo profundo del desierto, estaba prometida a Woref, como premio por la captura de Thomas.
Los gritos se silenciaron rápidamente. El Círculo ya había participado antes en huidas. Todos sabían que gritar no era una forma de evitar llamar la atención. Había suficientes corceles para cargar a toda la tribu, un adulto y un niño por cada animal, y quedaba una docena para cargar sus provisiones.
Thomas agarró la antorcha que ardía lentamente al lado de la hoguera principal. Gritos ásperos dirigían el ataque por encima. Una flecha se deslizó por el aire y chocó con carne a la derecha de Thomas. Él giró.
Alisha, la madre de Lucy, agarraba una vara que le sobresalía en el costado. Thomas empezó a ir hacia ella pero se detuvo al ver que Lucy ya corría hacia su madre, tomando una de las carnosas y curativas frutas anaranjadas. La niña alcanzó a Alisha, bajó la fruta, agarró la vara con ambas manos y jaló con fuerza. Alisha gimió. La flecha salió.
Luego Lucy exprimió la fruta en la herida abierta.
Thomas corrió a interceptar a William, quien guiaba a Suzan y a dos miembros montados de la tribu. Saltó sobre la silla mientras el caballo ya corría y fustigó al animal para que galopara veloz, dirigiendo ahora a los demás.
Un resoplido detrás de él le hizo girar la cabeza. Se trataba del anciano, Jeremiah. La mayor parte de la tribu ya había tomado sus posiciones debajo de un saliente protector en los establos, pero el consejo se estaba llevando a cabo muy lejos de los caballos cuando empezó el ataque. El anciano se había rezagado. La lanza de un encostrado le había dado en la espalda.
En la confusión nadie corrió a ayudarlo. Si moría, la fruta no lo reviviría.
– ¡William! ¡La antorcha!
Thomas le lanzó la ardiente brasa a William, quien la atrapó con una mano y volteó a mirar para ver el problema.
– Rápido, Thomas.
– Enciende el fuego. ¡Anda!
Thomas hizo girar su caballo y corrió hacia el anciano, quien ahora yacía bocabajo. Se puso al lado de Jeremiah, con la fruta en la mano. Pero antes de poner la rodilla en la arena supo que era demasiado tarde.
– Jeremiah!
Agarró la lanza, puso un pie en la espalda del hombre y la extrajo de un jalón. Le habían partido en dos la columna vertebral.
Thomas aplastó la fruta con las dos manos, resoplando de ira. Vertió jugo en el orificio abierto.
Nada. Si el hombre aún estuviera vivo, el jugo habría comenzado al instante su regeneración.
Una flecha dio en el hombro de Thomas. Este se levantó y miró hacia la dirección de la que había venido. Los arqueros en el barranco más cercano lo miraban, los habían agarrado momentáneamente desprevenidos.
– ¡Él fue antes uno de ustedes! -gritó.
Sin dejar de mirarlos, Thomas agarró la flecha en su hombro, la sacó y la arrojó al suelo. Se presionó la fruta en la herida.
– Ahora está muerto, como lo están ustedes. ¿Me oyen? ¡Muertos! Todos ustedes. ¡Ustedes viven en muerte!
Uno de ellos soltó una flecha. Thomas vio que el proyectil estaba desviado y lo dejó pasar silbando sin moverse. Fue a parar en la arena.
Entonces él se movió. Más rápido de lo que ellos habían esperado. Subió a su corcel y se dirigió directo al cañón oriental.
El primer fuego ya arrojaba espeso humo negro hacia el cielo. William había encendido el segundo en el lado opuesto del cañón y galopaba hacia el tercer montón de arbustos que habían preparado precisamente para esta eventualidad.
Thomas hizo caso omiso de las flechas que volaban, se inclinó sobre el pescuezo del caballo, y se metió entre el espeso humo.
SOREN LEVANTÓ la mano para dar la señal.
– Espera -anunció Woref.
– Los demás saldrán hacia el cañón -objetó su teniente-. Deberíamos perseguirlos ahora.
– Ordené que esperaran. Soren bajó la mano.
