10

Las repisas de la cocina eran de pino, al igual que el suelo, cuyas tablas crujían con cada paso. De la pared colgaban varios hervidores negros de hierro. Oz barría con una escoba de mango corto, mientras que Lou introducía grandes cantidades de leña en las entrañas de la cocina Sears, que ocupaba una pared completa de la pequeña estancia. La luz del sol poniente se filtraba por la ventana y las múltiples grietas de las paredes. De un gancho colgaba una vieja lámpara de queroseno. En un rincón había una despensa con puertas metálicas; sobre la misma había una ristra de cebollas secas y, al lado, una jarra de cristal con queroseno.

Mientras Lou examinaba cada trozo de nogal o roble parecía revivir todas las facetas de su vida anterior antes de arrojarla al fuego y despedirse a medida que las llamas la consumían. La estancia estaba casi a oscuras y el olor a humedad y madera quemada resultaba bastante acre. Lou contempló la chimenea. La abertura era grande y Lou supuso que habrían cocinado ahí antes de que llegara la cocina Sears. Los ladrillos ascendían hasta el techo y en el mortero había clavos de hierro de los que colgaban herramientas y cacerolas, así como otros objetos extraños que Lou no supo identificar pero que parecían muy usados. En el centro de la pared de ladrillos había un enorme rifle apoyado sobre dos abrazaderas sujetas al mortero.

Llamaron a la puerta y los dos se sobresaltaron. ¿Es que alguien esperaba visitas a semejantes altitudes? Lou abrió la puerta y vio a Diamond Skinner, quien la miraba sonriendo. Sostenía varias lubinas como si estuviera ofreciéndole las coronas de flores de unos reyes muertos. A su lado estaba el fiel Jeb, que arrugaba la nariz cada vez que le llegaba el olor a pescado.

Louisa entró con aire resuelto en la estancia, sudando y con las manos enguantadas cubiertas de tierra, al igual que los zapatos. Se quitó los guantes y extrajo un paño del bolsillo para enjugarse el sudor de la cara. Llevaba el pelo recogido con un pañuelo, pero algunos mechones plateados asomaban aquí y allá.

– Vaya, Diamond, creo que son las mejores lubinas que he visto nunca, hijo. -Le dio una palmadita a Jeb-. ¿Qué tal, señor Jeb? ¿Has ayudado a Diamond a pescar todos esos peces?

Tan amplia era la sonrisa del muchacho que Lou podía contar casi todos los dientes.

– Sí, señora. ¿Ni Hablar…?

Louisa sostuvo un dedo en alto y le corrigió con cortesía y firmeza:

– Eugene.

Diamond bajó la vista y recobró la calma tras la metedura de pata.

– Sí, señora, lo siento. ¿Le dijo Eugene…?

– ¿Que traerías la cena? Sí. Y te quedarás a probarla. Conocerás a Lou y Oz. Seguro que seréis buenos amigos.

– Ya nos conocemos -dijo Lou con frialdad.

Louisa miró entre ella y Diamond.

– Vaya, eso está bien. Diamond y tú sois de edades parecidas. Y a Oz le vendrá bien que haya otro chico por aquí.

– Me tiene a mí -dijo Lou sin rodeos.

– Sí, sí -convino Louisa-. Bien, Diamond, ¿te quedarás a cenar?

El muchacho caviló al respecto.

– Hoy no tengo más citas, de modo que sí, me quedo.

– Miró a Lou, luego se limpió la cara sucia e intentó alisarse uno de los numerosos remolinos. Sin embargo, Lou se había vuelto y no se había percatado de tal esfuerzo.

Habían dispuesto la mesa con platos y tazas de cristal de la época de la Depresión que, según les explicó Louisa, había reunido con el paso de los años gracias a las cajas de avena Crystal Winter. Los platos eran verdes, rosados, azules y ámbar. Sin embargo, por muy bonitos que fuesen nadie les prestaba atención. Cuando Louisa hubo acabado de bendecir la mesa, Lou y Oz se persignaron, mientras que Diamond y Eugene miraron con curiosidad, sin decir nada. Jeb estaba tumbado en un rincón, esperando pacientemente su ración. Eugene se sentaba a uno de los extremos de la mesa y masticaba metódicamente. Oz se acabó tan rápido el plato que Lou pensó en comprobar que no se hubiera tragado el tenedor. Louisa sirvió a Oz el último trozo de pescado frito con manteca, el resto de las verduras cocidas y otro pedazo de pan de maíz, que a Lou le supo mejor que un helado.

Louisa no se había servido nada.

– No has tomado pescado -observó Oz mientras miraba con aire de culpabilidad el segundo plato-. ¿No tienes hambre?

– Me alimento viendo a un chico que come para hacerse hombre. He comido mientras cocinaba. Siempre hago lo mismo.

Eugene observó inquisitivamente a Louisa mientras hablaba, y luego continuó comiendo.

Diamond miraba a Lou y a Oz una y otra vez. Parecía dispuesto a intentar entablar amistad de nuevo, aunque no sabía muy bien cómo hacerlo.

– ¿Me enseñarás los lugares por los que solía ir mi padre? -le preguntó Lou a Louisa-. ¿Lo que le gustaba hacer? A mí también me gusta escribir.

– Lo sé -repuso Louisa, y Lou la miró sorprendida. La anciana dejó el vaso de agua en la mesa y observó el rostro de la niña-. A tu padre le gustaba hablar de la tierra. Pero antes de eso hizo algo acertado. -Guardó silencio mientras Lou cavilaba al respecto.

