27

Una noche especialmente calurosa se oyó un golpe en la puerta justo cuando Lou estaba pensando en subir a acostarse.

Billy Davis casi se cayó al suelo cuando Louisa abrió.

Louisa agarró al muchacho, que temblaba.

– ¿Qué ocurre, Billy?

– El bebé de mamá está al caer.

– Ya sabía que faltaba poco… ¿Ha llegado la comadrona?

El muchacho tenía los ojos como platos y no parecía que las piernas soportasen su peso más tiempo.

– No vendrá. Papá no quiere.

– Santo cielo, ¿por qué no? -Dice que cobran un dólar, y que él no piensa pagar.

– Es mentira, las comadronas de aquí no cobran un solo centavo.

– Pues papá afirma lo contrario. Pero mamá dice que el bebé no está bien. He venido en mula a buscarla.

– Eugene, pon a Hit y a Sam en el balancín para el carro. Rápido -ordenó.

Antes de salir, Eugene tomó el rifle del estante y se lo tendió a Louisa.

– Será mejor que se lleve esto si tiene que vérselas con ese hombre.

Sin embargo, Louisa sacudió la cabeza mientras observaba lo nervioso que estaba Billy, pero acabó sonriéndole.

– No estaré sola, Eugene. Lo intuyo. Todo irá bien.

Eugene no soltó el arma.

– Entonces, la acompaño. Ese hombre está loco.

– No, quédate con los niños. Venga, prepara el carro.

Eugene vaciló por un instante, y finalmente obedeció.

Louisa cogió algunas cosas y las introdujo en un cubo, se metió un paquete pequeño de trapos en el bolsillo, hizo un fardo con varias sábanas limpias y se dirigió a la puerta.

– Louisa, voy contigo -anunció Lou.

– No, no es un buen sitio para ti.

– Da igual, Louisa -repuso la muchacha-. En el carro o con Sue, pero iré. Quiero ayudarte. -Lanzó una mirada a Billy-. Y a ellos.

Louisa se lo pensó unos segundos, y luego dijo:

– No me irá mal una ayudita. Billy, ¿tu padre está ahí?

– Hay una yegua a punto de parir. Papá dijo que no saldría del establo hasta que lo hiciera.

Louisa miró al muchacho y, sacudiendo la cabeza, salió por la puerta.

Siguieron a Billy en el carro. El iba a lomos de una vieja mula de hocico blanco que tenía parte de la oreja derecha desgarrada.

El muchacho llevaba una lámpara de queroseno en una mano para guiarlos. Louisa dijo que estaba tan oscuro que aunque hubiera una mano justo delante de ellos podría desenfundar una pistola sin que se dieran cuenta.

– No fustigues a las mulas, Lou. A Sally Davis no le serviría de nada que cayéramos en una zanja.

– ¿Es la madre de Billy?

Louisa asintió mientras el carro se balanceaba de un lado a otro, los árboles se cerraban a su paso y la única luz que les alumbraba era aquella lámpara de arco. Lou tenía la impresión de que o bien se trataba de una especie de faro, o bien de alguna clase de sirena que los guiaba hasta el naufragio.

– La primera esposa murió de parto. Los hijos de esa pobre mujer se alejaron de George en cuanto pudieron, antes de que tuviera tiempo de matarlos a trabajar, a palos o de hambre.

– ¿Por qué se casó Sally con él si era tan malo?

– Porque tenía tierras, ganado y era un viudo con una buena espalda. Aquí arriba, basta con eso. Y a Sally no le quedaba otra opción, sólo tenía quince años.

– ¡Quince años! ¡Sólo tres años más que yo!

– Aquí la gente se casa rápido. Empiezan a tener hijos, a formar una familia, para que ayuden a trabajar la tierra. Así son las cosas. Yo fui al altar con catorce.

– Podía haberse marchado de la montaña.

– Esto es todo lo que ha visto en la vida. Asusta dejar lo único que se conoce.

– ¿Tú te planteaste dejar la montaña?

Louisa caviló durante unos instantes.

