MIKIL SE sobresaltó en su saco de dormir, tenía los ojos abiertos desmesuradamente en el brillante sol de la mañana.
¡Kara!
Por un prolongado momento su mente luchó con la información que le había dado Thomas. Él se hallaba en la biblioteca bajo la amenaza de la muerte de Chelise. Acababa de noquearse. ¿Pero cuánto tiempo había?
Mikil se puso de pie y corrió hacia los caballos, gritándole a Johan, quien se había levantado sobre un codo. Habían viajado toda la noche y cayeran rendidos en esta cueva, exactamente fuera de la ciudad, al clarear el día.
– ¡No te muevas! Espera aquí. Volveré.
– ¿A dónde vas? -exigió saber Suzan.
– A la ciudad.
– ¡Entonces iré contigo! -exclamó Suzan parándose de un salto.
– ¡No! -objetó Mikil agarrando las riendas y montándose de un salto; luego hizo girar el caballo-. Debo hacer esto sola. No podemos arriesgarnos a perder a nadie más.
– ¡Mikil, por favor! -gritó Jamous corriendo tras ella-. No puedes ir sola. Déjame ir contigo.
– Volveré -anunció ella inclinándose al frente y besándole la cabeza, luego el rostro-. Te lo prometo, mi amor. Espera aquí, te lo suplico. Espérame.
Ella espoleó su montura y se metió a toda velocidad entre los árboles.
– ¡Mikil!
– ¡Espérame! -gritó ella.
THOMAS ABRIÓ los ojos. Se hallaba en el piso de la biblioteca. Parecía que la cabeza te iba a estallar. Tenía una mano sobre el hombro. Chelise estaba sentada en el suelo al lado de él, llorando sin hacer ruido. ¿Por cuánto tiempo había perdido el conocimiento? No había manera de saberlo.
Suficiente.
O quizás no suficiente, dependiendo de Mikil.
Cerró los ojos e intentó aclarar la mente. Habían estado juntos durante una hora, tal vez dos, todo eso peor incluso de lo que él imaginara cuando yacía en el calabozo, temiendo lo peor. De solo verla cuando le quitaron la venda de los ojos y lo empujaron dentro de la biblioteca se le habían debilitado las rodillas.
Chelise. Su amor. La única mujer por la que con gusto daría la vida. Este asombroso ser que estaba blanco con la enfermedad solo porque aún no conocía la verdad. Pero él no le veía la enfermedad. El rostro pintado y los ojos grises de ella eran el sol y las estrellas para él.
Había hecho lo mejor durante una hora. Sentía como ácido las palabras que le salieron de la boca. Pero él sabía que, si fallaba, Woref la mataría. Si ella moría ahora, su muerte sería eterna, y eso era algo que no podría soportar. La única esperanza que le quedaba era darle el don de la vida, de tal manera que quizás un día alguien más la pudiera guiar al ahogamiento donde ella encontraría al Hacedor.
Ahora había otra esperanza. Un delgado rayo de luz. Mikil. Tenía que darle tiempo.
Pero también había algo más ahora. Él iba a morir. Cuando le quitaran la última gota de sangre para salvar al mundo del virus, él habría muerto, allá y acá. Aunque una hora en sus sueños podría ser un mes aquí, también podrían ser solo algunos minutos.
No podía morir sin expresar su verdadero amor por última vez.
Yacía quieto y dejaba que ella llorara débilmente, temiendo volver a abrir los ojos. Todo había empezado con un golpe en la cabeza. Había vivido un mes en una realidad, liberando sin querer una plaga y luego quizás anulando esa misma enfermedad. Y había vivido dieciséis años en esta realidad, donde otra clase de padecimiento se había liberado y luego deshecho.
– Él está despertando, mi señor.
Woref abrió los ojos. Tenía que concederle mérito al albino. Según Soren, el hombre se había portado bien, luego se noqueó a sí mismo para librarse de la pena. A Soren le había parecido precipitado, pero Woref entendía. Conocía el corazón de Thomas, y lo despreciaba por eso.
La mujer era otro asunto. Su amor por Thomas era más profundo de lo que el general se había imaginado. Ella era una ramera obstinada. Pero é] sabía que lloraba por sí misma, no por Thomas.
Ahora solo era cuestión de tiempo. Teeleh tendría el amor de su moza.
YA NO pudo soportar permanecer despierto mientras ella lloraba. Thomas respiró hondo y se alejó de Chelise. Ella se puso de pie y retrocedió.
– ¿Thomas?
Woref o uno de sus incondicionales aún estaría observando y escuchando. Habían dejado que esto continuara solo por la convincente actuación de Thomas hasta ahora.
