THOMAS NO estaba seguro de qué le había sucedido en la biblioteca ese primer día con Chelise, pero descubrió que, por mucho que lo intentara, no se la podía quitar de la mente. El corazón de Chelise se había abierto a una astilla de la verdad; él lo sabía. La joven había oído narrar la historia, la verdad inalterada, y se había impregnado de ella. Otra persona pudo haber oído lo mismo y escuchado con vago interés. Thomas entendía esto. Lo que estuvo mucho menos acertado fue su propia reacción ante ella.
De alguna manera extraña, los ojos del guerrero se habían abierto a Chelise. Ella había oído la verdad, quizás por primera vez, pero él había visto una verdad a la que nunca antes había prestado atención. La verdad era Chelise. Como Elyon veía a la muchacha.
Pasó únicamente una hora con la muchacha la mañana siguiente y ella pareció cautelosa. Incluso temerosa. Caminó otra vez mientras él leía, pero esta vez se detenía a cada momento para preguntarle de qué trataba la historia. En qué período se había escrito. Quién la escribió.
Finalmente Thomas cerró el libro y atravesó el salón hacia donde ella había retirado otro volumen.
– ¿Qué pasa? -inquirió ella.
– Usted está distraída.
– Woref está despotricando como un loco. Está poniendo la ciudad patas arriba buscando los libros en blanco. Es una inquisición.
Thomas estaba bastante seguro de que no los encontrarían, pero no lo dijo.
No me refiero a eso. ¿Qué leí ayer? -indagó él. Una historia.
– ¿Qué historia? Hábleme de la historia que yo estaba leyendo cuando usted lloró.
Chelise miró a lo lejos, distraída.
– ¿Fue demasiado para usted?
– Usted leyó una historia acerca de una princesa que fue llevada cautiva por un hombre malvado.
La historia que Thomas leyera había sido un simple relato de historia, apenas el drama que ella recordaba. Sin embargo, ¿había ella oído el drama en la historia?
Los ojos de la joven se humedecieron y se mordió el labio inferior. Thomas se vio con deseos de consolarla. Ella estaba parada en la luz del sol de una ventana encima de ellos, el rostro blanco con morst, los ojos grises y sin vida. Una vez una imagen repugnante; pero ahora…
– Esa era la verdad detrás de las palabras que leí -comentó él-. No lo que leí. Usted abrió su mente a la verdad.
– Entonces usted no debería leerme más los libros.
– ¿Por qué no? Es lo que usted siempre ha buscado.
– ¡No la verdad de usted! ¡Nunca he buscado la verdad de un albino! ¿Sabe usted quién soy?
– Usted es Chelise, la hija de Qurong. ¿Y quién soy yo?
– Usted es mi criado. Un esclavo. ¡Un albino!
– ¿Y cree usted que hay alguna verdad en este albino?
Ella no quiso mirarlo. Se quedaron en un silencio torpe. Finalmente Chelise puso el libro en las manos de él y se fue hacia la puerta.
– Hay una visita a la ciudad planeada para esta tarde. Qurong quiere mostrarle los prisioneros a la población. Usted irá encadenado detrás de nosotros. Ellos se burlarán de usted. Esa es mi verdad.
Chelise salió sin mirar hacia atrás.
COMO PROMETIERA, esa tarde Qurong arrastró a sus prisioneros por la ciudad. La familia real marchaba en una línea de tres en corceles negros seguida por Woref y Ciphus. Luego Thomas, a pie y cada brazo encadenad0 a un encostrado. William, Suzan, Caín y Stephen seguían detrás con sus propios guardias. En la retaguardia, un ejército de mil guerreros en uniformes de batalla, armados con guadañas. Los cuernos anunciaban su llegada y en las calles se alinearon cientos de miles de encostrados atormentados por la enfermedad.
Thomas veía a cada lado la verdadera miseria de las hordas. Un bebé cateaba sobre el suelo lodoso entre las piernas de su madre, gritando para ser oído en medio del barullo de insultos que se había convertido en un firme estruendo. Thomas estaba seguro de que los niños lloraban tanto por el dolor de la enfermedad como por cualquier otra incomodidad.
