17

La casa estaba a oscuras y las nubes que cubrían el cielo anunciaban lluvia para la mañana siguiente. Sin embargo, cuando las caprichosas nubes y las frágiles corrientes cubrían las montañas, el clima solía cambiar rápidamente: la nieve se convertía en lluvia y lo claro en oscuro, y la tormenta se desataba cuando menos se la esperaba. Las vacas, puercos y ovejas estaban a resguardo en el establo, porque el Viejo Mo, el puma, había rondado por los alrededores, y se decía que la granja de los Tyler había perdido un ternero y los Ramsey un cerdo. Los montañeros proclives a utilizar la escopeta o el rifle mantenían los ojos bien abiertos por si aparecía el viejo carroñero.

Sam y Hit permanecían en silencio en su corral. El Viejo Mo no los atacaría. Una mula con malas pulgas podría matar a coces a cualquier otro animal en cuestión de minutos.

La puerta principal de la casa se abrió. Oz la cerró sin hacer ruido alguno. Estaba vestido y sujetaba el osito con fuerza. Miró alrededor por unos instantes y luego pasó junto al corral, dejó atrás los campos y se internó en el bosque.

La noche era negra como el carbón, el viento agitaba las ramas de los árboles, en la maleza se oían multitud de movimientos sigilosos y la hierba parecía aferrarse a las piernas de Oz. El pequeño estaba seguro de que había regimientos de duendes vagando en las inmediaciones y que él era su único blanco en la tierra. Sin embargo, había algo en el interior del niño que se había impuesto a aquellos temores, ya que ni en una sola ocasión pensó en volver sobre sus pasos. Bueno, quizás una vez, reconoció. O puede que dos.

Corrió sin parar durante unos minutos, abriéndose paso por lomas, pequeños barrancos entrecruzados y bosques densos. Dejó atrás una última arboleda, se detuvo, esperó por unos instantes y luego se dirigió hacia el prado. Más arriba vislumbró lo que lo había impulsado a hacer aquello: el pozo. Respiró hondo, agarró el osito con fuerza y, armado de valor, se encaminó hacia él. Sin embargo, Oz no era tonto de modo que, por si acaso, susurró:

– Es un pozo de los deseos, no un pozo encantado. Es un pozo de los deseos, no un pozo encantado.

Se detuvo y observó la construcción de ladrillo y mortero, luego se escupió en una mano y se la frotó en la cabeza para darse suerte. Después observó su querido osito durante largo rato y, finalmente, lo colocó con suavidad junto a la boca del pozo y retrocedió.

– Adiós, osito. Te quiero, pero tengo que entregarte. Ya sabes por qué.

Oz no sabía muy bien cómo seguir. Al final, se persignó y entrelazó las manos como si rezara, pensando que aquello satisfaría hasta al más exigente de los espíritus que concedían deseos a los jovencitos que los necesitaban más que nada en el mundo.

– Deseo que mi madre despierte y vuelva a quererme -añadió alzando la vista al cielo. Hizo una pausa y luego añadió con solemnidad-: Y a Lou también.

Se quedó allí, expuesto al viento y a los peculiares sonidos que llegaban de todas partes y eran, estaba seguro de ello, diabólicos. No obstante, a pesar de todo ello, Oz no tenía miedo: había cumplido su misión.

– Amén, Jesús -concluyó.

Poco después de que se volviera y se marchara corriendo, Lou salió de entre los árboles y siguió a su hermano con la mirada. Se dirigió hacia el pozo, se agachó y recogió el osito.

– Oz, mira que eres tonto -susurró para sí.