– No habría podido aunque hubiese querido -dijo al fin-. Pero en lo más hondo de mi corazón no creo que en otro lugar hubiera sido más feliz. Bajé al valle una vez. El viento soplaba de forma extraña sobre el terreno llano. No me gustó demasiado. Yo y esta montaña nos llevamos bien la mayor parte del tiempo. -Se calló, con la mirada clavada en la oscilante lámpara que tenía delante.

– Vi las tumbas allí arriba, detrás de la casa -dijo Lou.

Louisa se puso tensa.

– ¿Ah, sí?

– ¿Quién era Annie?

Louisa bajó la vista hacia sus pies.

– Annie era mi hija.

– Pensaba que sólo habías tenido a Jacob.

– No, tuve a la pequeña Annie.

– ¿Murió joven?

– No vivió más que un minuto.

Lou advirtió su angustia.

– Lo siento. Tenía curiosidad por mi familia.

Louisa se apoyó contra el duro asiento de madera del carro y contempló el cielo oscuro como si fuera la primera vez que lo miraba.

– Siempre tuve problemas con los embarazos. Yo quería formar una gran familia, pero siempre perdía los bebés antes de que nacieran. Pensé que Jake sería el único. Pero luego llegó Annie, un día fresco de primavera, con una buena mata de pelo negro. Nació rápido, no hubo tiempo para comadronas. Fue un parto muy duro. Pero, oh, Lou, era tan hermosa… Me agarró con sus deditos, sentí cómo me rozaba con las yemas de los dedos. -Se calló de pronto. Sólo se oía el sonido de los cascos de las muías y el que producían las ruedas al girar. Por fin, Louisa prosiguió en voz baja, mientras contemplaba el cielo-. Y el pechito le bajaba y le subía hasta que se olvidó de subir otra vez. Fue increíble lo rápidamente que se enfrió, pero era tan pequeña… -Tomó varias bocanadas de aire con rapidez como si intentara respirar por su hija-. Fue como un trozo de hielo en la lengua en un día caluroso. Sienta muy bien pero luego desaparece tan rápido que no estás segura de que haya llegado a existir.

Lou colocó la mano sobre la de Louisa.

– Lo siento.

– Fue hace mucho tiempo, aunque no lo parezca. -Louisa se pasó una mano por los ojos-. Su padre le hizo el ataúd, poco más que una cajita. Y yo permanecí despierta toda la noche y cosí el vestido más hermoso que he hecho en mi vida. Por la mañana se lo puse. Habría dado todo lo que tenía para que me mirara una sola vez. No me parecía bien que una madre no pudiera ver los ojos de su bebé ni una sola vez. Entonces su padre la puso en la cajita, la llevamos a la loma, la enterramos y rezamos por ella. Luego plantamos un pino

en el extremo sur para disfrutar de su sombra todo el año. -Cerró los ojos.

– ¿Subiste ahí alguna vez?

Louisa asintió.

– Todos los días, pero no he vuelto desde que enterré a mi otro hijo. Está demasiado lejos para ir andando. -Tomó las riendas de manos de Lou y, a pesar de su anterior advertencia, fustigó a las mulas-. Será mejor que nos demos prisa. Esta noche tenemos que ayudar a traer a un bebé al mundo.

Lou no veía gran cosa del corral o de la casa de los Davis, porque estaba muy oscuro y rezó para que George Davis permaneciera en el establo hasta que el bebé naciera y ellas se marcharan.

La casa era increíblemente pequeña. Estaba claro que la sala en que entraron era la cocina porque allí estaban los fogones, pero también había varios catres alineados con sendos colchones desnudos. En tres de las camas había igual cantidad de niños, dos de los cuales, al parecer unas gemelas de unos cinco años, dormían desnudos. El tercero, un niño de la edad de Oz, llevaba una camiseta interior de hombre, sucia y manchada de sudor, y observó a Lou y a Louisa con ojos asustados. Lou lo reconoció como el otro niño que había bajado de la montaña en el tractor. En un cajón de manzanas situado junto a los fogones, bajo una manta sucia, había un bebé que no debía de tener más de un año. Louisa se acercó al fregadero, bombeó agua y utilizó la pastilla de jabón de lejía que había traído para lavarse a conciencia las manos y los antebrazos. Acto seguido, Billy los condujo por un estrecho pasillo y abrió una puerta.