Los guardias se separaban de vez en cuando para dejar que los jóvenes arrojaran fruta podrida a los prisioneros. La poca hierba que había crecido a lo largo del sendero del desfile fue rápidamente pisoteada y embarrada. Varias casuchas cayeron bajo el peso de los espectadores.
Parecía haber una infección particular extendiéndose entre una considerable parte de los pobladores. Llagas rojas en sus cuellos, en carne viva y sangrante. Thomas caminaba lenta y pesadamente, temeroso de mirarlos, mucho menos de sentir afecto por ellos.
El desfile duró más o menos una hora y Chelise no lo miró ni una vez con ojos amables ni le mostró ninguna señal de recelo. Cabalgaba erguida, sin mostrar ninguna emoción. Ella tenía razón: esta era su verdad.
Thomas pasó la noche en su celda, demasiado asqueado para comer. Pero aún no se podía quitar de la mente la imagen de ella. Le rogó a Elyon por el entendimiento, el corazón, la mente y el alma de la muchacha. Finalmente lloró hasta quedar dormido.
No soñó.
CHELISE CABALGO hasta el jardín real la mañana siguiente, tan pronto como sintió que podía librarse de las miradas curiosas de la corte. Ella se estaba involucrando en un juego peligroso. Hasta la más ínfima amabilidad estrada a Thomas podría abrir una brecha entre ella y Qurong. Su padre a amaba; estaba segura de eso. Pero ese amor estaba condicionado por las costumbres de su pueblo. Cientos de miles de hombres habían muerto en batalla tratando de derrotar a Thomas de Hunter. Ayudarlo de alguna manera se podría ver como una traición. Qurong nunca aceptaría una traición, y no precisamente en su propia corte.
Y Woref… Chelise se estremeció al pensar en lo que Woref haría si llegara a sospechar incluso la más pequeña delicadeza que ella albergara p0r Thomas de Hunter.
La noche anterior ella había resuelto otro asunto con su sirvienta, Elison.
– ¿Por qué está tan disgustada por esto, Chelise? -le había preguntado Elison-. Creo que a usted le convino hacer desfilar encadenado a su nuevo esclavo. ¡Con mayor razón tratándose de Thomas de Hunter! Qurong afirma que es esclavo de él, pero se dice en las calles que la idea fue de usted.
– ¿De dónde sacaste eso? ¿Tienen oídos las paredes aquí?
– Creo que Ciphus comentó algo. El punto es que la población la ama por eso. La princesa que arrastra encadenado al poderoso guerrero.
– A ningún hombre se le debería ultrajar de ese modo. Especialmente a un gran guerrero. ¡Las personas son como perros hambrientos! ¿Les viste la mirada en los ojos?
– Por favor, mi señora -objetó Elison-. No malinterprete la situación. Thomas de Hunter es el hombre responsable de dejar viuda a una mujer de cada diez en esta ciudad.
– Él es grande, pero no tanto.
– Los guardianes del bosque entonces. Bajo las órdenes de él.
– Los guardianes del bosque ya no existen. Ni siquiera portan espadas… ¿qué clase de enemigo es ese?
Elison la miró, sin poder decir nada.
– No te hagas la ignorante conmigo, Elison. Si no puedo confiar en ti, ¿en quién entonces confiaría?
– Desde luego que puede.
Ella se volvió hacia su criada, la agarró de la mano, y la llevó al asiento de la ventana.
– Dime que preferirías morir antes que traicionarme. Júramelo.
– Pero, mi señora, usted conoce mi lealtad.
– Júralo entonces!
– ¡Lo juro! ¿Qué es esta plática sobre traición?
– Simpatizo con él, Elison. Algunas personas considerarían eso como traición-No entiendo. Si usted fuera a decir algo más escandaloso, algún servicio que requiriera de él como esclavo, yo podría entenderlo. ¿Pero simpatía? Él es un Albino.
– ¡Y tiene más conocimientos que Ciphus y Qurong juntos! -exclamó Chelise; los ojos de Elison se abrieron de par en par-. ¿Ves por qué insistí en que juraras? Matar a Thomas de Hunter sería acabar con la mente más grandiosa. Quizás él sea el único que pueda leer los libros de historias.
– Usted… a usted le gusta -dijo la criada mirándola con cara de haber caído en la cuenta.