Miró alrededor, como aturdido.
– ¿Cuánto tiempo ha pasado? -susurró.
– ¿Qué?
El la miró. Rostro surcado de lágrimas. Ojos desproporcionadamente abiertos. La pregunta de ella persistió en una boca abierta. De pronto Thomas no pudo confiar en sí mismo para hablar. Se quebrantaría, aquí y ahora, y se pegaría de los tobillos de ella y le pediría perdón por la manera en que la había hecho pedazos con la lengua.
– ¿Cuánto tiempo estuve sin conocimiento? -preguntó después de tragar saliva y de desviar la mirada.
Ella no respondió al instante, lo cual significaba que tampoco lo sabía. ¡Él no podía hacer esto! ¡Ya no lo podía soportar más!
– No sé, tal vez media hora. O diez minutos.
– ¿Solo diez minutos?
¡Mikil necesitaría mucho más tiempo! Además, SÍ se había quedado dormida solo cinco minutos antes que él, ella pudo haber pasado todo un día aquí. En todo caso, aún no había venido nadie por ellos. Lo cual solo podía significar que Mikil no había tenido éxito. Que él supiera, ella estaba muerta.
– Pudo haber sido una hora -anunció ella.
Ahora su tono era más duro. El la miró y vio que fruncía el ceño. Todavía lo miraba, pero ahora con más resolución. Había tenido demasiado antes de que pudiera empezar a creerle las mentiras.
– Por favor -susurró ella.
Thomas se agarró las manos por detrás y se paseó por la línea de libros. ¡Por favor! Ella había dicho por favor, ¡y muy bien pudo haberle besado los labios!
Trató de pensar en los libros en blanco perdidos y las muy graves consecuencias que podrían seguir a su aparición en la otra realidad. Pero ahora no tenía espacio en el corazón para suposiciones. No podía arrancarse de la mente a la mujer que lo veía caminar como si ella no le interesara.
Estoy interesado en ti, amor mío. Mira mi rostro, mis manos, la manera en que camino, el modo en que respiro. ¿No puedes ver más allá de esta farsa y saber que siempre te amaré?
Eso derrotaría el propósito de este juego, ¿no es así?
¿Y si él en realidad tuviera éxito? ¿Y si ella se volviera contra él llena de ira y no lo volviera a amar?
El corazón le empezó a retumbar en el pecho. Llegó al rincón y se detuvo. Los ojos se le volvieron a inundar de lágrimas e intentó alejarlas parpadeando. Cerró los ojos y suplicó que ella lo perdonara. Esto era peor que la muerte.
¿Dónde estás, Mikil? Él debía hacer creer a Woref que le estaba siguiendo su diabólico juego. Debía permanecer firme por el bien de Chelise. Silencio bañaba la biblioteca. Un profundo vacío de muerte. Una tumba sellada con…
Thomas abrió los ojos. Se oyó un sonido detrás de él. Un gemido muy quedo. No como los otros sollozos. En el quejido de ella había un inequívoco sonido de derrota.
Aterrado, regresó a ver.
Chelise yacía en el suelo, bocabajo, con las manos extendidas por encima de la cabeza, llorando. Thomas se estaba tambaleando hacia ella antes de que pudiera ordenarle a los pies que se movieran. ¡No soportaría esto! ¿Qué había hecho?
Cayó de rodillas, lanzó sus brazos por sobre la cabeza de Chelise y metió su rostro en el cabello de ella. Intentó hablar, pero no le respondió la garganta.
Trató de ser amable… echarse atrás y decirle lo que desesperadamente deseaba expresarle, acariciarle el rostro y enjugarle las lágrimas, pero lo único que atinó a hacer fue aferrarse a ella y llorarle en el cabello. Woref vendría. En cualquier momento entrarían por las puertas y lo separarían de ella. ¡Tenía que decirle!
Pero solo pudo temblar sobre ella como una hoja.
¡Basta, Thomas! ¡La estás aterrando!
Entonces levantó la cabeza, se sentó sobre las piernas y lloró hacia el techo,
– Te… te… amo.
Salió casi como un susurro.
Aspiró una bocanada de aire y a través de las lágrimas le miró la parte posterior de la cabeza. Le acarició el pelo con las yemas de los dedos.
– Te amo, Chelise, novia mía, más de lo que posiblemente podría amar a otra persona -logró expresar; el llanto de ella aún persistía-. Lo siento muchísimo… fue una mentira, todo fue mentira, para que te olvidaras de mí,
Sus palabras brotaron con alivio.
– Tuve que rechazarte para que no te mataran, pero no puedo hacerlo; no tengo la fortaleza para verte sufrir. Perdóname, perdóname, mi amor.