Sally Davis yacía en la cama, con las rodillas encogidas y emitiendo quejidos en voz baja. Una niña delgada de diez años con el pelo castaño cortado de cualquier manera y vestida con lo que parecía un saco de semillas, estaba de pie descalza cerca de la cama. Lou también la reconoció del encuentro temerario con el tractor. Parecía tan asustada ahora como entonces.

Louisa le hizo señas con la cabeza.

– Jesse, calienta un par de ollas de agua: Billy, trae todas las sábanas que tengáis, hijo. Y tienen que estar bien limpias.

Louisa dejó las sábanas que había traído en una inestable silla de madera, se sentó al lado de Sally y le tomó la mano.

– Sally, soy Louisa. Todo irá bien, querida.

Lou miró a Sally. Tenía los ojos enrojecidos y los pocos dientes y las encías oscurecidos. Seguramente no había cumplido los treinta, pero parecía tener el doble. Su pelo era cano, su cara demacrada y arrugada, y unas venas azuladas le latían bajo la piel fina descolorida como una patata de invierno.

Louisa levantó la ropa de cama y vio la sábana empapada debajo.

– ¿Cuánto hace que has roto aguas?

– Después de que Billy fuera a buscarte -respondió Sally entre jadeos.

– ¿Cada cuánto tienes las contracciones? -preguntó Louisa.

– Es como una que no acabase nunca -gimió la mujer.

Louisa palpó el vientre hinchado.

– ¿Crees que el niño ya tiene ganas de salir?

Sally agarró a Louisa de la mano.

– Dios mío, eso espero, o de lo contrario me matará.

Billy entró con un par de sábanas, las dejó caer sobre la silla, dirigió una fugaz mirada a su madre y luego salió disparado.

– Lou, ayúdame a mover a Sally para poner sábanas limpias. -Lo hicieron moviendo a la mujer que sufría con el mayor cuidado posible-. Ahora vete a ayudar a Jesse con el agua. Y llévate esto. -Dio a Lou unos paños y una bobina de hilo-. Coloca el hilo en medio de todos los paños y ponlo todo en el horno, caliéntalo hasta que esté chamuscado por fuera.

Lou entró en la cocina y ayudó a Jesse. Lou nunca la había visto en la escuela, ni tampoco al niño de siete años que la observaba con ojos temerosos. Jesse tenía una cicatriz ancha que le rodeaba el ojo izquierdo y Lou ni siquiera osaba aventurarse a pensar cómo se la habría hecho.

El hornillo ya estaba caliente, y el agua del hervidor empezó a bullir en pocos minutos. Lou comprobó la parte exterior de los paños que había colocado en la bandeja del horno, y al cabo de unos instantes comprobó que estaba suficientemente quemada. Protegiéndose las manos con unos trapos viejos, llevaron las ollas y los paños al dormitorio y los colocaron cerca de la cama.

Louisa lavó la zona por la que saldría el bebé con agua caliente y jabón y luego la cubrió con una sábana.

– Ahora el bebé está tomando su último descanso, al igual que Sally. -Le susurró a Lou-. Todavía no sé exactamente cómo está colocado pero no será un parto de través. -Al ver que la muchacha la miraba perpleja, añadió-: Es cuando el bebé está cruzado en el vientre. Os llamaré cuando os necesite.

– ¿ En cuántos partos has ayudado?

– Treinta y dos a lo largo de cincuenta y siete años -respondió-. Los recuerdo todos.

– ¿Vivieron todos?

– No -contestó Louisa con voz queda. Acto seguido, le dijo a Lou que saliera, que ya la llamaría.