El plan había sido encerrarlos, herir a tantos como fuera posible desde un ángulo elevado de ataque, y luego atacarlos para acabar con ellos. La maldita fruta de los albinos no tenía poder contra una guadaña en el cuello. Era una estrategia que el mismo Martyn aprobara en otro tiempo.
Ahora Martyn se hallaba abajo entre los albinos, atrapado con los demás. Pero de repente Woref no estuvo tan seguro de la estrategia; no había esperado que ellos encendieran fuego.
– ¿Creerán ellos que el humo los va a proteger? -inquirió Soren-. Los pobres tontos no saben que ya tenemos cubierta su vía de escape en el otro extremo.
Pero era a Thomas a quien enfrentaban. Y a Martyn. Ninguno pensaría que un poco de humo les ayudaría a escapar de un enemigo que claramente había conocido su posición antes del ataque.
¿Por qué entonces los fuegos?
– ¿Estás seguro de que no hay más rutas desde este cañón?
– Ninguna que encontrara ninguno de nuestros exploradores.
Pero debía haberlas. ¿Qué dirección tomaría él si dirigiera esta banda de disidentes? Dentro del desierto, naturalmente. Lejos de las hordas. Hacia las llanuras donde simplemente podrían dejar atrás cualquier persecución.
– Ordena que la mitad del equipo de rastreo bloquee el desierto hacia el sur -expresó Woref.
– ¿Al sur?
– No me hagas repetir alguna otra orden.
Soren se alzó en los estribos y transmitió la orden por medio de señales con la mano. Dos exploradores montados, cada uno confirmando el mensaje, hicieron girar sus cabalgaduras y desaparecieron.
– Toda la tribu se dirigirá momentáneamente hacia el humo – comentó Woref-. Quiero a todos los arqueros lanzando flechas sobre los albinos.
– Ya he transmitido la orden.
– ¿Pero por qué? -musitó Woref para sí mismo-. El humo los sofocará si no salen rápidamente.
Un chiflido resonó en el cañón y, exactamente como él lo había previsto, casi cincuenta cabezas de caballos aparecieron por debajo del saliente de la pared de un cañón en el occidente. Les cayó una lluvia de flechas. Las mujeres agarraban a sus hijos y corrían hacia el humo, fustigando a sus monturas a correr tanto como pudieran.
Múltiples blancos. Allá abajo estaban acabados. Pero solo tenían que correr cincuenta metros antes de que los tragara el humo.
Sin embargo, cayeron dos. Un caballo tropezó y su jinete corrió a pie. Un tercero se agarró a una flecha que le había dado en el pecho. El que iba a pie tropezó y tres flechas se le clavaron en la espalda.
Entonces los albinos salieron del acoso y entraron a su humo. Los hombres de Woref habían matado solo a cinco. Seis, contando el que mataron antes con una lanza. Habían herido a muchos más, pero sobrevivirían con la ayuda de su hechicería. Esa fruta amarga de ellos.
Los arqueros dispararon una docena de flechas a cada uno de los albinos caídos, luego el cañón se llenó de un espeluznante silencio.
Woref movió las riendas de su montura hacia un lado y trotó a lo largo del precipicio, hacia el oriente, escudriñando con los ojos la más leve señal de vida debajo del espeso humo. El silencio lo enfadó. Sin duda ellos no volverían a exponerse a otro ataque de flechas. ¡Tenía que haber otra salida!
Detrás de él, el equipo de rastreo entraba al valle, cortando eficazmente cualquier intento de retirada.
Thomas había estado con quienes habían encendido los fuegos. El acuerdo de Woref con Qurong era por Thomas. Si los grupos se hubieran dividido…
Luego un grito del oriente. Habían divisado el grupo de Thomas.
Woref espoleó el caballo y galopó por el cañón. Entonces los vio, cinco caballos que levantaban polvo más allá del humo, yendo a toda velocidad hacia la trampa que él les había tendido.