– ¿El qué? -preguntó finalmente Lou.

– Llegó a entender la tierra.

– ¿Entender… la tierra?

– Tiene muchos secretos, y no todos buenos. Si no te andas con ojo aquí las cosas pueden llegar a hacerte daño. El clima es tan caprichoso que te rompe el corazón justo cuando te destroza la espalda. La tierra no ayuda a quienes no se molestan en entenderla. -Miró a Eugene-. Bien sabe el Señor que Eugene ayuda. Sin su fornida espalda esta granja dejaría de funcionar.

Eugene engulló un trozo de pescado y bebió un sorbo de agua que se había servido directamente en el vaso desde un cubo. Lou miró a Eugene y se percató de que le temblaban los labios. Lo interpretó como una gran sonrisa.

– Lo cierto es que ha sido una bendición el que vinierais -prosiguió Louisa-. Algunos dicen que os echo una mano, pero no es verdad. Me ayudáis más que yo a vosotros. Por eso os doy las gracias.

– Claro -dijo Oz con cortesía-. Encantado de hacerlo.

– Dijiste que había mucho trabajo -apuntó Lou.

Louisa miró a Eugene.

– Mejor enseñar que hablar. Mañana por la mañana comenzaré a enseñaros.

Diamond no pudo contenerse más.

– El padre de Johnny Bookers dijo que algunos tipos han estado rondando por aquí.

– ¿Qué tipos? -preguntó Louisa con brusquedad.

– No lo sé. Pero han estado haciendo preguntas sobre las minas de carbón.

– Mantente alerta, Diamond. -Louisa miró a Lou y a Oz-. Y vosotros también. Dios nos pone en esta tierra y nos lleva cuando lo cree conveniente. Mientras, la familia debe cuidar de sí misma.

Oz sonrió y dijo que mantendría las orejas tan abiertas que le llegarían al suelo y se le llenarían de tierra. Todos se rieron salvo Lou, quien se limitó a mirar a Louisa sin decir nada.

Recogieron la mesa y, mientras Louisa fregaba los platos, Lou agitaba con fuerza la bomba de mano del fregadero para que brotara un fino hilo de agua. Louisa le había dicho que en el interior de la casa no había instalación de agua; también les había explicado cómo funcionaba el excusado exterior y les había mostrado los pequeños rollos de papel higiénico apilados en la despensa. Les había dicho que al anochecer necesitarían linternas, y enseñó a Lou a encender una. Debajo de las camas había un orinal por si las necesidades eran tan apremiantes que no tenían tiempo de llegar al excusado exterior. Sin embargo, Louisa añadió que quien utilizara el orinal debería limpiarlo. Lou se preguntó cómo el tímido Oz, que solía ir al baño a altas horas de la noche, se acostumbraría a aquel objeto. Imaginó que muchas veces tendría que esperar fuera del excusado mientras Oz hacía sus necesidades; sólo de pensarlo se sentía cansada.

Después de cenar Oz y Diamond habían salido de la casa con Jeb. Lou observó que Eugene tomaba el rifle que estaba sobre la chimenea. Cargó el arma y salió.

– ¿Dónde va con ese rifle? -preguntó Lou a Louisa.

– A vigilar el ganado -respondió la anciana al tiempo que restregaba los platos con energía con una mazorca de maíz endurecida-. Hay que vigilar las vacas y los puercos, porque el Viejo Mo anda por aquí.

– ¿El Viejo Mo?

– El puma. El Viejo Mo es tan viejo como yo, pero el maldito sigue causando problemas. No a las personas. También deja tranquilas a las yeguas y a las muías, sobre todo a las muías, Hit y Sam. Nunca contraríes a una mula, Lou. Son las criaturas más duras que Dios ha creado y te guardan rencor hasta el día del Juicio Final. Si hace falta, fustígalas o clávales las espuelas. Algunos dicen que son tan listas como el hombre. Puede que por eso sean tan malas. -Sonrió-. Pero Mo persigue a las ovejas, los puercos y las vacas, de modo que debemos protegerlos. Eugene disparará para asustar al Viejo Mo.

– Diamond me ha contado que el padre de Eugene le abandonó.

Louisa la miró con severidad.

– ¡Mentira! Tom Randall era un buen hombre.

– Entonces, ¿qué le pasó? -preguntó Lou a pesar de que Louisa no parecía dispuesta a continuar hablando sobre el tema.

La anciana terminó de lavar un plato y lo puso a escurrir.

– La madre de Eugene murió joven. Tom dejó el bebé con su hermana, aquí, y se marchó a Bristol, Tennessee, en busca de un empleo. Trabajó en las minas de carbón, pero entonces llegaron muchas personas en busca de trabajo, y a los primeros que echan siempre es a los negros. Murió en un accidente sin poder ir a por Eugene. Cuando la tía de Eugene falleció, yo me ocupé de él. Todo lo demás son mentiras de personas que tienen el corazón lleno de odio.

– ¿Eugene lo sabe?

– ¡Claro que sí! Se lo dije cuando se hizo mayor.

– Entonces, ¿por qué no le cuentas la verdad a los demás?

– A la gente no le interesa escuchar y de nada vale que intentes explicárselo. -Miró fijamente a Lou y añadió-: ¿Entiendes lo que quiero decir?

Lou asintió, pero lo cierto es que no estaba segura de entenderlo.

Загрузка...