La espalda de Chelise subía y bajaba con la profunda respiración de ella. ¿Le creía? Le cruzó por la mente el pensamiento de que tal vez ella no le creyó. Volvió a caer sobre la princesa, aforrándosele a los hombros y llorándote en la espalda.
– Te lo ruego, ¡perdóname! No quise decir una palabra, lo juro.
¡Otra vez la estaba asfixiando!
Thomas se echó hacia atrás.
Chelise se puso de rodillas, mirando a la distancia. Thomas tembló, horrorizado por el pensamiento de que ella quizás no le creía.
Ella se volvió lentamente y él le vio la boca cerrada en un llanto silencioso. Lo miraba a través de charcos de lágrimas. ¿Se estaba ella arrepintiendo? Ella estaba…
Chelise lanzó los brazos alrededor de los hombros de Thomas y ocultó el rostro en el cuello de él.
– ¡Yo sabía que me amabas! -sollozó ella; lo besó debajo de la oreja, le pasó los dedos por la nuca y lo apretó como si se estuviera aferrando a la vida.
– ¡Te amo, cariño mío! Te amaré siempre.
Thomas se descontroló. La apretó con fuerza, dándole solamente suficiente espacio para que respirara.
– ¡Cásate conmigo! -gritó; era absurdo, pero a él no le importaba; él quería que ella lo oyera-. ¡Cásate conmigo!
– Lo haré -contestó ella titubeando solo por un instante; lloraba sobre el hombro de Thomas-. Me casaré contigo.
De repente la puerta se abrió y se cerró detrás de Thomas. Sobre el suelo resonaron botas. Un puño lo agarró del cabello y lo lanzó hacia atrás con tanta fuerza que él creyó que le podían haber roto el cuello.
Cayó de espaldas y Chelise con él.
Woref la agarró del pelo y bruscamente la separó de Thomas. Ella gritó.
– ¡Suéltala! -vociferó Thomas tratando de levantarse-. ¡Déjala…!
La bota de Woref lo golpeó en la sien y él cayó de bruces.
Intentó levantarse. Debía detener a Woref. Tenía que matar al tipo. De todos modos los dos estaban muertos. Thomas se levantó. El salón le daba vueltas. Parpadeó y juntó fuerzas. Se le ocurrió que nadie más había entrado al salón. Cualquier cosa que Woref planeara, culparía a Thomas.
– Qurong… -jadeó Thomas-. Qurong no te dejará…
Woref empujó a Chelise contra la pared y la agarró por el cuello, estirando la mano para golpearla.
– Ahora te mataré -amenazó; levantó la voz-. ¿Me oyes, perra inmunda? Te aporrearé hasta que mueras.
Ahora gritaba furioso.
– ¡Nadie me desafía! ¡Ni la hija de Qurong ni el mismo Qurong!
Hizo oscilar la mano.
– ¡Detente!
La puerta voló hacia adentro.
Woref estaba comprometido… su mano abierta se estrelló contra la mejilla de Chelise con el sonido del chasquido de un látigo. La cabeza de ella se movió bruscamente a los lados. Pero Woref había detenido todas sus fuerzas en el último momento. Ella miró hacia la entrada con ojos desorbitados.
Thomas le siguió la mirada. Allí estaba Qurong. Y Ciphus, Y detrás de ellos, Mikil, con las manos atadas.
El, SUPREMO líder estaba con las dos manos empuñadas y la cabeza descubierta. La vena en la sien le sobresalía debajo de sus largos y gruesos rizos.
– Suéltala.
Woref retiró la mano del cuello de Chelise. Se echó hacia atrás un mechón de cabello que le había caído en el rostro.
– Esta mujer ha cometido traición al amar a un albino -declaró-. Por eso debe morir.
Qurong entró al salón. Thomas se puso de pie y miró a Mikil, quien lo observaba.
– ¿Qué está ella haciendo aquí? -exigió saber Qurong.
– La traje para salvarle la vida -respondió Woref-. Ciphus lo sabe.
– Solo sé que ordenaste traerla aquí -se defendió el sumo sacerdote-. No sé nada más.
– ¡Mientes!
– Yo decidiré quién miente -resolvió Qurong; miró a su hija, con los labios apretados en una delgada línea-. ¿Cómo le salvarías la vida trayéndola aquí? ¡Ella nunca fue condenada!
– Se condenó a sí misma amando a un albino -objetó Woref escupiendo al piso-. Yo lo sabía y exigí al albino que se retractara de su amor para que ella reaccionara. Era lo menos que podía hacer por usted.
– Eres un tonto -manifestó Qurong amargamente-. Ves cosas que no existen. ¿Quién eres tú para juzgar el amor de mi hija? Mi esposa tiene razón; tienes un instinto asesino hacia ella.