THOMAS ALEJÓ del humo a su contingente, orando porque todas las miradas de los encostrados estuvieran puestas en él. Había inspeccionado hasta el último centímetro de este cañón y sabía dónde pondría una trampa si fuera el comandante de las hordas. Ahora sus posibilidades de atravesar esa trampa eran mínimas. Si les hubieran advertido, habrían tenido una mejor oportunidad de pasar la entrada del cañón antes de que los enemigos lograran tender la trampa. Dos hermanos, Caín y Stephen, corrían al lado de Suzan a la derecha de Thomas. William subía por detrás.
– ¿Peleamos? -exigió saber William.
– No.
– ¡Nos atrasamos demasiado! Nos estarán esperando.
Sí, estarían esperando.
– Podemos regresar -opinó William.
– ¡No! No podemos poner en peligro a los demás. ¿Tienes lista tu fruta?
Tan pronto como lo dijo, oyó el grito adelante. Treinta hombres montados entraron cabalgando al descubierto, cortando la entrada del cañón.
Sin embargo, ellos siguieron cabalgado, directamente hacia las alertas hordas.
– Justin, danos fuerzas -musitó Thomas entre dientes.
Los encostrados no estaban atacando. Nada de flechas, ningún grito, solo esos treinta hombres a caballo, esperando acorralarlos. No había manera de pasarlos.
Thomas frenó su corcel y levantó una mano.
– Deténganse.
Se detuvieron a cien metros de los encostrados.
– ¿Vas a dejar que nos atrapen? -preguntó William-. Sabes que nos matarán.
– ¿Y cuál es nuestra alternativa?
– Mikil y Johan han tenido el tiempo necesario para hacer que los demás atraviesen la brecha. ¡Aún podemos lograrlo!
– Ahora tendrán gente en el cañón -informó Suzan.
Ella había sido de las últimas en entrar al Círculo, y no había nadie cuya adhesión alegrara tanto a Thomas. Como cabecilla de los exploradores de los guardianes del bosque, ella había estudiado a las hordas más que la mayoría y conocía sus estrategias casi tan bien como el mismo Johan.
– Y, si tenemos suerte, no encontrarán el túnel -opinó Thomas.
– ¡Entonces debemos pelear! Podemos darles una paliza…
– ¡Sin muertes! -exclamó Thomas, mirando a Caín y Stephen-. ¿Están listos para lo que significa esto?
– Si hablas de muerte, entonces estoy listo -contestó Caín.
– Preferiría morir antes de ir a parar a sus mazmorras -añadió Stephen-. No me llevarán vivo.
– ¿Y cómo propones forzarles las manos? Si nos agarran vivos, entonces iremos con ellos de manera pacífica. Sin pelear, ¿está claro?
– Les ayudé a construir sus mazmorras. Yo…
– Entonces puedes ayudarnos a escapar de sus mazmorras.
– ¡No hay manera de escapar!
Los hermanos también habían sido de los últimos en llegar, y aún tenían fresco en sus mentes el descubrimiento de vida al otro lado del ahogamiento. Los dos eran de piel morena y se habían rapado las cabezas como parte de un voto que habían hecho. Ambos tenían claro lo de mostrar tanto como fuera decentemente posible su carne libre de enfermedad.
– Sin pelear -repitió Thomas.
Sostuvieron sus miradas por un momento.
– Sin pelear -asintió Stephen.
Los cinco se hallaban en fila, frente a las hordas. Resonaron cascos detrás de ellos y Thomas se volvió para ver que del humo que se iba desvaneciendo emergía el equipo que Suzan había predicho.
– Nos estamos metiendo en problemas -expresó William.
– No, estamos logrando la libertad de Mikil. La libertad del Círculo.
– ¿Mikil? No me digas que esto tiene que ver con estos sueños tuyos.
Se le había ocurrido la idea. No estaba seguro de lo que habían hecho al escribir en el libro en blanco ahora en su cintura, pero o él o Kara debían regresar. Las vidas de seis mil millones de personas estaban en juego. Sin mencionar la vida de su propia hermana. Si Mikil moría, Kara moriría.