– Tal vez sí. Pero él es un albino, y encuentro repulsivos a los albinos -cuestionó ella, y miró por la ventana a la luna creciente-. Es extraño que los llamemos albinos cuando somos más blancos que ellos. Incluso cubrimos nuestra piel para suavizarla como la de ellos.
Elison se paró asombrada.
– Siéntate.
Ella se sentó.
– Te estás olvidando de ti. Creo que deberías simpatizar con Thomas. Los dos están en servidumbre. Él es un hombre amable, Elison. Diría que el más amable que he visto. Simplemente simpatizo con Thomas del modo en que podría simpatizar con un cordero condenado. Sin duda puedes descubrirlo en ti misma para entender eso.
– Sí. Sí, supongo que puedo -contestó ella, con los ojos aún desorbitados-. ¿Le ha… le ha tocado usted la piel?
– ¿Quién es ahora la escandalosa? -preguntó Chelise soltando una risotada-. ¿Me estás tratando de indisponer? No siento ninguna atracción hacia él como hombre, gracias a Elyon por eso, o podría estar metida en un Verdadero lío. ¿Te puedes imaginar la reacción de Woref?
– Amar a un albino sería traición. Penada con la muerte -le recordó su sirvienta.
– Sí, así sería.
Chelise había salido después, sintiendo seguridad en su sencillo análisis. a primera vez que pensaba en su uso del morst como una forma de llegar a ser más albina. Solo una coincidencia, por supuesto. La moda era algo cambiante y en este momento sucedía que el nuevo morst que les cubría 1,¡ carne escamosa distinguía de los plebeyos a las mujeres de la realeza. En l0íl años venideros podría ser una pintura azul.
Ahora ella atravesó la puerta principal del jardín real y se volvió a Claudus, el guardia principal que se había criado como hijo del cocinero.
– Buenos días, Claudus.
– Buenos días, mi señora. Hermosa mañana.
– ¿Pasó alguien esta mañana?
– Los escribanos. Nadie más.
– ¿Se bañó mi esclavo como ordené?
– Sí, ¡y no estaba mugriento! También le dimos una túnica limpia. La espera adentro con los libros.
– Bien. Además debería haberle pedido que lo empolve -manifestó ella fustigando el caballo, y luego pensó que era mejor aclarar su afirmación-. Apenas puedo soportar estar cerca de él.
– ¿Lo empolvamos entonces?
– No. No, no estoy así de débil. Gracias. Claudus.
– Desde luego, mi señora.
Se dirigió a la biblioteca, deseosa de estar otra vez entre los libros. Con Thomas. Con toda sinceridad creyó que el pensamiento de empolvarlo sería una infamia. No deseaba que él fuera como ella. Ahora sentía vergüenza.
Chelise ató el caballo en la entrada posterior y entró a la biblioteca, reprendiéndose por escurrirse como una colegiala. Todos sabían que ella se hallaba aquí, haciendo precisamente lo que se esperaba que hiciera. Qurong le había insistido en hacer que Thomas le leyera los libros después de la primera lección, pero Chelise tenía otra opinión. Le afirmó que deseaba sorprenderlo leyéndole ella misma los libros. Thomas era su esclavo… 1° menos que ellos podían hacer era dejar que ella pasara unos días aprendiendo a leer antes de que le quitaran el regalo.
Además había convencido a Qurong de que los demás prisioneros tan1' bien podrían leer los libros. Era necesario mantenerlos con vida por e' momento.
Chelise abrió la puerta, puso la mano en la manija, respiró profundo y entró al enorme salón de almacenaje.
Al principio pensó que aún no habían traído a Thomas. Luego lo vio, en lo alto de la escalera, otra vez buscando como loco entre los libros. Parecía un niño agarrado robando un pastelillo de trigo del recipiente.
– ¿Busca aún su libro secreto? -preguntó ella.
Él descendió rápidamente y se quedó con los brazos a los costados, a siete metros de ella. La larga túnica negra lo hacía ver noble. Con la capucha puesta y un poco de morst debidamente aplicado se vería como uno de ellos.
– Buenos días, mi señora.
– Buenos días.
– Tengo una confesión -expresó él.
– ¿Ah? -exclamó ella poniéndosele a la derecha, con las manos agarradas a la espalda.
– Me pareció vergonzoso el desfile de ayer.