Jesse estaba en la cocina, apoyada contra la pared, con las manos cruzadas delante, la cabeza gacha; uno de los lados del cabello cortado a tajos le cubría la cicatriz y parte del ojo.

Lou miró al niño que estaba en la cama.

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó Lou. El niño no respondió. Cuando Lou dio un paso hacia él, profirió un grito y se tapó la cabeza con la manta; le temblaba todo el cuerpo. Lou retrocedió hasta salir de la casa.

Miró alrededor hasta que vio a Billy en el establo atisban-do por entre las puertas dobles abiertas. Cruzó el corral en silencio y miró por encima del hombro del niño. George Davis estaba a poco menos de tres metros de ellos. La yegua yacía en el suelo cubierto de paja; del animal sobresalía una pata delantera y una paletilla del potrillo, cubiertas con esa bolsa blanca semejante a un capullo. Davis tiraba de aquella pierna viscosa sin dejar de lanzar improperios. El suelo del establo no era de tierra, sino de tablones. Gracias al resplandor de varios faroles, Lou vio hileras de herramientas relucientes bien alineadas en las paredes.

Lou, incapaz de soportar el lenguaje grosero de Davis y el sufrimiento de la yegua, fue a sentarse en el porche delantero. Billy la siguió y se desplomó a su lado.

– Tienes una granja grande -comentó ella.

– Papá contrata a hombres para que le ayuden, pero cuando me haga mayor ya no los necesitará. Lo haré yo.

Oyeron a George Davis gritar en el establo, y dieron un respingo. Billy parecía avergonzado y excavaba la tierra con el dedo gordo del pie.

– Lamento haberte puesto esa serpiente en la fiambrera.

Billy la miró sorprendido.

– Yo te hice lo mismo antes.

– Aun así, no está bien hacer esas cosas.

– Papá mataría a quien se lo hiciera.

Lou advirtió el terror en los ojos del niño y se compadeció de él.

– Tú no eres tu padre y no tienes por qué ser como él.

Billy parecía nervioso.

– No le he dicho que iba a buscar a la señora Louisa. No sé qué dirá cuando os vea.

– Hemos venido a ayudar a tu madre. No creo que le importe.

– ¿Es verdad lo que dices?

Levantaron la mirada y se encontraron con George Davis,

de pie delante de ellos, con la camisa y los brazos cubiertos de sangre. El polvo giraba en torno a sus piernas como si la montaña se hubiera convertido en un desierto.

Billy se puso de pie delante de Lou.

– Papá, ¿cómo está el potrillo?

– Muerto.

Lou se estremeció ante el tono de su voz. El hombre la señaló y añadió:

– ¿Qué demonios hace aquí?

– He ido a buscarlas para que ayudaran con el bebé. La señora Louisa está dentro con mamá.

George lanzó una mirada a la puerta y luego volvió a mirar a Billy. Tenía una expresión tan terrible que Lou estaba convencida de que la mataría en aquel momento.

– ¿Esa mujer está en mi casa?

– Ha llegado el momento.

Todos miraron hacia la puerta y vieron a Louisa.

– El bebé está a punto de llegar -declaró.

Davis apartó a su hijo de un empujón y Lou dio un salto para apartarse también de su camino cuando se dirigió, enfurecido, hacia la puerta.

– No tienes nada que hacer aquí -le espetó a Louisa-. Lárgate de mis tierras antes de que te dé en la cabeza con la culata del rifle, y a esa niñata también.

Louisa no retrocedió ni un milímetro.

– Puedes ayudar a que salga el bebé o no. Es problema tuyo. Venga, Lou, y tú también, Billy. Voy a necesitaros a los dos.

Estaba claro que George no permitiría aquello. Louisa era muy fuerte para su edad y más alta que Davis, pero aun así no podía enredarse en una pelea.

Entonces oyeron un grito procedente del bosque. Era el mismo sonido que Lou había oído la primera noche en el pozo, pero en cierto modo más horrendo, como si aquello que lo había proferido estuviera muy cerca y fuera a aplastarlos. Incluso Louisa lanzó una mirada llena de aprensión hacia la oscuridad.