' Si estuviera preocupado solo con las historias, me habría salvado yo, ¿no es así? Aquí estamos haciendo ni más ni menos lo que sin duda haría Justin.
No había nada más de que hablar. Thomas extrajo el libro de la cintura y se lo metió en la túnica.
WOREF PASÓ cabalgando a sus hombres y analizó el callejón sin salida en el cañón. Cinco.
Los otros cincuenta habían desaparecido.
Pero entre los cinco se hallaba Thomas. Si había calculado correctamente, los otros emergerían de estos cañones por el sur, donde sus hombres darían debida cuenta de ellos. Ahora le preocupaban estos cinco.
Este.
– Envíen mensaje: cuando encuentren a los demás, mátenlos a todos. Tengo a Thomas de Hunter.
Woref fustigó su caballo y cabalgó con su guardia para reunirse con el hombre que era responsable del dolor que había soportado en los últimos trece meses. El nombre de Thomas de Hunter aún se susurraba con temor a altas horas de la noche alrededor de mil hogueras. Él era una leyenda que desafiaba la razón. Al no derrotar a las hordas con la espada, había adoptado ahora el arma de la paz. Qurong preferiría enfrentar cualquier día una espada antes que a este heroico engaño al que llamaban el Círculo. Es verdad que solo mil habían seguido a Thomas en su demencia, pero lo que era mil se podría convertir fácilmente en diez mil. Y luego en cien mil.
Hoy él reduciría su número a uno.
Y hoy Woref tendría a su novia.
Se detuvo a diez metros de los albinos. Estos parecían salamandras con su asquerosa piel al descubierto. La brisa le traía el hedor de ellos y él hizo lo que pudo para no respirarlo muy profundo. Olían a fruta. La misma fruta amarga que usaban para su hechicería, la variedad que crecía alrededor de los estanques rojos. Se decía que ellos bebían la sangre de Justin y que obligaban a sus hijos a hacer lo mismo. ¿Qué clase de enfermedad de la mente empujaría a un hombre a tales ridiculeces?
Dos de los prisioneros eran calvos. Parecían vagamente conocidos. Un tercero era una mujer. El solo pensamiento de que algún hombre se reprodujera con una salamandra tan horrible bastaba para producirle náuseas.
El general puso su caballo al lado del de Thomas de Hunter. Medallones parecidos colgaban de los cuellos de cada uno de los rebeldes. Estiró la mano, agarró el colgante de Thomas, se lo arrancó y lo sostuvo en la palma. Luego escupió en él.
– Ustedes ahora son prisioneros de Qurong, líder supremo de las hordas -expresó, y luego hizo alejar su caballo, atosigado por la fetidez.
– Eso parece -contestó Thomas.
– ¡Rocíenlos!
Dos de los encostrados cabalgaron alrededor de los cautivos y les lanzaron ceniza encima. La ceniza contenía azufre y hacía soportable la pestilencia.
– ¿Dónde están los demás? -inquirió Woref. Thomas lo miró, con los ojos en blanco.
– Maten a la mujer -ordenó el encostrado.
Uno de los soldados extrajo una espada y se acercó a la mujer negra.
– Matar a alguno de nosotros sería una equivocación -expuso Thomas-. No podemos decirles dónde están los demás. Solo podemos decirles cómo se burlaron de ustedes, lo cual gustosamente haremos. Pero por ahora han huido en una dirección que solo ellos saben.
Woref sintió que una nueva aversión por este hombre le recorría los huesos. Se preguntó cuan listos se verían los rebeldes sin labios. Pero entonces Qurong no obtendría la información que necesitaba.
– Sé cómo escaparon -declaró-. Mis exploradores pasaron por alto en los barrancos una brecha que lleva al sur, al interior del desierto. En este mismo instante tu banda de rebeldes se dirige hacia nuestras manos.
– ¿Por qué pregunta entonces?
Él había esperado un estremecimiento, una pausa, cualquier cosa que indicara la sorpresa del hombre al ser descubierto con tanta facilidad. En vez de eso, Thomas había soltado impasible esta reprensión.
Pagarás por tu falta de respeto. Te lo prometo. Encadénenlos.