– Le puedo asegurar…
– ¡Silencio! -gritó el líder supremo caminando iracundo de un lado a otro-. No me importa lo que digas, tu palabra ya no es confiable.
– Quizás tu hija debería hablar por ella misma -opinó Ciphus.
Todos enfocaron la mirada en Chelise, cuyos ojos miraron alrededor. Miraron a Thomas. Luego se fijaron en su padre.
– Entonces habla -pidió Qurong-. Pero te advierto que tenemos una ley que nos ata.
Thomas sintió que el alma se le iba a los pies. ¡Ella tenía que negar su amor! Si solamente lo negara, Qurong le daría el beneficio de la duda y la dejaría vivir. La conspiración de Woref estaba al descubierto; ella estaría a salvo.
Chelise miró a su padre por un tiempo prolongado. Miró a Thomas, quien movió ligeramente la cabeza, para que nadie más que ella viera. Por favor, amor mío. Yo sé la verdad. Sálvate.
Ella le sostuvo la mirada y se alejó de la pared.
– ¿Quieres saber la verdad, padre? ¿Quieres saber por qué esta bestia a la que has encargado tus ejércitos está tan indignada?
Ella fue hacia Thomas y se detuvo frente a él.
– ¿Quieres saber por qué este albino me ató y me robó del castillo? ¿Por qué atravesaría por mí el desierto a pie si tuviera que hacerlo? ¿Por qué daría su vida por salvar la mía? -preguntó Chelise, luego hizo una pausa-. Porque me ama más de lo que ama su propio aliento.
Thomas sintió que la frente se le arrugaba de temor por ella.
La joven lo agarró del brazo, se puso a su lado y miró a su padre.
– Y yo lo amo de la misma manera.
Se quedaron como seis estatuas congeladas.
– Lo siento, padre. No puedo mentir al respecto.
Thomas vio que el mismo temor que sentía por la vida de ella cruzaba la mirada de Qurong.
– Te están obligando…
– No es así -objetó ella.
– ¡No es posible que digas esto! ¿Sabes qué significa?
– Significa simplemente que lo amo. Y por ese amor pagaré cualquier precio. El rostro del líder supremo enrojeció de ira. Miró a Ciphus.
– Entonces el destino de ella está sellado, mi señor -declaró el sacerdote inclinando la cabeza.
El rostro de Qurong cambió lentamente, como el sol que se desvanece. La resolución que le había servido tan bien en cien batallas se le venía encima. Miró una vez a Chelise, luego a Thomas.
– Perdóname -expresó Thomas-. Yo haría cualquier cosa…
– ¡Cállate! ¡Contra la pared! Los dos.
Thomas y Chelise fueron a la pared y presionaron las espaldas contra el librero.
– Suéltalo -le ordenó Qurong bruscamente a Chelise-. Aléjate.
Ella obedeció.
– Pues bien. El precio por la cabeza de mi mayor enemigo es la muerte de mi propia hija. Que así sea.
Les dio la espalda y miró a la pared opuesta.
– Woref, únete a ellos, por favor.
El general pareció no haber oído.
– Lo siento, mi señor, lo que…
– Únete a ellos contra la pared.
– No veo…
– ¡Ahora!
Woref se colocó al lado de Thomas.
– Ciphus.
Ciphus fue hasta donde Woref y le quitó la espada antes de que el hombre pudiera entender lo que estaba sucediendo.
– Te sentencio a muerte por traición contra la familia real -dictaminó Qurong enfrentando a Woref-. Morirás con ellos.
– No creo que usted comprenda, mi señor -objetó Woref aterrado-. ¡No he cometido ningún acto de traición!
– Me denunciaste. También tenías todas las intenciones de matar a mi hija. Te dije que si la lastimabas, yo mismo te ahogaría, y ahora lo haré.
– ¡Esto es un atropello!
– Es justo -aseveró Ciphus-. Es lo justo.
– ¡Vengan! -ordenó Qurong,
Entró un guardia seguido por una fila de otros más, que se movían rápidamente. En total llegaron veinte y los rodearon.
El líder máximo fue hasta donde Woref, agarró la banda que le atravesaba el pecho y que le daba el rango, y se la arrancó.
– ¡Amárrenlos! Serán ahogados esta noche-ordenó, lanzó la banda al suelo y se dirigió a la puerta.
– ¿Qué hay con la albina? -preguntó Ciphus-. Ella vino por voluntad propia. En beneficio tuyo.
Los ojos de Qurong estaban tristes y ya no le quedaban ánimos. Miró a Mikil.
– Suéltenla.