George Davis dio un paso atrás, con el puño cerrado como si esperara tener en él un arma. Louisa rodeó a los niños con los brazos y se los acercó al cuerpo. Davis no hizo ningún movimiento para detenerlos, pero se puso a gritar:

– ¡Asegúrate de que esta vez sea un niño! Si es una niña, ya puedes dejarla morir. ¿Me has oído? ¡No necesito más puñeteras niñas!

Mientras Sally empujaba, a Louisa se le aceleró el corazón al ver las nalgas del bebé, seguidas de un pie. Sabía que no tenía mucho tiempo para sacar a la criatura antes de que el cordón quedara aplastado entre la cabeza del bebé y el hueso de Sally. Mientras lo pensaba, vio salir el otro pie.

– Lou -llamó-, rápido, ven aquí.

Louisa tomó los pies del bebé con la mano derecha y levantó el cuerpo para que las contracciones no tuvieran que soportar el peso de la criatura y mejorar así el ángulo de salida de la cabeza. Sabía que podían sentirse afortunadas porque, después de tantos partos, Sally Davis tenía los huesos bien abiertos.

– Empuja, Sally, empuja, querida -la animó Louisa. Cogió las manos de Lou y las dirigió a un punto en concreto del abdomen de Sally-. Tenemos que sacar la cabeza lo antes posible -añadió-, aprieta aquí tan fuerte como puedas. No te preocupes, no le harás daño al bebé, la pared del vientre es muy dura.

Lou hizo presión con todas sus fuerzas mientras Sally 4 gritaba y empujaba y Louisa levantaba más el cuerpo del bebé.

A voz en cuello, la anciana anunció que ya se le veía el cuello y luego el pelo. Entonces apareció toda la cabeza y enseguida tuvo al bebé entre los brazos y le dijo a Sally que descansara, que todo había terminado ya.

Louisa pronunció una oración de agradecimiento cuando vio que era un niño. Sin embargo, era muy pequeño y pálido. Hizo que Lou y Billy calentaran cubos de agua mientras ataba el cordón umbilical en dos puntos con el hilo de la bobina y luego cortó el cordón entre los dos puntos con unas tijeras hervidas. Envolvió el cordón en uno de los paños limpios y secos que Lou había calentado en el horno y ató otro de esos trapos con holgura en el costado izquierdo del bebé. Utilizó aceite dulce para limpiar a la criatura, la lavó con jabón y agua templada, la envolvió con una manta y se la entregó a la madre.

Louisa colocó la mano sobre el vientre de Sally y lo palpó para ver si el útero era duro y pequeño. Si se notaba grande y blando, existía la posibilidad de una hemorragia interna, explicó a Lou en voz baja. Sin embargo, el vientre se notaba pequeño y prieto.

– Todo bien -le dijo a Lou, que experimentó un gran alivio.

Acto seguido, Louisa tomó al bebé y lo dejó sobre la cama. Cogió una pequeña ampolla de cera de su cubo y extrajo un pequeño frasquito de cristal. Hizo que Lou mantuviera abiertos los ojos del bebé y vertió dos gotas en cada uno de ellos, mientras el recién nacido se retorcía y lloraba.

– Es para que el bebé no se quede ciego -le explicó a Lou-. Travis Barnes me lo dio. La ley dice que hay que hacerlo.

Con ayuda de recipientes calientes y algunas mantas, Louisa preparó una rudimentaria incubadora y colocó al bebé en su interior. Respiraba de forma tan superficial que cada pocos minutos le pasaba una pluma de ganso por debajo de la nariz para comprobar que seguía tomando aire.

Al cabo de media hora las últimas contracciones hicieron salir la placenta y Louisa y Lou limpiaron la cama, cambiaron las sábanas de nuevo y frotaron a la madre por última vez utilizando los últimos paños calientes.

Lo último que Louisa extrajo del cubo fue un lápiz y una hoja de papel. Se los dio a Lou y le dijo que escribiera la fecha y la hora. Louisa sacó un viejo reloj de cuerda del bolsillo de los pantalones e indicó a Lou la hora del nacimiento.