Lou no lo había dicho de corazón, y se le quebró la voz. Irónicamente, fue Lou, la dura y no el bueno de Oz quien se arrodilló en el suelo húmedo y sollozó. Finalmente, se enjugó la cara con la manga, se puso en pie y le dio la espalda al pozo. Con el osito de Oz apretado contra el pecho comenzó a alejarse de aquel lugar. Algo la hizo detenerse, sin embargo, aunque no sabía exactamente el qué. Pero, sí, el viento inclemente parecía arrastrarla de vuelta hacia lo que Diamond Skinner había llamado «pozo de los deseos». Se volvió y lo miró, y a pesar de que la luna parecía haberlos abandonado por completo, tanto a ella como al pozo, el ladrillo resplandecía como si estuviera envuelto en llamas.

Lou no perdió el tiempo. Volvió a dejar el osito en el suelo, introdujo la mano en el bolsillo del peto y la extrajo: la fotografía en que aparecían su madre y ella, todavía enmarcada. Lou depositó la preciada imagen junto al querido osito, retrocedió y, tras sacar una página del libro de su hermano, entrelazó las manos y alzó la vista hacia las alturas. Sin embargo, a diferencia de Oz, no se molestó en persignarse ni en hablar en voz alta y clara al pozo o al cielo. Movió la boca pero no se oyeron palabras, como si no acabara de creer en lo que hacía.

Cuando terminó, giró sobre sus talones tras su hermano, aunque procuró guardar una distancia prudencial. No quería que Oz supiera que lo había seguido, si bien sólo lo había hecho para vigilarlo. Tras ella, el osito y la fotografía yacían tristes junto a los ladrillos, como si fueran una especie de santuario temporal a los muertos.

Como Louisa había predicho Lou y Hit llegaron a un acuerdo. Louisa, no sin orgullo, había visto a Lou ponerse en pie cada vez que Hit la derribaba; en vez de tenerle más miedo tras cada encontronazo con el astuto animal, Lou se mostraba más decidida y sagaz. «Venga, a arar, mula», decía Lou, y se movía con soltura.

Oz, por su parte, se había convertido en un experto en guiar la enorme grada que Sam arrastraba por los campos. Puesto que Oz era poco voluminoso, Eugene había apilado piedras a su alrededor. Los grandes terrones de tierra cedían y se rompían bajo el constante arrastre y la grada acababa suavizando el campo como si fuera la cobertura de una tarta. Tras semanas de trabajo, sudor y músculos agotados, los cuatro se apartaron y evaluaron el terreno que ya estaba preparado para ser plantado.

El doctor Travis Barnes había venido desde Dickens para comprobar el estado de Amanda. Era un hombre corpulento, de rostro rojizo y piernas cortas, con patillas canosas, e iba vestido de negro. A Lou le parecía más un empleado de la funeraria que venía a enterrar un cadáver que un hombre versado en el arte de proteger la vida. Sin embargo, resultó ser amable y estar dotado de un sentido del humor que hizo todo más llevadero dadas las circunstancias. Cotton y los niños esperaron en el salón y Louisa se quedó con Travis durante el reconocimiento. Cuando Travis regresó al salón movía la cabeza y sujetaba con firmeza su maletín negro. Louisa le seguía e intentaba que su semblante resultara alentador. El médico se sentó a la mesa de la cocina y toqueteó la taza de café que Louisa le había servido. Clavó la mirada en la taza durante unos instantes, como si intentara encontrar palabras de consuelo flotando entre los restos de los granos de café y las raíces de achicoria.

– Las buenas nuevas -comenzó a decir- son que, por lo que veo, vuestra madre está bien desde un punto de vista físico. Las heridas han cicatrizado por completo. Es joven y fuerte y puede comer y beber, y mientras le ejercitéis las piernas y los brazos, los músculos no se le debilitarán. -Hizo una pausa, dejó la taza sobre la mesa y añadió-: Pero me temo que también hay malas noticias ya que el problema reside aquí -dijo mientras se tocaba la frente-. Y no podemos hacer gran cosa al respecto. Desde luego, es algo que yo no estoy en condiciones de remediar. Sólo podemos rezar y confiar en que un día salga del estado en que se encuentra. Oz se tomó aquello con calma y su optimismo apenas se vio mermado. Lou asimiló la información como si ésta corroborara algo que ya sabía.