Ella sabía que la estaba sondeando, pero no le importó.
– Estoy apenada por eso. Mi confesión es que a mí también me pareció vergonzoso.
La afirmación de ella lo dejó sin palabras, pensó Chelise.
– Ningún hombre decente tendría que soportar eso -expuso ella.
– Concuerdo con lo que usted dice.
– Bueno. Entonces tenemos un punto de acuerdo. Hoy me gustaría aprender a leer.
– Tengo otra confesión -reveló él.
– Dos confesiones. No estoy segura de poder corresponderle.
– No me la he podido sacar de la mente -reconoció él. Ahora la afirmación de él la dejó sin palabras. Le bajó un calor por el cuello. Él se estaba sobrepasando. Sin duda el esclavo comprendía que ella solo podía hacer algunas cosas por él. Luz, comida, un baño, ropa. Pero ella tenía limitaciones.
Nunca seré su salvadora, Thomas. Usted comprende eso, ¿verdad? No pienso en usted como mi salvadora. Pienso en usted como en una mujer, amada y valorada por Elyon.
Usted se está sobrepasando. Deberíamos empezar ahora la lección.
– Por supuesto -contestó alejando la mirada, avergonzado-. No refiero a que sienta algo hacia usted. No como a una mujer así. Solo…
– ¿Solo qué? ¿Tiene usted una esposa albina?
– La mataron los suyos en nuestro primer escape del lago rojo Nuestros hijos están ahora con mi tribu. Samuel y Marie.
Ella no estaba segura de qué responder. Nunca había oído que Thomas de Hunter hubiera perdido a su esposa. Ni que tuviera hijos, en realidad.
– ¿Qué edad tienen?
– Samuel se cree de veinte años, aunque solo tiene trece. Marie va a cumplir quince.
Thomas fue hacia el estante y sacó un libro.
– Creo que es importante que usted comprenda que su maestro la respeta. Como estudiante. Como mujer que tiene oídos para oír. Solo quiero que sepa eso. ¿Empezamos?
Pasaron una hora con el libro, repasando las letras que él insistía en que eran inglesas. No lo eran, desde luego, pero ella comenzó a asociar ciertas marcas con letras específicas. Se sintió como si estuviera aprendiendo un nuevo alfabeto.
Thomas la trató al principio con mesurado sentido común, explicándole con dulzura y repasando cada letra. Pero a medida que pasaban las horas aumentaba la pasión de él por la tarea, y esta se volvió contagiosa. Explicaba con creciente entusiasmo y el movimiento de sus brazos se volvió más exagerado.
Trabajaron muy de cerca, Chelise en una silla detrás del escritorio, él sobre el hombro de ella, cuando no se hallaba caminando frente a ella. Él tenía el hábito de presionarse las puntas de los dedos mientras caminaba, y ella se descubrió preguntándose cuántas espadas habrían sostenido esos dedos con los años. ¿Cuántas gargantas habrían degollado en batalla? ‹A cuántas mujeres habrían amado?
Solo pudo imaginar una. Su finada esposa.
Rieron y luego analizaron algunos puntos excelentes, y ella se sentía gradualmente más cómoda con la cercanía de él. Con la cercanía de ella al lado de él, tocándole el hombro cuando él pasaba a un punto en una letra que a ella se le había escapado; con la proximidad al dedo de él, tocándole accidentalmente el de ella; con la proximidad de la mano de él, palmeándole la espalda cuando ella lo hacía bien.
Sentía en la mejilla el aliento del hombre cuando él se apasionaba más respecto de algún punto en particular hasta darse cuenta de que estaba hablando en voz alta, demasiado cerca.
Ella no era tonta, desde luego. Thomas no era un bufón. En la propia manera prudente de él, intentaba atraerla. Desarmarla. Ganarse su confianza. Quizás hasta su admiración.
Y ella se lo estaba permitiendo. ¿Era tan malo chocar el hombro de un albino? ¿No le tocaron los guardias la piel cuando lo encadenaron?
Habían pasado tres horas cuando Thomas decidió que finalmente parecía indicado hacer un examen.
– Muy bien -indicó él, palmoteando-. Lea todo el párrafo, de principio a fin.
– ¿Todo? -objetó ella sintiéndose positivamente mareada.
– ¡Por supuesto! Lea lo que ha escrito.