Woref giró su caballo y salió del cañón.
MIKIL MOVIÓ el monóculo alrededor del desierto que rodeaba las tierras del cañón.
– ¿Otros más? -preguntó Johan.
– No. Solamente los del grupo.
Detrás de ellos, cincuenta pares de ojos blancos y redondos observaban desde la oscura caverna en que se escondían. Concluyeron el camino a través de la brecha y entraron en un cañón adyacente que los llevó aquí, al borde del desierto sur. Pero no saldrían a campo abierto hasta estar seguros de que las hordas se habían ido.
– Ellos estarán ahora en la cueva -dedujo Johan-. Debemos movernos pronto.
– A menos que siguieran a Thomas fuera del cañón.
– Suponiendo que Thomas lograra salir del cañón -objetó Johan frunciendo el ceño.
– ¿Por qué no iba a hacerlo? -indagó ella bajando el catalejo.
– Juraría que vi a Woref en el barranco -anunció él en voz baja y mirando hacia atrás-. Nos cayeron encima sin advertencia, lo cual significa que ya nos habían localizado. Tendrían cubiertas ambas rutas de escape. No veo cómo nadie, ni siquiera Thomas, podría escapar sin pelear. Y los dos sabemos que él no peleará.
La revelación la dejó aturdida. No solo como Mikil, quien temía por el futuro del Círculo sin Thomas que los dirigiera, sino como Kara, quien de repente temió por la vida de su hermano.
– ¡Entonces debemos regresar!
– Tenemos que pensar en la tribu -declaró él, y respiró hondo-. Primero la tribu, luego Thomas. Suponiendo que esté vivo.
Ella estaba a punto de regañarlo por sugerir algo así, pero luego se le ocurrió que, como Mikil, estaría de acuerdo.
– Entonces nos quedaremos aquí -concordó, mirando el desierto.
– Nos seguirán el rastro.
– No si bloqueamos el túnel. Piénsalo. Nunca esperarán que nos quedemos en estos cañones. En cualquier parte menos aquí, ¿correcto? Y no hallarán esta caverna. Cerca hay un estanque rojo, agua, alimento. No quiero entrar más al interior del desierto si ellos tienen a mi hermano.
Las emociones mezcladas en el pecho de Mikil eran suficientes para hacer que quisiera gritar. Ella era Mikil, pero también era Kara, y como Kara había despertado dentro de una tormenta de fuego. De manera sorprendente solo había sentido un poco de temor, aun con las flechas de las hordas pasándole muy cerca de la cabeza. Ella había estado mil veces peleando en contra de los encostrados, muy a menudo en combate cuerpo a cuerpo.
Por otra parte, esa no era la condición de los civiles a su cargo. Habían perdido a seis en el ataque, incluyendo a Jeremiah. Se sintió angustiada.
Pero la embargaba otra emoción. El deseo de despertar en el laboratorio del Dr. Myles Bancroft. Thomas había agarrado el libro… ahora desearía haberlo tomado ella. Era imposible saber cuántas oportunidades más tendrían de escribir en él. Pensar en que esas pocas palabras que ella logró escribir tenían poder en la Tierra le hizo sentir un cosquilleo en la columna. Debía volver para ver si habían funcionado. Imaginar…
– Si bloqueamos el túnel -declaró Johan rascándose la barbilla y mirando alrededor-, ellos verán que lo bloqueamos.
– Dejémoslos. Cuando no logren encontrarnos supondrán que entramos al desierto.
– Aún buscarán nuestras huellas.
– Entonces les daremos unas que los alejen de aquí, más al occidente a lo profundo del desierto. Con los vientos nocturnos soplando, para la mañana se habrá perdido nuestro rastro.
Él se quedó en silencio, pensando.
– Me niego a penetrar más en el desierto mientras el destino de Thomas sea incierto.
Podría funcionar -asintió él-. Pero no bloqueemos el túnel en la entrada. De todos modos es demasiado tarde para eso.
Corrió a su caballo y se subió a la silla.
– Debemos apurarnos.