En la escuela se habían producido menos problemas de los que Lou había imaginado. Ella y Oz se dieron cuenta de que los niños montañeses se mostraban mucho más abiertos que antes de que Lou se enfrentara a Billy. Lou tenía la sensación de que nunca entablaría amistad con ellos, pero al menos la hostilidad había disminuido. Billy Davis no volvió a la escuela durante varios días. Cuando lo hizo, los moretones habían desaparecido casi por completo, si bien había otros más recientes que, a juicio de Lou, se los había causado el terrible George Davis. En cierto modo, Lou se sintió culpable. En cuanto a Billy, la evitó como si fuera una serpiente venenosa, pero así y todo Lou no bajó la guardia. Sabía cómo era el mundo: cuando menos uno se lo esperaba, los problemas le tendían una emboscada.

Estelle McCoy también se contuvo al lado de la muchacha. Resultaba evidente que Lou y Oz estaban mucho más adelantados que los otros niños. Sin embargo, no alardeaban de ello, y Estelle McCoy lo apreciaba. Asimismo, nunca más volvió a llamarla Louisa Mae. Lou y Oz habían donado a la biblioteca una caja de libros suyos, y los niños, uno a uno, se lo habían agradecido. Así pues, se había producido una tregua digna de admiración.

Lou se levantaba antes del alba, realizaba las tareas que le correspondían y luego iba a la escuela y cumplía con sus obligaciones. A la hora del almuerzo se tomaba el pan de maíz y la leche con Oz bajo el nogal, en el cual estaban grabados los nombres y las iniciales de quienes habían estudiado en aquella escuela. Lou nunca había sentido el impulso de hacerlo ya que implicaba una permanencia que no estaba, ni mucho menos, dispuesta a aceptar. Volvían a la granja por la tarde para trabajar y luego se acostaban, exhaustos, poco después de la puesta del sol. Era una vida monótona pero en aquellos momentos Lou lo agradecía.

Los piojos se habían adueñado de Big Spruce, y tanto Lou como Oz habían tenido que restregarse la cabeza con queroseno.

– No os acerquéis al fuego -les había advertido Louisa.

– Es asqueroso -dijo Lou al tiempo que se toqueteaba el pelo apelmazado.

– Cuando fui al colegio y me contagiaron los piojos me pusieron azufre, manteca y pólvora en el pelo -les contó Louisa-. No soportaba el olor y tenía miedo de que alguien encendiera una cerilla y la cabeza me estallara.

– ¿Había escuela cuando eras pequeña? -preguntó Oz.

Louisa sonrió.

– Había lo que se llamaba escuela de pago, Oz. Un dólar al mes durante tres meses al año, y era buena estudiante. Éramos unos cien estudiantes en una cabaña de troncos con un suelo de tablones que crujía los días calurosos y se helaba los fríos. El profesor era rápido con la correa y el que se portaba mal tenía que quedarse de puntillas durante media hora con la nariz metida en un círculo que el profesor había dibujado en la pizarra. Yo nunca tuve que ponerme de puntillas. No siempre era buena, pero nunca me pillaron con las manos en la masa. Algunos estudiantes eran adultos que habían regresado de la guerra hacía poco, muchos de ellos mutilados, y que querían aprender a leer y a escribir. Solíamos deletrear las palabras en voz alta. Hacíamos tanto ruido que asustábamos a los caballos. -Le brillaron los ojos-. Tuve un profesor que solía hacer los ejercicios de geografía en su vaca. Siempre que miro un mapa me acuerdo del dichoso animal. -Los miró-. Supongo que puedes llenarte la cabeza en cualquier lugar. Así que aprended lo que tengáis que aprender. Como hizo vuestro padre -añadió, sobre todo pensando en Lou, tras lo cual ésta dejó de quejarse sobre el queroseno que tenía en el pelo.

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