Ella se concentró en las palabras y comenzó a leer.
– La mujer se le dio la espada hombre si corriendo…
Se detuvo. Aquello no tenía sentido para ella.
– Eso no es lo que usted ha escrito -afirmó él-. Por favor, en orden, exactamente como lo escribió.
– ¡Estoy leyendo exactamente como escribí!
– Entonces inténtelo de nuevo -contestó él, frunciendo el ceño.
– ¿Qué pasa? ¿Por qué suena tan confuso?
– Por favor, inténtelo de nuevo. Desde el principio. Siga sus dedos como le mostré.
Ella empezó de nuevo, señalando cada palabra mientras leía.
La mujer corriendo como si caballo… Chelise levantó la mirada hacia él, horrorizada.
¿Qué es esta tontería que sale de mi boca? ¡No puedo leerlo! El rostro de él se le iluminó un poquitín. Dio un paso adelante y agarró Papel en que ella había escrito. Los ojos de él recorrieron la página.
Usted no está leyendo lo que está en la página -declaró-. Está mezclando las palabras.
Chelise sintió que se le iba la esperanza como harina de una vasija rota.
– Entonces no podré aprender. ¿Qué de bueno hay en poder escribir u alfabeto y formar las palabras si estas no tienen ningún sentido? Él bajó el papel y caminó de un lado al otro.
Chelise se sentía aplastada. Nunca podría leer estos misterios. ¿Era de estúpida? De pronto sintió una opresión en la garganta.
– Lo siento, Chelise -expresó Thomas mirándola-. No se trata de su escrito o su lectura, sino de su corazón. Es la enfermedad. Mientras tenga la enfermedad, no podrá leer de los libros de historias.
– ¿Lo sabía usted? -objetó la muchacha sintiéndose de repente furiosa con él-. ¡Cómo se atreve a jugar conmigo!
– ¡No! Sí, yo sospechaba que la enfermedad no le permitía oír, pero el otro día usted sí oyó la verdad detrás de la historia. Y pensé que podría aprender a leer.
– ¡No tengo enfermedad! Usted es el albino, ¡no yo! -exclamó mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.
Thomas se veía acongojado. Rodeó corriendo el escritorio y se arrodilló al lado de ella.
– Lo siento. Por favor, ¡podemos arreglar esto!
Chelise se puso una mano en la frente. Respiró hondo y se tranquilizó, No comprendía la brujería de Thomas, pero dudaba que él tuviera algo que ver con la ignorancia de ella.
– Yo le puedo ayudar -declaró él poniéndole una mano en el hombro-. Le puedo enseñar a leer los libros de historias, lo juro. ¿Me oye? Lo haré.
– ¿Qué significa esto?
La voz de Woref resonó en el salón como el chasquido de un látigo.
Chelise lanzó instintivamente un grito ahogado y se incorporó. Woref los miraba desde la entrada. ¿Había dejado ella la puerta sin cerrojo?
El general entró al salón. Thomas retiró la mano y retrocedió.
– ¿Cómo te atreves a tocarla? -protestó con furia Woref.
– Mi señor, él solo me enseñaba este pasaje -explicó Chelise poniéndose de pie-. Solo hacía lo que le ordené. ¿Cómo se atreve a sugerir otra cosa?
– Qué importa lo que le hayas ordenado. ¡Ningún hombre, mucho parios un albino, tiene derecho de tocar lo que es mío! Aléjate de ella.
– Las reglas de estos libros santos superan las reglas del hombre – informó Thomas alejándose-. ¿Estás sugiriendo que tu autoridad es mayor que la del Gran Romance?
– Te debería cortar la lengua y dársela de alimento a Elyon.
Chelise pensó que Woref había perdido la razón.
– Entonces dejaremos que Qurong decida por cuál autoridad vivimos -expresó ella-. La de usted o la de Elyon.
Woref la miró con el ceño fruncido, luego a Thomas.
– No veo por qué alguna instrucción requeriría del consuelo de este tipo.
– ¿Consuelo? -cuestionó Chelise sonriendo irónicamente-. ¿Cree usted que yo permitiría que este albino patético me consuele? Estábamos haciendo teatro. Es parte del código requerido para percibir que lo que ahora veo está claramente más allá de lo que usted puede comprender.