– Sally, ¿qué nombre le vas a poner al niño? -preguntó Louisa.

Sally miró a Lou.

– Te ha llamado Lou; ¿te llamas así? -inquirió con un hilo de voz.

– Sí, más o menos -respondió Lou.

– Entonces será Lou. En tu honor, niña. Gracias.

Lou se quedó asombrada.

– ¿Y tu esposo?

– A él le da igual que tenga nombre o no. Sólo le importa que sea niño para que trabaje. Y no veo que haya venido. Se llamará Lou.

Louisa sonrió mientras Lou escribía el nombre de Lou Davis.

– Se lo daremos a Cotton -declaró Louisa-. Él lo llevará al juzgado para que todo el mundo sepa que en esta montaña tenemos a otro hermoso niño.

Sally se durmió y Louisa permaneció sentada junto a la madre y el niño toda la noche; despertaba a Sally para que amamantara al pequeño Lou cuando lloraba y apretaba los labios. George Davis no entró en la habitación ni una sola vez. Oyeron sus fuertes pisadas en el porche durante un rato y luego se oyó un portazo.

Louisa salió varias veces para ver cómo estaban los demás niños. Dio a Billy, Jesse y al otro niño, cuyo nombre Louisa desconocía, una jarrita de melaza y unas galletas que había llevado consigo. Le apenó ver con qué rapidez devoraban una comida tan austera. También dio a Billy un tarro de confitura de fresa y un poco de pan de trigo para dar a los demás niños cuando se despertaran.

Se marcharon a última hora de la mañana. La madre estaba bien y el bebé se veía más fuerte y menos pálido. Mamaba con fruición y sus pulmones parecían en forma.

Sally y Billy les dieron las gracias, e incluso Jesse consiguió emitir un gruñido. Pero Lou se dio cuenta de que la cocina estaba fría y que no olía a comida.

George Davis y sus hombres estaban en los campos, pero antes de que Billy se reuniera con ellos, Louisa lo llevó a un lado y le habló de cosas que Lou no oyó.

Al sacar el carro pasaron por establos llenos de ganado suficiente para formar un rebaño, y cerdos y ovejas, un corral lleno de gallinas, cuatro buenos caballos y el doble de muías. Los campos de cultivo se extendían hasta donde alcanzaba la vista y estaban circundados por una peligrosa alambrada. Lou vio que George y sus hombres trabajaban los campos con equipos mecanizados, los cuales levantaban nubes de polvo a su paso.

– Poseen más campos y ganado que nosotros -observó Lou-. ¿Cómo es que no tienen nada de comer?

– Porque su padre lo quiere así. Y el padre de él se comportó igual. Siempre controlando el dinero. No soltó un dólar hasta que estuvo metido en el ataúd.

Pasaron por delante de un edificio, y Louisa indicó el robusto candado de una puerta.

– El hombre dejará que la carne de esa caseta de ahumados se pudra antes de dársela a sus hijos. George Davis vende hasta el último grano de su cosecha al campamento maderero y a los mineros y la transporta hasta Tremont y Dickens. -Señaló un edificio grande que tenía una hilera de puertas alrededor de la primera planta. Estaban abiertas y se veían claramente las grandes hojas verdes colgadas de unos ganchos del interior.

– Es tabaco curándose -explicó-.

Debilita la tierra, y lo que no masca él lo vende. Tiene una destilería y nunca ha bebido una gota, sino que vende el whisky de maíz que produce a otros hombres que deberían dedicar el tiempo y el dinero a sus familias. Y va por ahí con un fajo de dólares y tiene esta granja enorme con todas esas máquinas modernas y deja morir de hambre a su familia. -Dio una sacudida a las riendas-. En cierto modo, sin embargo, me da pena, porque es el hombre más miserable que he conocido. Un día Dios hará saber a George Davis lo que piensa de él, pero ese día todavía no ha llegado.

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