– Tranquila, Chelise.
Ella se le acercó y le guiñó un ojo.
– Pero lo que me fascina en un hombre no es su mente. Es su fortaleza y valor lo que encuentro estimulante. Si usted fuera un pobre escribano, nunca consentiría en nuestro matrimonio.
Chelise llegó hasta donde Woref y le pasó el dedo por sobre el hombro, deteniéndose detrás de él.
– Lo que menos me esperaba es esta diatriba -continuó ella-. Usted me halaga; pero ha malinterpretado el asunto, mi señor. Dígame ahora por qué ha venido.
Él no le estaba tragando totalmente el juego, pero ella lo había cortado con éxito.
He cambiado de opinión acerca de los libros en blanco -informó él, aun con severidad-. Han desaparecido. Mis hombres han escudriñado todo escondite posible para tan enorme colección y no los han hallado. Creo que se debe culpar a la brujería de este albino. Desaparecieron más o menos cuando él llegó.
– No tengo brujería -objetó Thomas.
Woref no hizo caso a la afirmación.
– Exijo que convenzas a tu padre para que retire su petición de que y0 encuentre los libros antes de nuestra boda.
– ¿Le habló usted al respecto?
– Lo hice. Él está obsesionado con los libros en blanco.
– Comprendo la razón -expuso Chelise-. Los libros en blanco completan la colección. Sin duda usted puede hallarlos.
– Como dije, ya no existen. ¡No retrasaré mi posesión de ti por esta tontería!
– Entonces haga que mi padre comprenda.
– El solo hará la concesión en cuanto a los albinos -objetó Woref-, Necesito que me ayudes a hacerle comprender con relación a los libros. Te puedo asegurar que haré que el asunto dependa de ti.
– ¿Qué concesión hizo en los albinos? -inquirió Chelise.
– Estuvo de acuerdo en matar mañana a los otros cuatro. Dijo que creías que se los debería mantener vivos, pero lo he convencido de lo contrario. Un albino vivo ya es de veras muy malo.
Ella miró a Thomas y vio el temor que le cruzó el rostro. Pero ella debía escoger sus propias batallas.
– Bueno. Déjeme pensar en cómo persuadir a Qurong de que se olvide de los libros en blanco. Si nos disculpa usted ahora, estamos en medio de una lección.
Woref miró a Thomas por unos segundos, escupió en el piso, y salió del salón sin cerrar la puerta.
– Te lo ruego, Chelise, ¡no puedes dejarlos morir! -susurró Thomas, tuteándola.
– Eso no está en mis manos -contestó ella corriendo hacia la puerta y cerrándola-. ¿Cómo se vería que yo rogara por las vidas de ellos?
Thomas caminó de un lado al otro, trastornado.
– Estamos en terreno peligroso. No solo usted, sino ahora yo. Conozco a Woref y sé que un día pagaré por lo que él acaba de ver. Tienes que ser más cuidadoso -le suplicó ella tuteándolo también-. Por favor, guarda tu distancia.
– ¡Ahora puedo soñar! -exclamó él mirándola y deteniéndose repentinamente.
– ¿De qué estás hablando?
– He estado bebiendo jugo de rambután porque Woref ha estado poniendo la vida de mis amigos en mis manos. ¡El acaba de quitar esa amenaza! Esta noche me negaré a comer la fruta y soñaré. Pero podrían tratar de obligarme. ¿Puedes detenerlos?
Chelise no contestó. Ella no sabía por qué este asunto de soñar era tan importante para él. Pero él tenía razón; Woref había desautorizado su propia amenaza.
– Por favor, te lo ruego -rogó él corriendo hacia ella y agarrándole la man0-. ¡Y no puedes decir una palabra acerca de esto! Él le besó la mano.
– Por favor, ¡ni una palabra!
– Yo… -titubeó ella; él aún le sostenía la mano-. Esto no es guardar tu distancia.
– Perdóname -expresó él soltándola y retrocediendo-. No pretendí hacerlo. Me descontrolé.
– Evidentemente.
– ¿Pero me ayudarás?
– No te puedo ayudar. Pero no veo que haya algo de malo en unos cuantos sueños -manifestó, y luego añadió algo que hasta a ella misma dejó impresionada-. Mientras prometas soñar conmigo.